Acto II: Capítulo 2
Suleiman, como ser humano, resultó ser más cautivante que sus propios personajes.
Había nascido en una plantación de algodón, al norte de Merchant, bajo el nombre de Robert Danvers. Su familia extendida fue ejecutada por los colonos antes mismo de su concepción. No sabía nada de ella. Sus hermanos perecieron por enfermedades crueles y repugnantes. Sus padres fueron azotados a muerte cuando él tenía siete años, por "robar" unos granos de arroz y esconderlos en su barraca. Sus cuerpos fueron colgados de las ramas de un sauce llorón, como advertencia a los demás esclavos de lo que les ocurrirían si se atrevían a cometer un error similar. Aquella pavorosa escena no tan solo lo atormentó por el resto de su vida, como también lo motivó a escapar de la propiedad de sus verdugos a los dieciséis y huir a Saint-Lauren, a buscar un recomienzo.
La ciudad costera —expurgada del dominio de los colonos por el primer general negro de la historia de la nación, Lazare Daroch— era en ese entonces el lugar más seguro para las minorías étnicas del país. Esto no es lo mismo a decir que era una región carente de problemas, o libre de racismo. Hecho que se volvió aparente cuando, en la misma semana de su llegada, Suleiman fue injustamente acusado de haber robado un puñado de manzanas por un feriante y condenado a seis años de prisión.
Fue exentado de este destino gracias a la intervención del general en cuestión, quién insistió que todos los presos de la urbe fueran sueltos e integrados a las líneas de infantería del ejército revolucionario lo más rápido posible.
Sin otra opción a no ser luchar contra los extranjeros que oprimían a su patria, decidió valerse de la situación y volar junto al viento, en vez de oponerse a él.
Usó todo su odio y rencor contra los colonos para combatir con brío y destacarse entre sus compañeros. Perfeccionó sus habilidades estratégicas. Aprendió a leer, escribir, andar a caballo, a luchar con espadas, usar rifles, explotar barriles de pólvora. Estudió cartografía y literatura. Usó cada oportunidad que se le fue presentada para mejorar como persona y como profesional.
Dada esta impresionante evolución de carácter y la absurda cantidad de muertes que cada nueva batalla conllevaba, él logró subir de rango con rapidez, terminando la guerra con el título de jefe de escuadra.
Pensó, luego de dicha transformación, que su vida cambiaría para mejor. Pero, aunque él había cambiado la maldad de su mundo permaneció la misma, y su sueño de estabilidad se le fue arrebatado.
Una de las primeras órdenes del nuevo gobierno provisional fue la de desbandar al batallón del general Lazare. Todos sus soldados fueron despedidos de las fuerzas armadas, recibiendo apenas un manojo de monedas por su servicio. Ganaron su libertad al fin, pero no tenían las riquezas necesarias para disfrutarla, o trabajos estables para mantenerla viable por mucho tiempo. La promesa de una república justa nunca pasó de una falacia y sus bolsillos vacíos lo comprobaron.
Sintiéndose derrotado, él decidió regresar a Saint-Lauren, con los papeles de su manumisión en una mano y su pasaporte amarillo de ex convicto en la otra.
Pese a su experiencia y su inteligencia, nadie lo quiso contratar. Su raza y su pasado no lo dejaron olvidar las pesadas cadenas de su esclavitud, que dejaron de ser físicas y pasaron a ser simbólicas. Su rabia, exacerbada por todas las tragedias que había vivenciado, fue la única fuerza que lo siguió moviendo adelante durante este duro período.
En algún momento, se le fue ofrecido un trabajo como deshollinador, al que aceptó sin reclamar. Usó su diminuto sueldo para comprar un cuadernillo y un lápiz, antes que todo lo demás. Mezclando su deprimente realidad con una pizca de esperanzada ficción, redactó el primer manuscrito de su obra maestra: Las Aventuras de Jonathan McLaigh.
Espejó el antagonista de la historia en sí mismo y lo bautizó Muriel Thompson, como un guiño a otro infame convicto que también resultó ser inocente, Muriel Frankfurt. Ya el protagonista, Jonathan McLaigh, fue una copia exacta de su antiguo patrón, desde su carácter hasta su primer nombre.
La decisión de convertirse en la fuerza contraria a Jonathan la tomó para resaltar el punto principal de su novela; el villano más cruel e inmoral de la faz de la tierra puede fácilmente ocultarse bajo la máscara de un héroe celebrado por la justicia y por la Ley, y el espíritu más cándido puede ser percibido como un monstruo por los ojos miopes de la sociedad.
—Supongo que desahogué todas mis frustraciones en esa novela y dejé que Muriel hiciera lo que yo no pude: cobrar venganza en contra de sus malhechores.
