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Acto II: Capítulo 5

La tienda de Diego Casanova quedaba a apenas dos cuadras del lugar del altercado, detrás de la carnicería de Calvin Ewell —el hombre que Frankfurt había recién ejecutado.

Al frente del edificio, dos banderas colgaban: una del Reino de Portugal —la patria del armero— y otra de las Islas de Gainsboro —su actual residencia. Entre ellas estaban cinco gallardetes, cada uno con los colores y símbolos de las organizaciones criminales para las que su dueño trabajaba. 

Para los ciudadanos comunes de Merchant, aquellos triángulos eran meramente decorativos. Pero para personajes como Jean y Frankie, señalizaban un lugar seguro donde discutir negocios abiertamente, sin temer a represalias. Esto fue confirmado por el hecho que, al entrar, se encontraron con la famosa Asesina Linda Stix y algunas de sus colegas, conversando con Casanova sobre uno de sus nuevos inventos.

—Estos imanes perderán fuerza con el tiempo, pero siempre puedes venir aquí a cambiarlos —escucharon al anciano decir, quitándole del brazo de la mujer una mano prostética metálica, cuyos dedos se cerraban en un puño gracias a la fuerza de atracción del mineral—. Aún no descubro cómo hacer que cada dedo se doble individualmente, pero te avisaré cuando lo haga. Por mientras, espero que esto te sea más útil que tu prótesis anterior. 

—Lo será, bastante —la comandante respondió, cubriendo su muñón con su icónico gancho—. ¿Cuánto te debo, Diego?

—Nada, madame* Stix.

—Diego...

—Usted es una de las pocas personas que mantienen vivo el orden en esta ciudad. No me debe nada —insistió, envolviendo el producto que le había diseñado con una manta antes de depositarlo en una caja de madera.

—Gracias —En un raro gesto de bondad ella le sonrió, recibiendo el contenedor—. Ten buen día.

—Hasta luego.

Cuando se volteó, su buena disposición desapareció. 

Ver a Frankfurt tenía ese efecto sobre ella.

—Al fin reapareciste por Merchant.

—Estaba en Isla Negra.

—Eso oí —La asesina se le acercó—. Hay muchos violadores y abusadores que dejaron esa prisión junto a tus hombres. Ten cuidado con quien reclutas.

—Linda, podemos tener nuestras diferencias, pero sabes que nunca aceptaría a un degenerado en la Hermandad.

—Tú no lo harías, pero no confío en los demás —Linda lo cruzó junto a sus colegas—. Mantén un ojo abierto, Laguna.

Ella se alejó de los Ladrones junto a sus compañeras. Jean, intimidado apenas por presencia, solo logró volver a hablar así que la puerta se cerró y la dama se marchó:

—¿Quién era esa?

—La verás mucho por aquí. Es Linda Stix, la líder de las Asesinas de Merchant. No nos llevamos muy bien, cómo pudiste ver... Pero no es un peligro para nosotros. En fin... —Frankie respiró hondo y se apartó, yendo a saludar a Diego—. ¿Cómo has estado, viejo amigo?

—¡Frankfurt! —El armero le estiró la mano, sonriente—. Te vi llegar, pero no quise interrumpir tu conversación...

—Tranquilo, no era nada importante —El Ladrón le sonrió de vuelta a Casanova—. Vengo aquí por dos motivos: Negocios, primero que todo, y segundo porque tengo que presentarte a alguien muy importante para mí... Jean-Luc, mi nuevo asistente.

—Buenas tardes.

—¡Es un placer! —El armero le sacudió la mano.

—Si lo ves por aquí de vez en cuando, quiero que sepas que vino en mi nombre —Frankie le dijo al negociante, señalando con la mano al violinista.

—Sin problema alguno. Será siempre bienvenido en mi tienda.

—Ah, y te pido perdón, pero en verdad tengo un tercer motivo para mi visita: necesito de tu ayuda —El comandante señaló a Xavier, quién estaba cubierto de sangre, sudor, y barro.

—¡Dios mío! —exclamó Diego al ver su estado, y caminó hacia una mesa cercana, recogiendo una jarra de cristal, llena de agua, y un vaso—. ¿Qué le pasó?

—Un rally. Tu vecino el carnicero lo atacó.

—¿Calvin?

—El mismo.

—¿Sigue vivo?

