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Acto II: Capítulo 4

Melferas, 16 de agosto de 1891

Suleiman Birsha, al enterarse de los sucesos de la playa, se disculpó personalmente con Frankfurt por sus dichos y acciones, e invitó a Jean-Luc a conversar en su librería, antes de su partida a Merchant.

—Me equivoqué a tu respecto —Se quitó los lentes del rostro, sentándose en su escritorio—. El cacique Taikok me contó que luchaste con el brío de un lobo montañés, y que no retrocediste ante la ofensiva enemiga a pesar de los cañonazos y del tiroteo. Fuiste valiente, y defendiste a mi tierra.

—Apenas hacía mi trabajo, señor...

—Sé lo que hiciste, antes de volverte un Ladrón —Suleiman lo interrumpió, para la sorpresa del muchacho—. Ya tenía una idea vaga de tus antecedentes, pero... hice una pesquisa al respecto, mientras no estabas aquí. No tan solo eres hijo de Peter Chassier y un violinista famoso, eres también el asesino de Elise Carrezio.

—Chassier —Jean lo corrigió.

El alcalde recogió de un cajón el ejemplar de un periódico al que había encontrado unos días atrás, mientras recopilaba información sobre la vida del músico, y se lo entregó.

—Ella sigue siendo Carrezio. El ministro completó la anulación de su matrimonio.

Jean leyó parte del nuevo artículo con cierto desprecio, pero se negó a terminarlo, y le devolvió el diario a Suleiman. Por su reacción apenas, el alcalde supo lo que quería saber. Aun así, preguntó:

—Tú no lo hiciste, ¿verdad?

—¿Hacer qué?

—No la asesinaste.

Al oír su comentario, el violinista relajó su postura y suavizó su actitud.

—Yo la amaba —Su melancolía, no obstante, permaneció—. Nunca le hubiera hecho algo así. Y aunque no me creas, de su muerte sí soy inocente.

—Te creo... Ahora lo hago —El vendedor guardó el periódico y a seguir recogió un libro, que había separado especialmente para el joven—. Como ya debes saber yo conversé con Frankie, después de su regreso a Kohue. Él me dio más detalles sobre lo que ocurrió entre tú y tu hermano, además de insistir, una y otra vez que no eres igual al resto de tu familia —Suleiman se le acercó—. Pero no creo que esté del todo correcto, porque sí hay una persona entre los demás Chassier que me recuerda mucho a ti... tu madre, Anne.

—¿La conociste?

—Lo hice —El hombre asintió—. No te lo dije antes, porque no tuvimos tiempo de hablar al respecto, pero Anne Leroux fue la heroína que tu padre no logró nunca ser. Además de fundar las Asesinas de Merchant, ella salvó la vida de muchos esclavos y prisioneros de guerra. Su marido puede ser despreciable, pero ella no lo fue. Jamás. Y si ella puede ser una Chassier con moral y valor, pues... no dudo que tú también.

Jean, confundido por una de las aseveraciones, arrugó el rostro y levantó una mano al aire.

—Espera, ¿a qué te refieres con "fundó las Asesinas"?

—A que ella lo hizo.

—No... No puede ser. Maman* no... ella...

—¿No lo sabías? —Suleiman interrumpió sus balbuceos y alzó una ceja.

—¿Hablas en serio?

—¿Por qué mentiría?

—No lo sé, pero...

—Ella fundó a las Asesinas.

—No, eso no es posible —Jean se frotó el rostro, cansado de descubrir más cosas absurdas sobre su familia—. Ella sí colaboró con el ejército durante la guerra, pero estoy seguro de que no...

