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Acto I: Capítulo 4

—¡A LA DERECHA! —gritó Eric, mientras su novio, Thiago, se esforzaba en no ser golpeado en lleno por su oponente.

—¡Vamos Goldie! —El rival en cuestión, Victor, carcajeó y se apartó para que el joven pudiera recuperar su aliento.

"Goldie" era un apodo que Thiago se había ganado así que se unió a Hermandad. Había vivido junto a Frankie desde que era un infante, pero su tutor solo lo dejó ser parte de la organización cuando cumplió los quince años. Aquel memorable primer día, Victor lo bautizó "Goldilocks" —o "Ricitos de Oro"— por su cabellera dorada y apariencia angelical. En un inicio, la broma había irritado al joven. Ahora ya se había acostumbrado a ella y apreciaba el cariño que escondía.

—Casi me sacas un diente, old dog —Thiago le respondió al ladrón con quien peleaba, llamándolo por su propio apodo, "perro viejo".

—Necesitas aprender a defenderte de los ganchos... En especial los de izquierda —Victor bajó los puños, señalizando una tregua—. Eric —Le hizo un gesto al consejero, mientras los espectadores alrededor del ring se disipaban—, ven aquí, tú eres mejor luchador que yo.

—No voy a negar eso... —El moreno se quitó su abrigo, lo dejó en el suelo y se subió a la plataforma—. Pero ¿qué quieres que haga?

—Dame un gancho de izquierda. Con fuerza —Victor se dio una palmada a la mejilla, a modo de broma—. Hazme sentir como un trozo de carne en las manos del carnicero.

—¿Seguro? No quiero arruinar una cara tan linda como la tuya —Frederico se rio, antes de avanzar de repente y atacarlo de sorpresa.

Pero el hombre más viejo, a último segundo, alzó su brazo y bloqueó la ofensiva, escapando del mamporro.

Halt*! —gritó en seguida, deteniendo la pelea antes de que comenzara y girando su vista al rubio—. ¿Viste ahora cómo hacerlo? Tienes que rechazar el golpe con el brazo.

—Ah...

—Lo que tú estabas haciendo era retroceder. Tienes que corregir eso, Goldie. Caso contrario continuarás regresando a casa con un ojo morado todas las veces que tenemos un torneo de boxeo por aquí.

—De acuerdo —Thiago suspiró, levantando los puños nuevamente mientras Eric de alejaba del dúo—. Prosigamos, entonces...

Ambos lucharon con todo el entusiasmo y brío que les restaba. Y luego de varios gruñidos, tambaleos, moretones e interminables gotas de sudor, el rubio al fin logró modificar y fortalecer su defensa.

Halt! —gritó de nuevo Victor, exhausto—. Ganaste, me rindo... —Apoyó ambas manos en sus rodillas y se concentró apenas en respirar.

YES! —El muchacho a su frente hizo un gesto celebratorio con el puño. Luego, se volteó hacia su novio—. ¡¿Viste?! —Se deslizó entre las sogas, saltó al suelo, e intentó acercársele, buscando un abrazo—. ¡Gané!

—Felicitaciones cariño, pero... —Eric dio un paso hacia atrás y estiró su palma adelante, deteniendo su avance—. Estás empapado.

—Ay por favor...

—¿Qué? —El moreno sonrió—. Te amo, pero no voy a quedar oliendo a perro sucio todo el día. Soy el consejero de la Hermandad.

—Grande cosa...

—No... —Volvió a frenar el intento de acercamiento de Thiago—. Ve a ducharte, después te abrazo.

—Eres cruel...

—Sensato —Eric lo corrigió, volteando su cabeza a su derecha, al oír voces familiares en la cercanía—. ¿Jean?... ¿Y madame* Elise? ¿Qué hace usted aquí?

—Viene conmigo, quiero que me ayude con algo —el comandante dijo con apuro y sacó el sobre que le había llegado aquella mañana del bolsillo de su abrigo—. ¡Atención, todos! ¡Miren esto! ¡Fue enviado por Las Oficinas! —Lo levantó al aire—. ¡Mañana se decidirá quién se quedará con el cargo de primer ministro!

—¡¿Mañana?!

—Sí —Jean le entregó la carta a su mejor amigo—. Necesitamos avisar a Linda y al capitán Zarayvo sobre esta novedad hoy mismo. Estamos cortos de tiempo.

—Hagamos una reunión de emergencia primero para discutir cómo proseguir y después les mando un telegrama a la base —Eric se refirió a la sede de los Ladrones en Merchant—. Nuestros hombres les darán la noticia a Linda y a Zarayvo en persona.

—De acuerdo, ese es un buen plan —Jean volteó la cabeza hacia Victor—. Tú, anda a buscar a Jonas, a Tony y a Joan. Los voy a necesitar en la reunión también. Ya sabes dónde estaré.

—Arriba en el escritorio.

—Así es.

—Voy y vuelvo, monsieur.

Mientras el fortachón en cuestión descendía del ring y salía disparado hacia el sector administrativo, el comandante llevó a sus demás aliados a su despacho en el segundo piso de la fábrica.

Que Jean hubiera solicitado la presencia de todos los nombrados asociados no era una coincidencia, ni un capricho. Él realmente necesitaría a todos sus generales en campo si quería ganar la batalla final en contra del gobierno.

Jonas era, junto a Victor, uno de sus soldados más leales y antiguos. Ambos estaban a cargo de entrenar y supervisar a los ladrones rasos y a los aspirantes a ladrones.

Tony era el supervisor del arsenal de la Hermandad y el encargado de conseguirles armamento nuevo y de calidad.

Joan era mecánica más longeva que tenían y una ingeniera autodidacta, líder de todos los otros mecánicos del garaje.

Eric era su brazo derecho en lo administrativo y también su contador.

Thiago era su ladrón más proficiente y talentoso.

Elise era una ex Asesina, y eso hablaba por sí solo.

Sin aquel equipo, él no llegaría a ningún lugar. No podría derrumbar al gobierno solo. Y por eso, los necesitaba a todos bien instruidos sobre lo que debían hacer.

Al llegar al escritorio, Eric siguió el protocolo que había discutido con su mentor a años, y que siempre había soñado con llevar a cabo.

Agarró un plano arquitectónico de Las Oficinas —que Jean había descubierto en el bufete de Paul Levi, días después de su muerte— de un estante. Lo estiró sobre la mesa con un movimiento apurado y fluido, antes de agarrar unos peones de madera y otros señalizadores para representar a los miembros de la Hermandad sobre el plano. Sabía exactamente dónde estarían ubicados todos sus agentes. Conocía a la estrategia del comandante tan bien como él mismo.

Elise, sintiéndose un poco como un pez fuera del agua, se quedó de pie cerca de la puerta, observando al joven con curiosidad mientras los otros ladrones tomaban asiento por doquier. Una vez todos los invocados a la sala estaban allí, ella le pasó llave al cerrojo y escuchó a su novio comenzar con su charla:

—Como ya lo anuncié cuando llegué aquí, mañana será la votación para decidir quién se quedará con el puesto de Primer Ministro. Y, como ya saben, yo no tengo intenciones de perder —Además de la ex asesina, Jean fue el único presente que permaneció de pie así que la reunión empezó—. Nuestro plan para asegurar nuestra victoria será arriesgado, pero si funciona, podría significar el inicio de una nueva era política en las Islas de Gainsboro... Pero antes de llevarlo a cabo, necesito saber si es que ustedes confían en mí —La respuesta general fue positiva. Él sonrió y miró a Elise, buscando su apoyo. Ella asintió, como diciéndole que continuara. Esto hizo:— Excelente... —Respiró hondo, bajó la mirada, y retiró de la solapa de su abrigo el broche de plata de su ministerio—. Lo primero que deberán hacer es entrar a Las Oficinas... —Lo elevó al aire—. Y para ello, deberán conseguirse una de estas cosas...


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Carcosa, 19 de marzo de 1912.

Conforme lo discutido y organizado el día anterior, Eric decidió robarle la identidad a uno de los abogados más respetados de la sección de investigaciones, el doctor Alfred Sovkov-Waro.

Alrededor de las seis de la mañana él se acercó al chofer del sujeto, quien esperaba a su jefe adentro de un automóvil afuera de su casa, y puso manos a la obra.

Luego de una rápida y civilizada conversación con el empleado —apurada por la repentina aparición de un arma—, Eric lo convenció a entregarle su uniforme, regresar a su casa y pasar el resto del día con su familia. Atemorizado, el chofer prefirió perder su pudor a perder su vida, y salió corriendo por la calle vistiendo nada más que su ropa interior. Mientras él se marchaba, el ladrón se cambió de atuendo detrás de un arbusto y entró en personaje. Pasó los próximos quince minutos de pie al frente del garaje, esperando a que Waro dejara su casa y se fuera a trabajar.

Al ver la grisácea silueta del letrado cruzar el pórtico, sin despedirse de su esposa y de sus hijos, Eric le perdió toda empatía. No tenía planeado matarlo en un inicio, pero de pronto cambió de opinión.

Mientras él contemplaba cómo deshacerse del cuerpo, el abogado caminó hacia el vehículo con un aire desdeñoso, y se enojó al ver que el moreno no le recogía el maletín ni le abría la puerta, como su usual chofer lo haría. Impaciente y engreído, Waro hasta chasqueó sus dedos frente a sus ojos, intentando llamar su atención. Cuando no la tuvo, alzó una ceja, arrogante.

—¿Eres idiota?... ¿Por qué tanta demora?

—Despídase de su mujer —El tono ominoso de Eric no asustó al ilustrísimo, quien llevó su mano a la puerta del auto, queriendo abrirla. Pero no pudo, porque el moreno lo detuvo—. Despídase de su mujer —él insistió, con mayor severidad—. Y de sus hijos. Lo extrañarán durante el día.

—¿Quién eres tú para darme órdenes? Sujeto maleducado... —El abogado no alcanzó a terminar la oración.

Eric sacó su navaja y lo apuñaló a sangre fría.

Queriendo matarlo con rapidez, le clavó la hoja en el bazo. Queriendo desesperarlo, llevó su mano libre a su boca, silenciando sus lamentos hasta que cayera inconsciente.

En la oscuridad de aquella mañana temprana, nadie vio al abogado morir.

Una vez el hombre había sido ejecutado, Eric removió el broche de búho su abrigo, agarró su maletín, recuperó su navaja, y decidió dejar su cuerpo ahí mismo donde lo había matado, en el suelo. Se subió al vehículo, manejó hacia el final de la calle y se escabulló antes de que el cadáver fuera hallado.


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Una hora antes de que todo esto sucediera, Victor, Thiago y Jonas se plantaron al lado de una carretera que conectaba la Academia Militar con la capital y con Las Oficinas.

El grupo de ladrones se acostó en el pasto frío y se escondió detrás de algunos arbustos secos, volviéndose uno con la vegetación. Todos cargaban fusiles de largo alcance, usaban pasamontañas y vestían trajes de gamuza, de interior felpado.

Estaban ahí porque Jean había descubierto que todos los días, a las seis y treinta de la mañana, un carruaje lleno de soldados de la Guardia Gris abandonaba su cuartel general —paralelo al terreno de la Academia— y se dirigía a la sede del gobierno, usando dicho camino.

Su labor aquella alborada sería frenar su paso y garantizar que ningún uniformado llegara a Las Oficinas vivo.

—¿Qué horas son? —Thiago indagó.

—Las seis con veinticinco. Ya deben estar en camino —Victor ojeó su reloj, luego se volteó al otro hombre que los acompañaba—. Jonas, ya que eres el mejor tirador entre nosotros, ¿te encargas de volarle los sesos al conductor?

—Será un placer.

Tal como Jean se los había dicho, el vehículo apareció por ahí cinco minutos después del fin de la conversación y se detuvo con un súbito estruendo. El cochero se desplomó del pescante entre una nube rojiza y cayó a tierra, ya muerto. El soldado a su lado alcanzó a frenar el carruaje, pero no logró escapar de su propio destino; una nueva bala cruzó su cráneo y lo derrumbó.

Al ver que ambos habían muerto, Victor se levantó primero, liderando a sus colegas hacia el carruaje. Al llegar ahí los tres elevaron sus fusiles a los oficiales que habían descendido del mismo, sorprendidos por la súbita parada del vehículo, confundidos por lo que había sucedido.

—¡Si no quieren morir, quédense quietitos! ¡Y ustedes! ¡Levántense de sus asientos ahora! —Jonas les gritó a sus enemigos con una voz agresiva y exigente.

Ningún gendarme ahí estaba armado y, por lo tanto, ninguno protestó. Por su estricto reglamento, ellos solo podían portar armas adentro de Las Oficinas. Todas sus herramientas y equipamiento eran mantenidos en el depósito de la sala de seguridad. No tenían nada con lo que defenderse.

—¡Formen una fila! —Fue la próxima instrucción, dada por Victor. Los hombres, sin medios de discordar, se organizaron sobre el pavimento en una línea recta—. Messieurs*! ¡Este es el primer día de un nuevo comienzo para nuestra nación! ¡No queremos empezarlo ensuciando nuestras manos! ¡Por eso, les doy la oportunidad de rendirse ahora! ¡De jurar su lealtad hacia la Hermandad de los Ladrones de Merchant, hacia el nuevo orden y hacia la nueva república!... ¡Aquellos que quieran salvarse, den un paso adelante!... ¡Tienen un minuto para decidirse! —Él les dio tiempo de moverse, pero ninguno lo hizo—. ¡Estoy esperando!

—¡PREFERIMOS MORIR A UNIRNOS A SU NIDO DE RATAS!... —La interrupción del capitán de la guardia duró poco; su mandíbula y cabeza fue explotada por un disparo de Jonas.

—¿Necesitabas hacer eso? —Victor le preguntó, un poco molesto.

—Nadie pidió su opinión —El fortachón dio de hombros y recargó su arma—. Además, moriría de todas formas.

El líder del grupo de insurgentes, al observar a los sujetos a su frente, supo que su colega tenía razón. Ninguno de los gendarmes se había movido, ni lo haría en breve. Preferían perecer a desistir de su lealtad enfermiza hacia el gobierno ministerial.

Decepcionado, Victor se vio forzado a seguir adelante con las ordenes de Jean. Con un movimiento lento, casi que piadoso, él se llevó una mano a la boca. Esperó que alguno de ellos se rindiera con ansias. Pero otra vez... nada. Así que respiró hondo, y silbó.

Al otro lado de la carretera, tras las espaldas de los oficiales, más ladrones emergieron del pasto. Caminaron con pasos sigilosos hacia los militares, deteniéndose a algunos pasos de distancia de ellos.

El líder repitió su plegaria en voz para que ellos se salvaran, a oídos sordos. Era su tercera vez implorándoles que se rindieran. Y era su tercera vez siendo ignorado.

Era evidente que aquellos hombres no romperían su juramento hacia los ministros.

Apenado, él levantó una de sus manos al aire y la empuñó. Al bajarla, con un movimiento rápido y brusco, el estruendo del fusilamiento lo hizo rechinar los dientes.

A partir de ahí, los cadáveres de los oficiales ejecutados fueron rápidamente desvestidos y todas sus pertenencias robadas —incluyendo los ítems esenciales que todos los ladrones necesitarían para entrar a Las Oficinas: El broche de búho—.

Los cuerpos desnudos entonces fueron apilados en el campo, mojados con gasolina e incendiados.

De ellos nada más sobró que músculos carbonizados y huesos tostados.


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Cuando Eric llegó a Las Oficinas —luego de haber realizado una visita rápida a la sede de la Hermandad para buscar sus armas y vestirse con un atuendo nuevo: un traje y corbata carísimo, prestado por Jean— lo hizo en la hora punta, las 08:30.

El momento perfecto para mezclarse con la turba e ingresar al Complejo General de Ministerios sin ser revisado o detenido por nadie.

El bullicio de la recepción era desagradable hasta para un sordo. El calor y la pésima ventilación del aire, nauseante. Los tres relojes de fichar —que registraban el inicio y final de la jornada laboral de todos los oficinistas— estaban ocultos por una muralla impenetrable de gente. Para llegar a ellos, uno debía moverse a paso de pingüino, siguiendo la fila mientras estaba avanzaba. Habiendo encontrado la tarjeta del abogado que había asesinado adentro de su maletín, el moreno se unió a la muchedumbre, aguardando con paciencia su momento de marcar su presencia. Luego de hacerlo, siguió a los demás funcionarios hacia el interior del laberinto, que resultó ser bastante más largo y enredado de lo imaginado.

Simultáneamente, al otro lado del edificio, sus colegas ingresaban a la sala de seguridad, luego de haber descendido del carruaje robado de los guardias asesinados. Se metieron allá mientras los gendarmes del turno nocturno se marchaban.

—Hoy es la votación para elegir al primer ministro. ¿Tú crees que ese tal de Walbridge ganará? —uno de los hombres preguntó, pasando al lado de Thiago.

—Es un Merchanter, claro que no —el colega con el que conversaba afirmó, seguro de sí.

Los ladrones, apenas sujetándose sus risas por su comentario, se vistieron con los uniformes de la Guardia Gris que encontraron en los armarios del vestuario, dejaron a los soldados vespertinos irse. Enseguida caminaron al depósito, a recoger sus nuevas armas.

Las que habían usado durante la emboscada fueron dejadas dentro del carruaje, escondidas bajo los asientos. No podían emplearlas en la sede del gobierno, ya que los oficiales de la Guardia poseían modelos y fabricantes propios.

—¿Listo para matar a unos cerdos? —Victor le murmuró a Thiago, acomodándose su cinturón.

—Siempre —El muchacho revisó su pistolera—. ¿Dónde crees que debe estar Jean ahora?

—¿Sinceramente? —Su tutor sacudió la cabeza—. Ni puta idea.


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*"Halt": "Pare" en inglés.

*"Yes": "Sí" en inglés.

*"Madame": "señora" en francés.

*"Messieurs": "Señores" en francés. 

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