—No —Frankie fue honesto—. Si incitó un rally, puede hacerlo de nuevo. Y no soporto a la gente que apoya a linchamientos, tú lo sabes. Tenía que matarlo.

—Lo entiendo, pero no sé si hacerlo servirá de mucho... Lamentablemente ese tipo de cosas se han vuelto bastante comunes por aquí en los últimos años —Diego dejó atrás su mostrador—.  Usted, mister*, tuvo suerte —Le sirvió poco de agua al pianista—. ¿Puedo preguntar qué motivó el ataque?

—Nada. Yo solo fui a comprar pan y ese maldito se enojó porque estaba "de pie muy cerca de él". —Así que terminó de hablar Jean lo ayudó a sentarse sobre una banca de la tienda, para que pudiera descansar.

—Pues, si no hiciste nada... —Casanova sacudió la cabeza—. Cal se mereció su muerte —Le entregó el vaso a Xavier—. Frankfurt... ¿Qué necesitas que haga?

—Primero que todo, ¿tienes un pañuelo?

El armero entendió su pedido al instante. Buscó lo solicitado y le lo entregó a Xavier, para que se limpiara. También le trajo un vaso con hielo picado, para que le aplicara un poco de frío a sus heridas. Generalmente él se compraba unos bloques pequeños cada mañana, para agregarle a los licores que consumía junto a sus clientes durante el día.

—¿Qué más necesitas?

—Que me respondas una cosa: ¿Sabes si el General Lazare sigue viviendo en la mansión Daroch? —Frankie mencionó al primer general negro de las Islas de Gainsboro, quien residía en una granja en la ciudad de Saint-Lauren—. Necesito escribirle y organizar una reunión con él, para conversar con sobre la posibilidad de crear una fuerza paramilitar específica para detener a los rallys y otros ataques raciales en el sur.

—Pero él ya la creó...

—¿De veras?

—Sí, mientras estabas en Isla Negra lo hizo. Juntó a un grupo de hombres de su confianza y ahora están trabajando en ello. Se bautizaron a sí mismos como "Le Armée des Morts-Vivants", o "El Ejército de los Muertos-Vivos". No tan solo detienen cualquier persecución hacia los de su raza, como también ejecutan a muchos puristas y supremacistas blancos que residen en los alrededores de Saint-Lauren y Brookmount.

—Perfecto, entonces le escribiré —El comandante asintió—. Necesitamos tener la presencia de ese grupo aquí en Merchant, lo más pronto posible.

—Concuerdo. Pero ¿hay algo más que pueda hacer por ti, Frankie?

—Sí; negocios.

—Siempre es un gusto —Diego sonrió—. Conversemos un poco adentro —Le hizo una seña al Ladrón para que lo siguiera y este siguió su orden, sin demora.

Ambos entonces cruzaron el mostrador y entraron a la sala de pólvora, dónde el vendedor guardaba toda su munición y sus armas.

Y mientras los dos hablaban sobre compras, inversiones, y lucros en la privacidad del recinto, Jean aprovechó su ausencia para contarle a Xavier todo lo que le había pasado desde su encierro, convencerlo otra vez de su inocencia, y explicarle como todo lo sucedido era culpa de Aurelio, y no suya.

En unos quince minutos, logró sintetizar a tres años de sufrimiento y agonía, saltándose a los detalles menos importantes para poder agilizar su charla.

Xavier, para su alivio, siguió creyendo en su inocencia durante todo este tiempo, y fue junto con Lilian uno de sus pocos defensores públicos. Arriesgó su reputación y estabilidad para intentar limpiar su imagen. Y el muchacho nunca podría pagarle por su bondad y fidelidad.

Pero su postura tuvo un precio. Y justamente por eso él ahora había sido desterrado al sur.

—Con la muerte de Elise, Aurelio logró al fin quedarse con el Colonial. No sé cómo, pero lo hizo —el pianista terminó de beber el vaso de agua que Casanova le había entregado—. Ese maldito malnacido envió a un abogado a representarlo allá en la capital, e implementó los cambios que quería al establecimiento, de inmediato. Removió platillos tradicionales del menú, bajó nuestros salarios y agregó un "reglamento de etiqueta racial" para la contratación de funcionarios y atención de clientes... En verdad, sabes lo que era.

—Segregación.