—¿Y qué les pasó a los hombres detrás de esos personajes? ¿A la gente que lo perjudicó a usted?
—Pues, nada. Por lo que sé, el verdadero Jonathan murió de tifus, a cinco años atrás. Pero su familia sigue siendo adinerada, sus campos de algodón aún existen y hace poco su hijo menor abrió una fábrica textil cerca del puerto de Romero... El comisario que me arrestó también ha muerto, por su edad, pero tuvo uno buena vida hasta sus últimos días... Las cabezas del gobierno provisional se integraron al actual gabinete ministerial, donde algunos siguen trabajando. Y Peter Chassier, el responsable de la matanza del río rojo...
—Murió.
—Sí. Y gracias al buen Dios lo hizo. Era un grandísimo hijo de puta.
—Lo sé... lo conocí —Jean decidió mantener su identidad un secreto, temiendo algún tipo de represalia por parte de su acompañante—. Pero una duda me resta.
—Diga.
—Al final, ¿cuál es su nombre? ¿Lo llamo de señor Robert o de señor Suleiman?
—Robert Danvers fue el nombre que mis captores me impusieron cuando nací en su plantación. Y así me llamaban, junto a sus capataces. Lo usé para publicar mi libro porque sabía que era un nombre popular en la alta sociedad y que, al oírlo, no habría ningún prejuicio de raza por parte del grupo al que criticaba. Era un nombre blanco, y al imaginarse al autor así los lectores me verían.
—Fue estratégico, entonces.
—Sí... yo quería que esos ricos leyeran el libro. Que escucharan mi parte de la historia. Y jamás me hubieran dado una oportunidad como novelista si lo hubiera publicado bajo el nombre que mis padres me dieron en secreto, Suleiman.
—¿Y el apellido Birsha? ¿De dónde vino?
—Es bíblico. El rey Birsha, o Birsa, dependiendo de la traducción, era el gobernante de Gomorra. Creo que es justo afirmar que la única cosa que separa Melferas de ese lugar es el clima —Se rio—. Los piratas me dieron ese apodo, luego de ser elegido alcalde por la tercera vez ... Por lo que mi nombre completo se volvió Suleiman Birsha.
—Es cierto... —Jean se frotó el rostro—. Usted también es el alcalde de aquí.
—Lo soy —El vendedor caminó a su escritorio a recoger un vaso de agua—. ¿Sorprendido?
—Un poco, sí —El muchacho exhaló—. Pero c-confieso que estoy más p-pasmado por su vida, que por cualquier otra cosa. Al saber lo que le ha pasado el libro gana un trasfondo c-completamente distinto —Sacudió la cabeza—. Si tan solo mi madre e-estuviera aquí para oír esto, estaría tan asombrada como y-yo, incluso más. No exagero al decir que ella ama su obra...
—¿De veras? —Suleiman recogió el manuscrito de su libro de la mano de Jean y lo dejó sobre su escritorio—. ¿Y cómo se llama? ¿Su madre?
—Anne...
El sujeto, al oír su respuesta, lo miró con cierta desconfianza. En silencio, analizó sus facciones y su perfil con el doble de atención, hasta levantar un dedo acusatorio al aire.
—Entonces por eso tu rostro me parecía tan familiar...
—¿Huh?
—Eres Jean-Luc Chassier. El violinista. Hijo de Peter y de Anne Chassier...
—Yo no...
—No mientas —ordenó—. Será mejor si no lo haces.
De un segundo a otro, la amabilidad del vendedor se convirtió en hirviente ira. Llevó la mano a su cinturón y desenvainó un estoque, haciendo que su invitado se levantara con un salto y tambaleara hacia la puerta.
Desesperado, Jean giró la manilla una y otra vez, pero esta no se abrió. Al percibir que el forcejeo era inútil, se vio obligado a recoger su propio sable del cinturón, y hacerle frente a su oponente.
—¡Tu padre mató a todos mis amigos! ¡A todos mis colegas! —Suleiman lo atacó, pero el joven logró escaparse de sus garras, lazándose a un costado.
—¡Lo sé! ¡Sé que lo que hizo es imperdonable!... —Sus hojas chocaron—. ¡Pero debes entender! ¡Que lo odio tanto como usted!
La acusación enojó aún más al dueño de la librería, quien empujó a Jean contra los estantes, haciéndolo soltar un gruñido de dolor. Las heridas en su espalda aún no habían cerrado del todo; golpearlas con tanta fuerza logró reabrir algunas y hacer sangrar a otras.
—¡ÉL ME QUITÓ TODO LO QUE TENÍA! —el alcalde rugió, furioso—. ¡ÉL LE DIO LA ORDEN AL GOBIERNO PROVISIONAL DE DESPEDIRNOS A TODOS!
—¡LO SÉ! —el músico volvió a gritar—. ¡SÉ QUE FUE UN DESGRACIADO! ¡Y CRÉEME, DISFRUTÉ SU MUERTE TANTO COMO TÚ! —Lanzó a su rival atrás y bajó su sable, queriendo ponerle un fin a la disputa—. ¡Soy un bastardo! ¡El hijo que no quiso tener!... ¡ÉL MATÓ A MI MADRE DE SANGRE!... ¡La apuñaló por la espalda y la dejó morir! ¡Nunca conocí al resto de mi familia por su culpa!... ¡Nunca fui amado de verdad, por su culpa!... ¡Sé que lo que él te hizo, lo que les hizo a tus amigos, a tu familia, fue horrible! ¡Y no hay como excusar sus acciones! ¡Pero no me culpes por las tragedias que él ocasionó! ¡Él es el culpable! ¡No yo! ¡Yo no hice nada!
El comerciante, jadeante, guardó su estoque. Corrió una mano por el rostro, se limpió su sudor y sus lágrimas, y caminó a la puerta, abriéndola con notable molestia.
—Vete de aquí —Le dio una orden a la que Jean no pudo contestar—. Hazlo antes de que te mate.
El músico, nuevamente siendo obligado a responsabilizarse por los crímenes de terceros, sacudió la cabeza y lo atravesó con pasos pesados, furiosos, en total silencio. Salió del negocio y escuchó a la puerta cerrarse con un golpe. Respiró hondo para no perder la razón.
Mientras descendía por las calles de Kohue y dejaba la extraña librería atrás, él llegó a pensar que su corazón estaba a punto de reventar. Tantas emociones no cabían en un órgano tan frágil y diminuto. Llevó una mano al pecho y, sintiéndose corto de aire, se desplomó sobre el suelo, aterrizando sobre la nieve de rodillas. Se sentía nauseado, pero no por el alcohol. Se sentía enfermo, pero su padecimiento ya era antiguo. No sabía qué hacer con toda la información que el alcalde le había proveído. No sabía cómo comportarse, luego de descubrir que él no pasaba de otra víctima más de su padre.
Desorientado y decepcionado, no hizo el mínimo esfuerzo de levantarse, de escapar aquel hiriente frío, por varios minutos. Dejó que sus ropas se mojaran, que su cabello se emblanqueciera con los copos que caían, que su piel se congelara. Pero no fue el gélido clima el que lo hizo temblar, sino su odio, su rencor, sus ganas de ver en la miseria a cada uno de sus parientes, y de hacerlos pagar por sus equívocos.
Cuando volvió a alzarse sobre sus pies, fue con la indispensable ayuda de su resentimiento. Lo tomó de la mano y lo hizo caminar a su lado, siguiendo sus movimientos erráticos e inciertos hasta la cabaña dónde había visto a Frankie por última vez.
No necesitó golpear la puerta o siquiera entrar a la propiedad para hallarlo. El Ladrón estaba afuera, sentado sobre una pila de paja, protegido de la ventisca por el techo del corral que había invadido. Con una mano sujetaba una botella abierta de whiskey. Con la otra, dibujaba notas fantasmas en el aire, acompañando la canción en Galagne que tarareaba con gestos torpes e infantiles.
—"En la negra tempestad pronto habrá claridad, ved el ilustre rayo de la igualdad, golpear el trono de tiranos... Destruir, su reino de maldad... Venid, y recoged tu arma... Que juntos, vamos a luchar... Con la furia de Merchant, la justicia vencerá... Con la fuerza de las aguas, el pueblo triunfará... ¡La libertad nos vengará! ¡La libertad nos vengará! ¡Mirad hacia el futuro! ¡La belleza que vendrá! ¡La libertad nos vengará! ¡La libertad nos vengará! —divagó al percibir la presencia de su aprendiz—. Jean... ¿Dónde estabas?
—Puedo hacerte la misma pregunta, pero no estoy seguro de querer una respuesta —Se sentó a su lado.
—¿Quieres? —Frankie le ofreció su botella.
—No... ya bebí lo suficiente por hoy —El muchacho cruzó los brazos—. Me topé con el alcalde de Melferas hoy. Y creo que deberías saberlo.
—¿Qué pasó? Por t-tu tono sé que algo pasó...
—Él descubrió que soy un Chassier y por poco no me mata.
—¿Qué? —Frankie frunció el ceño, y en su borrachera la expresión se vio cómica—. ¡¿Te atacó?!
—No lo culpo. Soy el hijo del hombre que le arruinó la vida, al final de cuentas.
—Lo dijiste bien, hijo. Tú y Peter son d-dos personass completamente distintass... No t-tienes que pagar por toda la m-mierda que él hizo.
—Lo mismo le dije al señor Birsha. Pero a él no le importó. Me echó de su librería de todas formas.
