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Acto I: Capítulo 6

Una vez se había certificado de que la Hermandad había tomado el poder, Thiago se deslizó puerta afuera y abandonó el salón de conferencias, deambulando por el sinfín de pasillos y escaleras que atravesaban Las Oficinas hasta llegar al edificio del Buró, donde subió las escaleras y entró a la sección de investigaciones. 

Allí, el trabajo de los funcionarios seguía como de costumbre: estresante, apurado, y muy riguroso. Ninguno de los oficinistas tenía la mínima idea de lo que ocurría abajo aún. Estaban todos demasiado atareados como para percibir el alba del apocalipsis.

—Disculpe, ¿en dónde puedo encontrar a monsieur Pettra? —el rubio le preguntó a un escribano, sobresaltándolo con su repentina aparición. 

—Ehm... En la habitación del fondo —El desconocido apuntó hacia el despacho—. La puerta siempre está abierta. Solo golpee y el jefe lo dejará entrar.

—Gracias —respondió y comenzó a trotar a la dirección señalada, con prisa.

Al llegar al despacho, vio a Marcus sentado tras su escritorio, usando un monóculo de lectura antiguo para examinar el reporte que sujetaba. Una de sus manos jugaba con el blanquecino bigote de su rostro, la otra alejaba y apartaba el papel conforme las letras disminuían o aumentaban de tamaño. Cuando percibió la presencia de Thiago, removió el lente del ojo y bajó la hoja que sostenía.

—¿Se le perdió algo, oficial?

El rubio frunció el ceño. Pese a conocer la edad del veterano, se sorprendió por su viejez de igual forma. Más parecía su abuelo que su padre.

—No... —despabiló—. Vengo a buscarlo, monsieur. Hay una emergencia abajo.

—Estoy un poco ocupado ahora, le aseguro que cualquier problema que tenga podrá esperar.

Monsieur Pettra, para su propia seguridad, es mejor que usted me siga —insistió—. Hubo un atentado en el salón de conferencias y tomaron rehenes. Necesito sacarlo a usted del edificio ahora.

El policía lo ojeó, desconfiado. Se levantó de su asiento con calma, trasladó hacia la puerta, y le hizo frente.

—Usted no es parte de la guardia gris.

—¿Qué le hace pensar eso?

—Si de verdad fuera un gendarme, no estaría en mi despacho. Sino abajo, trabajando —Alzó una ceja—. ¿Quién lo mandó aquí? ¿Jean-Luc?

—No puedo responder —Thiago dijo, con un tono duro y directo—. Ahora venga conmigo. No haga más preguntas si quiere vivir.

Marcus, pareciendo estar más curioso que asustado, siguió sus talones sin reclamar. 


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Mientras ambos se movían, la votación ministerial finalizaba en el salón de conferencias. De los ocho ministros sobrevivientes, apenas Claude y Theodore aprobaron la candidatura de Walbridge.

—Debo reconocer que esperaba más votos —El comandante, sorprendido por la valentía de los representantes, dijo al terminar de leer la hoja donde habían anotado sus preferencias—. Mirándolo por el lado positivo, al menos comprobaron que aún les resta un poco de lealtad hacia sus cargos.

—Jean... —Victor, quién estaba al lado de la puerta, le habló—. Ella ya está afuera.

—¡Ah! ¡Excelente!... Hazla entrar.

Vestida con ropas tradicionales masculinas, equipada con dos revólveres, dos navajas, y una bandolera con cartuchera incluida, Elise se materializó en la habitación, cargando en su mano derecha un maletín de cuero.

Cómo había entrado a Las Oficinas cargando todo eso, sin llamar la atención de nadie, era una muy buena pregunta —que nadie tenía cómo contestar—. Jean le había dado la orden de aparecerse por ahí alrededor de las nueve de la mañana, y eso ella hizo. Sus medios eran misteriosos, pero el resultado era el deseado: había llegado.

—¿Reconocen a esta mujer, messieurs? —el comandante alzó su voz, irritado.

—No es posible.

—Estaba muerta.

—Debe ser otra persona.

—Es Elise Lorraine Sartor Chassier. La antigua esposa de Claude... —el ladrón interrumpió los murmullos asombrados, señalando a su hermano—. Y la mujer a quienes ustedes me acusaron de matar a veintitrés años atrás. No sé si la locura ya me dominó o no, pero yo la veo bastante viva y sana... ¿Qué dicen, messieurs? ¿Viva o muerta?

Si la energía en el ambiente ya era pesada antes, cuando la dama apareció la tormenta se desató. Los mandatarios se volvieron desesperados.

Y entre plegarias vacías, pedidos de disculpas tardíos, y expresiones de agobio absoluto, ella cruzó la habitación hasta llegar a la punta de la mesa, donde su novio estaba, portando una expresión apática. Se sentía asqueada por todos los individuos que la rodeaban.

—Ustedes me enterraron viva, pero volví —Se detuvo al lado de Jean—. Y quiero rectificar la historia que contaron al público de las Islas.

—¿Cómo? —uno de los presentes preguntó en una voz baja, horrorizada—. ¿Cómo sigue usted viva?

—Él no fue mi asesino —Elise gesticuló al comandante—. Mi muerte fue una farsa, orquestada por mi padre, para destruir tanto su vida como la de Claude —Miró a su ex esposo—. Aurelio Carrezio fue el culpable de todo... Él y ustedes. Porque aceptaron sus mentiras sin cuestionarlas. Porque encerraron a un hombre inocente en una prisión sucia, despreciable, e inhumana, sin contemplar por un solo segundo si hacían lo correcto o no.

—Y es por eso, y por muchas cosas más, tendrán que confrontar sus crímenes hoy. Por eso, perderán todo el poder que tienen. Porque no poseen la responsabilidad ni la madurez para tenerlo. Son corruptos, son estúpidos, y son crueles. Mi historia no es la única... Pero a partir de ahora, haré todo lo posible para que sea la última —Jean anunció, comprensiblemente furioso—. Ministro Chassier, Ministro Powell, retírense junto a sus secretarios. Eric los llevará afuera.

El dúo, paralizado por su temor, tuvo que ser amenazado por la punta de una pistola para levantarse junto a sus asistentes. Con rodillas temblorosas, pasos inciertos, y una mirada desorientada, los hombres se dejaron ser arrastrados al pasillo. Ahí, el ruido de archiveros siendo abiertos y cerrados, de pasos cruzado el suelo de madera, y del repiqueteo máquinas de escribir en la lejanía seguía siendo el mismo de siempre. Lo que significaba que ningún oficinista se había dado cuenta del desastre que se avecinaba... todavía.

Pero pronto, lo harían. Y adentro del salón, las tensiones solo aumentaban:

—Lo primero que todos ustedes harán, en esta sesión extraordinaria, es que firmar estos documentos... —Jean abrió el maletín que Elise le había traído, retirando una pequeña pila de hojas de adentro—. Que declaran como una urgencia la realización de un plebiscito nacional. Es necesario saber qué desea el pueblo: continuar con nuestra impráctica república ministerial o dividir los poderes en tres, e instaurar una república presidencialista...

—¿Y qué lo lleva a pensar que lo firmaremos? —el ministro de salud lo interrumpió.

—Mire adelante suyo —El ladrón señaló al cuerpo de su colega asesinado—. ¿Quiere unírsele en su quietud? —A su alrededor, el silencio habló por sí solo—. Eso era lo que pensaba —Le entregó los papeles al mandatario más cercano—.  Ahora... firmen.


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La identidad falsa de Thiago se volvió aparente cuando él y Marcus dejaron atrás Buró y el complejo general de ministerios.

La mentira que le había contado al oficial para llevarlo afuera, también.

Al pisar en el aparcamiento, el joven sacó su arma del cinturón, forzó al policía a que encendiera y se subiera a su propio automóvil, y le ordenó que los llevara a su casa, en la rue Saint-Michel.

—Pero Jean...