—Exacto —Él sacudió la cabeza, ultrajado—. Me despidió, junto a algunos empleados más, después de establecer ese reglamento. Pero yo supe que no lo hizo apenas por racismo. Me echó porque yo te defendí, hasta el final. Y eso a Aurelio le dolió.

—Ese hijo de perra... —Jean lo maldijo, furioso—. Perdóname, Xavier. En serio. Si no fuera por mí...

—Nada de lo que pasó fue tu culpa, así que no te disculpes. Aurelio es el que debería disculparse, y pagar por sus múltiples crímenes... Y él es quién mereció morir. No Elise.

—Lo sé... Y si tuviera la oportunidad, lo mataría con mis propias manos —El violinista volvió a mirar al tobillo del herido y luego de un instante de contemplación, afirmó:— Creo que vas a necesitar a un doctor. Esto parece ser más grave que un esguince o un tirón. Tu pie está demasiado hinchado.

—Hasta iría a uno, si tuviera el dinero —Xavier se rio, pese a no encontrar la situación nada divertida.

—Un amigo mío es médico. Puedo hablar con él para que te reviste sin cobrar nada.

—No quiero molestarlo...

—No lo harás —Jean lo cortó—. ¿Dónde estás viviendo ahora?

—¿Yo? En el hotel Malvar, calle Smith. Segundo piso, número 201.

—Excelente, queda cerca de la sede de la Hermandad. Te iré a visitar junto a David más tarde. ¿Cuándo estarás de vuelta por allá?

—Creo que de aquí me iré derecho a mi cama, así que puedes venir cuando quieres.

—¿No estás trabajando?

—No... Estaba caminando de distrito en distrito, buscando trabajo, cuando ese hijo de perra del carnicero me atacó, de hecho.

—Puedo hablar con Frankie respecto a eso también —Jean le ofreció—. Sé que él debe conocer a alguien que te pueda contratar aquí en Merchant.

—Gracias, pero no... No me quiero meter en los asuntos de Laguna —el pianista fue directo—.  Agradezco que me haya salvado el pellejo, de verdad, pero no quiero deberle favores a ese hombre, ni trabajar para él. Es demasiado peligroso —Se inclinó adelante y bajó el volumen de su voz—. Tú tampoco deberías.

—Xavier... yo no tengo otra alternativa —El violinista se hundió de hombros—. Soy un reo en fuga. Fui acusado de homicidio...

—Eres inocente.

—Pero jamás lograré probarlo —afirmó, resignado—. Mi carrera como músico se acabó. No tengo otra alternativa a no ser unirme a su grupo, y ser un Ladrón más.

—Siempre hay otra alternativa...

—¿Como cuál?

Xavier no fue capaz de contestarla, porque efectivamente, en la situación de su amigo no había mucho que él pudiera hacer. No encontraría trabajo sin documentos, y no lograría tener documentos nunca por ser un convicto buscado por la policía. Su futuro era bastante oscuro y despreciable.

—¡Jean! —Frankie lo llamó desde la otra habitación—. ¡Ven aquí! ¡Te quiero mostrar algo!

—¡Ya voy! —el muchacho gritó, sin apartar sus ojos de su viejo amigo—. Espérame aquí, en seguida vuelvo.

—No, yo... —Xavier se levantó—. Debo irme.

—¿Con ese pie hinchado?

—El hotel no está muy lejos de aquí —se excusó, con un tono firme y determinado.

Jean, respetando sus deseos pese a estar preocupado por su bienestar, apoyó ambas manos en su cintura y asintió.

—De todas formas, yo iré a visitarte más tarde.

—Lo sé —De a poco, una sonrisa se adueñó de la cara del pianista—. Me alegró bastante ver que estás bien, pese a todo.

El muchacho, tocado por su genuinidad, le dio un abrazo apretado como respuesta.

—Puedo decir lo mismo —Jean comentó, y se apartó algunos segundos después—. Cuídate, ¿ya? No soportaré perder a nadie más.

—Lo haré, y espero que tú también lo hagas —Xavier le entregó las cosas dadas por Casanova, con una sonrisa triste, y luego cojeó hacia la puerta—. ¡Te veo más tarde!

Dejando los objetos a un lado, el violinista lo vio abandonar la tienda, con una expresión desencantada y recelosa en su propio rostro. 

Sacudió la cabeza para evitar caer en uno de sus torbellinos mentales de melancolía y nostalgia, se volteó hacia el mostrador, lo cruzó, y entró a la sala de pólvora, aún en conflicto por la conversación que acababa de tener, porque pensar en todo lo que había perdido seguía siendo muy doloroso.