—Ese h-hijo de perra... —Frankie se quiso levantar, pero su aprendiz lo detuvo.
—No vale la pena ir a hablar con él ahora. Mucho menos en el estado en el que estás...
—¡¿Quién d-dijo que voy a hablarle?! ¡Le voy a p-partir la cara por haberte a-amenazado!
—¡No! —Jean lo jaló de vuelta al piso—. No vas a ir.
—¡¿Quién e-eres tú para darme órdenesss?!
—El único de nosotros que está lo suficiente lúcido para reconocer que atacar al alcalde de la isla dónde nos estamos ocultando es una pésima idea.
—Jean...
—Mi honor no es tan frágil, puedo aguantar sus ofensas. Si oírlas nos salva el pellejo... —Se encogió de hombros—. No me molesta.
—¡Pues a mí sí!... —el Ladrón reclamó, irritado—. Alcalde o no, p-poderoso o no, Birsha no tiene el derecho de h-humillarte o amenazarte.
El muchacho hizo una mueca.
—Esa afirmación es... cuestionable.
—No, no lo es —El comandante lo miró a los ojos—. Nunca, jamasss... dejes a alguien creer que te p-puede pisar, y que te puede d-despreciar. Todos merecemos respeto. Y Suleiman, de todo el mundo, debería sssaber eso... —Bebió un sorbo de whiskey antes de cerrar la botella—. Hablaré con él... d-después de la reunión...
—Frankie...
—No me harás cambiar de opinión —determinó—. Hablaré con él.
---
Jean, Rémy, Victor y los demás se quedaron de pie en la entrada de la librería, acompañados por un pequeño grupo de piratas, aguardando que los comandantes de ambos grupos y el alcalde terminaran su charla.
El primer hombre a salir fue Zarayvo, reclamando en voz alta de algo que había ocurrido adentro. Por su fuerte acento, no pudieron entender del todo qué había pasado, apenas que era grave. Lo siguieron su sobrino —el capitán Fressner— y el cacique Taikok, igual de taciturnos.
Frankfurt fue el último en dejar la tienda. Pisó afuera con el mentón en alto, el pecho inflado y las manos apoyadas en su cadera.
—Partimos hoy a la playa de pingüinos. El ataque será mañana, a las nueve. Los piratas explotarán a cañonazos el fuerte que los hombres de Morsen construyeron, así como sus barcos, y nosotros los atacaremos por tierra. No tendrán cómo escapar.
—De acuerdo, pero ¿nos puedes decir por qué Zarayvo salió de aquí con cara de pocos amigos? —Rémy indagó.
—No vale la pena discutirlo. No ahora —El comandante miró a Jean—. Ven, vamos a despedirnos de André.
—Claro...
—Por mientras, ustedes vayan a buscar sus pertenencias —Les dijo a los demás—. Los encuentro afuera de la herrería y de ahí nos vamos al bosque. Lleven bastante comida, munición, y abríguense lo más que puedan. No quiero perder a ningún hombre por hipotermia.
—Sí señor...
Frankfurt, haciéndole una seña al músico, comenzó a caminar. Él, confundido por su entonación irritada, lo siguió en silencio.
—Birsha te dejará en paz.
—No necesitabas...
Él levantó una mano.
—Lo que está hecho, hecho está —dijo en un tono serio, ominoso, que por primera vez logró asustarlo—. Nadie les grita a mis hombres. Sin importar quién sea.
—¿Qué pasó adentro?
El jefe de los Ladrones detuvo sus pasos y lo miró.
—Él me presionó para que te expulsara de la Hermandad. Yo le dije que si seguía insistiendo en ello me iría de aquí para siempre, y lo dejaría a merced de Thomas Morsen... Al oír la amenaza, el cacique se enfureció y lo defendió, diciendo que tampoco confiaba en un Chassier. Pero Zarayvo me apoyó, y eso significó que habían perdido su argumento, porque si los Ladrones y los Piratas se van, esta isla será destruida... —dijo todo con apuro, demostrando su frustración—. Detesto haber llegado a esto, pero... debía callarlo.
Jean comprendía las implicaciones de aquel gesto. El comandante había comprometido una alianza de años con los nativos tan solo para defender su carácter, su palabra —y más que para imponer su autoridad, lo había hecho por la estima que le tenía—.
Aunque ese nivel de confianza lo asustaba —por ser inédito en su vida—, el muchacho sabía apreciar su valor. Y fue justamente aquella discusión la que lo hizo despedirse de su sobrino con un abrazo apretado, un beso dulce en su cabeza, recoger sus pertenencias, y marchar al bosque de Dhaor con la frente en alto y los ojos en el horizonte, determinado a completar su misión, sin importar el costo.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro