Acto II: Capítulo 3
Melferas, 14 de Agosto de 1891
Cruzar la densa floresta de pinos, píceas, abetos, robles y Coihues ya era una tarea difícil por sí sola, pero al añadir el peso de la nieve que pisaban, el ardor del viento, el frío aire que respiraban, y la constante aparición de lobos montañeses, la travesía de los Ladrones se volvía aún más compleja.
—¿Cuánto crees que falta para que lleguemos a Tungasut? —Victor mencionó al primer poblado de los Dhaoríes, que también era el más cercano a Kohue.
—Estamos cerca... creo —Frankie detuvo sus pasos y miró alrededor, respirando hondo.
Fue entonces cuando vio, a su derecha, un resplandor amarillento entre los árboles. Frunciendo el ceño, recogió sus binoculares y observó el paisaje con más atención.
—¿Qué ves? —Rémy le preguntó.
—Son Dhaoríes —Él le entregó los prismáticos.
—Y tienen prisioneros.
—Así es —El comandante comenzó a caminar en la dirección del grupo. Al acercársele, les habló en su idioma:— Soldados.
Mientras los demás Ladrones lo seguían, uno de los nativos con los que se habían encontrado se levantó del suelo, sujetando en su mano un machete afilado. Su actitud intimidante se deshizo al percibir quién era el viajero que le hablaba.
—¡Frankfurt! —El hombre sonrió, aliviado.
—¡Pusak! —El criminal en cuestión lo abrazó, como a un viejo camarada—. ¿Cómo has estado? —Siguió hablando en su lengua.
—Nada de lo que reclamar... ¿Tú?
—Ahora que estoy libre, estoy de maravillas —Frankie se rio, antes de señalar a sus hombres—. Vinimos a pedido de Birsha y del cacique Taikok. Oímos que hay invasores en la playa de pingüinos.
—Eso es cierto, ¡los hay! —El nativo a seguir apuntó al grupo de prisioneros uniformados que el comandante había visto por sus binoculares. Eran soldados, enviados por Thomas Morsen. Habían sido capturados por los habitantes del bosque, atados en líneas, y dispuestos cerca de una hoguera—. ¡Todos son parte del ejército!
—¿Y qué quieren aquí?
—Lo de siempre, caro amigo. Robar nuestras tierras. Matar nuestra gente. Destruir nuestra cultura.
—Claro... —Frankie sacudió la cabeza, frustrado—. ¿Y qué harán ustedes con ellos?
—Ejecutarlos, probablemente. Todo depende de la decisión de Wairu —Pusak respondió con naturalidad, sabiendo que los detenidos no entendían nada, o muy poco, de lo que él decía.
—¿Y dónde está Wairu?
—En el templo, meditando.
—¿Puedo ir a visitarlo?
—Pero claro que sí... —El nativo a seguir apuntó con su arma hacia un camino de madera que atravesaba la nieve—. Que me sigan tanto tú como tus hombres. Aprovecharé de conseguirles un lugar dónde puedan descansar. Deben estar cansados de caminar en este frio clima.
—Gracias —Frankie le sonrió y se giró hacia sus subordinados, para traspasarles las órdenes en una lengua que ellos comprendieran:— ¡Hombres! ¡Hemos conseguido permiso para entrar al poblado! ¡Vengan conmigo!
Esto el grupo hizo. Entraron al "Tungasut" —palabra que si traducida literalmente significaría "aldea grande"— y con cierto temor se dejaron llevar a su refugio prometido: una cabaña de madera espaciosa, equipada con una chimenea, muebles con intricados diseños y múltiples hamacas de algodón y lana, calientes y reconfortantes.
Jean, ante la comodidad sofisticada del ambiente, se encontró sorprendido. En su infancia, todos sus profesores habían insistido que el pueblo Dhaorí era conformado por seres incivilizados, bárbaros, que dormían sobre planchas de madera y cruzaban los bosques nevados desnudos. Él ahora reconocía su ignorancia, y cada vez más se convencía de que su educación había sido una farsa. Los nativos vivían vidas más cómodas que incluso algunos Carcoseños de clase media.