Allí, encontró a su comandante observando un rifle largo, acoplado a una mira telescópica.

—Estaba conversando con Diego... —Frankie bajó el arma—.  Sobre dos problemas que debemos solucionar. El primero, necesitas anteojos; el segundo, eres zurdo.

—Mi hermano es un oftalmólogo. Tiene su propio negocio, en el districto de Orchard. Puedo conseguirte una hora, si la quieres —el armero afirmó, sin perder su expresión simpática.

—Tener a mis lentes de vuelta sería de gran ayuda —Jean concordó—. Gracias.

—Un problema resulto, vamos al otro —el comandante prosiguió.

—Soy zurdo.

—Sí. Lo eres. Y estas... —Frankie señaló al rifle que había dejado sobre la mesa, así como algunos revólveres y espadas que lo cercaban—. Son armas fabricadas especialmente para zurdos.

—No sabía que existían —El violinista se acercó al arsenal, de pronto curioso.

—Son adaptaciones, hechas por mí —Casanova explicó, cruzando los brazos—. Mi hijo es zurdo, y me ayudó a rediseñar algunos de estos modelos para que le sean más accesibles a gente con esa... característica, por así decirlo. ¡Así que adelante! Usted puede recoger uno, ver cómo se sienten al toque, familiarizarse con sus materiales y pesos...

Pese a su aprensión, el muchacho asintió ante las palabras de Casanova y tomó uno de los revólveres entre sus dedos, sorprendido por la comodidad del mango.

—Son mejores que los que usado hasta ahora para practicar, eso lo aseguro.

—Excelente, entonces escoge lo que te quieras llevar de esta mesa y lo pagamos ahora. Necesitarás equipamiento de calidad para nuestra próxima misión. A lo que me lleva... —Frankie volteó su cabeza hacia Diego—. Tengo que comprar parte de tus producciones especiales.

—Pues lamento decirte que últimamente he estado más ocupado estudiando el mecanismo de las armas americanas para fabricar copias, que diseñando modelos nuevos.

—Pero no tienes nada novedoso... ¿Nada? —La decepción del comandante fue notable.

—Apenas el Leprechaun, que es un revólver de ocho recámaras...

—¿Calibre?

—.22 LR.

—Es demasiado pequeño para lo que tengo planeado.

Diego Casanova, cruzando los brazos, le preguntó con suma curiosidad:

—¿Y qué harás, exactamente, para necesitar tantas armas de alto calibre?

Frankie, con ridícula casualidad, sonrió, aplanó su cabello y dio su respuesta:

—Robaré la casa de moneda.


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Carcosa, 29 de agosto de 1891

Antes de siquiera abrir la nueva carta enviada por Thomas Morsen, Claude ya sabía que traía pésimas noticias. Al leerla, confirmó su sospecha. Un robo millonario se había efectuado a la casa de moneda de Merchant —lo que terminó paralizando, además, todas las actividades del banco central de la ciudad.

El "crimen del siglo" —como el evento vendría a ser conocido algunos días más tarde, gracias a la influencia de un particular titular del Times— había sido efectuado por Frankie Laguna, Rémy Gallaud, y por el más nuevo asistente del comandante de los Ladrones, Jean-Luc Chassier.

Confirmar la participación de su hermano en el espectáculo hizo a Claude invocar nuevamente la presencia de Marcus en su despacho, y volver a insistir que necesitaban atraparlo, sin importar el costo. El oficial, bastante más nervioso que en la ocasión anterior, hizo pocos comentarios mientras el ministro se quejaba. Era obvio que sus pensamientos estaban en otro lado y que su culpa por haber sido el culpable de la caída del violinista le nublaba el raciocinio.

—¿Qué hacemos? —Fue lo único que logró escuchar con claridad, y lo único que se dignó a responder.

—Debemos declarar un toque de queda, establecer puntos de chequeo, y prohibir el viaje intrarregional mientras estos criminales no sean atrapados —Marcus comentó, luego de tragar en seco.

—¿Por cuánto tiempo?

—¿Un mes?... Si la policía local se demora más que eso vamos a tener que dar de baja a muchos oficiales por su ineficacia y pobre desempeño.

