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Acto I: Capítulo 9

Claude, así como su hijo, también había dejado su habitación atrás, pero por razones mucho más pesarosas y lamentables que la suya.

Él no podía dormir. No podía cerrar los ojos. Todo lo que veía cuando lo hacía era a sus colegas, muertos sobre un pasillo sangriento, mientras las llamas residuales de una explosión devoraban las paredes de Las Oficinas y los ruidos lejanos de disparos se intensificaban en volumen y en números, ensordeciéndolo, desorientándolo.

Luego de girarse en su cama por la séptima vez, decidió tirar su descanso a la basura y salir al aire libre, al jardín de la mansión. Desconociendo el verdadero tamaño de la propiedad, decidió sentarse frente a la fuente del centauro —a aquellas tardías horas silenciosa y vacía, abandonada por los sirvientes de la residencia, por los animales que en ella vivían, e incluso por los insectos que durante la madrugada la invadían—, a pasar sus horas mirando a la nada.

En su mente, escenarios de muerte y devastación aún lo asombraban, pero al menos su pánico estaba bajo control... por ahora.

—Te vas a enfermar, saliendo al sereno de la noche apenas con esa camisa —La voz de Elise lo sobresaltó.

Giró sus ojos azules hacia ella y su mirada frenética lo delató; estaba atascado en un pozo inescapable de miedo y angustia a horas, y no sabía cómo escaparse de ahí.

El temor que su postura, actitud y aura reflejaban era igual al de un pecador en las puertas del infierno. Claude sabía que merecía experimentarlo, considerando todos sus equívocos y falacias pasadas, pero a la vez no deseaba nada más que librarse de él.

—¿Qué haces aquí?

—Podría preguntarte lo mismo —Ella se sentó a su lado en la banca.

—No puedo dormir —El ministro decidió ser sincero, al menos una vez en su vida—. No logro descansar sin saber qué me aguarda en el futuro.

—Mucho trabajo, eso innegable.

—Si sigo vivo, quieres decir.

—Jean no te matará.

—No tienes cómo saber eso.

—Él no quiere matarte —ella clarificó, cansada—. Está profundamente herido por todo lo que le hiciste, pero... no te haría algo así.

—Ya lo intentó, en la iglesia.

—No. Mató a todos sus enemigos allí, menos a ti, a Marcus y a André por una razón. Él se importa por ustedes. No les hará daño.

—¿Y si lo intenta?

—Yo no lo dejaré.

—¿Y él te hará caso?

—Lo hará.

—Claro —Él bufó, incrédulo.

Pasaron algunos minutos callados, sin volver a encararse.

—Claude...

—¿Qué?

—Debo decirte la verdad ahora para que, de esta vez, no haya mentiras entre ninguno de nosotros. No quiero más traiciones, ni venganzas, ni peleas, ni engaños... nada. Así que seré directa y clara.

—Hm.

—Yo y Jean...

—Están juntos.

Ella pestañeó y asintió.

—Sí.

—Lo suponía —El mandatario respiró hondo—. Pero... ¿Crees que es seguro hacerlo? O sea, él es un criminal. De los peores que este país ya ha visto.

—Yo también.

—Es un asesino.

—Yo también —Elise se repitió—. Es tan peligroso para mí cuanto yo lo soy para él. Nos equilibramos.

Claude sacudió la cabeza, decepcionado, pero no sorprendido.

—No sé cómo puedes confiar en él.

—Lo amo.

—Ambos sabemos que el amor no es una prueba de confianza.

—Hm... André me dijo algo similar —Ella volteó su cabeza hacia el ministro—. Sobre ti.

El semblante rudo e imperturbable del señor Chassier se derritió, de un instante al otro. Las palabras de Elise le llegaron al corazón y le dolieron.

—Él debe repudiarme, después de todo lo que ha oído y descubierto a mi respecto... No me extrañaría si no volviera a confiar en mi palabra jamás. Y antes que me interrumpas con algún comentario sarcástico, yo sé... que esto es lo que merezco —Se curvó adelante, apoyando ambas manos en su bastón—. Es mi castigo, por todo lo que hice. Que me odie.

Silencio. La mujer tuvo ganas de reconfortarlo, pero no lo hizo. Él sintió ganas de disolverse en su llanto iracundo, pero no lo hizo.

—Dime la verdad, Claude. Por una vez dímela y a pesar de todo te creeré —Ella le hizo la oferta, ignorando su resentimiento.

—De acuerdo —El señor Chassier asintió, compungido—. ¿Qué quieres saber?

—Jean... ¿Sabías tú que él era inocente en la época de su juicio?

—No —el hombre contestó, con una voz débil y baja—. Solo empecé a dudar sobre las acusaciones en su contra años después de que él fuera encerrado. Muchas cosas en la historia que me contaron los de la policía, tu padre, Marcus y hasta lo que yo mismo vi, no hacían sentido... Yo me quería creer el cuento, porque estaba herido y te extrañaba más que a cualquier otra cosa. Pero en el fondo, comencé a darme cuenta de que él no era el culpable de tu muerte... Aunque no hice nada porque, en primer lugar, no tenía los medios de probar su inocencia y en segundo... no me convenía salvarlo de su cautiverio —Se encogió de hombros—. Mi carrera estaba en la ruina, mi credibilidad estaba colgando por un hilo, y si yo me atrevía a volver atrás en lo que dije perdería a lo único que me restaba. Mi trabajo.

Esa afirmación le sonó fría y calculista a Elise, pero le hizo más sentido que cualquier otra excusa mal planteada que Claude le había compartido hasta la fecha. Así que decidió creer en ella.

—Dale... Y ¿fuiste tú el que timbró ese documento que Jean encontró? ¿Sabías lo que pasaba en el sur y te hiciste el ciego, sordo y mudo al respecto?

—No —Él se repitió y la miró a los ojos, queriendo reforzar su punto—. Y he estado pensando en quien pudo haberlo hecho sin cesar, desde que me enteré sobre la existencia de la investigación sobre las prisiones de Brookmount e Isla Negra. Porque poquísimas personas tenían y tienen acceso a mi escritorio. El sello del ministerio de justicia siempre está allá, nunca deja mi mesa. Entonces, si yo no fui, ¿quién carajos pudo haber sido?

—¿Quién era tu secretario en ese entonces? Cuando el documento fue timbrado y firmado, me refiero.

—Allan Byrne.

—¿A lo mejor fue él?

—No lo sé... Él era de la izquierda moderada. No me lo imagino ocultando un problema así de grave. Pienso que tal vez puede haber iniciado la investigación sobre las cárceles y prisiones del sur, pero no la hubiera archivado. Ni él, ni Martha Stern lo hubieran hecho. No beneficiaba a sus intereses políticos. 

—O tal vez fue ella quien la inició... Era una Merchanter y también era de izquierda, al final de cuentas —Elise señaló, frunciendo el ceño—. Haría sentido que quisiera atacar al sistema carcelario del sur y registrar todas sus irregularidades oficialmente.

—Sí... Pero no tengo idea de quien la pudo haber terminado y eso es lo que debo determinar para que Jean crea en mi palabra; quien lo ocultó todo.

—Vayamos descartando opciones, entonces. Ya que dices que tus secretarios están fuera de cuestión, ¿quién más tenía acceso a tu mesa?

Claude suspiró y entrecerró los ojos, pensando.

—El director judicial, Michael Williams, y su asesor, Benjamín Straus... El supervisor de actividad ciudadana, Gregory March... El gerente del bufete de abogados, Paul Gradara... Marcus, por ser jefe del departamento de policía y la cabeza de la sección de investigaciones... algunos otros ejecutores oficiales...

—Marcus —La mujer lo interrumpió—. Pudo haber sido él. Estaba furioso conmigo y con Jean en la época, porque habíamos retomado nuestra relación mientras yo seguía casada contigo.

—No. Él no hubiera hecho algo así de cruel.

—Claude, sé lógico y piénsalo bien. Él es de la derecha moderada, a favor de la pena de muerte y ha sido demasiado compasivo con oficiales de la policía en el pasado... ¡Les daba decenas de indultos por año!

—Sí, pero Marcus...

—Al menos considera esa posibilidad, por un minuto. Si quieres que Jean te crea, tienes que encontrar evidencia que te respalde en tus teorías y acusaciones. Y para hacerlo, tienes que descubrir quién es el responsable de lo que pasó. Marcus es el sospechoso perfecto. Usémoslo como base para descubrir qué sucedió.

—No fue él.

—Piénsalo —Ella insistió—. Él fue el responsable de convencer a todos los presentes en el juicio de Jean de que él era el culpable de mi muerte. Y fue también quien presentó a los argumentos en el evento, quien describió la escena del crimen con abundantes detalles y le lavó el cerebro a toda la nación, incluyéndote a ti...

—¿Y eso qué tiene que ver con la investigación de las cárceles?

Elise respiró hondo, frustrada. Sabía que Claude estaba voluntariamente haciéndose el necio para ignorar lo obvio; su mejor amigo pudo haber raicionado su confianza. 

—Él es un hombre influyente. Manipulador. Le tengo mucha estima, pero no me haré la tonta ante esos hechos. Y tú tampoco debes.

—Yo no...

—Dime: ¿Cómo te sentirías si descubrieras que enviaste a tu propio hermano a un infierno terrenal? ¿A ser torturado hasta el eje de la locura? En la época de las investigaciones, tú ya tenías la sospecha de que te habías equivocado respecto a tu veredicto final; tú mismo lo afirmaste recién.

—Sí, pero...

—Dijiste también, días atrás, que concordaste con la pericia del supuesto suicidio de Jean y que fingiste que el cuerpo al que hallaron en la bañera de aquel motel en Violet Street era suyo, solo por sentirte culpable.

—Sí... Y lo admito de nuevo; yo sabía que aquel cadáver no era el suyo. Confirmé que lo era apenas para que mi hermano pudiera ser libre, lejos de mí, bajo alguna nueva identidad —El ministro al fin fue transparente con su narrativa.

—Cierto. Ahora, volvamos a la pregunta que importa: ¿Cómo te sentirías si, después de todo este drama, supieras que Jean había sido enviado a un destino peor que la muerte?... Si después del juicio, de su "suicidio", de su entierro, ¿te llegaras a enterar de lo que pasaba en Isla Negra y en la prisión de Brookmount? —La indagación de la mujer lo hizo temblar—. Hubieras perdido la cabeza.

Claude corrió una mano por su rostro, volviéndose más y más inquieto.

—Bueno... eso sí es cierto.

—Lo es. Y vamos más allá; Marcus es tu mejor amigo y no puedes negar que ha sido una figura paterna para ti desde que se conocieron. Él sabía que, si descubrías lo que pasaba en el sur, no te perdonarías jamás por ello. No solo por lo de Jean, sino por todos los prisioneros en general... Nunca has sido alguien tan cruel al punto de permitir que las leyes no se cumplan, ni al punto de permitir que los derechos universales del hombre no se respeten. O al menos, espero que ese sea el caso.

—Insisto, yo no sabía de nada —Él exhaló, molesto, y sacudió la cabeza. El razonamiento de Elise le hacía demasiado sentido pero, tal como ella lo presentía, la idea de que Marcus le hubiera mentido respecto a aquellas irregularidades y crímenes, por años, a él no le sentaba nada bien. Y por eso, se negaba a creer en que era cierta—. Pero no pienso... No. No fue él —Hizo una pausa y se corrigió, a último segundo.

Elise respiró hondo, dándose por vencida. Se levantó emanando frustración y dio de hombros.

—Es inútil conversar contigo, Claude. Eres más denso y turbio que el agua de un pantano. Así que mejor me voy a dormir. Tú inventa tus teorías solo y haz de ellas lo que quieras... Yo solo vine a buscarte porque Jean te prestó ropa nueva, y quería avisarte que la dejé sobre tu cama. Ve a asearte, a relajarte... a hacer lo que tengas que hacer para calmarte. Mañana nos vemos —Se dio la vuelta—. Buenas noches.

—Descansa —él respondió, sin moverse de la banca, o decirle nada más.

Elise entonces se fue, dejándolo atrás a seguir marinando en sus dudas y dolores, a seguir lamentando los múltiples errores de su pasado, y a seguir sufriendo bajo los golpes de su invencible temor hacia el porvenir.

Ella en cambio entró a la sala de estar de la mansión con la cabeza caliente, pensando en mil cosas a la vez, ahora que sabía que Claude efectivamente no era el culpable por el destino final de aquella investigación.

Él no estaba mintiendo al respecto y ella lo podía notar en la manera en la que sus manos temblaban y su tono de voz oscilaba; estaba nervioso sobre la situación, y bastante angustiado tratando de encontrar una explicación para la misma.

—¿Estás bien? —Jean terminaba de bajar las escaleras cuando la vio entrar, portando una expresión que se encontraba atascada entre irritada y aprensiva.

—Sí... Perdón por dejarte solo arriba, tuve que ir a buscar a tu hermano. No lo encontré en su habitación y me preocupé por él.

—Y ¿dónde está?

—Afuera, en la fuente —Elise se masajeó el rostro—. No lograba dormir. Lo dejaré quedarse allá, tal vez estar cerca de la naturaleza lo tranquilice después del día de locos que ha tenido. ¿Vámonos arriba? No quiero volver a verle la cara hoy.

—Claro...

El comandante se volteó hacia los peldaños y enseguida hizo una mueca adolorida.

—Hey, vi eso.

—No es nada —Él dio un par de pasos adelante, antes de sujetarse del pasamanos y soltar un largo gruñido.

Su pierna lo estaba matando. Había caminado demasiado durante su huida de Las Oficinas y ahora su cuerpo lo estaba haciendo pagar por ello.

-—Déjame ayudart —Ella lo tomó del brazo y lo ayudó a equilibrar su peso, algo que disminuyó bastante su dolor—. Ven conmigo... despacio. Eso. Ya vas a poder descansar.

—Te amo, ¿lo sabías?

Elise se rio y sacudió la cabeza.

—También te amo. Pero mira a los peldaños o te vas a caer.

—No puedo evitarlo, eres demasiado bonita.

—Ya tuviste mejores intentos de coqueteo que ese, monsieur Jean-Luc.

—Es que estar cerca de ti me enreda los pensamientos.

—Dios, eres exagerado.

—Sé que te gusta.

La mujer, con los ánimos un poco más elevados, siguió sonriendo y al llegar a la cima de las escaleras, lo besó.

—Sí. Me encanta.


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Marcus había sido llevado a su casa después de su secuestro. Pero así que pisó en la calle, un golpe repentino a la cabeza lo hizo caerse al suelo, desacordado. Solo se despertó horas después, moreteado, cansado, y sintiéndose enfermo.

Se dio cuenta bastante rápido de que estaba en el sótano de su hogar, atado a una silla. Cajas de madera apiladas, cuadros polvorientos, muebles antiguos, e incontables souvenirs rellenaban el espacio a su alrededor, dibujando relieves en la oscuridad. A su frente, dos ojos castaños lo observaban, airados. A cuánto tiempo lo hacían, él no tenía la menor idea.

—Me preguntaba si siquiera sabías quien yo era... —el rubio que lo encaraba le dijo, sin perder la hostilidad en su rostro—. Si después de tanto tiempo, aún te acordabas de mí.

—Claro que sé quién eres... Thiago.

Al oír su propio nombre ser enunciado por los labios de su padre el muchacho se levantó, caminó hacia uno de los estantes sucios a su alrededor, y recogió un tazón blanco, emparejado con una cuchara.

—¿Tienes hambre? —le preguntó al oficial, revolviendo la sustancia pastosa que el bol contenía.

—Depende de lo que me vayas a servir.

—Sopa —Volvió al taburete en el que estaba sentado—. Libre de veneno.

El anciano se rio.

—¿Y por qué te debería creer? Me tienes secuestrado... —No alcanzó a terminar su acusación, el joven se comió una cucharada.

—No te voy a matar —comentó y se limpió los dientes con la lengua, enterrando el cubierto en el líquido otra vez—. Te pregunto porque ya me voy de aquí, y solo volveré a verte mañana. Y como estás viejo, no quiero que te desmayes mientras no esté. Así que te preparé la cena.

—Puedo aguantar una noche sin comer.

—¿Seguro? —Levantó el bol—. Sería una pena tirar esto a la basura.

—¿Por qué haces esto? ¿Venganza, por acaso? ¿Jean te mandó aquí?... Si no, ¿quien?

—Pues, ya que no quieres comer... —Thiago lo ignoró y metió una mano en el bolsillo de su abrigo, sacando de él un pañuelo negro. Dejó el tazón que sujetaba sobre un mueble de antes, y con las dos manos libres, estiró el lienzo y lo dobló—. Estaba bastante sabrosa la sopa, la verdad... Lamentable que no la quieras probar —Con imperturbable tranquilidad caminó alrededor de su padre, deteniéndose detrás de él.

—¿Qué haces?... —El habla de Marcus fue cortada por la tela.

—¿Sabías que madame Elise pasó tres años completos amordazada? —Thiago apretó el nudo del pañuelo, poco impresionado por la resistencia del oficial—. Imagínese eso, tres años sin hablar...

¡GRR!

—Perdón, no entendí lo que dijo... —El rubio inclinó su cabeza adelante—. ¿Puede repetir? —El policía bufó—. Ah... Aún no lo entiendo. En fin... —Se apartó, volviendo al taburete. En vez de sentarse, lo recogió. Pensó en irse sin decirle nada más, pero decidió que era mejor contarle la verdad de los hechos de una vez por todas:— No estoy aquí por ella, sin embargo. Ni por Jean. No, yo estoy aquí por una gran amiga de ambos. Una mujer a la que hiciste sufrir por años, cosas mucho peores a los que ellos jamás se imaginarán —Marcus lo interrumpió con un ruido más fuerte y molesto que el anterior—. Mi madre, Ingrid Pettra —Thiago lo vio luchar contra sus amarras, desesperado por escaparse—. Te haré pagar por todo lo que le hiciste. Solo espera.

Luego, le sonrió con crueldad. Le hizo un gesto de despedida con la mano, se volteó a las escaleras, y dejó atrás al oficial, que le rogaba que lo soltara, que lo dejara contarle su versión de los hechos, y que no lo abandonara ahí, en la oscuridad.

Una araña se posó sobre el hombro de Marcus, mientras el joven se iba. Él gritó a través de su mordaza con el triple de fuerza, y se sacudió hasta que el arácnido se cayera al piso. Jadeante, intentó mover su silla y soltarse de las sogas de cáñamo que lo ataban a ella. Pero lo máximo que logró hacer fue perder el equilibrio, y casi tumbarla.

Sudoroso, asustado, y sabiendo que no había manera de huir, decidió hacerle caso a su corazón disparado y quedarse quieto. Tendría que sobrevivir aquella noche, y a los remordimientos que le incendiaban la cabeza. Tenía que resistir.

Claude pronto lo encontraría.

Estaba seguro de ello.


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Al llegar a casa luego del ataque a Las Oficinas, Eric esperó encontrarse con Thiago tirado en el sofá, ya en su piyama, reposando las piernas en los apoyabrazos, recomponiendo sus energías luego del extenuante día que tuvieron. No obstante, el departamento que compartían estaba vacío. Apenas su pastor alemán —Aquiles— interrumpía el silencio del ambiente, saludándolo con sus ladridos y su trote entusiasmado.

—Hola, guapo... —El moreno se agachó, riéndose de su energética sacudida de cola, y rascó su cabeza, haciéndolo bajar las orejas y rendirse a su cariño—. ¿Me extrañaste, grandulón?

El perro volvió a ladrar, lamiendo su mano antes de darse la vuelta y alejarse, yendo a buscar uno de sus juguetes. Su dueño aprovechó la distracción para cerrar la puerta, quitarse el abrigo, y abrir las ventanas de la sala, queriendo ventilar el aire adentro. Luego fue a su cocina, revisó su despensa y sacó algunos ingredientes para improvisar una cena. Intentó dejar su preocupación a un lado lavando arvejas, deshilando pedazos de carne seca, cortando ajos y cebollas, seleccionando especias, concentrándose en todo menos en la ausencia de su novio. Él volvería en breve, estaba seguro de ello.

Apenas cuando la luna comenzó a cruzar el cielo y la sopa que le había preparado se enfrió, reconoció que se había equivocado. Y entonces, su miedo se apoderó de su sensatez.

Thiago aún no había aparecido. Hasta Aquiles percibió que algo no andaba bien; se sentó al lado de Eric y apoyó sus patas en sus piernas. El moreno, acariciando su pelaje, pensó en lo que debería hacer a seguir.

La ciudad estaba sumergida en caos. El tránsito era interminable. Había incendios y saqueos por doquier. Sería imposible encontrarlo en medio a aquel desastre. Si él no llegaba pronto, debería reclutar la ayuda de Jean para buscarlo.

Aquellos planes, por suerte, jamás llegaron a materializarse. Escuchó pasos en el pasillo, el sonido metálico de llaves golpeándose, el ruido mecánico del cerrojo al abrirse, y vio, en un segundo de profundo alivio, una cabellera dorada cruzar la puerta. Su perro saltó hacia Thiago con la misma alegría y preocupación que él.

—¡¿En dónde carajos estabas?!

—La policía empezó a seguirme y tuve que despistarlos. Terminé atascado en el otro lado de la ciudad... Lo siento por la demora —Thiago mintió, quitándose su abrigo. Removió algo de su bolsillo derecho antes de colgarlo en el perchero, pero Eric no logró ver qué—. Aproveché la oportunidad para pasar a la joyería...

—Dime que no robaste nada. Sabes que ya no es necesario...

—Te prometí que no volvería a hacerlo. Esto es comprado —Le entregó una caja rojiza—. Ten. Es tu regalo de cumpleaños.

El moreno lo miró, molesto, por un sólido minuto. De pronto, su expresión comenzó a derretirse, yendo de profundamente irritada a encariñada. Abrió el contenedor y una sonrisa brillante se extendió sobre su boca.

—¿Un guardapelo? —Sacó el objeto de su empaque, fascinado.

El relicario era de plata, enchapado en oro. Su forma era hexagonal y adelante llevaba grabado un pequeño mensaje: "Ani L'Dodi V'Dodi Li".

—¿Qué dice?

—Es un versículo... Lo encontré hojeando tu biblia hace unas semanas. "Yo soy de mi amado y mi amado es mío".

—Eso es del Cantar de los Cantares...

—Así es. Decidí engravarlo en hebreo, para que los demás ladrones no lo puedan leer —El rubio escondió ambas manos en los bolsillos de su pantalón—. Ábrelo, hay otra sorpresa adentro.

Eric, emocionado, tuvo cierta dificultad en hacer lo ordenado. Sus dedos temblorosos por poco dejan el guardapelo caerse al suelo. Su novio, para su alivio, no comentó nada al respecto. Solo se rio de su torpeza y aguardó con paciencia a que hiciera lo ordenado.

El interior el objeto era simple, comparado con el exterior. Pero poseía una fotografía del rubio, vestido con traje y corbata, bien peinado y aseado. Pese a ser menor a la imagen arrugada que el moreno llevaba en la billetera, la definición de la misma era mucho más clara. Posiblemente porque no estaba hecha de semitonos, como la anterior, y en realidad era una fotografía directa, real, producto de un método que usaba una placa de vidrio y plata coloidal.

—Thiago... esto es precioso.

—¿Te gustó?

—Lo amé —Eric lo corrigió—. Aunque me pregunto cómo lograste verte más guapo de lo que ya eres.

—Para... —El rubio se rio, empujándolo a un lado.

—No, hablo en serio. Este es el mejor regalo de cumpleaños que me han dado en toda mi vida. Es tan romántico...

Los dos se miraron, sonriendo. No se demoraron mucho en besarse. Y con cada segundo que pasaron con los cuerpos pegados, amándose, la sinceridad del moreno se evidenció. Realmente había adorado el gesto y la consideración de Thiago.

—Cariño... —El hombre en cuestión de pronto se apartó, al recordarse  de un tema al que debía discutir aquella noche, sí o sí.

—¿Hm?

—Te tengo que pedir tu ayuda con algo —Rodeó el cuello de su novio con sus brazos—. Mi madre... quiero encontrarla. Ya es tiempo de que lo haga. Y sé que la única persona que podría ubicarla eres tú. No tengo tu inteligencia y tu eficiencia. Te necesito a mi lado para esto...

—Hey, tranquilo —Eric volvió a conectar sus labios—. Y aunque me halaga oírte hablar tan bien de mí, tengo que detenerte ahora. Porque te tengo noticias.

—¿Noticias? —Thiago alzó una ceja.

—Sí —El otro ladrón amplió su sonrisa—. Yo ya la encontré.


---


Considerando toda la agitación de aquel alocado día, era de esperarse que la noche de Jean fuera una de inescapable desasosiego.

Entre las horripilantes visiones que plagaban su cabeza y el pulsante dolor que cruzaba los huesos de su pierna, caer en un sueño profundo fue una tarea ardua. Usualmente lo era, sí... pero en aquella madrugada en especial, Morfeo se negaba a llevarlo a un estado de calma y de descanso.

Varias y varias veces él se giró sobre el colchón, intentando hallar una posición que aliviara un poco su incómodo y su agonía.

Cuando pensó que había logrado encontrar el ángulo perfecto para quedarse dormido, cerró los ojos, relajó su cuerpo, y cometió el peor error posible, lo hizo.

Jean... —Escuchó una voz murmurar a pocos centímetros de su oído.

Miró alrededor, esperando ver a su habitación, sus pertenencias, a Elise durmiendo a su lado, con un semblante sereno y la respiración lenta. Lo que visualizó, sin embargo, fueron a las cuatro paredes metálicas de una caja, pequeña, abrasadora, sofocante.

No demoró mucho para entender su situación: había sido encerrado otra vez.

Estaba siendo torturado y castigado, otra vez.

¡Jean! —La voz regresó, ahora más agitada, más atrevida, irritante. Era tan desagradable como una ráfaga de viento chocando contra un cuerpo desnudo. Tan asustadora como un estruendo en medio de la oscuridad—. ¡DIME QUE LA MATASTE!

¡Eres un fracaso! —Se sumó otra.

No eres mi hermano —Y otra.

Me asesinaste —Y otra.

El griterío fue empeorando de a poco, hasta convertirse en una verdadera sinfonía de alaridos desesperados. Llegó a un punto dónde ya no podía comprender lo que todos decían, apenas identificar las emociones que proyectaban.

Frunció el ceño, chocó los dientes, encorvó su postura; hizo todo y cualquier esfuerzo para ignorar aquel bullicio, rezando para regresar a la quietud de su penitencia, a la soledad de su castigo. Pero nada fue suficiente. Estaba atrapado en el medio de un coro multitudinario, incapaz de respirar, incapaz de defenderse, incapaz de rogarles a todos que se callaran de una puta vez.

—¡JEAN! —Un rostro se materializó de pronto a su frente, silenciando a todas las voces en su cabeza con su latente aprensión.

En pánico y desorientado, él saltó adelante, agarrando a la desconocida figura por el cuello.

—Mi amor... —Elise agarró sus muñecas, haciéndolo regresar de golpe a la realidad; ya no estaba soñando. Y la estaba ahorcando a ella—. Hey...

Al darse cuenta de lo que hacía, sus manos se relajaron, desplomándose sobre la cama.

—Dios... Lo s-siento —Miró horrorizado a sus propios dedos—. No quería... —Retrocedió contra sus almohadas, huyendo del toque de su novia—. ¿Cómo puede hacer eso?...

—Estoy bien —ella reafirmó e ignorando su temor, se le acercó—. Estás bien.

—No... te... te iba a matar. Yo... yo te iba a m-matar.

—Estoy bien... Y no lo hiciste por querer, solo te asustaste y reaccionaste, eso es todo —Elise tomó una de sus manos, sintiéndola temblar entre sus palmas—. Respira...

Jean siguió su instrucción, a duras penas. Bajó la mirada, la cual se nubló por varios minutos, y pareció desconectarse del presente por un instante. Cuando volvió al normal, lo hizo con una voz pequeña, delicada y amedrentada:

—¿Ahora ves porque no quiero que duermas aquí?... Casi... casi te... —Arrugó su rostro—. Te ahorqué. Y si no me hubieras detenido... no quiero ni pensar en lo que pude haber hecho.

—Esa es exactamente la razón por la cual tengo que quedarme. Si yo no estuviera, podrías haberte lastimado... De alguna manera u otra —Elise lo interrumpió—. Estaré a tu lado hasta que tus pesadillas terminen.

—No han parado por veintitrés años, ¿qué te hace creer que se detendrán ahora?

—Habla sobre ellas, a lo mejor eso te ayude a controlar mejor tus reacciones... O al menos a entender por qué las tienes —Al oír su sugestión Jean negó con la cabeza, agotado—. Inténtalo... ¿Por mí?

Él volvió a respirar hondo, pero su exhalo se le atoró en su pecho. Un sollozo lo reemplazó, pero el criminal fue rápido en reprimirlo. Volvió a sacudir la cabeza, como si estuviera forzándose a quedarse quieto, y Elise se le acercó más en la cama, preocupada. Una de sus manos fue a parar a su rostro y lo acarició con calma, hasta que él dejara de temblar y permitiera al fin que sus lágrimas cayeran.

—Estaba en la caja —murmuró de pronto—. Soñé... que estaba de vuelta en la caja —mencionó me nuevo al contenedor que era usado para torturar a los prisioneros del sur.

—¿En Isla Negra?

—No... En Brookmount. No me acuerdo por cuanto tiempo estuve ahí, pero fueron varios días. Hacía un calor de mierda y no me daban nada de agua. Empecé a delirar... a oír cosas... —Sus ojos verdes, llenos de temor y de cólera, se clavaron en los castaños de su novia—. Cosas que hasta hoy no olvido.

Ella entonces hizo lo único que podía. Acortó aún más la distancia entre ambos y lo abrazó. Él, carente de fuerzas para protestar o para fingir que no necesitaba su amor para tranquilizarse, no se resistió al gesto en lo absoluto. Solo escondió su rostro en el espacio entre su cuello y su hombro, y se fundió en contra de su amada.

—Lamento mucho que eso te haya pasado... No debería haber pasado —Elise le recordó, acariciando su espalda con su mano.

—No sé porque me sigo recordando de ello... No sé por qué no puedo dejar a esos recuerdos desvanecerse junto al resto de mi pasado. Quisiera poder hacerlo.

—Lo sé... Pero supongo que, cuando alguien sobrevive a un momento de estrés, de miedo, o de rabia intensa, esas vivencias quedan marcadas en nuestros espíritus para siempre... —Ella llevó sus dedos a la cabellera castaña de Jean—. Y a veces, si esas emociones vuelven a ser sentidas en un contexto distinto, uno puede regresar al momento en que las vivió por esa conexión... Si es que me entiendes.

—Parece que hablas por experiencia.

—Lo hago —la mujer murmuró, mientras él se apartaba para poder mirarla a los ojos de nuevo—. Tengo pesadillas todo el tiempo. No te lo he contado, pero una vez fracturé un hueso de la mano pegándole al velador porque pensé que era mi padre —Jean, preocupado, curvó sus cejas en una expresión entristecida. Ella creyó que era mejor aclarar:— Eso sucedió hace años eso sí, y ya no tengo reacciones así de fuertes a ese tipo de sueños. Ahora me puedo controlar.

—¿Y cómo lo lograste?

—¿Sinceramente? Meditación —La mujer pensó que él se reiría, pero no lo hizo—. Es una costumbre que adopté gracias a las Asesinas. Todos los días busco algún lugar dónde sentarme y estar a completamente a solas, sin molestias o interrupciones, por varios minutos. Entonces, me pongo a pensar en todas las cosas horrible que me pasaron... Me imagino los momentos que más me afectaron y me dolieron, y los vivo de nuevo, en mi cabeza. Y de a poco, me acostumbro al dolor que esos recuerdos me traen... Hasta que eventualmente, lo acepto.

—No parece ser algo fácil de hacer.

—No lo es —Elise concordó—. Ni un poco. Pero ayuda. Y yo no sé exactamente por qué, pero mi mentora, Linda Stix, una vez me dio su explicación para ello —Acomodó los mechones sueltos de Jean, para que no estuvieran cubriendo su rostro—. Imagina que tu cabeza es como una botella de agua, media llena. Si la sigues llenando, e ignorando lo que ya tienes adentro, eventualmente el agua rebosará. Pero si la vacías, podrás aplazar ese derrame. Lo mismo, según ella, ocurre con nuestra memoria. Si la seguidos llenando de nuevos recuerdos negativos, y nunca los tomamos el tiempo de remover a los viejos de ahí, eventualmente todo el dolor que nos causan se acumulará, rebosará... y nosotros colapsaremos. Pero, si haces el esfuerzo de aceptarlos por lo que son, y de dejarlos ir, poco a poco...

—Tendrás espacio.

—Sí. Y el colapso será evitado —Elise asintió, viéndolo pestañear y contemplar sus palabras con cuidado.

—Creo que lo intentaré —él dijo, y volvió a reposar su cabeza en el hombro de su novia—. Si no por mí, por ti. No quiero volver a lastimarte. Sea física, o verbalmente. Sé que te he tratado mal últimamente, con nuestras peleas y discusiones...

—Jean...

—No. Por favor, acepta mi decisión. Y mis disculpas.

Ella suspiró.

—De acuerdo —Besó su cabeza—. Lo acepto. Pero... ¿volvamos a dormir? Necesitas descansar.

—¿Estarás aquí?

Elise lo apretujó entre sus brazos.

—No me iré a ningún lado.


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Carcosa, 20 de marzo de 1912.

En la mañana siguiente, Jean le ordenó a su mayordomo que llevara a cada uno de sus invitados de vuelta a su hogar. Los dejó desayunar en su mansión —por insistencia de Elise—, pero los hizo marcharse antes del mediodía – tanto para garantizar la seguridad de todos, como para poder estar a solas de una vez por todas-.

Mientras ella se entretenía en la cocina, conversando con Lilian durante las preparaciones para el almuerzo, él pasó algunas horas revisando los papeles transcritos por su hermano, asegurándose que todo lo redactado por él coincidiera con los documentos originales. Al terminar, satisfecho por su trabajo, enderezó todas las hojas en una pila, limpió su escritorio y salió al pasillo.

Tenía pensado ir abajo y sumarse a la charla de ambas mujeres, pero al mirar a la puerta de su sala de música, su corazón lo convenció a hacer algo más que eso.

Entró al recinto con pasos lentos y miró alrededor, con una mezcla de añoranza y melancolía. Raras eran las veces en las que iba ahí, pese a tener más instrumentos a su disposición de lo que su yo joven jamás se hubiera imaginado.

La música lo reconfortaba tanto como lo hería. Era su pasión, siempre lo sería, pero también le recordaba a todo lo que había perdido, y nunca podría recuperar.

Con el pecho pesado y la garganta atada en nudos, él se sentó en un taburete cercano. Vio a su violín de reojo y estiró su mano hacia el instrumento, agarrándolo cuidadosamente. Lo examinó con cariño, como una madre lo haría a su hijo, un artista a su mayor obra de arte, y un Dios a un ser humano... Pero no se atrevió a tocar nota alguna.

Sabía que su agilidad ya no era la misma de antaño. Que sus dedos lesionados y torcidos ya no poseían la misma rapidez y precisión de su juventud. Que su poca práctica lo había alejado de su maestría. Quería más que nada tomar el arco y bendecir sus oídos con la más dulce de las melodías, pero no tenía el coraje para hacerlo, porque sabía que su antigua perfección se había vuelto inalcanzable. Su alma ya no era pura, su cuerpo ya no era lozano, y su desempeño, por lo tanto, ya no sería ideal.

Mientras él luchaba contra sus deseos y sus temores más profundos, un par de iris castaños lo observaban desde la puerta.

Jean no lo sabía, pero durante su larga contemplación Elise había terminado de conversar con la rubia y subido las escaleras para reencontrarlo. Al depararse con su escritorio vacío revisó las otras habitaciones del piso superior con paciencia, hasta encontrarlo allí, en la sala de música, solo con sus pensamientos, sentado con los hombros caídos y los ojos llorosos.

—Hazlo cuando estés listo —le dijo desde el umbral, despertándolo de su ensimismamiento—.  Toma tu tiempo. Y haz lo que te dije ayer... medita.

Apreciando la dulzura de su consejo, él sacudió la cabeza, afirmando su agarre en el diapasón. Cuando ella se marchó otra vez, queriendo respetar su privacidad, Jean respiró hondo, reunió su coraje y levantó el arco, llevándolo a las cuerdas.

Se demoró un minuto completo para elegir qué tocar primero. Terminó decidiéndose por el inicio de la composición que le había escrito a su amada, años atrás. Apoyó la punta de sus dedos sobre las cuerdas, cerró los ojos e intentó, con todas sus fuerzas, no llorar. Tocó el primer par de notas sin equivocarse. Al ver que su talento no se había desvanecido por completo, se obligó a continuar. Antes de que lo supiera, había recitado la melodía completa.

Bajó el instrumento. Lo dejó a un lado. Hundió su rostro entre sus manos. Y en la quietud de la sala - sintiéndose abrazado por su amiga más antigua de todas, la música- dejó que todas las emociones que constantemente reprimía escaparan de su pecho, y fueran libres de existir al fin.

Sollozó por todo lo que había hecho, todo lo que le hicieron, y por todas las penas futuras que aún no había experimentado. Lloró, pero no se sintió débil al hacerlo, por primera vez en su vida. Y al recobrar su compostura, se sintió más liviano. Aún no estaba en paz, pero había encontrado sosiego y por el momento, eso era suficiente.

Era lo que necesitaba.


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