—Él no te quiere proteger. Francamente, te quiere bien muerto —el joven reveló, sin demostrarle una pizca de piedad—. Pero tuviste suerte, porque yo estoy aquí. Y tú vendrás conmigo.

—¿Me estás secuestrando?

—Precisamente. Así que intenta hacer algo que no debes, y te meteré una bala en los sesos —el rubio alertó, mientras se subían al vehículo.

—¿Y por qué haces esto?... —Marcus logró mantenerse calmo, aunque por su expresión era fácil deducir que se sentía angustiado—. ¿Qué quieres conmigo?

—Simple. Tengo preguntas sobre mi pasado y tú tienes las respuestas.

Las ruedas comenzaron a moverse. El automóvil comenzó a desplazarse. Aun manejando, el viejo logró robarle algunas miradas al muchacho a su lado, cuyos rasgos faciales le resultaban extrañamente familiares.

—¿Cuál es tu nombre otra vez? Creo que no me lo dijiste.

El ladrón se rio, pese a su amargura y su rencor. Pero no bajó su arma, ni reconsideró su decisión de raptar al oficial:

—Thiago —Lo vio perder todo el color del rostro al oír su respuesta—. Pettra.


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En menos de media hora, la declaración del plebiscito nacional y la declaración del sufragio universal —que incluía la participación de mujeres y personas de color en las votaciones— habían sido aprobadas.

Además, dos leyes se habían sumado a la constitución actual: la que prohibía el trabajo infantil y la que aseguraba la protección de territorio indígena. Una más había sido modificada, la Ley de Delitos Sexuales; todos los artículos referentes a la sodomía habían sido borrados y la venta de sexo fue despenalizada. O sea que la prostitución ya no era punible con seis a diez años de cárcel, y la homosexualidad tampoco.

De todos los cambios y reformas presentados por Jean aquella mañana —los cuales habían sido cuidadosamente redactados por él, la semana anterior— el que anunciaba la reestructuración de esta última ley fue el más despreciado por el gabinete ministerial.

Los mandatarios, al inspeccionar el documento que validaba dichas enmiendas y transformaciones, hicieron muecas de disgusto puro, irritando aún más al comandante. Jean agradeció a Dios que Eric estuviera afuera del salón mientras ellos firmaban. El muchacho no merecía ser herido por la ignorancia e hipocresía de aquellos hombrecillos prepotentes, que juraban ser santos en la luz del día, pero que cometían las más vulgares obscenidades en las tinieblas de la noche.

—Felicitaciones, caballeros. Han trabajado más en treinta y cinco minutos de lo que han hecho en toda su vida —El jefe de los ladrones no logró contener su sarcasmo, mientras Elise organizaba todos los papeles firmados por los ministros y los metía de vuelta al maletín—. ¿Listos para trabajar un poco más?...

Él siguió siendo irónico y cruel, mientras que ella salió de la sala con un guiño y una sonrisa, cargando consigo los documentos. Jonas la acompañó afuera y, conforme lo combinado, ambos abandonaron la sede de Las Oficinas por la puerta de la sala de seguridad, queriendo pasar desapercibidos por los demás funcionarios.

Una vez el dúo llegó al estacionamiento, vieron a un carruaje negro esperándolos cerca de los cipreses. Corrieron allí por reconocer a la cochera: Joan.

—¿Todo va de acuerdo a lo planeado? —la mecánica indagó desde el pescante, mientras Elise se subía al vehículo.

—Sí... —Jonas se limpió el sudor del rostro—. Todo va de maravillas.

—¿Tú te quedarás por aquí?

—Hm... —El hombre asintió.

—Nos vemos más tarde en la sede entonces.

—Nos vemos... Pero, ¡oye!

—¿Qué?

—¿Sabes dónde está Eric?

Joan señaló con la mano al extremo norte del estacionamiento, por donde quedaba el establo.

—Búscalo por allá.

—Gracias —Jonas sonrió e inclinó su sombrero.

—¡Suerte! —la dama le respondió, sacudiendo las riendas que sostenía y echando sus caballos a correr.

El ladrón que se quedó atrás la vio dejar la propiedad con un exhalo nervioso. Ahora que esa parte del plan de Jean había sido terminada y Elise había abandonado el área de manera segura, él debía seguir con la próxima. Y por eso, trotó en la dirección señalada por su colega y regresó al aparcamiento, a buscar a Eric.

Oi! ¡Frederico! —Oír su nombre completo hizo que el moreno se volteara hacia él con mayor rapidez—. ¿Dónde están los ministros Chassier y Powell?

—Tony ya los llevó al centro de la ciudad. Estarán a salvos allá, en la comisaría central... ¿Y madame Elise?

—Con Joan, siendo llevada bien lejos de aquí, como Jean lo ordenó. ¿Sabes algo de la academia militar?

—Oí que el General Tremblay ya ha bloqueado la carretera junto a sus hombres, pero nada más que eso.

—¿Crees que la lograrán tomar?

—Ojalá... —Eric guardó su revólver.

—¿Y los carruajes para la evacuación? ¿Están listos?

El consejero apuntó hacia los alerces que existían más allá del establo.

—Están todos escondidos ahí atrás, ya preparados para partir.

—¿Nuestros hermanos están allá?

—Sí —El muchacho corrió una mano por su cabello negro, acomodándolo.

—Vamos a avisarles que hay que empezar con la limpieza entonces. Cuanto más rápido vaciemos Las Oficinas y nos vayamos, mejor.

—Tú ve y hazlo. Yo tengo que quedarme por aquí hasta que Jean reaparezca. Lo tengo que ayudar con el traslado de los demás ministros.

—Dale... de acuerdo —Los dos se estiraron la mano—. Te veo en breve.

—Ten cuidado.

Jonas salió corriendo hacia los árboles, dejando a Eric solo en el estacionamiento. Algunos minutos más tarde, un uniformado gris apareció entre los vehículos.

—¡No dispares! ¡Soy Allan! —El hombre alzó sus manos—. ¡Ladrón! ¡Miembro de la administración!

—Sé quién eres —El consejero bajó su revólver—. Pero ¿qué haces aquí? ¿Solo?

—¡Traigo noticias! ... —Se le acercó—. Me quedé en la sala de seguridad, al lado del telégrafo, mientras los demás iban al salón de conferencias. Y gracias a Dios que lo hice, porque nos llegó un mensaje del general Tremblay. Él y sus soldados lograron tomarse la academia militar y el cuartel principal de la guardia gris, pero existe otro, al que no conocíamos de antemano...

—¿Qué?

—Cerca de los campos de cultivo, hay una base nueva para los oficiales de rango más alto de la guardia. Los oficiales de ahí se enteraron del ataque a la academia militar y ahora vienen hacia aquí, a proteger a los ministros. Tremblay nos envió un telegrama urgente para avisarnos y evitar que nos masacren...

La expresión de Eric se volvió una de angustia pura.

—¿Saben del golpe?

—Todavía no. Al menos creo que no. Pero aun así... vienen en camino.

—Mierda, ¡Jean sigue adentro! —El moreno sintió un aumento súbito de adrenalina envenenar su cuerpo—. De acuerdo, esto es lo que haremos: Tú ve con Jonas y ordénale a él y a los demás que se preparen para nuestra retirada inmediata. Están detrás de esos alerces... —Señaló a los árboles—. Por mientras yo iré adentro a avisarle sobre el nuevo cuartel a Jean, y sacarlo a él y a los demás de allá.

—¿Vamos a abandonar Las Oficinas antes de lo planeado, entonces?

—Obvio que lo haremos. No es sabio pelear con un león en una sabana. Y esos infelices de la guardia gris conocen este lugar bastante mejor que nosotros. Sería una locura intentar luchar en su contra aquí. Este edificio es gigante, y es un puto laberinto. Sería imposible ganar esa batalla.

—Pero, Eric...

—Lo principal ya está hecho, el gobierno ha caído —el consejero lo interrumpió—. Cuando estemos a salvo en nuestra propia sede, centralizados y bien informados sobre la posición de nuestros enemigos, decidiremos qué hacer a seguir —Y con este comentario, él salió corriendo hacia la construcción a su lado, sin darle tiempo al otro ladrón de responderle. Eric entró a la recepción con movimientos acelerados, ojos saltones, y una expresión intimidante:— ¡Usted! —apuntó a Charles con su revólver. El empleado se levantó despacio, soltando la pluma que sostenía con espanto—. ¡Vaya adentro y ordene la evacuación de todas las secciones del complejo ministerial y del Buró! ¡Dígales a todos los oficinistas que se queden lejos del aparcamiento y del establo! ¡Que huyan más allá de los cipreses! ¡Que desaparezcan entre la vegetación!

—Pero ¿por qué?...

—¡SOLO HAGA LO QUE DIGO, MIERDA! – Eric bramó y para probar su punto le disparó al tubo acústico detrás del encargado.

Ante el estruendo metálico el hombre dio un salto hacia atrás y se movió hacia el pasillo principal, desapareciendo en las entrañas del edificio como una cucaracha asustada.

El ladrón, sorprendido por su propia agresividad, intentó recuperar su aliento y su calma antes de seguir adelante. Por ello, decidió guardar su arma. No la necesitaría para correr.

Al abrir la puerta del salón de conferencias —luego de minutos zigzagueando por el dédalo de túneles que conformaban la confusa sede del gobierno— él tenía el cabello sacudido, el cuerpo cubierto de sudor y las piernas acalambradas. Pero aquellos detalles no le importaron en lo absoluto, porque solo pensaba en una cosa: sacar a sus colegas de allí con vida.

—¡Jean! —Trotó hacia su comandante—. Tenemos que irnos de aquí, ahora.

—¿Tremblay no logró tomar control de la academia?

—No, la tiene bajo control. Pero descubrió que existe otra base de la guardia gris cerca de nosotros y ahora ellos vienen en camino.

—Mierda —El comandante exhaló, levantándose con apuro—. ¡Victor! ¡Necesitamos proseguir con el plan B! ¡Retirada!

El sujeto en cuestión asintió y le dio órdenes a sus camaradas para que revistaran a los ministros y a los secretarios presentes. Ellos les quitaron sus abrigos, ternos y algunos objetos de valor, luego los esposaron y taparon las bocas con mordazas improvisadas, antes de llevarlos al pasillo.

Jean ordenó que el mismo tratamiento se le fuera aplicado, al menos hasta que pudieran salir de allí. Quería ocultar su identidad real de los oficinistas; nadie podía saber que él era la cabeza de la Hermandad. Solo así podría asumir el cargo de jefe de Estado cuando todo aquel espectáculo terminara. Tenía que fingir ser una víctima más del golpe.

A continuación, él y los mandatarios salieron al corredor en una sola fila, protegidos por los secuestradores. Mientras los oficinistas evacuaban sus estaciones de trabajo -siguiendo las instrucciones de un desesperado y jadeante Charles, que les gritaba a todo pulmón que se marcharan de ahí- los criminales se aprovecharon del caos para pasar desapercibidos entre los pasillos más desocupados, queriendo llegar a la pequeña salida de emergencia, ubicada cerca de la cafetería.

Algunos oficiales de la guardia gris que efectivamente eran agentes del gobierno, y que habían estado trabajando desde la noche anterior, intentaron detenerlos mientras avanzaban, pero su esfuerzo fue en vano. Gran parte de ellos terminaron muertos o gravemente heridos, tirados por los corredores entre pozas de sangre y papeles caídos.

Pero no fueron los únicos a querer ser mártires aquel día. Algunos oficinistas también intentaron frenar su avance y los criminales fueron forzados a despejar su camino a la fuerza.

—¡Salgan de enfrente! —rugió Victor, apuntando su rifle hacia el puñado de funcionarios que les bloqueaba el paso.

—¿Qué está pasando?

—¿Por qué están esposados los ministros?

—¿Cuál es el significado de esto?

—¡SALGAN DE ENFRENTE! —él repitió con más rabia, pero los abogados, escribanos y asesores administrativos no se movían, apenas lo encaraban con los ojos bien abiertos y las manos cerradas en puños.

Victor sacudió la cabeza y gruñó, estresado. Por debajo del grueso uniforme de la guardia gris, él estaba sudando ríos. Movía el peso de su cuerpo de un pie a otro con cierta angustia, y estaba agarrado a su arma con visible desespero. Realmente no quería asesinar a ningún civil aquel día. No quería ensuciarse las manos con la sangre de sus compatriotas. Pero tenía una misión a la que cumplir y si ellos se la dificultaban, tendría que ignorar su propia voluntad y poner a sus metas primero.

Por eso, rogó a que ellos se movieran, de nuevo. Pero tal como los oficiales a los que él y sus hombres habían ejecutado en la mañana, los funcionarios allí presentes eran obstinados, y nacionalistas al punto de ser ciegos ante el peligro que corrían. No querían despejarse. No querían dejarlos avanzar.

Y él no los quería matar tampoco, pero se estaba quedando sin tiempo, y el grupo no le hacía caso.

Pensó en dar un tiro al aire, a ver si se dispersaban con el susto, pero no lo logró. Uno de los escribanos se lanzó encima de él, sujetando un abrecartas, y lo intentó apuñalar. Victor entonces le disparó al abdomen por instinto, queriendo defenderse, y los demás Ladrones no dudaron en seguirle la corriente, llevando a cabo un brutal fusilamiento en el corredor. Los oficinistas más cercanos se desplomaron al suelo sin siquiera saber cómo habían muerto, los que estaban detrás suyo gritaron por clemencia y por una ayuda que jamás llegó, y aquellos que estaban ocultos en sus salas y despachos, acompañando al conflicto desde sus interiores, decidieron romper las ventanas y escabullirse por entre el vidrio roto. Algunos empleados hasta se atrevieron a salir corriendo por el pasillo una vez el tiroteo acabó, y Victor les dio la orden a sus hombres de dejarlos huir a la recepción sin causarles más daño.

Al ver a los sobrevivientes marcharse, él cruzó a los cadáveres de los insurgentes a sus pies con una expresión severa, agria, y continuó liderando el camino hacia el aparcamiento y el establo.

Más funcionarios vinieron a fallecer mientras se desplazaban, asesinados por los Ladrones. En el caos del golpe, no se supo muy bien el por qué, pero terminaron todos de igual manera: abandonados en el suelo a las infinitas pozas de sangre, archiveros caídos, paredes destrozadas, papeles manchados y cascos de balas.

Sin embargo, aunque este fue un día negro para el gobierno, para los Ladrones fue uno de gloria. Porque no perdieron a ninguno de sus hombres, y lograron todas sus metas. Jean logró destruir de una vez por todas a la vieja república ministerial y Eric evitó la muerte de todos los criminales involucrados en el golpe, organizando un escape masivo rápido y eficiente.

Gracias a la reacción acelerada del consejero al enterarse sobre el nuevo cuartel de la guardia gris, todos los carruajes, carretas, charretes, tartanas, caballos y automóviles de la Hermandad trasladados de los alerces al estacionamiento.

Este acercamiento de los vehículos a la sede del gobierno les salvó a los ladrones energía, brío y tiempo.

—¡Se demoraron tanto que pensé que ya los habían matado! —Jonas exclamó, exasperado.

Mientras hablaba, otro ladrón libró a Jean de sus amarras. Ahora que había salido del edificio, podía dejar de fingir que era "Walbridge" y actuar como él mismo otra vez.

—Seguimos bien vivos. Y como ya debes suponer, hubo un cambio enorme en nuestros planes —Eric contestó en lugar del comandante, acercándose a Jonas para señalarle a los políticos secuestrados—. Nuestra prioridad es sacarlos a ellos de aquí. Los documentos que necesitamos para legalizar el cambio de mando, el plebiscito, y las enmiendas constitucionales ya están firmados y protegidos en otro lado, como sabes... Así que los ministros ahora son la prioridad. Hay que hacer con que desaparezcan. Porque más oficiales de la guardia gris vienen en camino y ellos no pueden ser rescatados. Además, si nos quedamos por aquí, nosotros seremos masacrados —El moreno hizo una pausa para respirar—. Según lo que tengo entendido, la academia militar ya ha sido tomada. Aun así, deberíamos mandar parte de nuestro contingente allá, a apoyar el General Tremblay.

—¡Ya estoy gestionando eso! ¡Weller y sus chicos irán allá! —Jean exclamó en la distancia, mencionando a uno de los ladrones a los que él consideraba como un "sub-general", y que operaban por debajo de Victor y Jonas—. ¡Tú organiza el escape de los demás! ¡Yo me encargo de Tremblay!

—Entonces... —Jonas alzó una ceja y dejó de mirar a su jefe para mirar de nuevo a Eric—. Ya que Weller y los suyos estarán en la academia, ¿los que sobramos nos dispersamos?

—Sí... —el moreno concordó—. Separarnos es lo mejor que podemos hacer ahora. Si escapamos todos juntos, les daremos un objetivo claro al que perseguir a la guardia, al ejército y a la policía, pero si estamos en todos lados al mismo tiempo, no sabrán qué hacer, adónde ir, y nos perderán.

—Ya, ¿y qué hay de los ministros? ¿Qué hacemos con ellos?

—Súbelos a esa caravana de ahí y dile a los cocheros que se los lleven a la chacra.

—¿Y los secretarios?

—No lo sé.

—¿Cómo no lo sabes?

—¡Jean! —Eric lo volvió a llamar, estresado.

El comandante, percibiendo su inquietud, se despidió de los ladrones con los que charlaba y caminó hacia sus amigos con rapidez.

—¿Qué?

—¿Qué hacemos con los secretarios? Los ministros se irán a la chacra, pero ellos...

—No tienen la culpa por la pésima gestión de sus superiores —Jean les dijo a sus hombres, frunciendo el ceño—. No sería justo matarlos.

—Pero saben demasiado.

—Eso es cierto —El comandante estiró sus labios en una línea recta y se tomó medio minuto para pensar:— Encerrémoslos en nuestro almacén de la calle Sullivan por ahora, y tratémoslos como rehenes convencionales, hasta que el gobierno esté restablecido. Cuando todos los cambios que queremos estén efectuados, les daremos su libertad.

—¿Los dejarás vivir?

—Sí. Solo quítales los broches de búho. A partir de hoy están todos destituidos de sus cargos.

Al oír su veredicto, sus subordinados asintieron y comenzaron a trabajar.

Weller y sus aprendices se subieron a una carreta y se marcharon a la academia militar. Los rehenes fueron lanzados al interior de los demás carruajes con brusquedad y prisa, como si no fueran seres humanos, apenas cargamento. Disparos fueron intercambiados con los guardias aún vivos, atascados dentro de Las Oficinas. Nubes de tierra y polvo oscurecieron el aire mientras los vehículos se marchaban y los empleados del gobierno corrían por sus vidas, huyendo de los insurgentes con semblantes aterrados. La zona se volvió un escenario bélico.

Jean y sus amigos más cercanos, quedándose atrás para asegurar el escape de sus hombres, no economizaron balas al atacar a los gendarmes que aún resistían al golpe al dentro de la sede del gobierno. Y decidieron, antes de huir, empeorar la inquietud reinante:

—¿Trajiste las dinamitas? —él le preguntó a su consejero.

—No solo eso. Sígueme y mira.

Por la mañana, luego de conseguirse su broche de búho, Eric había regresado a la sede de la Hermandad para vestirse. También había tomado prestado el más rápido y espacioso de sus vehículos y rellenado los asientos con armamento y munición, convirtiéndolo en un arsenal improvisado.

Al verlo, la mandíbula de su mentor se desplomó.

—¿Para qué trajiste todo esto?

—Precaución. Ahora toma —El moreno agarró los explosivos en cuestión, atados con finas cuerdas de cáñamo, y se los entregó mientras le gritaba a otro hombre:—  ¡Victor!

—¿Qué?

—Prende el motor —Enseguida se volteó a Jonas, observando el viejo rifle que sujetaba—. ¿Qué pasó con las armas que ustedes tomaron prestadas por la mañana? ¿Los fusiles nuevos de Casanova?

—Los dejamos escondidos en el carruaje que asaltamos. Sabes que por protocolo no podíamos entrar a Las Oficinas con ellos. ¿Quieres que vaya a buscarlos?

—Depende de cuán lejos estén de aquí y cuánto tiempo te demores en volver.

—Están por allá —Jonas apuntó al establo—. Cerca de la entrada a la sala de seguridad.

—Entonces ve y tráelos. Esos fusiles son caros —Eric le dio una palmada al brazo—. Vuelve rápido.

—¿Manejas tú? —Jean volvió a capturar la atención del moreno.

—Victor es mejor que yo —El consejero señaló al hombre que le daba la vuelta al vehículo, ya habiendo encendido el motor—. Yo me encargo de dispararle a los guardias para que no nos sigan.

—De acuerdo —Jean se giró—. Victor...

—Ya oí todo; yo manejo —El fortachón abrió la puerta del automóvil y se sentó frente al volante.

Jean, volteándose otra vez a Las Oficinas, le preguntó a su mejor amigo:

—¿Tienes fósforos?

—Aquí —Eric le entregó una caja—. ¿Qué vas a hacer?

—Algo muy necesario. Ven conmigo —El comandante caminó hacia el edificio que acababan de abandonar, cojeando. Miró por una ventana a los interiores de la construcción. No vio a nadie adentro de la habitación a la que observaba. Así que, con su bastón, rompió el vidrio—. Sujeta esto —Le entregó la barra a Eric, encendió un fósforo y prendió el detonador de una de las dinamitas. A seguir la lanzó por el agujero de la ventana, lo más lejos que podía. Los dos se apartaron del área antes de que estallara. El daño fue grande, pero no tan significativo para la integridad estructural del edificio como Jean lo quería—. Recuérdame, ¿cuántos gramos pesa una de estas cosas?

—Entre 700 y 800, creo.

—Entonces con tres bastarán —Volvió a repetir el mismo proceso de antes, de esta vez tirando las dinamitas al techo de Las Oficinas.

El impacto de dichas explosiones consecutivas fue bastante mayor al de la primera. Así que los explosivos detonaron, cubriendo al cielo con sombra grisácea, las paredes del edificio temblaron, el tejado se vino abajo y la cafetería entera se llenó de humo, escombros, y cemento pulverizado.

Pero aquello no fue todo. El estallido por accidente destruyó las cañerías de gas de la cocina y el calor del aire desató un incendio violento y repentino en sus interiores. Los vidrios de las ventanas explotaron y el exterior del edificio fue lamido por las lenguas anaranjadas y hambrientas de las llamas.

Riéndose de los destrozos, ambos criminales regresaron al automóvil y se prepararon para la retirada. Ignoraban el hecho de que varios funcionarios se habían ocultado bajo las mesas del comedor, buscando refugio del barbárico tiroteo afuera. Ellos no los habían visto, desde su posición. Por ende, no sabían que aquellas pobres almas habían fallecido sin siquiera tener una oportunidad de defenderse, y que habían sido tragadas por el fuego aún vivas. No habían oído sus gritos de terror entre sus carcajadas.

Era algo realmente lamentable, pero aquellos que habían prometido justicia para los inocentes y paz para los apesadumbrados habían ironizado a su buena voluntad con sus actitudes perversas y estrategias maquiavélicas. Porque lo único que causaron al actuar con semejante desdén y despreocupación fue más dolor y muerte para todos.

En un día que debería ser sagrado, honorable y patriótico, los Ladrones mancharon de carmesí el calendario de la historia nacional.

Y, por ello, jamás serían olvidados.


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"Messieurs": "Caballeros" en francés.


"Rue": "Calle" en francés.


"Oi": Jerga británica que se usa para llamar la atención de alguien.

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