—No me importa si tengo que obligar a Theodore a exonerar al general a cargo de las fuerzas armadas, con tanto que estos malditos Ladrones sean atrapados haré lo que sea.

Pettra, preocupado por la rabia del ministro, y por la delicadeza de la situación en la que ambos se veían atrapados, asintió con lentitud, se retiró del escritorio a hacer su parte del trabajo, y regresó a su propio despacho, a hiperventilar en soledad.


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Merchant, 05 de septiembre de 1891

Casi todo el dinero que la Hermandad se llevó de la Casa de Moneda fue entregue a los ciudadanos pobres del barrio bajo. Los distritos de Romero, Orchard, Estex y Newell terminaron siendo los más beneficiados, ya que Frankfurt no tan solo logró alimentar a las miles de familias que por ahí vivían, como también logró invertir sumas significativas en escuelas, bibliotecas, orfanatos y casas de acogida, a través de donaciones anónimas o de regalos enviados con su nuevo nombre de negocios, Francis Melbourne.

Jean se sorprendió al ver el impacto positivo que aquel único acto de maldad tuvo en la vida de tantos ciudadanos, y comenzó a ponderar quiénes eran los verdaderos culpables de tanta violencia e inequidad en el sur: los Ladrones o el gobierno.

Pero no todos los efectos sociales del crimen fueron agradables. Gracias a una decisión ministerial los viajes intrarregionales habían sido prohibidos y todas las rutas terrestres a Carcosa habían sido cortadas. Esto lo obligó a aplazar su decisión de ir a visitar a su madre en Levon, y entregarle André a su cuidado.

A cada día que pasaba, él se daba cuenta de dos importantísimas cosas. Primero, que extrañaría demasiado al niño cuando su hora de partir llegara. Segundo, que Merchant de veras no era un buen lugar para criarlo.

Ver a su sobrino dormir en el colchón a su lado, con una serenidad que su propia mente no conocía a años, lo hizo aceptar aquella verdad. Él y su inocencia merecían un mejor destino de lo que su presente podría otorgarle. Y por eso, sus caminos debían separarse. No había nada más a ser hecho.


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Merchant, 15 de septiembre de 1891

Desde su partida de Isla Negra, Elise había estado viajando por toda Merchant, jamás permaneciendo en la misma calle por mucho tiempo, ni entablando amistades con nadie. Había dormido bajo puentes, en callejones, entre basureros, y en parques públicos. Se había familiarizado con cuchillos y revólveres. Sobrevivía del dinero de las joyas que había robado en prisión, al que escondía en sus zapatos.

Para pasar desapercibida entre las masas había teñido su cabello con un color rojizo, usando una mezcla de Henna, té de manzanilla y limón fresco. Perdió un par de molares luchando. Se fracturó unos dedos. Se volvió dura, tozuda, e insensible.

Cualquier persona que la mirara ahora, habiéndola conocido en el paso, no lograría reconocerla.

No tan solo por la ausencia de sus ropas elegantes y caras, sino por su asustador cambio de personalidad.

La Elise del presente no era nada parecida a la del pasado, y hasta Frankfurt se había asustado por su transformación. La muchacha había pasado de ser una gatita asustada a una leona cubierta de sangre, lista para morder a su próxima presa en la yugular.

Ambos ya se habían visto algunas veces, en la privacidad de la casa del comandante.

Al final ella sí le hizo caso al último consejo que él le dio mientras seguían en Isla Negra, y pasó a visitar su propiedad con frecuencia.

Frankie le compartía todas las novedades que tenía respecto a la salud, ánimo, y planes de Jean-Luc, y a cambio la joven le contaba sobre lo que había hecho durante la semana, aparte de informarle sobre los movimientos de Aurelio —a quien ella ya había logrado localizar y ahora estaba espiando como una serpiente, lista para atacarlo y matarlo a la primera oportunidad.

Fue en una de estas reuniones en su hogar cuando el comandante le habló sobre la decisión del violinista de llevar a André al norte, al cuidado de su abuela.

Y él vio, de cerca, como la máscara de insensibilidad y apatía de Elise se cayó de su cara, al oír estas palabras.

—Jean está pensando en lo mejor para el niño. Espero que lo entiendas.

La sangre de la mujer se le heló, y sus puños temblaron de rabia.

Pese a saber que él decía la verdad —y que aquella era la decisión más lógica y responsable a ser tomada en el momento—, la profunda melancolía que la golpeó al enterarse de la partida de André fue horrenda.

