Acto I: Capítulo 5
—Será mejor que yo me vaya —Marcus dijo, al abrir la puerta y encontrarse con la alta figura de Jean-Luc bloqueando su paso hacia el pasillo.
—Haz lo que quieras —El comandante lo pasó de largo, entrando al despacho de su hermano sin siquiera pedir permiso.
El ministro, hundido en su silla, no reaccionó a su llegada. Más que aletargado estaba agotado; no había dormido en dos días temiendo las pesadillas que lo aguardaban. Batallar contra sus ganas de beber también había contribuido a su penosa apariencia. Sin importar cuánta agua tragara, su sed no era saciada, su boca permanecía seca. Lo estaba desesperando.
—¿Qué quieres? —Claude indagó luego de un minuto de silencio, bajando su pluma—. ¿Piensas matarme ahora que no hay nadie aquí para detenerlo? Pues adelante. Hazlo. No tengo nada a perder.
El jefe de los ladrones se sacó la barba postiza del rostro, sentándose frente a su escritorio.
—No te vengo a matar.
—¿No?
—No.
—¿Y entonces?...
Jean soltó un exhalo mezclado con una risa molesta.
—No puedo creer que esté haciendo esto... —Sacudió la cabeza—. Pero vengo aquí porque quiero... —Usó la punta de su dedo índice para pegarle golpecitos al mango de su bastón—. Quiero disculparme, por haberte agredido el domingo... Por más que te deteste, no fue justo de mi parte atacarte por la espalda.
El ministro de justicia se atrevió a mirarlo al percibir su inusual nerviosismo:
—¿Qué?
—Lo oíste. Te pido disculpas. Formalmente. Y también vine aquí porque debo avisarte sobre algo.
—¿Avisar?...
—Hoy un "evento" ocurrirá aquí, en Las Oficinas... —Jean lo cortó—. Pero si sigues mis órdenes, no tienes por qué salir lastimado.
El político sacudió su cabeza, más y más confundido:
—¿De qué hablas?
—Siempre apoyaste la instauración de una república presidencialista.
—¿Sí? ¿Y?
—Hoy la convertiremos en realidad.
Claude sintió todos los vellos de su cuerpo ponerse de punta y un inquietante escalofrío descender por su espalda al comprender las implicaciones detrás de dicha afirmación, que apenas sonaba casual.
—¿Tú y quién?
—La Hermandad de los Ladrones de Merchant. También conocida como la orden de los Ladrones. Es lo mismo.
La expresión del señor Chassier, atascada entre amedrentada y sorprendida, era contraria a la de Jean, solemne y severa.
—Por acaso...
—No te puedo dar detalles sobre lo que ocurrirá. No estoy autorizado para ello —El comandante de nuevo lo cortó, inclinándose hacia adelante—. Pero sí estoy autorizado a perdonar la vida de aquellos que lo merezcan. Por lo que tienes la posibilidad de salvarte, si... —Alzó un dedo al ir—. Y solo si me haces caso.
—¿Y qué hay de Marcus?
—Él también será perdonado, aunque la idea no me agrade ni un poco.
—¿Theodore?
Silencio.
—No lo sé —Jean fue sincero—. Él no depende de mí. Es otro ministro...
—¿Y por qué yo me puedo salvar y él no?
—Porque yo te conozco y sé que, independiente de toda la historia entre nosotros, haces bien tu trabajo. Defendiste el derecho de los trabajadores cuando nadie más lo hizo. El derecho a la educación. A la salud pública. A la libertad de prensa. Al sufragio femenino. A la igualdad de razas... No has sido un ministro perfecto, pero te has empeñado en ser uno decente. Y apenas por eso te puedo conceder mi protección.
—¿Pero no crees que eso es injusto? ¿Salvarme a mí y no a los demás?
—¿Quieres morir? —Jean preguntó con extrema casualidad—. Si quieres, adelante. No me sentiré ni un poco culpable por ello. Te estoy ofreciendo la oportunidad de sobrevivir, pese a todo... Pero, si no la quieres tomar, me lavo las manos. Tu final lo escribirás tú mismo. Yo te esto entregando la pluma y el tintero.