—¿Colaborar? No... La señora Anne hizo mucho más que eso —El alcalde insitió—. Su madre reclutó a un grupo de mujeres solteras, menores a treinta años, y las entrenó para volverse espías entre los colonos. Esencialmente creó a su propia sección de las fuerzas armadas, sin pedir el permiso de nadie. Contó con la ayuda de algunos de sus amigos de familia para entrenarlas y convertirlas en sus soldados. Ellas completaron muchas misiones, apropiándose de granjas y de plantaciones en el norte del país, pero la operación más importante de todas ocurrió en la capital, cuando el batallón de tu padre fue capturado por ingleses... La señora Anne y sus discípulas se disfrazaron de monjas, cruzaron el río rojo, y le ofrecieron ayuda a los colonos. En esos tiempos, aquello era normal; las monjas hacían de enfermeras. Nadie levantó una ceja, ni sospechó de nada. Ellas se valieron de este hecho y lo usaron a su favor. Durante la noche, ejecutaron a casi todo el campamento y pusieron en libertad a varios revolucionarios aprisionados, incluso Peter.

—Me estás tirando del pelo.

—Muchacho, ya te dije que no lo estoy. Hay varios libros sobre su colaboración a la guerra de independencia. Pero sus logros no son tan discutidos como los de su marido porque ella...

—Es mujer.

—Así es.

—¿Y qué sucedió después? —Jean cruzó los brazos—. Asumo que dejó a las Asesinas atrás.

—Lo hizo. La señora Anne se desvinculó de cualquier actividad con el grupo después de casarse. Pero sigue siendo su creadora.

—No tenía idea... —El muchacho suspiró, entre molesto y asombrado—. Como dije, siempre pensé que había ayudado al ejército con temas administrativos, tal vez médicos, pero nunca tácticos.

—Pues lo hizo. Y fue más macho que muchos hombres ahí afuera. Perdona la expresión, pero tenía cojones de hierro —Suleiman afirmó, y le ofreció la novela que sostenía—. Por eso mismo,  cuando la veas, entrégale esto de mi parte. Es la continuación de Las Aventuras de Jonathan McLaigh. Sé que ella querrá leerla.

Jean no necesitó que la tregua fuera explicita para entenderla. Tampoco necesitó contemplarla en exceso para aceptarla.

—Gracias, señor Birsha.

—Ah, y toma esto también, para que sepas quién de verdad es tu madre —El vendedor recogió otro libro de sus estantes—. "La Lucha Por La Libertad", escrito por Anton Leroux, un primo de la señora Anne —Al recibir el objeto Jean volvió a agradecerle. Suleiman continuó hablando:— Y si quieres más información al respecto, escríbeme o ven aquí. Te pasaré todo el material que tenga disponible para que lo estudies.

—No quiero molestarlo.

—No serás una molestia. Y quiero hacértelo claro; a pesar de nuestras primeras impresiones y de mi comportamiento inicial... eres bienvenido aquí —Su sinceridad sorprendió al músico aún más—. Y lo lamento, por haberte tratado de manera tan despreciable. Aún siento demasiada rabia y dolor por todo lo que pasó después de la guerra, y dejé que esos sentimientos me nublaran la razón. Pero también sé que los hijos nunca serán culpables por los errores de sus padres, y como ya te lo dije, tú no eres como Peter.

—Usted tiene razón. No soy mi padre —Jean sonrió por un instante—. Pero hay un Chassier que sí lo es: mi hermano.

—Lo mismo pensé, al leer tanta información a su respecto —el alcalde comentó—. Pero... ¿Te puedo dar un consejo respecto a él? No hagas lo que yo hice. No esperes hasta que sea muy tarde para cobrar justicia.

—Ah, pero yo no haré justicia... —el artista levantó su vista de los libros que sostenía y miró a Suleiman a los ojos—. Cobraré venganza.


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Merchant, 20 de agosto de 1891

Regresar al puerto de Merchant luego de años sin visitarlo fue una experiencia emocionante para todos los Ladrones, pero especialmente para Frankie, el ciudadano más ilustre de su historia.

Atravesar el islote del faro y aproximarse a la costa lo hizo sonreír con la inocencia de un niño. Ver los edificios amaderados, su arquitectura anticuada, las calles apretujadas, la nieve que las cubría, las chimeneas de las fábricas, y sentir el olor a leña quemada, lo hizo inclinarse sobre la proa del barco con entusiasmo, queriendo apreciar mejor su rústica belleza.