De todos los sufrimientos que había tenido en la vida, ella sabía que este sería el peor.

Tener a su hijo lejos de sí le causaba un dolor que nunca sería capaz de explicar en voz alta, de tan intenso y desgarrador que era. Nada se le comparaba, y nunca lo haría.

Pero saber que él ahora pasaría a vivir en el extremo opuesto del país, en donde ella no sería capaz de siquiera verlo, la hizo agonizar por dentro.

Esto sí la rompió.

—Prométeme que mi hijo estará a salvo —Elise le rogó a Frankie—. Prométeme que ni tú, ni Jean, ni él volverán a ser capturados por mi padre.

—Haré todo lo posible para que así sea —el hombre la tranquilizó—. Pero no te estreses, porque solo viajaremos el próximo año, cuando la situación del sur se estabilice un poco. Tengo planeado expandir mis negocios a Carcosa y aprovecharé la oportunidad de llevarlos a Levon.

Ella asintió. Sollozó, pero no por mucho tiempo. Se forzó a reprimir sus lágrimas y mantenerse fuerte, porque tenía que serlo. El tiempo de las sentimentalidades se había ido.

—Avísame antes que se vayan de aquí —le pidió al comandante, secándose el rostro con el reverso de su mano—. Quiero ir a la estación y ver a André una última vez, aunque sea desde lejos.

—Lo haré —él juró con solemnidad—. Lo haría, aunque no me lo pidieras.

Elise abrió la boca, pero entre la lucha contra sus gimoteos, y su tristeza, hablar le resultó un poco difícil:

—Cuídalos, Frankie.

—Te juro que estarán bien —El Ladrón tomo sus manos y las acarició—. Y que, si debo dar mi vida para protegerlos, lo haré.

Ella le sonrió, agradecida. Y como gesto de buena voluntad, besó los nudillos del criminal, antes de levantarse de la mesa donde estaban sentados e irse a llorar a solas en las sombras de la calle.


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Carcosa, 27 de enero de 1892

—¡MALDITO BASTARDO! —Jean oyó a un policía gritar, mientras sus piernas galopaban más rápido que las de un semental por las calles empobrecidas del districto de Reordan.

Unos metros a su frente, un carruaje conducido por Rémy lideraba la carrera. Victor, inclinado sobre su cola, le extendía su mano, queriendo ayudarlo a subirse al vehículo para que pudieran acelerar su marcha y dejar al oficial atrás.

—¡TÚ PUEDES! ¡CORRE, MIERDA! —el Ladrón lo alentó, estirándose aún más—. ¡CORRE!

Apurando sus pasos lo máximo que pudo, el muchacho tomó impulso y se lanzó al vacío, siendo agarrado y jalado por los firmes dedos de su camarada, así como también por los de Frankie. Con poca sutileza, fue arrastrado al interior del carruaje, desorientado y mareado por el súbito movimiento.

—¿Estás bien? —su comandante preguntó, mientras Jean se quitaba los castaños mechones del rostro.

—Sí... —él contestó, jadeante.

—¿Conseguiste lo que querías?

El violinista no logró responder de inmediato. Llevó una mano hacia el interior de su abrigo, sacó un papel arrugado del bolsillo, y se lo ofreció.

—Es... —respiró hondo—. La dirección de mi hermano de sangre... Lo encontré.

—¡Eso es excelente! —Frankie le dio unas palmadas a la espalda—. ¿Y qué harás ahora que sabes dónde está?

Esa era una muy buena pregunta —que Jean todavía no sabía cómo responder, si era sincero.

Considerando las horribles memorias que tenía de su tiempo con los Chassier, creía que era erróneo, buscar el amparo de una nueva familia o sentir el cariño de parientes que en algún momento lo traicionarían, tal como ellos lo habían hecho. Pese a este justificado recelo, la parte curiosa de su espíritu le demandaba respuestas, y su ansiedad le insistía que aquella podría ser la única oportunidad que tendría de encontrarlas.

Sin importar qué camino escogiera, le resultaba chistoso de todas formas, el retorcido sentido del humor del destino. Precisamente en el momento más inquietante e inestable de toda su existencia, cuando todos sus aliados lo habían abandonado, un grupo de ignotos se le era ofrecido como apoyo, como compañía. Fantasmas oscuros, de facciones inciertas, que solo conocía por relatos de terceros —en su mayoría cuentos de terror sobre sus ancestros, sobre su origen.

La principal pregunta entonces dejaba de ser "¿Qué haría?", y se transformaba en una incógnita aún más triste: ¿Estaría tan solo al punto de buscar conforto en aquellas desvanecidas siluetas? ¿De entablar amistades con total extraños?

Temía contestar aquellas dudas, porque hacerlo implicaba reconocer lo obvio; se sentía abandonado.

—Lo pensaré —fue su respuesta a Frankfurt, el principal causante de aquella silenciosa crisis.

Había sido el comandante quien había logrado descubrir quién exactamente era su hermano materno. Al expandir sus negocios a la capital y comprar una propiedad en la ciudad, Frankie necesitó contratar algunos funcionarios para que la cuidaran en su ausencia. En una de estas entrevistas, se sorprendió al ser visitado por un hombre alto, de apariencia sorprendentemente similar a Jean, que quería postularse para el cargo de jardinero. Su nombre era Trevor Marshall.

Así que se marchó, Frankfurt comenzó a investigar la vida del joven, reclutando la ayuda de Rémy para agilizar sus esfuerzos. Esto no fue algo exclusivo al sujeto en cuestión —ya que hizo lo mismo con los otros candidatos que planeaba contratar—  pero prestó especial atención en él, dado su parecido incuestionable al violinista. De a poco, logró reunir suficiente información a su respecto.

Trevor era el hijo mayor de George Tompson Marshall y Christine Marshall. Tenía una hermana llamada Rosalie y un hermano —fallecido en la infancia— llamado Philip. Cuando pequeño, había vivido en el fango más maloliente de la miseria, allá en Levon. Él y su familia habitaron un refugio hecho de chatarra, bajo la arqueada sombra del puente Bayon, cerca de la desembocadura del río rojo. Sus ropas nunca pasaron de trapos. Sus comidas nunca pasaron de migajas.

Su madre trabajó como prostituta en el mundo arriba; él y su hermana, como Mudlarks* —o excavadores de lodo— en la afluente abajo. Pero cualquier esfuerzo de salir de aquella insoportable pobreza les resultó inútil, ya que todo el dinero que ganaban su padre se lo gastaba, pagando sus acreedores o vaciando botellas de vino.

Fue en esta pésima situación que Christine conoció a Peter Chassier y se cayó de rodillas ante sus encantos. Pensó que el venerado veterano podría ser una respuesta divina para todos sus problemas, y confió en el amor que él le declaraba, pensando que sería capaz de salvarla de su eterno sufrimiento.

Al enterarse de su embarazo, no obstante, el Teniente Coronel demostró sus verdaderas emociones hacia la mujer. La ejecutó a sangre fría en un motel cercano, y se limpió las manos de cualquier envolvimiento con la dama. Por ser un ebrio conocido y malhablado, el marido de la misma, George, fue acusado por el crimen en su lugar.

Frankfurt, indignado por la historia, viajó a la prisión dónde el patriarca de la familia Marshall seguía viviendo en cautiverio —ubicada en la capital—, queriendo certificarse de que todo lo que había descubierto era verdad. Junto a sí decidió traer a Jean, queriendo que el joven escuchara todo el relato de la boca del prisionero, y formara sus opiniones de los eventos por cuenta propia.

Lamentablemente, su visita fue corta; un guardia los acabó reconociendo y les dio orden de arresto. Mientras el comandante distraía a los policías con un tiroteo, su protegido se quedó atrás a conseguir más información sobre su familia, convenciendo a George de entregarle la dirección de sus hermanos sobrevivientes antes de partir. Fue por su retraso que los Ladrones se vieron obligados a emprender marcha y dejarlo atrás, a que los alcanzara por sus propios medios. Por suerte, logró subirse al carruaje a tiempo y escapar junto ellos, salvándose de otros tres largos años de encierro.

Recuperando su aliento, volvió a mirar a la nota que sostenía, y que podría cambiar para siempre el destino de su vida.

—Puedo descubrir quién realmente soy... —Jean balbuceó, aliviado—. Al fin.


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"Madame" : "Señora" en inglés.

"Mister": "Señor" en inglés.

"Mudlark": Persona en la época victoriana que excavaba el lecho de un río buscando objetos de valor, o cosas que vender. 

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