Acto I: Capítulo 19
Mientras el grupo cruzaba la anegada ciudad buscando los ítems requeridos por el comandante, el hermano menor del dicho decidió arriesgar su suerte y dar un paseo por los alrededores del hospital. Tuvo que convencer a Elise de que necesitaba un tiempo a solas para procesar todo lo que había oído —y de que no, no lo gastaría junto a su dinero, sentado en un bar—.
Caminó sin destino por un par de calles, bajo un paraguas negro que le había comprado a un buhonero cualquiera. Pero con el agua turbia de la lluvia mojándoles los calcetines y ensuciándole las ropas, el objeto más fue ornamental que útil. Aun así, él no se quejó.
Siguió merodeando las veredas como un perro perdido, y la titilante alfombra plateada que yacía bajo sus pies lo acabó llevando a la Iglesia de Saint-Joseph.
Bajo la lluvia, su oscura fachada se veía aún más intimidante de lo que ya era. Gárgolas vertían violentas cascadas de las alturas, haciendo el suelo resplandecer como gotas sueltas de mercurio. Los vitrales —aún no del todo reparados— le recordaban la pavorosa tarde del tiroteo que él había sobrevivido semanas atrás, y lo mucho que su vida había cambiado desde entonces.
Con un suspiro extenuado Claude entró al templo, sacudiendo sus pies y cerrando su paraguas. Lo primero que notó fueron las enormes vigas de madera que habían sido anexadas a las columnas de la construcción, así como los andamios que rodeaban la parte trasera del altar. Si bien el vitral que había sido destrozado por la ametralladora aún no había sido reemplazado por otro, el agujero que había dejado atrás sí fue escondido por una lona. Esto no tan solo protegía el interior de la Iglesia de la lluvia, como también detenida la iracunda fuerza del viento que flagelaba la capital.
A aquellas horas, poca gente caminaba por los interiores de la Iglesia. Apenas algunas señoras de edad, un par de hombres, y una mujer con su hijo ocupaban las nuevas bancas —ahora fijadas al suelo con gruesos tornillos y tuercas—. Claude los cruzó a todos con pasos lentos, evitando molestarlos con el llamativo staccato de su bastón.
Atravesando el presbiterio, a la izquierda de la nave central, en la capilla de Santa Bárbara un homenaje se había rendido a las víctimas del atentado al templo. Flores, cartas, velas, cintas y otras variadas decoraciones habían sido puestos bajo el cuadro de la mártir. Recientemente, nuevas ofrendas habían sido añadidas, junto a fotos de los mártires de Las Oficinas, y algunas de sus pertenencias.
Claude se sentó en la banca más cercana al altar, a apreciar cada detalle con pena y consideración. Pasó tanto tiempo mirando las llamas de las candelas, que no percibió las incontables lágrimas que se derrumbaron por su rostro, o la aproximación del nuevo sacerdote de la iglesia.
—Hijo mío... ¿por qué lloras? —El hombre, de edad avanzada y postura encorvada, se detuvo a su lado y puso una mano sobre su hombro, preocupado con su bienestar.
—Buenos días —El político intentó recomponerse, en vano.
—Buenos días —El otro sonrió, a medias—. Su rostro me es familiar... Perdone la indiscreción, pero creo que lo reconozco de algún lugar.
—Soy... —Hizo una pausa. No quería mentir en la casa de Dios—. Era el ministro de justicia.
—Oh... —Se sentó a su lado—. Claude Chassier.
—Así es.
—Un placer, Obispo Martin.
El mandatario frunció el ceño.
—Pero esta iglesia no tiene obispo. Nunca la ha tenido. Supuestamente porque el arzobispo tenía una riña con el presbítero y no lo quería dejar asumir el puesto... o algo así.
—Pues las cosas cambiaron —Martin continuó sonriendo, sin ofenderse—. El arzobispo Mathieu falleció hace unas semanas y su enemistad conmigo, el presbítero al que usted menciona, pasó a la historia... El arzobispo que ha tomado su lugar, monsieur Armand, ha convertido desde entonces a esta iglesia en la nueva sede de la diócesis. Por lo tanto, cuando los reparos terminen, se volverá una catedral oficialmente.
—Huh —Claude pestañeó, pensativo—. Solo se demoraron cuarenta y siete años en lograrlo.
—Mejor tarde que nunca —El religioso se sentó, frotó las rodillas, y miró a la pintura a su frente, aún con una actitud gentil y relajada. Los dos se quedaron tanto tiempo en silencio, que él decidió romper el hielo con el primer tema que se le vino a la mente:— ¿Sabe usted por qué este memorial se hizo aquí, en la capilla de Santa Bárbara?
El político a su lado sacudió su cabeza.
—Lamento decir que no.
—Se lo explico, entonces. Ella es la santa protectora de los mineros, artilleros, feriantes... y de todos aquellos que temen sufrir una muerte repentina y violenta, sea en la vida o en el trabajo.
—Hm. No lo sabía.
El sacerdote, volteándose hacia él, volvió a hablar:
—Pues ahora lo hace —señaló al cuadro—, así que... aproveche que está aquí, y rece por esas pobres almas. Por aquellos que aquí perecieron y aquellos que también lo hicieron en su lugar de trabajo. Y pídale a la santísima, con humildad y con cariño, que reciba a esos hermanos, nuestros hermanos, entre sus brazos. Y que lo haga con amor y con calidez.
Claude se tragó su amargura, pero sus próximas palabras fueron envenenadas por la misma de todas formas:
—No sé si aún tengo fe en la utilidad de mis plegarias.
—¿Puedo preguntar por qué?
—Tiene la respuesta al frente suyo.
El obispo respiró hondo.
—Entiendo... La pérdida es despreciable, así como el luto. Pero merecer ser vivida, aceptada, y superada. No es un camino fácil, mucho menos linear. Y no le prometo que será agradable. Pero debe ser seguido...
—No hay como olvidar esto.
—¿Quién dijo algo sobre olvidar? —el anciano indagó—. Amar es recordar. Y también es seguir adelante, e inmortalizar ese recuerdo.
—Me corrijo entonces. Esto... —Claude señaló a las velas—. No hay cómo perdonar.
—Ah... —El religioso alzó las cejas—. Esa es la verdadera raíz de sus dudas, entonces. Rencor.
El político, sintiéndose arrinconado, entrelazó los dedos de las manos y evitó la mirada del sacerdote a toda costa.
—Si le cuento algo, ¿juraría por el poder y la nobleza de su sotana no compartirlo con nadie más?
—Usted está seguro en la casa de Dios. Aquí, apenas él puede juzgarlo por sus crímenes. Yo no le diré nada a nadie.
Batallando con sus nervios, inquietudes e longeva aflicción, Claude decidió por primera vez en décadas confesar:
—¿Usted sabe que tengo un hermano, cierto? O al menos lo tenía.
—Yo me acuerdo de haber leído algo al respecto, años atrás. Pero usted podría refrescar mi memoria, si así prefiere.
—Lo haré. Él... —El señor Chassier pausó, ansioso—. Jean, fue condenado a trece años de prisión por el asesinato de mi esposa.
—Oh... lo lamento mucho.
—No lo haga —Hizo una mueca de disgusto, hacia sí mismo—. Era i-inocente.
—¿Inocente?
Claude, por razones que desconocía, así que oyó esta repetición se vio inclinado a compartir con el extraño una versión resumida de todo lo que les había ocurrido, saltándose detalles menores para apurar su conversación.
Al terminar de escuchar su horripilante relato, el boquiabierto obispo se quitó los lentes del rostro, los limpió con la tela de su estola y lentamente volvió a ponérselos.
Cuando se acercó a consolar el pobre hombre lo hizo pensando que era algún viudo, o familiar de un fallecido en la explosión, o en el Golpe. Pero ahora que comprendía su real conexión con la tragedia, entendía también el porqué de su desconsuelo y falta de esperanza.
—Hijo... veo ahora el por qué de tantas dudas —el anciano admitió, cruzando los brazos—. Su situación familiar es... compleja.
—Es un desastre.
—No del todo. ¿No dijo usted que su hermano se arrepiente de sus errores?
—Lo hace... o al menos eso dice.
—Y su esposa... ¿También?
—Sí.
—¿Y usted? —Martin inclinó la cabeza.
—Claro que lo hago —Claude respondió, pesaroso—. Y me culpo... mucho. Porque sé que, si yo no lo hubiera encerrado, esto... —Miró alrededor—. No hubiera pasado. Soy tan culpable por estas muertes como él lo es. Mis manos están igual de sucias, y mi consciencia está igual de pesada.
El obispo no negó su afirmación; sabía que existía un poco de verdad en ella.
—Si esto ocurrió, Dios sabe porqué será. Yo no, y no mentiré diciendo que lo hago —se excusó—. Pero sí pienso, más allá de toda crueldad y de toda perversidad, que tal vez esta barbarie fue necesaria para hacerlos a todos ustedes despertar de sus respectivas iras. A lo mejor, esto sirvió para invocar algún remordimiento en sus almas, por más mínimo que sea.
—Esta gente no merecía lo que les pasó.
—Monsieur Jean tampoco. O usted, o su esposa, o cualquiera de los involucrados... —El obispo respiró hondo—. Hijo... Jesús murió para salvarnos. Para perdonar nuestros pecados. Él dio su vida, conscientemente, para que nosotros pudiéramos vivir la nuestra en paz. Fue un noble sacrificio, pero la lección que enseña es aún más noble; perdona, y sé perdonado. Salva, y sé salvado. Por lo que veo y por lo que acabo de escuchar, esa es la única opción que les resta... el perdón. No hay nada más que se pueda hacer a este punto.
—Pero debe haber alguna penitencia para nuestros actos...