Hasta la comida que ellos les habían regalado al llegar había sido de primera calidad —y muy sabrosa, tuvo que admitirlo—. El menú fue carne seca de alce y venado rojo, sopas de piñones y tubérculos, y un té de hierbas y bayas silvestres maceradas cuyo sabor le resultó fantástico.
Mientras Frankie era llevado a conversar con el chamán —quien Jean después descubrió, era el tal "Wairu" mencionado en la charla—, él y los demás Ladrones aprovecharon su partida para dormir, comer, y preparar sus armas para la futura batalla en la playa de pingüinos. Queriendo calentar sus extremidades, él eventualmente se sentó frente al fuego de la chimenea y se quitó sus zapatos y guantes, dejándolos secar cerca de las llamas. Victor, percibiendo su cansancio, se desplomó a su lado a conversar. Trajo consigo parte de sus propias provisiones y se juntó a su cena.
—¿Crees que estás listo para lo que pasará mañana? —el más musculoso le preguntó, cortándole un pedazo de su queso, que él había traído de Kohue—. Entendería si no lo estás... No es fácil pasar de ser un civil a ser un Ladrón.
—Ni un poco —Jean confesó—. Pero sé que esto es algo que debo hacer. No creo que haga un buen trabajo, pero estaré ahí, al menos —Frunció el ceño—. Solo espero no terminar muerto... André aún me necesita vivo.
Victor, comprendiendo su situación mejor que nadie al tener un hijo pequeño viviendo en Merchant, le dio un golpecito al brazo y un consejo:
—Intenta mantenerte cerca de mí y de Rémy, ¿dale?... Tenemos más experiencia combatiendo que tú y te cuidaremos.
—Gracias —Él sonrió, pese a su aprensión—. Y lo haré.
Continuaron hablando y comiendo hasta el regreso de su comandante. Junto a él, entró a la cabaña el chamán al que había ido a visitar, cargando en su mano una alargada botella de greda. Frankie les explicó que el sujeto quería "bendecirlos" antes de la gran batalla. En la tradición local, esto se hacía al beber una infusión de anís, miel y Coihue, consagrada por el chamán.
Cuando el sol nació y los Ladrones llegaron a la playa, agradecieron profundamente la amabilidad de la ceremonia de la noche anterior, pues la probabilidad de vencer el combate no era muy grande —considerando las pésimas características del terreno al que debían cruzar para librarla—.
Aquel sería un día difícil.
---
Melferas, 15 de agosto de 1891
El fuerte construido por los soldados invasores estaba ubicado al pie de un peñasco costero, protegido ambos por la enormidad de la roca y por la alfombra de guijarros a su frente.
La situación no mejoraba al considerar que, entre el peñasco, la línea de los árboles y la marejada del mar, varias colonias de pingüinos barbijos se podían admirar, así como sus nidos. Sin mencionar a la ventisca constante, la niebla, y la explosividad de la espuma costera.
—Vamos a tener que causar una distracción para poder avanzar... Ellos están muy bien defendidos —Rémy comentó, de pronto nervioso.
—Para eso tenemos a Zarayvo —Frankfurt le contestó, levantando otra vez sus binoculares—. Sus cañones serán la distracción que necesitamos.
Los criminales pasaron treinta minutos escondidos entre los pinos, temblando de frío mientras reunían el coraje necesario para atravesar las rocas, sin saber a lo cierto qué les deparaba el futuro.
—Intenta mantener tu cabeza agachada cuando te pongas a correr, y no lo hagas en línea recta. Serpentea un poco —Victor aconsejó a Jean, bebiendo un poco de vino de su petaca antes de entregársela—. También trata de enfrentar a tus oponentes de costado cuando estés luchando con el sable. Así les das menos espacio de ataque y es más fácil moverte a su alrededor.
—Lo tendré en mente.
—Ah, y...
—¿Qué?
—Suerte —Recibió el contenedor de vuelta.
—Ídem —el muchacho le contestó, mirando al grisáceo horizonte con el mismo pesimismo de los hombres que lo cercaban.
Tal como lo habían planeado, Zarayvo arribó a la costa a las nueve de la mañana. La silueta oscura de su barco cortó la bruma y la nieve con imponencia, confundiendo a sus enemigos con su inexplicada y repentina aparición. Por la velocidad de su ataque, los militares no lograron reaccionar a su agresivo cañoneo a tiempo, y su reluciente ametralladora —a la que los soldados escondían adentro del fuerte— de nada les sirvió. La pared lateral de la construcción en sí fue completamente destrozada por el impacto violento de las bolas, y el arma se perdió entre las espumantes olas que invadieron su planta baja, ahogando a los soldados con su salado sabor, congelándolos con sus frías temperaturas. Los que lograron sobrevivir al caudal no lograron escapar de la hipotermia.
El comandante de los Ladrones, al ver la conmoción causada por los Piratas desde la lejanía, supo que era hora de actuar. Les hizo una seña a los caciques Dhaoríes que lo acompañaban, luego les gritó a sus hombres, recogió su sable y se puso a correr por los guijarros, liderando la carga.
Los pingüinos, aterrorizados por las explosiones y la súbita estampida, graznaron al unísono, escapando del caos al esconderse entre las rocas o al lanzarse al mar. Algunos —más valientes que otros— hasta intentaron defender sus nidos, mordiendo a los criminales y atacándolos con sus aletas.
Mientras esto ocurría, los oficiales menos heridos, mojados y dispuestos del ejército salieron de su refugio, armados hasta los dientes, pensando que podrían fusilar a sus adversarios antes de que alcanzaran el fuerte.
Pero Muriel no quería una disputa armada, sino una lucha cuerpo a cuerpo, directa. Y es por eso que alzó su espada al alto, atravesó las confundidas aves de la playa con pasos acelerados y se dispuso a atacar a sus adversarios con toda su fuerza y energía, forzando un combate físico para el que sus rivales no estaban preparados.
Jean lo siguió junto a Victor, Rémy, David, Steffen, y un puñado amigos cercanos, arrinconando al batallón del ejército aún más.
Fue en este primer choque entre ambas fuerzas cuando las manos del violinista se ensuciaron por primera vez.
Tomando impulso, él jaló a un cadete por el hombro y le atravesó el estómago con su sable, actuando más por instinto que por gusto. Quería vivir, quería volver a ver a su sobrino, y la única manera de lograr ambas cosas era matando. No tenía otra alternativa. Era cazar o ser cazado. Ser débil, o ser fuerte.
Jean lo escuchó soltar un quejido —demasiado corto y agónico para ser entendible— antes de percibir cierta humedad en sus propios dedos. Luego, el peso del soldado presionó contra su cuerpo.
Aterrado por lo que había hecho, abrió la boca y soltó un suspiro sorprendido, que se vaporizó al chocar con el aire frío. Dio un paso atrás y removió su sable del torso de su rival, como si pudiera deshacer su daño de alguna forma. Su remordimiento fue efímero y de nada le sirvió.
Con siniestra lucidez, el músico observó al joven desplomarse sobre el suelo con la misma fuerza de un árbol partido por un rayo, mover los dedos de su mano sin nunca conseguir alzarla, mirarlo sin de verdad verlo, y tomar su último aliento sin jamás exhalar.
—Dios... —él murmuró, pestañeando, y rápidamente recordando donde estaba al oír un estruendoso balazo resonar a su costado.
A partir de este punto, no supo decir con claridad cuántos hombres ejecutó, ni cómo lo había hecho. Una muerte se mezcló con otra y la adrenalina que corría por sus venas lo impidió de contemplar sus acciones por demasiado tiempo. Por lo que no se sintió culpable por ellas.