El semblante de Claude se arrugó. Al fin pareció comprender la real dificultad de la decisión que estaba a punto de tomar y todas las complicadas ramificaciones de la misma.
Si concordaba con su hermano y acudía a su protección, estaría abandonando a sus colegas y amigos de décadas a un futuro incierto. Si se negaba a ser pasivo, compartiría la misma tumba que ellos.
—Entonces solo dos opciones me restan... ¿Ser un cobarde o una víctima más? —pensó en voz alta, de pronto ansioso.
—Da gracias al buen Dios que aún tienes opciones —La irritación de Jean fue aparente—. Así que no me hagas perder el tiempo. Escoge.
Pensando en su hijo, en la nación, en sus empleados, y en lo que restaba de su familia, él levantó la voz, más por instinto que por lógica:
—De acuerdo —Tragó en seco—. Haré lo que me digas que debo hacer.
Y así que terminó de hablar, sintió a su estómago revolcarse. Porque sabía, bien en el fondo, que acababa de firmarle el acta de defunción a todos sus compañeros y aliados.
Eric se sentía mucho más elegante de lo usual y su agrado era aparente. Con sus ropas caras, lograba encajar entre los oficinistas que lo cercaban sin dificultad. Con su carisma y gallardía, lograba imponerles respeto, instigarles envidia. Ser "Waro" por un día le estaba resultando muy placentero, tenía que admitirlo.
Thiago, al arribar al pasillo del salón de conferencias, le lanzó una mirada impresionada y encaprichada, saliendo de su personaje por un segundo. El moreno tuvo que contener una carcajada al ver su asombro.
Sacudiendo la cabeza ante su propio comportamiento indebido, considerando la seriedad de su contexto, Eric buscó a Jean en sus cercanías, pero se dio cuenta al instante de que todavía no llegaba.
Nadie lo sabía, pero el comandante seguía en el escritorio de su hermano, entregándole instrucciones sobre qué o no hacer aquella mañana:
—Lo primero es evidente, en la votación para elegir al nuevo primer ministro deberás votar por mí. Todos los que lo hagan serán removidos de la sala, y llevados a un lugar seguro.
—¿Y qué le pasará a los que se queden adentro?
—¿Tú qué crees? —Al frente de Jean, Claude retrocedió hacia el respaldo de su silla. A cada segundo se veía más y más aterrado. - Cuando el proceso termine, tú serás escoltado hacia el aparcamiento. Serás retirado de aquí por mis hombres, sin perder una gota de sangre.
—¿Puedo al menor llevar un revólver conmigo?
—¿Para qué?
—Estás a punto de realizar un Coup d'état —el ministro señaló a lo obvio: nadie estaría a salvo aquel día, mucho menos él—. ¿No sería ese un motivo suficiente?
—Estarás bien...
—No tienes como afirmar eso —Claude habló por encima de su hermano—. Los ciudadanos del sur me detestan. Alguno de tus hombres puede intentar matarme en el trayecto...
—Ninguno lo hará.
—No puedes afirmar eso.
—Tienen órdenes para no hacerlo —el comandante insistió, levantándose de la silla—. Pero bien, lleva tu maldito revólver, me da lo mismo. No importa lo que hagas, el golpe se realizará de igual manera... —Caminó al espejo, para volver a ponerse su barba postiza—. Haz lo tuyo. Pero si quieres vivir para ver el nacer de un nuevo día, no te resistas a nosotros. Concede tu poder con elegancia, clase y resignación. Es la única recomendación que te doy.
El ministro de justicia, concentrándose en mantener su respiración tranquila y uniforme, abrió el cajón de su escritorio y sacó su arma, mientras Jean hablaba. La cargó, le puso el seguro y la escondió en el bolsillo de su abrigo. Por un minuto contempló dispararle ahí mismo, pero se convenció de que no podía. En primer lugar, porque él seguía siendo su hermano. En segundo, porque solo se estaría comprando más problemas a sí mismo al hacerlo. El edificio completo a estas horas debía estar lleno de criminales y espías. No tendría cómo escapar. Así que despabiló, agarró su bastón, se paró y abrió la puerta, saliendo al pasillo antes que Jean lo hiciera.
Cuando ambos entraron juntos al salón de conferencias, minutos más tarde, el gabinete ministerial completo ya había llegado. Sin embargo, la sesión solo empezó oficialmente cuando ellos se sentaron. El comandante se acomodó en la punta de la mesa, al lado de Eric. Claude se unió a su secretario, en su asiento usual, más cercano al medio del mueble.
—¿Dónde estabas? —el ministro de defensa le indagó al de justicia, preocupado.
—No tengo tiempo de explicarlo ahora, pero necesito que me prometas una cosa, Theodore.
—¿Qué?
—Vota por Walbridge.
Su colega se rio.
—Sé que eres de centro-izquierda, pero nunca pensé que te unirías a un sindicalista sureño...
—Hazme caso —La seriedad angustiada de Claude capturó la atención del militar—. O terminarás muerto.
Antes de que el anciano pudiera preguntarle qué diablos se refería con eso, el ministro de industria y comercio golpeó el antiguo mazo de Paul Levi, silenciando toda la habladuría de la sala. Por ser el político con el mandato más largo, él debía ser el conferenciante del proceso de votación para el cargo de jefe de Estado, de acuerdo a la constitución regente.
—Ahora que todos ya estamos aquí... empecemos —El hombre se levantó se su asiento—. Primero que todo, buenos días messieurs*.
—Buenos días —los demás respondieron con inflexión incierta; algunos cansados, otros desinteresados.
—Les pido perdón por adelantado, mi elocuencia es limitada y mi gracia inexistente. Su excelentísimo, monsieur* Levi; que Dios lo tenga; era un gran discursante y yo no lo soy. Por ello, no tengo palabras bonitas y floridas que decirles. La verdad es conocida por todos, él fue asesinado —al decir esto, hasta los rivales del fallecido demostraron su pesar, bajando los mentones y las miradas—. No tan solo él, como muchos de nuestros amigos, conocidos, funcionarios... todos muertos —Apoyó ambas manos en su cintura—. Reconozco que algunos de ustedes aún están de luto. Yo personalmente, también lo estoy. Pero por el bien de la nación debemos seguir adelante, cueste lo que cueste, duela lo que duela. Y esta votación ya se ha aplazado demasiado... Debemos trabajar.
A continuación, su secretario le entregó le entregó tres cartas: una de Merchant, otra de Levon, y la final de Brookmount.
Como Jean se había vuelto parte del equipo de Levi antes de su muerte y ya residía en la capital de antemano, calificaba como el candidato ministerial de Carcosa.
—Monsieur Walbridge —El discursante lo nombró, deteniendo sus contemplaciones—. Puede presentarse primero y contarnos sus razones de por qué quiere ser el nuevo primer ministro de las Islas de Gainsboro.
—Paso —su respuesta sorprendió a los demás políticos presentes, por huir del protocolo—. Lea las cartas de los otros candidatos de inmediato, por favor.
—Lo lamento, pero eso es...
—Lea —No alzó la voz, ni cambió su inflexión. Apenas lo miró fijamente, ignorando los reclamos a su alrededor—. Insisto.
Al oírlo, sus amigos de la Hermandad formaron una pared humana frente a la puerta de salida, volviendo imposible el escape de cualquier mandatario, fuerte o débil, joven o anciano. Con ellos ahí, la única manera de huir sería lanzándose por las ventanas.
El ministro de industria y comercio, percibiendo la inusual barricada, presintió que problemas se le avecindaban. Sin volver a resistirse, agarró los sobres y los leyó uno por uno, en silencio. Al terminar, bajó los papeles, perplejo.
—Esto es imposible.
—Monsieur? —Su secretario, a su lado, removió los documentos de su mano al ver que el viejo no respondía, y al ojearlos por sí mismo rápidamente comprendió la aprensión de su jefe.
—¿Y? ¿Qué dicen? —otro oficinista preguntó, curioso.
El secretario del ministro miró alrededor, pasmado.
—Dicen que todas las casas de gobierno citan a Walbridge como su candidato...
Murmullos indignados y asombrados brotaron a su alrededor.
—¿Cómo? —El ministro de industria en comercio frunció el ceño, sin despegar los ojos de Jean—. ¿Cómo es eso posible?
—Bueno, la respuesta está ahí. Mi nombre salió como ganador en todas las boletas de la nación —El comandante sonrió, jactancioso—. Así de simple.
—Pero los otros candidatos...
—Todas las regiones votaron por mí. Fue unánime.
—Pero eso es anticonstitucional... Debe haber un representante por cada región, sí o sí. Usted no puede salir en más de una boleta, porque no se puede candidatear por más de una región.
—De hecho, eso es posible de acuerdo a la constitución actual. Y lo sabrían, si hubieran leído los documentos que les envío a sus despachos todos los días. Les mandé a cada uno de ustedes una propuesta de enmienda a la Ley del sufragio, hace unos días. Ninguno de ustedes se opuso a dicha enmienda y todos firmaron. Creo que ni siquiera se tomaron el tiempo de leer la propuesta.
—Deberías haber hecho una conferencia, esa Ley es antigua. No hubiéramos firmado nada si supiéramos...
—No soy obligado a hacerlo —Jean dio de hombros—. Y como jefe de Estado interino, no hay nada que me detenga de promulgar los cambios que quiera tampoco.
—Ministro Chassier... —El mandatario más viejo del gabinete se volteó a Claude, asustado—. ¿Sabe usted si eso es cierto?
—Lo es —Él asintió, con una actitud retraída, pesarosa—. Por etiqueta, mister* Walbridge debía haber llamado a parlamentar... Pero por Ley, no es obligado. Si ustedes le dieron sus firmas, y él ha guardado una copia de su proyecto en los Archivos, más una publicación sobre el mismo en el Diario Oficial del Estado, puede promulgar la enmienda sin impedimentos. Y lo hizo... o sea que estas cartas sí son válidas bajo la constitución. Legalmente, él está en lo correcto.
Jean amplió su sonrisa, fanfarrón. El ministro a cargo de la reunión se volvió aún más desasosegado y mareado:
—¿Usted publicó la enmienda en el Diario Oficial?
—Lo hice, y como dijo el ministro Chassier, ya hay un ejemplar que lo comprueba en los Archivos.
—¿Y entonces cómo procedemos?
—Hay dos opciones —Claude contestó con timidez, sin levantarse de su asiento—. Declararlo ministro por escasez de candidatos, o negar su victoria y llamar a un nuevo sufragio. Pero dudo que la última opción sería provechosa, porque es bastante claro que la nación lo quiere como líder... Hasta Levon lo indicó como su candidato. Eso a algunos años sería inimaginable.
—Pues... —El ministro de industria y comercio movió su boca, sin saber muy bien qué decir—. Pues prosigamos con el turno de habla del candidato unánime de las cuatro regiones... Muriel Thompson-Walbridge.
Jean se enderezó el traje mientras se levantaba. Aclaró la garganta, bebió un poco de agua y observó a sus amigos, orgulloso de su trabajo. Entre todos habían logrado llegar al final de un plan trazado por décadas. Habían logrado convertir en realidad las ideas de su querido mentor, Frankie. Estaban en la cima del mundo y nadie los quitaría de allí.
—¿Por qué debería ser yo el Primer Ministro? La respuesta es simple, corta, y concisa: yo haré en pocos meses lo que ustedes, necios imprestables, no hicieron en años —Removió su barba postiza del rostro, sonriendo con extrema satisfacción—. ¡Eliminar a la plutocracia y el nepotismo! ¡Acabar con la corrupción y el abuso de poder! ¡Darle al proletariado lo que siempre le se ha sido negado: derechos básicos! ¡Y principalmente! —Golpeó la mesa con su puño—. ¡Separar de una vez por todas los tres poderes! ¡Para que inocentes no sean encerrados injustamente por cerdos adinerados y privilegiados como ustedes, caballeros!
Decir que los ministros se empezaron a alterar no sería una descripción adecuada de la escena. Entre gritos cabreados, otros sorprendidos, y algunos amedrentados, la voz del ministro de industria y comercio se destacó por su ira:
—¡Monsieur Walbridge! ¡¿Puede explicar a qué se debe este tipo de comportamiento?!
—¡Mi nombre!... —El ladrón retiró de su bolsillo sus anteojos redondos, que usaba apenas en la privacidad de su hogar—. Es Jean-Luc Chassier —Lo puso en su rostro, para tener una vista clara del desespero a su alrededor, y también para recordarles a los presentes su antigua apariencia—. ¡Yo soy el violinista que a años atrás ustedes encerraron, erróneamente!... ¡Que condenaron a una vida de tortura y de lágrimas!... ¡Y quién explotó, con indescriptible satisfacción, la Iglesia de Carbón!... ¡Quién mató a Paul Levi!... ¡Y QUIÉN SENTIRÁ UN PLACER TREMENDO, AL MATAR TAMBIÉN A CADA HIJO DE PUTA SENTADO EN ESTA MESA!
Los ojos de Claude se volvieron dos lunas llenas al escuchar la confesión. Su boca se desplomó más de lo que creía posible y sus hombros se tensaron. Llevó su mano a su revólver, mientras sus colegas se levantaban, agitados. Estaba listo para luchar, o morir en el intento.
—¡ARRÉSTENLO! —gritó otro mandatario, mirando a los inmóviles oficiales de la puerta—. ¡ES UNA ORDEN!
—No seguimos órdenes de usted, monsieur —respondió Victor, quitándose el broche de búho de su vestimenta y luego tirándolo al suelo. Al verlo, los demás copiaron su gesto, riéndose del pasmo de los políticos—. Solo de mister Jean.
La acción de los "guardias" fue vista como un ultraje imperdonable a los principios ministeriales, y como una traición a la patria.
—C'est un coup d'État*! —uno de los secretarios exclamó, indignado.
—Non, monsieur* —el comandante respondió, en su lengua materna—. C'est une révolution*.
—¡ESAS MALDITAS RATAS SUREÑAS! ¡SON LOS LADRONES DE MERCHANT!—El ministro de obras públicas se levantó con la mano armada, apuntando su propio revólver hacia el criminal.
No logró ser rápido lo suficiente para ejecutarlo. Al verlo moverse, Eric no hesitó en actuar. Alzó su pistola y disparó. El cuerpo desacordado del político se derrumbó sobre el escritorio, con la cabeza abierta, cráneo hundido.
Claude, quién a meros segundos había contemplado hacer lo mismo, tragó en seco y soltó su revólver, sacando su mano del bolsillo.
Su compañero de trabajo de décadas estaba muerto a su frente. Desangrándose. Y desde su asiento, él podía ver su cerebro, rosado y gelatinoso, destrozado en centenas de partes.
No podría borrar esa imagen de su mente por el resto de su vida, aunque lo intentara.
—¿Alguien más quiere jugar a ser un héroe? —Eric preguntó, indiferente al temor y la conmoción general—. ¿Alguien?... ¿No?... —Bajó su arma—. Okay.
—¡Bueno! ... —El líder retomó su turno de habla como si nada hubiera sucedido—. ¡Votemos entonces!... Son libres de hacerlo.
La piscina de sangre que crecía sobre la mesa indicaba todo lo contrario.
Pero luego de décadas de juegos de poder, de corrupción incorregible y de abusos de autoridad frecuentes, la escena –aunque brutal- era entendible. No era justificable, pero era comprensible.
Ā verbīs ad verbera*. La diplomacia no había funcionado. Ahora lo único que restaba para salvar a la nación era el caos, la anarquía y la violencia.
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"Coup d'état": "Golpe de estado" en francés.
"Messieurs" : "Señores" en francés.
"Monsieur": "Señor" en francés.
"Mister" : "Señor" en inglés.
"C'est un coup d'État!"; "¡Esto es un golpe de estado!" en francés.
"Non, Monsieur."; "No, señor".
"C'est une révolution.": "Es una revolución".
"Ā verbīs ad verbera": "De las palabras a los golpes".
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