Cuando los criminales descendieron al puerto de Romero, una multitud de trabajadores los esperaba. De alguna manera, el pueblo se había enterado de su arribo anticipadamente, y todos los gendarmes y mercenarios del área habían huido de sus puestos, cediéndoles el control del distrito sin siquiera disputarlo. Con su partida, el sector rejuveneció treinta años. La gente había salido a las calles a festejar.

Ampliando su sonrisa al ver la multitud, Frankie se quitó la boina de la cabeza y la sacudió en el aire, saludando a los demás Merchanters que gritaban su nombre, felices y aliviados de volver a verlo. Decidió en ese preciso momento ir a la sede Hermandad a pie, queriendo ver los rostros de todos sus compatriotas de cerca, intercambiarles algunas palabras reconfortantes y asegurarse que todos estaban bien.

El cuartel general de los ladrones estaba ubicado a unas cuantas cuadras del muelle, cerca del edificio del Sindicato de Trabajadores. La construcción constaba de dos bloques, unidos por una gran torre hexagonal —que en el verano, al no estar oculta por la niebla, era visible desde el mar—.

Jean, sujetando a André en sus brazos, compartía su misma fascinación e intimidación por la estructura. Había pensado que la base de la organización sería una casucha pequeña, discreta, pero había resultado ser el total opuesto. Era ostentosa, orgullosa, y no hacía el mínimo intento de ser disimulada. Mientras apreciaba su belleza, las puertas principales se abrieron y el hijo de Rémy —un adolescente igual de corpulento y rudo que el hombre en cuestión, llamado Jonas—, descendió las escaleras con apuro, lanzándose a sus brazos sin hesitar.

Su padre carcajeó con extrema felicidad, dándole unas palmadas a la espalda.

—¡No puedo creer que han vuelto al fin!

—Y nadie nos volverá a sacar de aquí —Frankie aseguró, deteniéndose al lado del par—. ¿Jon, cómo han estado las cosas desde que nos fuimos?

—Una rotunda mierda —el chico comentó al apartarse—. Morsen aumentó los impuestos a la harina, está censurando a varios periódicos, las persecuciones a los negros han aumentado...

—¿Y qué hay de las Asesinas?

—Han intentado mantener el orden, pero es prácticamente imposible hacerlo. Si matan a un policía corrupto, el alcalde emplea a otro; si matan a uno de sus funcionarios, lo mismo pasa...

—El ciclo se repite y no para —concordó Frankie con seriedad—. Lo entiendo. Tendremos que trabajar duro entonces, más de lo que hemos trabajado en décadas. Solo así lograremos frenar a Morsen y a sus secuaces, y poner a Merchant en su eje otra vez —Siguió caminando, hasta entrar al gran vestíbulo de la sede. Respiró hondo, volvió a sonreír, y levantó los brazos por un instante, cerrando los ojos—. ¡Al fin! ¡HOGAR, DULCE HOGAR!

El interior de la construcción era tan complejo en diseño y decoración como su fachada. Los variados matices de las maderas que lo conformaban le otorgaban un aire hogareño, exacerbado por las llamas cálidas de sus candelabros y faroles. El espacio en sí era relleno por tapices con ilustraciones épicas, estatuas de bronce y hierro, carrillones Dhaoríes, incensarios, y suficientes libros para humillar a la biblioteca de Alejandría.

—Vaya... —Jean murmuró, asombrado por el colosal tamaño de la entrada.

—Jonas... Hazme un favor.

—Lo que quieras, Frankie.

—Enséñale a los nuevos reclutas como orientarse por aquí. Muéstrales el dormitorio, el comedor, la enfermería, el arsenal... Todo. Pero... —Apuntó al violinista, girándose hacia él—. Tú no lo sigas; vienes conmigo.