Además, Jean se repitió a sí mismo durante toda la batalla que debía vivir, sin importar cómo. André aún lo necesitaba en una pieza y respirando, y él le había prometido que regresaría a su lado en breve. No podía romperle su juramento a ese niño, que ya lo había perdido todo. Tenía que luchar, en su nombre.
Los cañonazos de Zarayvo se intensificaron aún más después de la aparición de los Ladrones. El barco de los soldados invasores, que estaba bastante dañado, pero aún seguía flotando, decidió dispararles de vuelta. Pero no tan solo atacó a los Piratas, como también a los hombres de la Hermandad. Pronto, toda la costa se oscureció por una lluvia de piedra molida.
Sin temor al azote de continuo de los escombros, uno de los caciques Dhaoríes se aproximó al fuerte y lanzó un explosivo a su cima, haciéndolo colapsar con una nube amarillenta y brillante. Tal como las hormigas que se escapan del humo mortal de un fumigador, los soldados que restaban adentro huyeron de la construcción por todo y cualquier agujero que encontraron.
Jean apenas escuchó el estruendo, o logró comprender su significancia. Siguió peleando sin hacer pausa alguna, compensando su falta de experiencia con todo el odio que a años reprimía por su vida, Dios, y las malditas Islas de Gainsboro. Inmerso en su faena, se imaginó el rostro de Aurelio en cada nuevo hombre al que degollaba, incapaz de frenar su violencia, o de considerar por un minuto siquiera la posibilidad de demostrarle piedad a cualquiera de sus enemigos.
La sociedad que lo solía conocer y alabar en sus días de gloria lo hubiera llamado de monstruo, al verlo actuar con semejante salvajismo. Pero jamás reconocería que tal brutalidad era culpa de su propia opresión, de su propia injusticia, y de sus propios errores. Este asesino sin escrúpulos no había nacido así, sino que había sido moldeado a golpes para encajar con dicha descripción. Y ahora, había aprendido a disfrutar el rol que le habían asignado.
Victor, a un lado, lo ojeó con temor. Pero pese a su recelo mantuvo su palabra y no lo abandonó, protegiéndolo con gusto de cualquier ataque inesperado.
A aquellas alturas de su vida él ya no encontraba necesario invocar sus emociones más perversas para pelear, como Jean lo hacía. Por este mismo motivo, era capaz de mantenerse alerta al presente, y percibir detalles que sus colegas ni concebían. Uno de ellos fue la gigante bola de cañón que volaba a su dirección, lista para lanzarlos a ambos por los aires. En un pestañeo, se tiró al suelo, jalando al más viejo de los hermanos Chassier consigo. Una ola de sedimento, agua y tierra los tragó de un mordisco y Victor apenas tuvo tiempo de llevar una mano a su cabeza, protegiéndose de cualquier impacto.
El músico no tuvo tanta suerte, sin embargo. Su tez fue lacerada cuando él se cayó, las heridas en su espalda se volvieron a abrir, y de alguna manera, él perdió su sable. Desorientado, intentó levantarse, pero la conmoción a su alrededor lo hizo derrumbarse sobre sus rodillas de nuevo.
Pese a su confusión, Jean vio a un soldado enemigo avanzar como un toro enfurecido a su dirección. Pensó, por un crucial minuto, que moriría allí mismo, apuñalado por la bayoneta del militar. Victor, a su lado, también imaginó el mismo escenario. Pero cuando toda esperanza ya se había perdido, un héroe inesperado apareció entre el desorden para salvarlos: Steffen. Se interpuso entre los tres, alzó su revólver y disparó. Segundos después, una nueva explosión los cubrió, y su figura desapareció por completo con la misma.
—¡STEF!... —La voz y la consciencia de Jean se perdió en el estrépito de otro cañonazo.
Al despertarse, lo primero que hizo fue desenterrar a Victor de entre los guijarros y certificarse de que seguía respirando. Una vez los dos comprobaron que aún estaban vivos, se arrastraron por las piedras como lagartijas, buscando a su salvador en el terreno desolado.
Lo hallaron a unos metros de distancia, oculto bajo el cadáver de un teniente. Usando la poca fuerza que les restaba, los dos Ladrones le sacaron el cuerpo de encima, desesperándose al ver el delicado estado de su camarada.
El torso de Steffen, cubierto de sangre, lograba ser menos asustador que la ausencia de sus piernas. Eso sí era una condenada de muerte asegurada.
—No, no, no... —El músico se quitó su bufanda e intentó atarle un torniquete, pero sus manos le temblaban tanto que Victor debió hacerlo en su lugar.
—T-tranquilos...
—No... —Jean sacudió la cabeza y miró de un lado a otro, sin saber cómo ayudar—. No hables... Perderás fuerza...
—No... no v-viviré...
—¡Lo harás!
—¡Hey!... ¿Están bien?... —El entusiasmo de Frankie dejó de existir al acercarse al trío y ver el desgarrador escenario a su frente—. Mierda...
—No lloren... por m-mí. Soy l-libre... —El malherido se rio enseguida, mirando al cielo—. Al fin... soy l-libre...
—Steffen... —El comandante se derrumbó a su lado, frunciendo el ceño, con los ojos acuosos.
—G-gracias.... por sacarme... de Isla Negra... —murmuró en su agonía—. Ahora p-puedo... morir en paz...
Ninguno de los sobrevivientes encontró palabras para reconfortarlo en aquel triste final. Tan solo hallaron la fuerza para permanecer quietos a su lado, viendo el brillo de la vida desaparecer de sus ojos con expresiones lánguidas y pesarosas.
Rémy llegó corriendo segundos más tarde, avisando que habían ganado la batalla. El fuerte había sido destruido, los soldados ejecutados, y los pocos sobrevivientes, detenidos.
—Ve con Dios, querido hermano —Frankie se quitó su abrigo y cubrió al fallecido con él—. Que en dónde estés tengas más dignidad de lo que tuviste aquí abajo... —Sacudió la cabeza—. Descansa.
---
Melferas, 16 de agosto de 1891
Al regresar a Kohue, el cuerpo de Steffen Walbridge fue incinerado en una pira funeraria y sus cenizas fueron lanzadas al mar de Diamante, junto a las de sus compañeros caídos. Por insistencia de su comandante, una calle de Kohue fue renombrada con su nombre, con el permiso del alcalde de Melferas.
Jean y Victor pasaron más de treinta minutos observando la placa ceremonial que había sido instalada en la vereda en cuestión, con los brazos cruzados y la consciencia pesada.
—Stef nos salvó la vida.
—Lo hizo.
—¿Por qué?
—Porque era un Ladrón —el más fornido le respondió—.Y era familia.
Aquella afirmación resultó ser clave para la transformación personal del artista. Fue ella la que lo convenció a dejar sus antiguos sueños, aspiraciones, y deseos atrás, aceptando su nuevo destino.
Porque se convertiría en uno también. Quizás el más famoso, temido, y respetado de todos.
—No dejaremos que su muerte sea en vano —Jean prometió, solemne—. Thomas Morsen y esos cuervos del gobierno pagarán... —miró al cielo—. Por todo.
------------
Nota de la autora: Este es un capítulo cortito, pero necesario. Yo tenía que sí o sí incluir una escena de Jean matando a alguien por primera vez para ilustrar cómo pasó de hacerlo para sobrevivir, para hacerlo por gusto y ganas de venganza. Además, tenía que explicar de dónde surgió el apellido "Walbridge" jeje.
Ah, y por si quieren ver cómo son los pingüinos barbijos:
https://youtu.be/xlUm-0TSjNA
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro