Acto I: Capítulo 8
Si aquella mañana a Claude le dijeran que estaría sentado en el escritorio de la casa de su hermano, copiando a puño y letra el anuncio de un plebiscito nacional para cambiar la organización de la república, él hubiera carcajeado y sacudido su cabeza, incrédulo. Pero, luego de haber secado la tinta de su pluma por segunda vez y frotado sus ojos cansados por la décima, se había convencido de que aquella era, en efecto, su triste realidad.
—¿Terminaste? —Elise preguntó desde la puerta.
—Sí —él contestó, con voz ronca—. Lo hice. Todos los documentos han sido copiados, las erratas han sido eliminadas, y algunos términos jurídicos faltantes han sido incluidos. Todo está listo.
Jean recogió los papeles y los organizó. Mientras, la mujer se acercó al escritorio en donde ambos estaban sentados, con los brazos cruzados.
—Claude...
—Hm.
—¿Has comido algo desde la mañana?
Los dos hermanos, sorprendidos por la amabilidad de su tono, llevaron sus ojos a ella.
—No —él admitió—. Solo un pan duro que me dieron en la comisaría, y un vaso de agua. Eso sería.
—Eso mismo pensé... —Ella señaló con la cabeza a la puerta—. La cena ya está lista allá abajo. ¿Vienen? ¿O ustedes se quedarán por aquí un poco más?
—En breve estaremos allá —su novio contestó en nombre del ministro, guardando todos los documentos en una carpeta—. Quiero conversar con él primero.
Claude volvió a mirarlo, asustado.
—De acuerdo —Elise se contentó con la respuesta de Jean, y pese a su desconfianza, abandonó el recinto para darles a los hombres privacidad.
El político, sintiéndose todavía más inseguro con su partida, se preparó para recibir un tiro a la cabeza, ahí mismo. Sabía que aquello era ilógico y que su hermano no se atrevería a matarlo con todos sus otros parientes estando cerca de sí, pero su temor no era injustificado. El criminal era impredecible. Era rencoroso. Y —a juzgar por lo que Claude había visto en persona por la mañana— no le tendría pena alguna a la hora de jalar el gatillo. Si era provocado, simplemente lo haría, u ordenaría que alguien más lo hiciera en su lugar. No habría misericordia.
—¿Quieres hablar? —El ministro de justicia tragó en seco.
—Sí —Jean se acomodó en su silla—. Sobre lo que pasó hoy.
—No, por favor. Ni empieces...
—Yo no sabía que había gente adentro de la cafetería —lo cortó—. Te prometo que miré adentro, por la ventana, y no vi a nadie ahí. Estaba seguro de que no había nadie ahí. Y sólo por eso lancé las dinamitas. Yo nuería destruir al edificio, no matar a gente porque sí. Quería dejarlo inutilizable, no ejecutar a más funcionarios sin ningún motivo para ello.
—¿Tú lo hiciste?
—Era parte del plan, tuve que hacerlo —Jean empezó a sacudir su pierna sana, estresado—. Pero insisto, yo no sabía que había oficinistas escondidos allá... —Sus ojos se llenaron de agua, pero no lloró. Solo respiró hondo y bajó la mirada por un segundo—. No hubiera tirado esos explosivos si lo hiciera.
—No me mientas para hacerte sentir mejor —La fragilidad de Claude no lo impidió de ser sincero—. Tú explotaste la Iglesia de Saint-Joseph en pleno servicio funerario del ministro Levi. Centenas de personas fueron ametralladas por tus hombres. Yo lo vi todo y no tienes como mentirme; no hay excusa para lo que hiciste en ese entonces, y no hay excusa para lo que hiciste hoy.
—Lo de la iglesia fue diferente...
—¿Cómo?
—Eso fue parte de mi venganza. Lo de hoy fue parte de mi trabajo.
—¿Y cuál es la diferencia? Muerte es muerte.
—Los que estaban en la iglesia sabían sobre los círculos de corrupción del sur, sobre el abuso de poder de los guardias y del alcalde...
—Me rehúso a creer en eso —Claude lo interrumpió—. Así como tú no sabías que había gente en esa cafetería, yo no sabía que había prisioneros siendo torturados a muerte en el sur, y estoy seguro de que la mitad de la gente que fue ejecutada esa barbarie tampoco lo hacía —Su voz se partió—. Ellos no merecían morir de la manera que murieron, y los oficinistas de hoy no merecían morir de la manera en la que murieron. Hervidos. Quemados vivos. Fusilados.
—Si ustedes no sabían sobre lo que pasaba en Isla Negra, ¿entonces quién archivó la investigación? —Jean alzó su voz por encima de la de su hermano—. Repito, el sello de tu ministerio está en la carta...
—¡No lo sé! —Claude rugió—. ¡Pero yo no fui! ¡Yo no lo hice! ¡Y no es justo culpar a todo un ministerio por algo que seguramente sólo una persona en concreto hizo!
—Pues no te creo. No creo que eres inocente.
—Y yo tampoco creo que ese sea el caso para ti —El ministro se levantó—. Por lo que supongo que estamos a mano. Tú desconfías de mí, y yo de ti. Nada ha cambiado.
—No lograremos trabajar nunca si es que no confías al menos en mi palabra.
—¿Trabajar?
—El gobierno ministerial puede haberse acabado, pero la república sigue de pie —Jean se quitó sus lentes de lectura—. Y yo puedo ser un buen orador y un buen líder, pero no soy un abogado como tú —reconoció, tragándose su orgullo—. Necesitaré de ayuda para levantar de nuevo a esta nación... Y tú eres el hombre al que más quiero tener trabajando a mi lado.
Claude frunció el ceño, entre confundido e intrigado.
—¿De verdad me estás pidiendo ayuda? —Vio a su hermano mayor asentir—. Pero... ¡Me quieres ver muerto!
—Esto ya no es sobre lo que yo quiero —Jean bajó la mirada—. Es sobre lo que las Islas de Gainsboro requieren ahora mismo: políticos calificados para su cargo, que de verdad se interesen por su puesto, y que no laboren apenas para volverse más ricos y poderosos de lo que ya son —Dejó su silla y caminó hacia el estante de su despacho, recogiendo el viejo libro de la constitución—. Este ejemplar no es actual, pero sirve para ilustrar mi punto. Yo lo guardé, por años, junto a mis pertenencias más preciadas, porque aquí aparece por primera vez la Ley de Derechos Civiles... Una Ley que fue promulgada por ti —Se lo lanzó. Claude lo atrapó y encaró a su hermano con una expresión rellena de añoranza, que no condecía ni un poco con su mirada angustiada—. Ese libro es prueba de que, pese a ser una pésima persona, eres un excelente político. Nadie más hubiera logrado realizar este avance. Nadie más que tú —Jean se le acercó—. Así que, por más que te deteste, te necesito vivo, porque el país te necesita vivo. No te perdono por haberme acusado de un homicidio que no realicé, por haber arruinado mi carrera, mi futuro, por haberme alejado de mi familia, enviado al presidio más sanguinario de toda la nación... —Se detuvo antes de que volviera a perder la razón—. Pero estoy dispuesto a tolerarte por el bien común —Le ofreció la mano—. Si aceptas, claro, hacer lo mismo conmigo.
Claude observó su palma por un largo momento, considerando el peso de la propuesta y el precio de su sobrevivencia.
Si concordaba, estaría traicionando a sus compañeros desaparecidos y a los muertos, vendiéndose a un tirano desquiciado. Si se negaba, sería conducido al cadalso junto a ellos.
Atascado entre la espada y la pared, no poseía el privilegio de recusar la tregua. No mientras su hijo viviera, no mientras tuviera a un país que proteger. Así que dejó el libro sobre el escritorio a su frente y, con una expresión que reflejaba toda su incertidumbre mental, rodeó la mano que Jean le extendía con sus dedos.
—De acuerdo —Él aceptó con sumisión su propia cobardía, para salvarse el pellejo y también el de los que más amaba—. Te ayudaré. Apenas por el bien de las Islas de Gainsboro.
—Excelente —El criminal se apartó de él y señaló a la puerta—. Ahora vamos, la cena nos espera.
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El estar sentado junto a su hermano, su antigua esposa, su hijo y su nuera en la misma mesa, compartiendo la misma comida, sin gritarse improperios o amenazarse de muerte, al ministro de justicia le resultaba ilógico, sorprendente, e incluso un poco extravagante.
Copiar los documentos había sido una tarea rarísima, sí. La charla que tuvo con Jean sobre sus dones y aptitudes como político, aún más. Pero Claude consideraba esta cena como otro nivel de locura, bastante superior en su absurdez.
Se hallaba tan confundido por lo que veía a su alrededor que llegó a contemplar la posibilidad de estar soñando, o tal vez alucinando con ello. A lo mejor se había golpeado la cabeza por la mañana, mientras la caída del gobierno ocurría, y todo lo que había visto, oído, sentido y degustado durante el resto día nunca pasó de una ilusión.
Al menos, deseaba con vehemencia que este fuera el caso. Porque no se sentía cómodo, o seguro, siendo confrontado por las dos personas a las que más había herido en su pasado, mientras intentaba alimentarse y respirar.
Que le estuvieran ofreciendo una rebanada de pavo en vez de apuñarlo con el cuchillo para deshuesar no cambiaba nada. Estaba vulnerable. Estaba rodeado de predadores.
—Claude —Elise llamó su nombre por tercera vez y pasó una mano al frente a su rostro, al ver que no reaccionaba—. Te pregunté si vas a querer arvejas.
Él levantó la mirada de su plato.
—No... —contestó con una sonrisa desasosegada—. Gracias.
—Así que te cambias de casa —Escuchó a Jean conversar con André en el otro lado de la mesa, mientras se servía un poco de salsa Velouté*, e intentaba no derribar el aderezo en el mantel por culpa de sus dedos temblorosos.
—Sí... Planeo mudarme al Boulevard de Azalea lo más pronto posible —el escritor respondió—. Renard Street* se está volviendo un lugar muy peligroso.
—Una pena. Era un sector bastante económico y agradable para vivir antiguamente.
—¿Agradable? ¿El barrio inglés? —Elise alzó una ceja al interrumpir a su novio—. Económico hasta lo acepto, pero decir que era "agradable"...
—No era tan malo.
—La honestidad hace al hombre, mister* Walbridge.
—Está bien... era pésimo —el Ladrón confesó, mientras ella asentía y se reía—. Pero al menos era accesible para personas con baja rienda y no era tan peligroso como lo es ahora. Hasta los de la Hermandad estamos teniendo problemas con controlar y reprimir a las pandillas. Hay grupos pequeños que se creen dueños del área. Es todo un problema. Eso sí, si quieres permanecer por allá, y solo te vas por temas de seguridad, puedo hacer con que te dejen en paz, eh...
—Gracias, tío. Pero no es necesario —André dijo, con una gracia que ocultó a la perfección su asombro por la propuesta—. Porque en efecto la violencia no es el único motivo por el cual me iré de allá... También quiero estar más cerca de Victorie —Tomó la mano de la muchacha al frente de todos, sorprendiéndolos con la dulzura del gesto.
Él no necesitó anunciar lo obvio: ambos se estaban cortejando. En breve, si todo salía bien, estarían comprometidos.
—Bueno, el Boulevard de Azalea es un lugar bastante más lindo que Renard Street, eso te lo aseguro —Elise levantó su vaso de vino blanco y bebió un poco, sonriendo. Unos segundos se pasaron y ella continuó:— Mademoiselle Lavoie, se me olvidó preguntarle antes, perdón... —Se limpió su boca con una servilleta—. Pero ¿cómo le va con el Colonial?
Claude, pese a estar quieto y callado por su miedo, no logró contener la sonrisa que dicha pregunta le sacó del rostro. Aún después de dos décadas, el cariño que la mujer le tenía por el restaurante lo dejaba impresionado.
—Pues, lleno de clientes, como siempre —la muchacha respondió de buen humor, bajando los cubiertos—. Pero confieso que estoy en necesidad de ayuda.
—¿Ayuda?
—No soy muy buena cocinera —admitió—. Administradora, sí. Y me encanta el servicio. Pero el conocimiento culinario que se requiere para tratar con los chefs... Lamento decirlo, pero no lo tengo. Y la carta ya está muy anticuada. Los clientes quieren nuevos sabores, nuevas texturas... en fin. Novedad. El problema yace en que yo no sé si confiar en los gustos de mi personal de mi cocina o no. Una decisión equivocada que tome y puedo arruinar a años de críticas positivas. Y no es eso lo que quiero, obviamente.
—Bueno, mademoiselle Lavoie, creo que podemos resolver ese problema ahora mismo —contestó Jean—. Como copropietario del Colonial, deseo traspasarle mi título a Elise. Ella, como usted ya lo sabe, era la antigua dueña del restaurante, y la encargada de la creación de gran parte del viejo menú. Si necesita crear uno nuevo, ella la puede auxiliar con eso. Cocina de maravillas.
La mujer en sí lo miró, emocionada por su repentino gesto de buena voluntad.
—¡Eso sería fantástico! —exclamó Victorie, feliz—. Me quitaría un peso enorme de los hombros.
—Y sería mi placer ayudar.
—Será —Jean corrigió a Elise con una amabilidad inusual para todos los presentes, menos ella—. No es una posibilidad, cariño. Es un hecho.
La vieja empresaria le sonrió y, empleando nada más que una simple mirada enamorada, le comunicó lo grata que se encontraba por todo lo que él había hecho por ella, desde su reencuentro. Jean, al ya conocerla a años, entendió muy bien todo lo que ella quiso decir y en el momento no pudo. Tomó su mano, la besó, y luego la sujetó sobre la mesa.
Claude, aún callado, observó la sutil interacción con interés. Le enredaba los pensamientos ver a su hermano ser tan dulce y afable luego de haber presenciado en persona los efectos de su ira. Cómo lograba ser un homicida bárbaro y un romántico empedernido al mismo tiempo huía de su campo de comprensión. Su actual semblante cálido, compasivo, manso, no condecía con la maldad de la actitud que había adoptado aquella misma mañana, en Las Oficinas. Al mandatario le fascinaba y aterraba, en iguales proporciones, la dualidad de su carácter.
Lo que más lo desconcertaba, sin embargo, era percibir que Elise no se importaba ni un poco por la dramática oscilación de su humor. ¿Era su amor tan ciego que no podía ver el peligro que su relación suponía para ella misma? ¿O por acaso le gustaba, aquella mortal toxicidad?
—Madame... —André de pronto se giró hacia Elise, mientras los demás seguían charlando, y él sólo pensó en modificar su vocabulario a último minuto, en un intento voluntario de ser más amable y considerado:— Maman*... ¿Podríamos conversar a solas por un instante?
—Claro... ¿Qué sucede?
—Nada. Sólo necesito charlar con usted. Eso es todo.
Ella intercambió una mirada preocupada con Jean y él asintió, alentándola a que le siguiera la corriente a su hijo. Fue por su apoyo incondicional que la dama sí se levantó, luego de unos segundos de temerosa duda.
—Vamos a la cocina —Elise sugirió, así que ella y su hijo llegaron al exterior del comedor—. Es quieta lo suficiente para conversar. Además, aprovechamos y buscamos el postre, para que Lilian no tenga que volver aquí a entregarlo.
—De acuerdo.
El camino que ambos recorrieron fue corto. Al llegar allá, un fuerte olor a chocolate derretido los recibió, suavizando los surcos en sus rostros arrugados y humedeciendo su boca, seca por los nervios.
Algunas comidas son tan buenas que deleitan el paladar sin siquiera ser probadas; apenas con su aroma ya comprueban su exquisitez. Lo que sea que estaba siendo preparado ahí, evidenciaba esta verdad.
André observó la habitación con curiosidad, dejándose llevar por su nariz por sus confines como un sabueso hambriento. Seguir al olor lo hizo chocar con la silueta de una mujer rubia, un poco más vieja que su madre, cuya belleza era irrefutable.
—Y al final sí hiciste el budín —Elise anunció su presencia a Lilian, quién acababa de sacar el molde del horno—. Huele delicioso.
—Bueno, lo intenté —Ella sonrió, mostrándole el resultado—. Es la primera vez que pruebo esta receta, así que espero que haya salido bien.
—Por como se ve, creo que te quedó excelente. Pero si sientes que no quedó dulce lo suficiente, cúbrelo con salsa de caramelo o chocolate.
—Buena idea —La rubia se iba a voltear al horno de nuevo, hasta fijarse en el muchacho de cabellos castaños que estaba de pie a su lado.
—Lilian, te presento a mi hijo...
—André —Él contestó con una mueca alegre y simple.
La ama de llaves, estupefacta por su aparición, dejó el molde con el budín sobre la encimera con apuro.
—Dios mío... —Sacudió la cabeza y se quitó el guante de cocina de la mano—. Jean me había mencionado que ustedes dos se habían reencontrado, pero ahora que los veo juntos... ¡estoy sin palabras!
—André, como te lo conté el otro día, Lilian me ayudó bastante a cuidarte cuando aún eras un bebé, y tu tío aún no había sido encerrado. Ella fue mi ángel guardián.
—No es para tanto...
—No, sí lo es —Elise insistió en halagar a la rubia—. Sin ella a mi lado, yo hubiera estado perdida en las primeras semanas después de tu nacimiento. Con Jean lejos, en Carcosa, y Claude accidentado... Hubiera estado sola en Levon. No tenía a mi madre, ni a mi abuela para que me apoyaran, y ya no hablaba con mis tías, por culpa de Aurelio. No tenía a nadie más. Lily... Tú fuiste mi salvación —Ella entonces caminó hacia la otra mujer, para ponerle una mano sobre el hombro y empujarla suavemente en la dirección del escritor—. Y no le tengas miedo a André. No muerde.
—Lo sé, pero es que... —La ama de llaves respiró hondo, conmovida—. Como dijiste, lo conozco desde hace tantos años, pero también no lo he visto en décadas y... ¡ahora es todo un hombre!...
—¿Quiere un abrazo? —El muchacho se ofreció, al percibir sus nervios.
La rubia miró a Elise, asombrada por el carisma y compasión que él demostraba, pese a no reconocerla como nada más que una extraña. Y al recibir un cabeceo leve como respuesta de la vieja empresaria, alentándola a aceptar la oferta, Lilian lo hizo, con gusto.
Abrazó al joven por unos segundos, encantada por su reunión. Aún le costaba creer que el diminuto bebé que había sostenido entre sus brazos años atrás ahora se había vuelto un caballero de semejante porte, elegancia y educación.
—Gracias —André murmuró, sin perder su calidez—. Por todo lo que hizo. No tan solo por mí y por mi madre, sino también por mi tío —Él se vio de pronto entristecido, al separarse de la rubia y continuar hablando—. Porque, por lo poco que oí, usted fue una de las poquísimas personas que se mantuvieron a su lado cuando lo acusaron injustamente de ser un homicida, y que le hizo frente a mi padre, el mismísimo ministro de justicia, ante sus acusaciones indebidas... No me imagino el valor que eso debe haber demandado. Y yo la aplaudo por eso.
—Lo haría todo de nuevo —Lilian afirmó, sin dudar por un segundo—. Lo que le pasó a Jean fue terrible —Bajó la mirada por un instante, recordando la visita que le hizo a su mejor amigo en la prisión de Saint-Maurice, décadas atrás—. Él sufrió mucho, y no mereció nada de lo que le pasó, en lo absoluto.
—Lo sé. Pero encontraré una manera de hacer justicia en su nombre, aunque sea demasiado tarde para reparar todo el daño que mi padre le ha infligido —André prometió—. No sé todavía cómo... Pero no dejaré que su historia permanezca para siempre en las sombras, sin ser contada.
—¿Lo juras? Porque eso ayudaría mucho a tu tío a sanar —Lilian comentó.
—Haré lo que puedo —él respondió—. Aunque tengo una duda.
—¿Sí?
—No tiene que contestarme si no quiere, pero... mi tío dijo que usted no hizo preguntas sobre mí durante su juicio. ¿Por qué ese fue el caso? ¿Por qué no le contó la verdad a todo el público respecto a mi existencia? ¿Por qué usted y el señor Gustavo se quedaron callados?
—¿Con toda sinceridad? —Lilian respiró hondo y su expresión adquirió un toque de culpa—. Jean ya estaba siendo acusado injustamente de matar a Elise. Nosotros temíamos que, si decíamos la verdad sobre ti, lo acusarían de otro asesinato, o de algún tipo de desaparición forzosa. Eso no tan solo le aumentaría la condena. La podría hacer perpetua.
—No sería muy descabellado que ese sí fuera el caso —André concedió.
—Pero nosotros sí te intentamos buscar, por todos lados. Yo y Gustavo recorrimos toda Carcosa intentando encontrarte, pero nos dimos cuenta de que sería imposible hacerlo. Si Aurelio estaba involucrado en la muerte de Elise, como nosotros ya lo sospechábamos, lo más probable era que él te había secuestrado. Volver a verte se volvió una misión imposible de realizar.
—¿Y por qué no le escribieron a mi tío en prisión?
—¡Sí lo hicimos! ¡Repetidas veces!... Pero según él, las cartas nunca llegaron.
—Aurelio también debe haber tenido algo que ver con eso, asumo.
—Así es —Elise concordó con su hijo—. Él, en sus años como director de la prisión, prohibió que la correspondencia de los reos se les fuera entregada. Quería privarlos de todas sus alegrías, incluso la más básica de todas: la comunicación con sus familias.
—Ese malnacido... —Lilian casi gruñó como un perro rabioso al pensar en el fallecido policía—. Ojalá esté ardiendo en el fondo del infierno ahora mismo.
Pese a no compartir la intensidad del odio y del pesar de las dos mujeres a su frente, por aún no contar con todas las piezas que conformaban la historia completa de la vida de su tío, André si compartía su indignación y su melancolía respecto a su situación, y esto era evidente.
Elise, al percibir su desanimo, decidió intervenir en su favor:
—Lily... —Señaló al molde.
—¡Ah, sí! El budín —La rubia entendió su indirecta antes mismo de que ella se la dijera—. Me encargaré de ello... con permiso.
—Gracias por contestar la pregunta —André le comentó de todas formas.
La rubia, sorprendida por su voz apocada, genuinamente apenada, asintió una vez y le sonrió.
—Gracias a ti por preguntar.
Elise se acercó a su hijo y lo tomó del brazo con suavidad.
—Ven conmigo —le dijo, y enseguida lo llevó a un área más apartada de la amplia cocina. Una vez allí, le dio unos segundos para respirar hondo y procesar lo que había oído. Luego, indagó:— ¿Estás bien?
—Sí... Creo. Solo estoy poco decepcionado con mi padre, y entristecido por mi tío. Eso es todo. Pero... no quise venir aquí a conversar sobre ese asunto. Al menos esa no fue mi meta principal; mis dudas solo surgieron así que avisté a la señora Lilian.
—Ah, ¿no?
—No —Él respiró hondo, reemplazando su desencanto que sentía por el ministro con el cariño que sentía por su madre—. Le pedí que charláramos a solas porque yo necesito de su ayuda.
—¿Mi ayuda?
—Sí... —Metió una mano en el bolsillo interior de su traje—. Hace un tiempo le hubiera pedido consejos a mi padre sobre esto, pero después de todo lo que he descubierto sobre él, no creo que sea la persona más adecuada para ello —Sacó a la luz una pequeña caja de terciopelo azul—. Quiero proponerme a Victorie. Pero no sé cómo hacerlo, o si siquiera es el tiempo adecuado para hacerlo. Y me estoy estresando. Pensaba que usted podría darme alguna sugerencia, o unas palabras sabias, que me ayuden a decidirme sobre qué debo hacer.
Elise no se había esperado una sorpresa tan grande como aquella. Mil escenarios habían pasado por su mente respecto al contenido de su charla secreta, pero reconocía que ese tema en específico no era uno de ellos.
Boquiabierta, vio a su hijo abrir la caja y enseñarle el precioso anillo que le había comprado a la muchacha.
—¿Es un diamante?
—Lo es. Sé que es una elección repugnante, ahora que usted y mi tío me comentaron de dónde los extraen... —mencionó a las minas de la prisión de Isla Negra, mientras removía la sortija de su almohadilla y se la entregaba a su madre—. Pero hice la compra antes de enterarme sobre su origen.
—No creo que sea repugnante. Es un anillo precioso...
—Puede serlo, pero... hm. No lo sé —Él frunció el ceño—. He estado pensando en hacer con que le cambien la piedra por algo más simple.
—No —Elise lo detuvo—. No lo hagas, no valdrá la pena.
—¿Eso cree?
—Sí. Y André, escúchame... entiendo por qué quieres hacerlo, pero devolver el diamante solo te hará perder dinero. Ya ha sido removido de la mina; el trabajo ya fue hecho. No hay nada por cambiar ahí.
—Sí, pero todas las veces que lo miro me acuerdo de mi tío —él confesó y tragó un poco de saliva, haciendo una mueca agria mientras la misma descendía por su garganta—. Y claro, lo que le hizo mi padre, al enviarlo al sur sin tener pruebas contundentes en su contra.
—Tú no tienes culpa de nada de lo que pasó entre nosotros.
—Sé que no. Al menos yo solo, no. Pero... todos sí tenemos la culpa. Toda la sociedad, sí tenemos la culpa. Al comprar esto... —Él señaló a la sortija—. Estamos apoyando lo que esencialmente es trabajo esclavo. Estamos apoyando a un sistema judicial lleno de injusticias y contradicciones. Estamos perpetuando una red de producción que existe a base de abusos, tortura, sudor y sangre...
—Pero si lo devuelves, alguien más lo comprará —Elise razonó y le devolvió el anillo—. Otra vez, entiendo por qué lo quieres hacer. Pero lamentablemente el problema no está solo en el consumidor, sino en las autoridades que dejan a este producto circular. Ellos son la razón que esto se siga vendiendo y extrayendo de la manera en que lo hace. Culpar al cliente por la avaricia y crueldad del vendedor es...
—Ridículo —André concordó—. Lo sé.
—Si quieres deshacerte de este anillo por el bien de tu corazón, hazlo. Nadie te juzgará por ello. Pero no lo devuelvas por pensar que eres el único, ni el mayor responsable del dolor que este pequeño diamante carga consigo. Ese tema se extiende mucho más allá de ti.
—Creo que ya no estamos hablando apenas de la sortija —El escritor observó, guardando la joya y la caja de nuevo en su bolsillo.
—¿Quieres conversar al respecto? —Elise se apoyó en la encimera.
Esperó un "no" claro y conciso. Esperó que su hijo cambiara de asunto. Pero él no lo hizo:
—No sé... cómo sentirme respecto a mi padre, o con respecto a las decisiones que tomó. No tan solo como hombre de familia, sino como político —Sacudió la cabeza—. Siempre lo vi como un sujeto justo, honorable; alguien que se importaba por el sufrimiento ajeno y que intentaba hacer de todo para suavizarlo, para cesarlo, pero ahora... ahora ya no sé qué pensar.
Elise respiró hondo y le contestó, en un volumen bajo y compasivo:
—Tu padre cometió errores gravísimos, eso es cierto. Pero no comparte la misma crueldad de los guardias del sur, te lo garantizo.
—Ya, pero él los empleó. Él y su gabinete... que ya no existe —André pestañeó, conectando sus ojos con los de ella—. A lo que me refiero es que él puede no ser el verdugo, pero pagó por la ejecución de miles de personas, de todas formas... y no sé cómo sentirme respecto a eso.
—¿Lo amas?
—Claro que lo hago, es mi padre —respondió con leve exasperación—. Pero amarlo no me vuelve ignorante ante sus crímenes. Y el amor no me hará recuperar mi confianza enél, por arte de magia.
—Lo sé —Elise soltó un suspiro mezclado con una risa sin humor—. Créeme, lo sé. Me siento igual con respecto a él. Y francamente, con respecto a mí misma y a Jean también.
—¿A qué se refiere usted?
La postura de la dama se desinfló.
—Fui una Asesina, André. Mis manos no están limpias. Tengo un pasado tenebroso detrás de mí.
—Ya, pero usted hizo lo que hizo para sobrevivir...
—No todo, no —Lo detuvo—. Hubo cosas que hice por placer. Me duele admitirlo al frente tuyo, pero es cierto. En esos años yo sentía tanta rabia, tanto odio hacia el mundo, que sobrevivir dejó de ser mi meta. Vengarme, en la otra mano...—Divagó—. Tu padre no es un santo, tu tío mucho menos... pero yo no soy nadie para juzgarlos. Todos en esta historia cometimos errores gravísimos. Todos hicimos cosas de las que nos arrepentimos con el alma. Pero creo que lo importante ahora es que dejemos ese pasado atrás e intentemos ser mejor en el futuro. No hay otra opción, si es que queremos que exista uno. Hay que seguir mirando adelante y seguir caminando, sin voltearse a observar tragedias que ya ocurrieron.
—La entiendo... Pero el problema surge cuando la persona no quiere cambiar. Cuando no quiere ser mejor —André volvió a alzar la voz—. Si ustedes no hubieran aparecido, ¿usted cree que mi padre me hubiera contado la verdad sobre todo? ¿Que me habría confesado todo el dolor que les causó? ¿O lo que le hizo a mi tío? ¿A tantos otros hombres como él?
—No lo sé —Elise fue sincera—. A lo mejor sí... A lo mejor no. Es inútil querer descubrirlo ahora —Ella se le acercó—. Pero insisto, André. Dejemos el pasado atrás. Lo mejor que puedes hacer es observar cómo él se comporta de aquí en adelante. Al menos, es lo que yo estoy intentando hacer... Pensar en el mañana. Darle un nuevo voto de confianza. A él, a Jean, y a mí misma también.
El muchacho sacudió la cabeza nuevamente.
—Lo único que quiero saber... que necesito saber... Es si usted piensa que él es un hombre malo.
—No —ella contestó, al instante—. Claude no es malo. Hizo cosas malas. Hay una diferencia.
—¿Cree usted que puede cambiar?
—Parte de mí dice que ya lo hizo —Elise sonrió, entristecida—. De lo contrario, no estaría aquí, en la casa de su mayor enemigo, cenando con él bajo su mismo techo.
—Está aquí porque se quiere salvar la vida.
—Está aquí porque no quiere que tú lo veas muerto —La dama lo corrigió—. El Claude de veinte años atrás hubiera huido de esta cena. Pero el de ahora hizo frente a sus miedos, y vino aquí...
—Porque yo se lo pedí.
—He ahí el cambio: él te escuchó —Elise se lo señaló—. Te hizo caso... Se tragó su orgullo para protegerte. Un hombre malo no haría eso. Mi padre, por ejemplo, no haría eso.
André, ante su retórica, relajó su postura.
—Supongo que usted tiene razón.
—Hijo... —La dama, al decir la palabra con ternura, inclinó su cabeza y retomó su voz suave, amorosa—. Si realmente quieres saber cómo te sientes respecto a tu padre, hazte la siguiente pregunta: ¿Cómo reaccionaste cuándo supiste que su vida estaba en peligro?
El muchacho bajó la mirada, contemplando la respuesta.
—Crucé la ciudad para asegurarme de que estaba bien —Tragó en seco—. Me dejó devastado, la posibilidad de que hubiera... fallecido.
—Y ahí está tu respuesta. Lo amas. Y como ya te lo dije, eso es lo único que importa —Puso una mano sobre su brazo—. E, independiente de todo lo que haya hecho, Claude también lo hace. Tu padre no es un villano, y no es un héroe. Pero es tu padre. No por obligación, sino porque te ama. Entonces acepta ese hecho por lo que es, e intenta perdonarlo. O al menos... entenderlo, si es que no puedes hacer lo último.
—De acuerdo —André se levantó los lentes y limpió sus mejillas—. Perdón... No debería estar llorando, pero ha sido un largo día, y sus palabras...
—No te disculpes —Elise le dio un apretón a su bíceps, antes de soltarlo—. Volvamos al tema anterior... —Ella enmascaró sus propias emociones con una sonrisa complaciente—. Tú y mademoiselle Victorie, ¿Cómo se conocieron? Háblame más.
—En el Colonial... Después que el cuerpo de Aurelio fuera hallado.
—¿Estabas ahí?
—Sí.
—¿Lo reconociste?
—Su rostro me resultó familiar pero no logré determinar por qué; no recordaba quién era.
—No te enojes conmigo al oírme decir esto, pero te juro que parte de mí está aliviada de que no lo recuerdes.
—No tengo como enojarme —André la tranquilizó—. Sabiendo lo que él te hizo prefiero no acordarme de nada.
Elise pasó un minuto en silencio, antes de reír.
—Al menos Aurelio hizo una cosa de bueno.
—¿Morir?
—Unirte con mademoiselle Lavoie.
—Bueno, sí... —El escritor se rio de vuelta, sonrojado.
Si la dama tenía alguna duda sobre el compromiso de su hijo con Victorie, encontró la respuesta para la misma en aquel preciso instante; André amaba a la muchacha con todo su corazón.
—Estoy tan feliz de estar aquí para poder ver esto —Elise murmuró, casi sin pensarlo.
—¿Qué?
—Pues, ver tu compromiso, tu boda.
—Ah...
—Por muchos años pensé que no te volvería ver en lo absoluto.
—Y yo que jamás la conocería —él respondió, antes de hacer lo inesperado: respirar hondo, moverse adelante, y rodearla con sus brazos—. Pero me hace demasiado feliz de ambos nos hayamos equivocado de parecer.
Elise lo abrazó con el doble de fuerza y enterró su rostro en su hombro, conmovida por lo que oía, y asombrada por el afecto gratuito que recibía de su parte.
Había soñado con aquél momento tantas veces, a lo largo de tantos años de cruel separación, que no podía creer que al fin había llegado. Luego de décadas interminables, tenía a su querido hijo de vuelta entre sus brazos.
Apenas reprimiendo su llanto, ella agradeció a cualquier fuerza superior que la estuviera cuidando por el increíble milagro que vivía —porque estar envuelta por un amor tan puro, y ser reconfortada por un perdón tan sublime, después de sentir una desesperanza tan avasalladora, sin duda era un acto divino—.
—Estoy orgullosa de ti —le dijo al muchacho, quien aún no lograba soltarla—. Y te deseo todo lo mejor junto a Victorie.
—Gracias —él susurró, con afecto.
Permanecieron así, unidos, por unos buenos y lagos minutos. Luego, siguieron conversando, sobre los miedos de André respecto al futuro, cómo debía pedirle la mano a Victorie, y sobre su amor por la joven.
Mientras lo hacían Lilian los observó de reojo, contenta por su felicidad, pero celosa de su reencuentro.
Solo Dios sabía cómo quería estar en el lugar de Elise en aquel instante, frente a frente con su hijo, viéndolo respirar, hablar, reír, o simplemente ser.
Solo el Padre sabía lo tanto que anhelaba besar su cabellera dorada, mirarlo a los ojos, explicarle todo lo que había ocurrido para que tuviera que dejarlo atrás, y enseguida prometerle de rodillas que jamás lo volvería a abandonar.
Melancólica, suspiró y volvió a concentrar su atención en el budín que preparaba. Por más que aquella posibilidad le fuera de sumo agrado, debía ser realista; revelarse a Thiago a aquellas alturas de la vida podría ser un equívoco. Él ya tenía su propia familia, sus propios amigos, no podía entrometerse en sus asuntos como si años no hubieran pasado desde la última vez en que se vieron. Para él, ella sería una extraña. Y podría tener una reacción contraria a la de André.
Podría detestarla.
—Lilian —La despertó de sus pensamientos Elise, caminando a su dirección.
Solo entonces la rubia percibió que el muchacho que la acompañaba había regresado al comedor, dejándolas a solas en la cocina.
Y sin que hubiera vocalizado una sola queja, Elise reconoció su tribulación, y se le acercó para abrazarla.
—Sé lo que se siente —continuó hablando, con comprensiva amabilidad—. Y sé que tienes miedo de volver a verlo. Pero vale la pena, hacerle frente a ese temor.
—¿De dónde sacaste fuerzas?
La vieja empresaria se apartó para mirarla.
—De lo único que me restaba: mi amor de madre.
—No sé si Thiago me perdonará...
—Lo hará. Si André logró perdonarme, hay esperanza para ustedes dos.
—Ojalá estés en lo cierto —Lilian se secó las lágrimas.
—No lo sabrás si no lo intentas —Elise recogió el plato con el budín—. Voy a llevar esto a la mesa... ¿Te unes a la cena?
—No, no. Prefiero quedarme aquí —La rubia despabiló, quitándose su delantal—. No creo que pueda controlar mis ganas de pegarle a Claude si es que lo miro.
—No te culpo, no sé cómo estoy aguantando las mías —la otra mujer bromeó a cambio, retrocediendo algunos pasos—. ¿Estarás bien a solas? ¿O quieres que vuelva a hacerte un poco de compañía?
—Estaré bien... Tú ve. Tu familia te espera.
—Lilian, somos tu familia también. No te olvides de eso, ¿ya?
Elise solo se fue al verla asentir, dejando a la rubia atrás a contemplar el real valor de su existencia en la vida de su hijo. Y con su partida al comedor, la conversación llegó a su fin.
Cuando la empresaria volvió a la mesa, esperando encontrar al comandante y su ex esposo callados, se sorprendió al hallarlos conversando, algo exaltados, sobre política.
—... Aunque hubo excepciones —interfirió con un tono molesto Claude, bebiendo un poco de vino.
—Sí, estoy de acuerdo. Pero a lo que me refiero es que, en la gran mayoría de los casos, los cargos más importantes del gobierno no son ocupados por gente trabajadora, sino por los hijos mimados de terratenientes, de magnates, militares, y de otros políticos incluso. Me refiero que aquellos que intentan alcanzar la cima desde la base jamás lo logran —Jean defendió su punto—. La meritocracia es una falacia, si consideras el contexto que la encuadra. No vivimos en una sociedad justa, donde no existe el privilegio, o la clase social.
—Sorprendentemente, en eso concordamos —Claude concedió, antes de bajar sus cubiertos—. Pero, cambiando de asunto por un instante, me gustaría saber...
—¿Sí?
—¿Qué les pasará a los otros ministros?
El Ladrón se partió un pedazo de pavo.
—No lo sé —Decidió mentir, para no desesperar a su hermano—. Eso lo decidirá la Hermandad, no yo.
Elise cruzó los brazos, sintiéndose culpable por no poder contradecirlo. Intercambió una mirada apesadumbrada con su novio, entendiendo que ocultarle la verdad a Claude era la única manera de protegerlo de ella.
—Ahem —André decidió finalizar el incómodo silencio al aclarar la garganta—. El budín llegó —Apuntó al postre que su madre sujetaba.
—¿Es de chocolate? —La entonación de Jean fue de hombre adulto a niño entusiasmado, en una fracción de segundo.
Su novia se rio.
—Sí... —Dejó el plato sobre la mesa—. Lo es.
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Cuando todos se fueron a dormir en sus respectivas habitaciones, André estiró su cabeza por la puerta de la suya, revisando si el pasillo estaba vacío. Con el piyama prestado por su tío cubierto por una bata, cruzó el suelo lentamente, caminando de puntillas, queriendo mantener la serenidad profunda de la mansión inalterada. La caja azulada que le había mostrado a su madre en la cocina aún pesaba en su bolsillo. El tamaño de la pregunta que en breve formularía ocupaba todo el espacio de su mente.
Se detuvo frente a la habitación de Victorie y respiró hondo. Estiró la espalda, enderezó su postura y ajustó las solapas de su bata, queriendo verse lo más digno y elegante posible, pese a su actual presentación. Luego, levantó su puño y lo llevó hacia la puerta.
Pero no alcanzó a golpear. En un segundo, esta se abrió, golpeando su rostro con una fría ráfaga de aire.
—¡André! —Victorie exclamó su nombre al verlo y dio un salto hacia atrás, asustada por su repentina aparición—. Dios, casi me matas...
—Perdón por venir a molestar a estas horas de la noche... —Él también retrocedió unos centímetros, queriendo darle espacio para respirar— Pero me preguntaba si podríamos... si tú... usted...
—No te disculpes.
—¿Huh?
—Yo iba a buscarte ahora mismo... —ella reveló—. Quiero conversar contigo.
—Ah... que bien. Yo igual. – él se rio.
—Pasa.
André, sonrojado por la propuesta, hizo unos gestos a la habitación y luchó contra su propia boca, que moduló algunas letras sin poder decir nada coherente por algunos segundos. Cuando finalmente logró hablar, se rascó la cabeza e hizo una mueca que reflejaba sus nervios:
—¿Segura?
—Sí... —Ella asintió—. Ven. Hazlo antes de que alguien te vea.
Él tragó en seco y al verla apartarse de la puerta atravesó el umbral, ojeando la habitación a la que entraba con una mezcla de curiosidad y timidez. El lugar poseía la misma paleta de colores que la suya y era tan lujosa cuanto —pese a ser más pequeña en comparación—. Algo que le llamó la atención fue ver que la cama ya estaba desecha, y la llama de las velas ya estaban apagadas. Él asumió entonces que la muchacha había intentado irse a dormir, sin muchos resultados, y por eso se había levantado de nuevo, a ir a buscarlo.
—¿Sobre qué querías hablar? —el escritor le preguntó a la joven, sentándose en una esquina del colchón.
—Sobre mi familia —Victorie permaneció de pie, y caminó de un punto de la habitación a otro, antes de detenerse a su frente, con una actitud inquieta y una mirada penetrante—. Ya me has contado todo lo que sabes sobre la tuya... y creo que solo es justo que yo haga lo mismo respecto a la mía —Ella cruzó los brazos—. Solo... prométeme que no te enojarás.
—No lo haré —André apretujó la caja que sostenía en su bolsillo—. Pero, ¿por qué me haces prometer algo así?...
—Porque mi apellido no es Lavoie —Ella escupió su confesión antes de que su mente lógica y cautelosa la pudiera detener—. Es Camellieri.
Luego de que estas palabas resonaran por el quieto y oscuro aire entre ambos, su conversación fue cortada por una breve y tensa pausa. El escritor sacudió la cabeza lentamente, arrugó su rostro y dejó que sus labios se partieran, otra vez buscando por algo que decir, sin jamás hallarlo.
Victorie, temiendo que su reacción escalara a algo peor que pasmo en breve, llevó su mano a la boca y comenzó a mordisquear la piel en la punta de sus dedos, mientras aguardaba a que él lograra comprender la verdad compartida.
Sabía que a André no le gustaba los conflictos. Sabía que él intentaría mantenerse calmo. Racionalmente, lo tenía claro. Pero siendo hija de quien era hija, ella estaba acostumbrada al dramatismo, a los gritos, acusaciones y a la violencia.
Antonio podría no haber sido un padre presente, pero el poco tiempo en el que sí convivieron había sido suficiente para dejar sus daños en su corazón y mente.
Ella quería confiar en la bondad y compasión del muchacho, pero a la vez, no podía evitar el temor a ser reprochada por él, de maneras mucho más viles y crueles de lo que cualquier persona sana podría imaginarse.
—¿Qué? —André al fin logró dirigirse a la joven de nuevo—. Espera, por acaso... ¿Trabajas para mi tío?
Victorie bajó sus manos. Su dedo índice ya estaba sangrando.
—Lo hago.
—¡¿Para espiarme?!
—No —ella dijo de inmediato, aunque por dentro intentando reprimir su desespero—. No a ti.
—A mi padre —El escritor conectó las piezas del rompecabezas—. Fuiste tú... ¡Tú facilitaste el ingreso del cuerpo de Aurelio al Colonial! ¡Tú y tus funcionarios! ¡Por eso tu ausencia en la hora en la que el crimen fue cometido! ¡Por eso tu rápida aparición por allá!... ¡No fue una coincidencia! ¡Tú sabías lo que sucedería de antemano!
—André, no tuve otra opción. Mi hermano, Eric, es consejero de Jean. Es su brazo derecho. Mi padre es uno de sus más grandes enemigos. Es el Antonio Camellieri. Estoy atada a ese hombre, aunque no lo quiera.
—Espera, alguna vez... —El muchacho se levantó—. ¿Te ha hecho mi tío algún daño?
—A mí, jamás. Pero a las personas que conozco... —Victorie cerró los ojos por un instante e hizo una mueca de desagrado—. Prefiero no hablar sobre ello. Ya he visto cosas pavorosas suceder al frente mío.
—Lo siento —Él se secó una lágrima que descendía por su mejilla, nacida más de su estrés que de su tristeza.
—¿No estás enojado? —la joven preguntó, alzando sus cejas.
—No —Fue sincero—. Sorprendido, sí... Bastante. Pero no enojado.
—Te juro que no te hubiera mentido si supiera lo rápido que me enamoraría de ti —Victorie le dijo con toda su sinceridad, relajando al fin su postura.
Percibiendo la vulnerabilidad y cariño presentes en su tono de voz, André le hizo una seña con la mano, pidiéndole que ambos se sentaran. Con la consciencia mil veces más liviana, ella le siguió la corriente, acomodándose a su lado en la cama.
—Yo también te he estado ocultando algo —él comentó, y antes de que ella pudiera hacerle más preguntas al respecto, sacó de su bolsillo la caja azul que había estado sosteniendo.
Victorie, curiosa como una niña y encaprichada como una adolescente, la abrió. Y al ver el anillo, su rostro se iluminó con una sonrisa emocionada. Sus ojos oscuros comenzaron a brillar, luego de haber pasado los últimos diez minutos apagados, cubiertos por la sombra de su angustia y su remordimiento. Se veían jubilosos, vivos, contentos. Y a André le fascinó ver aquel cambio de expresión, con amplios detalles y de cerca.
—¿Me estás preguntando lo que creo que estás preguntando? —ella indagó, con una risa corta.
—Soy tuyo, si tú aceptas ser mía —él confirmó su sospecha, llevando su mirada a su ovalada y rosada boca.
Ella, tomada por un entusiasmo de la naturaleza más pura, lo jaló hacia sí, besándolo con todo el amor que le podía ofrecer y todo el egoísmo esperado de un alma enamorada.
—Acepto —Le estiró la mano derecha.
Él se rio, retiró la alianza de la cajita, y la deslizó por el alargado dedo de la joven.
—Ahora ya no habrá más confusión sobre tu apellido —bromeó, volviendo a juntar sus rostros, y por consecuencia, sus almas—. Victorie Chassier.
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"Velouté": Salsa clara formada por un caldo ligado con un Roux (mezcla de harina y grasa)
"Street": "Calle" en inglés.
"Mister": "Señor" en inglés.¿
"Maman": "Madre" en francés.
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