Confundido, Jean bajó a André al suelo.

—¿Yo?

—Sí... —El comandante señaló a las escaleras—. Vamos a mi despacho. Tenemos que conversar.

Sin cuestionar sus órdenes —pero preparándose mentalmente por un reproche que nunca llegó—, el músico lo hizo, subiendo la escalera en espiral con pasos firmes hasta llegar al tercer piso. Allí ellos atravesaron la salida a su derecha y caminaron en línea recta, yendo hacia el final del corredor. El comandante llevó una mano a la manija de la última puerta del pasillo, soltó un exhalo aliviado, y la abrió, con la tranquilidad de un inquilino que regresa a casa.

De todos los artilugios que se esperó ver en el despacho de Frankie, un piano vertical no era uno de ellos.

—¿Sabes tocar? —Jean señaló al instrumento con curiosidad.

—No soy un experto, pero sí —El líder escondió ambas manos en los bolsillos de su pantalón, acercándose—. Toco para relajarme y ocupar mi mente. ¿Y tú?

—Sé tocar algunas cosas, pero prefiero el violín.

—Me corrijo; ¿quieres tocar?

—No... —el joven respondió, pese a que sus deseos fueran contrarios a sus palabras—. No quiero molestar a nadie.

—No oirán nada. Estas paredes contienen bien cualquier tipo de ruido —Frankie lo alentó—. Dale. Diviértete. 

Jean, soltando la mano de André, se sentó en la banca del piano con cierto recelo. Levantó la tapa de las teclas, las ojeó por unos segundos sin presionarlas, y luego estiró la espalda, alzando sus manos sobre ellas.

La obra que escogió para su presentación no era una de gran complejidad, pero reflejaba todas las emociones que lo sobrecargaban desde su encierro a la perfección; el preludio en Do mayor de Bach. Había sido una de las primeras composiciones que su madre le había enseñado, en el piano de su casa, antes que su padre lo rompiera a pedazos en uno de sus accesos de ira. Tal como tendía a hacerlo cuando tocaba su violín, aceleró la rapidez de sus dedos cuando se acostumbró a su ritmo, ignorando el tempo de la partitura original para favorecer a uno que le agradara más. Incluso agregó notas que no estaban en la composición para darle su propio toque, y al hacerlo, se permitió sonreír. Había extrañado jugar con la música a su voluntad. Había extrañado la libertad de poder explorar un instrumento. Esos eran tipos de placeres que él no intercambiaría por nada en el mundo.

—Tocas bastante mejor de lo que creí —Frankie confesó, cuando terminó su espectáculo—. Para que no sea tu instrumento de estudio, hiciste un muy buen trabajo. Wow.

—Aprendí algunas cosas antes de cambiar al violín —Jean se levantó de su asiento, aplanando su abrigo con sus manos—. Mi madre me dio clases.

—¿De veras? —El comandante hizo una mueca asombrada—. A cada día que pasa Anne me sorprende más y más...

—Ahora hazlo tú.

—¿Yo? ¿Qué?

—Tocar.

—Ehm... estoy un poco oxidado.

—La práctica hace al maestro —Jean insistió.

Frankie le dio una sonrisa de esquina, sacó sus manos de donde las había escondido, en los bolsillos de su pantalón, y se acercó al piano.

—De acuerdo, tocaré. Pero será una demonstración rápida, porque de verdad tengo que charlar contigo.

—Adelante, comandante.

El veterano se rio y sacudió la cabeza. Sacudió sus dedos, respiró hondo y se inclinó adelante. Comenzó a tocar con más apuro que Jean, pero con mayor precisión y mejor técnica. Se notaba que aquel efectivamente era su instrumento principal, y que lo había estudiado bien. Porque tocar "La Campanella" de Liszt con una sonrisa orgullosa en el rostro no era nada fácil, y Jean pudo ver, en los ojos claros de Frankfurt el mismo júbilo indescriptible que él sentía al acercarse a un violín.

—¿Y? —el líder indagó, al terminar de presionar la última tecla—. ¿Toco bien, señor prodigio?

—Tocas impecable.

Frankie se levantó del asiento e hizo una pequeña reverencia burlona, sacándole una risa al muchacho.

—Me siento honrado de oír eso —Él se apartó del piano, con un aire contento. Al mirar a André, su expresión alegre se extendió, porque él se acordó súbitamente de algo—. Hey... ¿quieres dibujar? Tengo materiales aquí.

El chico contempló su petición por un segundo y concordó con la cabeza, antes de aproximarse al instrumento sin decir nada. Con cierta hesitación, llevó un dedo hacia una tecla y la presionó. Así que el sonido de la misma resonó él volvió a mirar a los adultos a su alrededor, esperando alguna represalia, pero al no encontrarse con ninguna, la apretó de nuevo. Frankie, percibiendo su interés, le hizo una seña a Jean para que fueran a su escritorio a recoger unas hojas y lápices, y le dieran espacio para que jugar con el piano.

—¿No te molesta dejarlo ahí? —el violinista preguntó en voz baja, escuchando la secuencia de notas sueltas y sin sentido destruir la calma del ambiente por completo.

—Es un niño, déjalo jugar —Frankie sacudió la cabeza, sentándose en su silla—. Dios sabe que merece divertirse un poco —Buscó entre sus pertenencias los papeles que le había prometido a André, y los dejó separados sobre el mueble, listos para cuando él se aburriera y quisiera cambiar de actividad—. Y es justamente por él que te llamé aquí, de hecho.

—¿Hizo algo que no debía?

—No, para nada. Tu sobrino es un santo. Yo apenas quiero saber qué harás con él. ¿Lo entregarás a su abuela, lo criarás tú?... ¿Cuál es su situación?

Jean, compartiendo su misma preocupación por el destino del chico, había estado contemplando aquellas indagaciones por días, casi rompiéndose el cráneo al medio de tanto pensar.

Soltando un suspiro cargado de dudas entre sus dientes, él se sentó frente al comandante y lo encaró.

—Lo he meditado bastante, y por más que me duela dejarlo... —Frunció el ceño—. Llegué a la conclusión que el mejor lugar para él ahora es al lado de mi madre, en Levon. Ella tiene los recursos para cuidarlo, la paz que él necesita para vivir una buena vida, y por allá André no correrá el riesgo de perder a su único guardián nunca. Estará más seguro.

Frankie, ya esperándose aquella respuesta, lo miró con una mueca compasiva.

—¿Es eso lo que de verdad quieres?

—No, no es lo que quiero —Jean pestañeó, entristecido—. Pero es lo que él necesita.

Entendiendo sus motivos el comandante asintió, enseguida ojeando al niño con una mirada resignada.

—Iré contigo al norte, a dejarlo en la casa de Anne. No quiero que vayas allá solo.

—¿No sería demasiado peligroso para ti?

—Será peligroso para los tres —el veterano lo corrigió—. Por eso es mejor que vayamos todos juntos.

Jean, sabiendo que no lograría convencerlo de hacer lo contrario, concordó.

—Pero, ehm... Frankie...

—¿Sí?

—Yo necesitaré de tu ayuda para algo más.

—Dime.

El músico abrió la boca, pero hizo una pausa a último minuto para pensar. Miró el número de identificación que había recibido en la prisión, envuelto por las centenas de cicatrices que había recibido en su brazo desde entonces, y reunió fuerzas para volver a hablar:

—Quiero fingir mi muerte.

El jefe de los ladrones frunció el ceño y cruzó los brazos.

—¿Qué?

—Quiero desaparecer. No sé cómo, ni sé cuándo... Pero debo hacerlo. Si mi hermano piensa que estoy muerto, y si el sistema lo hace... dejarán de querer buscarme. Dejaré de ser un condenado.

—¿Seguro de que es eso lo que quieres? ¿Desaparecer? ¿Dejar de ser Jean-Luc Chassier para siempre?

—Sí —El violinista asintió, con una melancolía profunda anegando sus ojos verdes—. Repito, no sé cómo lo haré, pero...

—Te ayudaré —su mentor prometió—. Tengo los medios para ello. Y si eso deseas para tu futuro, y para tu legado... estaré aquí para certificarme de que pase.

Jean, conmovido, le dio una sonrisa agridulce como respuesta.

—Gracias, Frankie. Por todo.


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Carcosa, 20 de agosto de 1891

Las Oficinas estaban más ocupadas que nunca aquella primavera.

Entre las reformas estructurales al edificio, la instalación de un nuevo sistema eléctrico y el reparo de todas sus cañerías, la sede del gobierno compartía la misma densa multitud que una de las calles del distrito central. Además, con la llegada del calor a la capital, todos sentían que su productividad aumentaba, así como su nivel de estrés. Mezclar estos dos factores dentro de aquel mismo apretujado laberinto aseguraba un ambiente de trabajo hostil, agitado, con tensiones altas y discusiones frecuentes.

En el caso de Claude, todas las ofensas que recibía se referían siempre al encierro de su hermano, la muerte de su esposa, o la anulación de su matrimonio. Tres años se habían pasado y sus colegas aún usaban estas tragedias para su propia diversión y deleite. Aquello lo enfurecía tanto como lo deprimía. Por esto, trabajaba el doble de rápido, con el doble de concentración, queriendo recuperar el control sobre la única parte de su existencia que aún no había arruinado por completo: su vida laboral.

Aún bebía, se despertaba en lugares extraños, pasaba sus fines de semana completos en el Triomphe, comía más de lo que debería, y se veía dependiente de las pastillas experimentales recetadas por el doctor Misvale para sobrevivir a su dolor crónico. Pero trabajaba como una máquina, sin descansar y sin reclamar —lo que su mente le decía "compensaba" por su mal comportamiento—.

Además, no todo eran malas noticias. Por insistencia de Marcus había vuelto a ejercitarse, a través de caminatas ligeras, levantamiento de pesas y una rutina concentrada en fortalecer su tronco y brazos, lo que significaba que había logrado dejar atrás su sobrepeso.

Tanto él como sus médicos consideraron que aquel fue un paso significativo hacia su recuperación. Y, pese no estar ni un poco cerca de su antigua forma física, esbelta y atlética, su adelgazamiento probó que era posible regresar a ella, eventualmente. Tener este esclarecimiento, esta epifanía, lo motivó a seguir con su rutina de ejercicios, pero no lo convenció del todo a abandonar sus otros vicios.

Esto fue lo que lo condujo a su actual situación, donde su físico se veía mejor de lo que había estado en los últimos tres años, pero su psique seguía desordenada, envenenada, llena de pensamientos repulsivos y costumbres tóxicas.

Dicha dualidad también se veía reflejada en su percepción social; había logrado limpiar su imagen pública a través de sus esfuerzos para mejorar la situación del país, de sus proyectos laborales, de su activismo social, pero su vida privada permanecía un desastre irreversible.

En este delicado contexto, donde su sanidad colgaba por un hilo, pero su presentación era impecable, Allan Byrne —su nuevo secretario— entró a su despacho empuñando una carta.

—Nos llegó correspondencia de Merchant, monsieur.

—¿De parte de quién?

—El secretario del alcalde —Le entregó el sobre, antes de marcharse.

El texto era corto y conciso: una fuga masiva de reos había ocurrido en Isla Negra. Thomas Morsen intentó mantener el suceso un secreto regional, amenazando a sus funcionarios hasta que juraran mantener el silencio, pero su asistente había cedido a la presión y decidido contactar a Las Oficinas. El mayor Carrezio estaba desaparecido. Frankie Laguna —previamente conocido como el capitán de fragata Muriel Frankfurt— había regresado al puerto. Y para agravar aún más la situación, Jean-Luc estaba libre.

Bajando sus lentes de lectura, Claude corrió una mano por su rostro, respiró hondo, y con absoluta calma se levantó de su silla, dejó el complejo ministerial, y fue a buscar a Marcus. No le contó lo que había pasado hasta que volvieron a la privacidad de su escritorio, dónde podrían armar un plan para contener aquella emergencia en paz.

—Más de mil Ladrones se escaparon, siendo que cerca de trescientos son considerados los más peligrosos del país... esto es más que grave, ¡gravísimo! —El oficial bajó la carta, boquiabierto.

—¿Crees que intenten invadir la prisión del bosque nevado? —Claude mencionó la prisión de Brookmount—. Los Ladrones deben tener aliados por ahí.

—No lo sé —Marcus admitió—. Pero no tomaré ningún riesgo. Hablaré con Theodore y organizaré el despliegue de dos batallones de las U.F.E. a Merchant de inmediato.

El acrónimo se refería a las "Unidades de Fuerzas Especiales" de la policía, ejército, marina y guardia forestal.

—¿Y qué haremos con Jean?

—Lamento decirlo, pero no es la prioridad ahora. Debemos encontrar a Frankfurt primero.

Frankie Laguna...

—Es el mismo bastardo, con un nombre diferente —Marcus reclamó, irritado—. Él y Rémy Gallaud son un peligro para el orden de nuestra sociedad, y sus ideas anarquistas solo traerán pobreza y delincuencia a las calles del sur. Debemos detenerlos primero.

—Lo entiendo, pero —El ministro lo miró a los ojos, desesperado— te pido, como amigo, que encuentres a mi hermano también. No podré dormir en paz sabiendo que él está por ahí, a sueltas... ¿Y si se intenta vengar de mí? ¿Si intenta herir a mi madre? ¿O a ti?

—Claude...

—No puedo aguantar otra pérdida —Fue sincero—. Por favor... haz lo que sea necesario para detenerlo.


El oficial, sabiendo muy bien que el violinista era inocente, fingió concordar con el político y le dijo que incluiría su nombre a la lista de los más buscados —algo que no hizo, por el bienestar de su consciencia—.


Esperaba, de todo corazón, que el joven lograse huir de las garras de la justicia. Así podría olvidarse del acuerdo que había hecho con Aurelio para encerrarlo y mantener su hermano menor a salvo. Así, él no sentiría tanta culpa por sus propios crímenes, hediondos y nefastos.


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Merchant, 25 de agosto de 1891

Frankie les había anunciado a sus camaradas que para auxiliar a la población más miserable de la ciudad —cuya situación había empeorado considerablemente luego del alza de los impuestos y la inflación ocasionada por la gestión de Thomas Morsen— ellos deberían reunir más fondos de lo que habían hecho jamás. Para esta recaudación, deberían recurrir a una de sus actividades más antiguas: el robo armado. En específico, tendrían que invadir la casa de moneda de Merchant —donde el efectivo sureño era fundido e impreso— y llevarse todo el dinero que pudieran de ahí.

Pero primero, debían comprar armas nuevas y más adecuadas para la acción, lo que significaba tener que visitar la armería de uno de sus aliados más antiguos: Diego Casanova.

Mientras sus hombres entrenaban para el gran día y repasaban una y otra vez el plan que él había trazado, Frankie arrastró a Jean a la tienda, queriendo presentarle su aprendiz al armero.

Fue en este viaje que el muchacho vio, por primera vez, la brutalidad del racismo del sur. Durante su traslado, ambos escucharon unos aullidos desesperados saliendo de un callejón cercano. Junto a él, un coro de gritos entusiasmados evidenciaba todo tipo de ofensas, desde términos peyorativos del más bajo talón hasta amenazas de muerte explicitas, que revolvieron el estómago de ambos hombres con su energía vil, maliciosa.

Ellos corrieron hacia la conmoción, queriendo detener a los perpetradores antes que algo más grave ocurriera.

—¿Qué está pasando? —el más joven preguntó, empujando unos civiles a un lado.

—Seguramente un rally.

—¿Rally?

—Es lo mismo que un Lyching... —Al recordar con quién estaba hablando, Frankie se detuvo. Jean era norteño, su lengua primaria era el francés, y el inglés que él hablaba, pese a ya no ser tan forzado y tosco por su acento, aún era demasiado formal y correcto, pese a sus años en prisión. Le faltaba la jerga de la calle—. Un Rally, o un Lynching, es una persecución masiva hacia personas de color... Mira —El comandante señaló con la cabeza adelante, al centro del espectáculo.

Un sujeto calvo —que a juzgar por su delantal sucio de sangre y los largos cuchillos que almacenaba en su cinturón, era el carnicero local— estaba pateando a un hombre de piel oscura como si fuera un perro rabioso.

—¿¡Crees que puedes comprar en la misma tienda que yo?! ¡¿EH?! —el villano bramó, volviendo a golpearlo—.  ¡RESPONDE, NEGRO DE MIERDA!

—Ahora que yo estoy aquí, con certeza lo puede —Frankie alzó la voz, con una templanza asustadora.

—¡¿Y qué hará usted, viejo?! No ve que... —El matón no alcanzó a terminar su discurso; una bala atravesó el espacio entre sus ojos y lo tiró hacia atrás, derrumbándolo al suelo.

—¿Alguien más quiere continuar con esto? —El Ladrón miró alrededor, volviendo a bajar el martillo de su arma—. ¿Alguien?... ¿No?...

—No se debería meter con asuntos que no le pertenecen, Laguna —Uno de los colegas de trabajo del fallecido se atrevió a abrir la boca—. Cal era un hombre decente, un padre de familia...

—Que sea padre no significa que sea un hombre decente. No te atrevas a confundir los dos.

—¡Él solo estaba defendiendo a nuestro barrio de la invasión de estas ratas!... —El desconocido se calló al oír otro disparo.

La bala de Frankie le quitó la boina de la cabeza.

—Vuelve a hablar y terminarás como él —el comandante le avisó, irritado—. ¿Han dicho todo lo que querían decir? —La muchedumbre a su alrededor se aquietó—. Pues bien, váyanse.

Al mismo tiempo que esta confrontación ocurría, Jean se había acercado a la víctima a prestarle ayuda.

—¡No me mates, por favor no me mates! —el sujeto imploró, llevando ambas manos al rostro.

—¿Xavier? —El violinista se sorprendió al reconocer su voz, y más aún al encontrarlo en una situación tan deplorable como aquella.

—¿Jean?... —él respondió, anonadado—. ¡T-TÚ!... ¡Estabas preso!

—Nos escapamos; es una larga historia —lo ayudó a levantarse—. ¿Cómo te sientes?

—Creo que me torcí el pie...

—¿Solo eso? ¿No te duele nada más?

—No... estoy bien —Por el estado físico y la confusión del pianista, su mentira fue evidente.

Mientras la turba se dispersaba, Frankie se unió a la charla.

—¿Te hirieron? —indagó y vio a Xavier sacudir la cabeza—. ¿Seguro?

—Dice que le duele el pie —Jean respondió en su lugar, antes que su amigo pudiera negar su sufrimiento otra vez.

—Vamos a la tienda de Casanova entonces, queda aquí al lado. Ahí podrás beber un poco de agua y descansar.

Sir*, yo no puedo...

—No te pasará nada —el violinista le aseguró a seguir—. No dejaré que nada te pase.

Por la intensidad de su dolor, Xavier se vio obligado a aceptar la propuesta. No podía dar un solo paso sin quejarse.

—Me... ¿podrías?...

—¡Claro! —Jean entendió su petición sin que necesitara elaborarla; rodeó su cuerpo con su brazo izquierdo y lo ayudó a cojear hacia la armería. 


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"Maman": "Mamá" en francés.


"Sir": "Señor" en inglés.

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