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Acto I: Capítulo 2

Elise regresó a la mansión con pasos largos, acelerados y preocupados. Lloraba, pero no se daba cuenta de ello. Su cabeza le dolía, sus hombros le pesaban, sus piernas temblaban, pero no contempló detenerse por un instante siquiera.

Sentía que estaba nadando contra una marea de pensamientos agitados, inquietantes, y hacía un esfuerzo sobrehumano para escaparse luego de aquellas aguas de angustia. Con cada brazada, anhelaba más y más acercarse a Jean, teniendo pleno conocimiento de que, si a ella le costaba mantenerse a flote en aquel océano de disgusto, su amado seguramente ya se estaba ahogando. Y era apenas por él que no se permitía romper en llanto. Apenas por él, decidió guardar su propio rencor, sufrimiento, y melancolía dentro de su corazón, reprimiendo sus emociones para priorizar las suyas.

Subió hacia el segundo piso saltándose peldaños para agilizar su llegada. Una vez en el pasillo, supo que su desasosiego no había sido en vano; los fuertes sollozos y resoplidos, provenientes de los rincones más profundo de los pulmones de su novio sacudían las paredes a su alrededor, evidenciando su quebranto. Devastada por cada nuevo lamento, abrió la puerta, sin saber qué haría o diría para consolarlo.

Lo encontró sentado sobre su cama, con la cabeza sumergida entre las manos. Su bastón de hierro, caído en el suelo, acompañaba su abrigo, corbata y chaleco. Sintiéndose apretujado y restricto por sus ropas, Jean se había abierto los botones de su camisa y bajado los suspensores, en un fútil intento de liberarse. Sus amarras, sin embargo, no eran físicas. La presión que sentía sobre su piel, convirtiéndola en una cárcel inescapable, no era tangible. Y el desarreglo de su apariencia lo evidenciaba, al materializar el extraordinario desastre que se había convertido su mente. Su espíritu era el que permanecía encadenado a sus recuerdos más trágicos, no su cuerpo.

—Jean... —Ella se sentó a su lado con cautela, no queriendo empeorar su estado.

—Déjame s-solo —él imploró, incapaz de subir la vista—. Por favor...

—Lo siento, pero no lo haré —La mujer acarició su espalda—. Estoy demasiado preocupada para que eso pase.

Él siguió llorando por varios minutos, sin demostrar ninguna mejora. Elise, tal como lo había dicho, no se movió. Permaneció allí, cuidándolo y vigilándolo, sin emitir un solo ruido, aguardando por una respuesta que eventualmente llegó:

—No puedo —Jean murmuró con voz fina, debilucha, desesperada—,  no puedo seguir haciendo esto...

El comandante se levantó con un salto y tambaleó hacia el espejo que colgaba de la pared. Se apoyó en su marco dorado, inhalando y exhalando con una agresividad asustadora. Se miró mientras lloraba, y lo que veía lo asqueaba.

Ojos verdes, irrigados por caudales de rencor y tristeza. Piel arrugada, cruzada por cicatrices a las que despreciaba y repugnaba por igual. Labios que temblaban por una ansiedad crónica, que lo perseguía estando dormido o despierto, feliz o miserable, a salvo o en peligro. Un cuerpo tan maltratado y herido que ya no lograba reconocer como suyo, la gran mayoría de los días. Y claro, el recordatorio de dónde toda la tragedia comenzó. Bajo la manga doblada de su camisa —ya algo desvanecidos por el tiempo— los números que para siempre lo perseguirían, sin importar dónde fuera, o que nuevo personaje se convirtiera.

—1102 —leyó, cerrando los puños.

Subió la mirada de nuevo, reprimiendo en una fracción de segundo todo el dolor que sentía. Dejó que su cólera lo dominara y en un imprevisto lapso de locura, golpeó en lleno al espejo, despezando a mamporros su propia imagen. Sus dedos y nudillos comenzaron a sangrar, pero aquello no detuvo su escándalo, solo lo intensificó. Siguió pegándole a gritos, rompiendo su piel con los afilados trozos de vidrio que restaban, expurgando su invisible agonía a través de su dolor físico.

—Jean, detente... detente —Ella lo volvió a sujetar, ahora con menos brusquedad y rabia—. Para, por favor...

—¡No!... ¡No puedo!... ¡Así como no puedo o-odiarlo como quiero!... ¡Cómo no p-puedo matarlo como quiero!... ¡No sé qué más hacer!... ¡Quiero terminar con esta mierda de vida de una vez!...

—Hey...

—¡YA NO LO SOPORTO MÁS!... —su oración fue cortada otra vez por sus incontrolables sollozos.

Ella lo volteó, deslizó su mano hacia la parte trasera de su cuello y unió sus frentes, manteniéndolo cerca, comprobándole que no estaba solo.

—Estoy aquí, mi amor... El pasado ya se fue. Ya no estás solo.

—Fueron m-más de veinte años Elise... ¡Veinte!... ¿C-Cómo quiere él que lo perdone?... ¿Cómo e-espera que lo haga?

—No lo sé... —Ella exhaló—. Insisto, no creo que será posible... Así que no te odies por ello —aseveró—. Lo único que tienes que parar de hacer es dedicarle todo tu odio y tu resentimiento... Él no se merece nada más que tu indiferencia.

—Pero tengo que vengar tu memoria, tengo que limpiar mi nombre...

—Cariño, regresé... y estoy aquí. Contigo. Viva. —Elise corrió sus dedos por la castaña cabellera del ladrón—. Ya no tienes que vengarme... Ya no tienes que matarlo... No vale la pena perder tu tiempo con Claude.

—Que estés aquí no borra las cosas terribles que él hizo... Hacia mí, hacía ti —Jean protestó, sintiendo como la sangre goteaba por sus dedos, sin saber cómo detenerla—. No puedo perdonarlo... y no puedo dejar que viva. No después de todo lo que me hizo sufrir... ¡No después de todo lo que me forzó a hacer! —Al fin demostró estar arrepentido por sus actos de maldad—. ¡Maté a tanta gente!... ¡Torturé a tanta gente!... ¡No tuve otra opción! ¡Era eso o morir!... Y al final... —Sacudió la cabeza—. Haber sobrevivido no me llevó a nada... ¡Haber asesinado a todas esas personas en la Iglesia no me llevó a nada!... Porque aún no me siento satisfecho con su agonía... ¡Porque cualquier dolor que le cause siempre será sutil, superficial, comparado con el que nos causó!... ¡Perdiste a tu hijo por su culpa! ¡Yo perdí a todas las personas que amaba por su culpa!...

—Jean...

—¡ÉL LO SABÍA! —Se estremeció, llorando—. ¡Él sabía que yo era inocente! ¡Antonio me lo confirmó!... Y aun así... me encerró. —El comandante aspiró una bocanada de aire entre sus dientes—. Y nadie se importó por ello... Solo Lilian. Fue la única... que me creyó hasta el final.

—Lo sé... —La mujer besó su frente y acarició su mejilla—. Pero usar el sufrimiento de nuestro pasado como excusa para rendirse a una violencia desenfrenada no es correcto...

—Elise...

—Te apoyo cuando dices que quieres cobrar justicia y desenmascarar a Claude, lo hago. Estás en todo tu derecho... —lo cortó con un tono firme—. Pero cuando me dices que lo quieres asesinar... Cuando me dices que prefieres matarte a verlo vivo, me asustas. No logro reconocerte —Miró a sus manos—. ¿Acaso no ves que odiarlo tanto como lo haces solo te está hiriendo a ti?

Ese fue el golpe que lo volvió a derrumbar. Jean abrió la boca y soltó un lamento que a años había retenido en su pecho, cerrando sus puños, haciéndolos sangrar aún más. Ella reacomodó su posición para abrazarlo y dejar que se apoyara en su cuerpo. No logró mantener su tranquilidad; lloró junto a él y compartió su miseria, comprendiendo la extensión de su tormento.

—¿Cómo aún me quieres?... —murmuró el criminal—. ¿Después de todo lo que hice?... ¿Por qué sigues aquí?...

—Porque te amo.

—Pero no soy bueno para ti... —Alzó sus manos temblorosas al aire, viéndolas sobre el hombro de su amada—. Lo único que te puedo dar es mi tristeza... Ya no me resta nada más... Todo lo demás ya me lo han quitado...

—Eso no es cierto —Elise lo apartó de sí misma con suavidad, queriendo mirarlo a la cara—. Has sufrido mucho, lo sé. Pero sigues siendo el hombre del que me enamoré a veintitrés años atrás... El hombre que me cuidó cuando mi propio esposo no lo hizo; que pasó dos décadas protegiendo mi legado, sufriendo mi muerte y asegurándose de que no fuera olvidada por el mundo. El hombre que defendió a los inocentes del sur, que los ayudó a tener una vida mejor... Que derrotó al alcalde y le puso fin a su pésima gestión... Que demandó justicia en nombre de aquellos que no podían hablar. —Sus ojos castaños, vidriosos, no se despegaron a los verdes de Jean por un segundo—. El mismo hombre que aún amo hoy y que no quiero ver convertirse en mi padre. —La fragilidad en su voz derritió aún más el semblante del ladrón, que arrugó sus facciones y curvó sus cejas, entre melancólico y avergonzado—. Él pasó su vida persiguiendo una venganza tardía. Hizo sufrir a todos a su alrededor y jamás logró ser feliz, no con plenitud, no con genuinidad. Fue un desdichado, un amargado, hasta el final.

— Dios... —Jean pestañeó, mareado por su cambio de perspectiva—. Me estoy convirtiendo en él... —Su pecho de pronto se estrujó, su ira, se despedazó—. Tienes razón... Me volví el mismo hombre al que siempre soñé con matar...

—No, no aún —Ella sacudió la cabeza—. Pero si sigues insistiendo en elegir el camino del rencor, del desprecio, de la maldad... No te miento, serás él. —Miró hacia abajo por un largo minuto—. Esto se debe estar doliendo tanto... —Tomó sus manos con cuidado, examinando los cortes—. Sé que no te gusta, pero... déjame cuidarte. De esta vez, déjame.

—De acuerdo... —Jean contestó con voz fina, tímida, casi imperceptible—. Hazlo.

Ya no quería resistirse a sus pedidos. Simplemente no le restaba energía para ello. Estaba tan cansado, que la siguiente media hora se pasó en un pestañeo.

Elise se levantó, corrió al pasillo, y tuvo una rápida conversación con Lilian —quien se había despertado por el griterío y había venido a descubrir qué había pasado—. Le pidió que trajera un puñado de cosas a la habitación y él no logró oír exactamente qué.

Apenas cuando la rubia apareció, Jean logró descubrirlo: era su botiquín de primeros auxilios.

Lilian dejó la caja de madera en el suelo a su frente y lo abrazó sin presionarlo con preguntas, dejándolo seguir llorando sin criticar su delicadez, ni su vulnerabilidad. Los dos conversaron un poco mientras la otra mujer le limpiaba las heridas, removiendo los trozos de vidrio que permanecían incrustados en su piel con una pinza. El comandante, acostumbrado al dolor luego de años constantemente experimentándolo, no hizo más que rechinar los dientes cuando alguna punzada le resultaba demasiado fuerte. Siguió murmurándole respuestas a las preguntas amables de Lilian sobre su día de todas formas, sabiendo que ella apenas lo quería distraer de sus padecimientos por un rato.

—Todo listo... —su novia anunció luego de unos minutos de charla, mientras terminaba de atar las gasas con un nudo.

—Me retiro entonces —la ama de llaves contestó a seguir, dándole un último apretón al hombro de su amigo—. ¿O necesitan de algo más?

—No, Lily... Gracias —Jean contestó, enternecido por su cariñoso gesto—. Puedes volver a dormir. Y perdón por despertarte... por incomodarte con mis berrinches...

—No te disculpes, narigón. Dios sabe que necesitabas decir todo lo que tenías atorado en la garganta —la rubia lo alentó con una sonrisa liviana—. Pero, ¿seguros de que no quieren que limpie estos trozos de vidrio antes de que me vaya? Puedo hacerlo.

—Tranquila, yo me encargo de ello mañana —Elise insistió—. Ve a descansar. Lo mereces.

Lilian asintió y se despidió de ambos, pese a su preocupación. Le dio un abrazo rápido a la otra mujer, un beso a la frente de su mejor amigo, y marchó con pasos lentos, cerrando la puerta con un bostezo.

Jean permaneció quieto en su lugar por unos diez minutos más, observando como su novia organizaba el desastre que él había creado lo mejor que podía, dejando los insumos médicos sobre la mesa de noche y usando el costado de su zapato para apilar los cristales rotos del espejo a un lado. Cuando ella terminó su faena, el reloj ya marcaba las dos. Estaban en plena madrugada.

—Asumo que mañana tienes que ir a trabajar...

—Tengo el día libre —Él enjuagó la humedad restante de sus mejillas con el reverso enfajado de su mano—. Sabía que esta noche sería extenuante, así que pedí un descanso. Los demás ministros me lo dieron, por suerte. Tendré que ir a la Hermandad por la tarde eso sí, a resolver unos asuntos pendientes.

—Entiendo. Pero, de todas formas, te ves cansado —Elise acomodó su cabello, apartándolo de su rostro—. Y yo también lo estoy, así que los dos deberíamos irnos a dormir de una vez.

—Lo sé... —Jean tragó la mucosidad que se le había pegado a la garganta, aclarándola. A seguir, tomó coraje y miró a su novia a los ojos—. Gracias. No solo por esto... —Movió su palma lesionada, para señalarla—, sino por detenerme, cuando le pegué a Claude. No sé qué hubiera hecho después si no me hubieras sujetado. Y... —Dudó por un segundo, más por miedo que por inseguridad—, te prometo... que intentaré no perder la cabeza de nuevo. Que daré mi mejor para no dejar que mi ira me gane... por más fuerte que sea la tentación de hacerlo. Me controlaré.

—No necesito que me prometas nada —Ella fue la que besó su tez a seguir—. Tu promesa debe ser hacia ti mismo. Por tu bien. No por el mío.

Su respuesta, su consideración, lo hizo anhelar un beso más, ahora a la boca. Y porque quería —y podía— él se rindió ante el afecto que le tenía. Conectó sus labios, explicándole con el gesto todo lo que ansiaba, pero no lograba, decirle en voz alta; la amaba, la apreciaba, la anhelaba, y no quería perderla siendo un bruto.

Por la sanidad de ambos, sabían que debían haber limitado aquella interacción a la simplicidad e inocencia que presentaba. Debían haber frenado su pasión en ese mismo instante, en vez de dejarla aumentar en intensidad y fogosidad. Los dos estaban exhaustos, en un pésimo estado de espíritu, y el mundo a su alrededor estaba en ruinas, ardiendo en llamas. No era sano, ni correcto, proseguir con lo que hacían.

Pero es evidente para cualquier alma enamorada que el deseo va tomado de la mano con la impulsividad, y que el más salvaje de los amores adora a la fragilidad. Estaban, entonces, condenados desde el instante en que se tocaron.

Con cada ropa despojada, el peligro crecía. Con cada roce, la vulnerabilidad aumentaba. Pero detener la escena que vivían no fue una posibilidad para ninguno de los dos. No pensaron en el daño que se podían causar, porque no sentían que aquello era un equívoco. El poco placer que les restaba en la vida era el que sentían con la compañía del otro; no se negarían a aprovecharlo a su máximo, por más tóxico que fuera.

Jean se acostó en la cama con el cuerpo fatigado, pero con la mente activa. Elise lo siguió, cubriéndolo con sus piernas, su torso, sus pechos, su cabello y su familiar calidez, protegiéndolo del mundo exterior con su figura. Allí, él solo se podría concentrar en ella. Allí, no podría pensar en su pasado, en su temor, o en los años que había perdido en vano. No existían distracciones que lo detuvieran de alabarla, de besarla, y de probarle de todas las maneras posibles que la amaba. Ella, por su parte, retribuyó su atención con el triple de interés.

La dama reconocía que, en su juventud, satisfacer su libido nunca había pasado de un entretenimiento, de una diversión. Con Claude, el sexo siempre había sido lúdico, entusiasmado, y ella no se avergonzaba de decir que lo había disfrutado bastante, cuando aún lo veía como un hombre íntegro y respetable.

Ahora, ya más vieja, sensata, y comprometida con Jean, la experiencia era otra. Más parecía una ceremonia religiosa que un hecho casual y fulminante. Existía una seriedad, una admiración, una energía lenta y delicada, que la hacía temblar de pies a cabeza, sacudiendo ambos su cuerpo y espíritu sin que siquiera tuviera que llegar al orgasmo.

Junto a él sentía un éxtasis sin igual, un placer indescriptible. Por tan solo ser la mujer a la que alababa, ya se sentía la ganadora de mil sorteos, la bendecida por mil fortunas. La elegida por un Dios amable y misericordioso.

El comandante no necesitaba murmurar palabras sucias a su oído, o cautivarla con movimientos repentinos para conquistarla. No requería ningún atrevimiento o vulgaridad para tener todo su interés. Al tan solo mirarla con aquellos ojos de eucalipto, que reflejaban en su brillo todo el amor que le guardaba, él ya lograba derretirla por dentro, y por completo.

Al existir a su lado, ella ya se sentía plena. Y por este hecho, Elise abandonó la razón. Se entregó a él sin nuevos cuestionamientos ni objeciones. A cambio, solo demandó una cosa: que él también fuera suyo, desde ese entonces hasta la eternidad.

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