—La pésima situación en la que se encuentran ya es el castigo que Dios les designó. Y me atrevo a ir más allá; a él le cabe juzgar si merecen sufrir o no, o cuánto pesar deberán soportar, no a ustedes. Así que no se castiguen en vano. Cumplan la sentencia que el Padre les asignó con perseverancia y con resignación. Si usted debe ser honesto, sea honesto. Si su hermano debe aprender a ser amable otra vez, que lo aprenda. La vida tienes sus mecanismos y la justicia divina nunca falla. Confíe en ello.
—¿Y cómo me perdono a mí mismo? —Claude se limpió el rostro, húmedo y enrojecido—. Aún no lo entiendo.
—Puede nunca hacerlo —El obispo fue sincero—. Pero piense que, al desanimarse, al entristecerse en exceso, le está haciendo un daño al mundo y a la nación que lo necesita. Saulo fue a Damasco a perseguir cristianos. David cometió adulterio con Betsabé. Pedro negó a su maestro tres veces antes que el gallo cantara. Todos cometieron errores, graves errores. Pero se transformaron por la gloria divina e hicieron cosas magnificas... Usted tiene esa oportunidad, así como su familia. Aprovéchela. Aún es tiempo de hacerlo.
Claude, emocionado, llevó su vista hacia la pintura, curvando sus cejas en pura agonía. Sollozó por varios minutos, mirando a la santa. Cuando logró calmarse, sintió al hombre que lo acompañaba darle unas palmaditas en la espalda, queriendo reconfortarlo.
—¿Cómo puedo hacerle una donación a esta catedral? —Fue lo primero que se le ocurrió decir, aún aletargado por la intensidad se sus sentimientos.
—Aprecio su gesto, pero guarde sus monedas. Aquí no la necesitamos —El anciano sonrió—. Hay un lugar, sin embargo, dónde serían muy bien aplicadas.
—¿Dónde?
—El orfanato de San Jerónimo, en Merchant. Necesita de donaciones con urgencia.
—Lo tendré en mente.
—Hágalo... y ayude a todos los que pueda, especialmente por allá —El viejo se levantó—. Recuerde, bondad atrae bondad. Maldad atrae maldad. Si quiere librarse de su culpa y de su remordimiento, empiece haciendo lo que no pudo por sus viejas víctimas; téngale pena y compasión al prójimo ser necesitado que se cruce por su camino.
—Lo haré, y gracias. Por los consejos y... por escuchar.
—Venga cuando necesite un oído amigo. Y sepa que siempre encontrará paz aquí —El obispo Martin dijo con un aire liviano, tranquilo, opuesto al de su acompañante—. Tenga un buen día y que Dios le bendiga.
—Igualmente, monsieur —Claude besó su anillo, por educación—. Igualmente.
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Cuando el político regresó al hospital, Eric, Victorie y André ya habían llegado. Su hijo, al verlo en el pasillo, lo abrazó sin hacerle preguntas o demandar explicaciones para su pésimo estado de ánimo.
—Trajimos lo que pediste —Enseguida, le entregó la investigación de Marcus—. Pero no entendí para qué quieres esto.
—De esta vez no eres el único que necesita respuestas. Quiero que Jean me complemente la información que está aquí con su versión de los hechos... Solo así podré comprender cuán grave fue todo lo que le pasó, y solo así podré también saber cuán criminal y cruel Marcus en realidad era.
—¿Entonces vamos a proseguir con el relato que dejamos pendiente?
—Lo haremos —Claude concordó—. Y de esta vez iremos hasta el final.
Mientras ellos terminaban de conversar, el consejero del comandante —ya adentro de su habitación— le entregaba los álbumes que él había demandado, así como el diario de Ingrid Pettra —al que Eric llevaba consigo a todos lados desde la muerte de Thiago—.
—Sé que aún te deben restar dudas sobre lo que le pasó a Lilian... —le dijo a Jean, entregándoselo—. Así que te traje esto también.
—No necesitabas...
—Es tuyo —él insistió—. Sé que es lo que ella hubiera querido.
El comandante, pese a su cansancio y a su dolor físico, replicó el gesto de su sobrino a con su padre y abrazó a Eric con fuerza.
—Gracias... por devolverme al menos una parte de mi mejor amiga —comentó, al volver a reposar sobre la cama.
Su consejero hizo una mueca que no pudo ser considerada una sonrisa por la tristeza que contenía, y asintió. En ese preciso momento, los visitantes que faltaban entraron al recinto.
—Hablé con Misvale —Elise avisó—. Nos dio tres horas a todos para que conversemos en paz.
—¿Y por dónde empezamos? —André indagó.
—Por el diario de Lilian —Jean alzó la voz—. Descubramos primero quién de verdad era Marcus Pettra, según ella, y entonces podemos seguir con el resto de nuestra historia. ¿Todos de acuerdo? —Los vio asentir—. Muy bien. Cariño... —Le ofreció la libreta a Elise—. ¿Puedes leer?
Ella afirmó con la cabeza, se acercó a la cama y tomó el objeto entre sus dedos con apuro. Estaba tan ansiosa por respuestas como su novio. Revisó el contenido del diario por un instante, hasta encontrarse con una entrada que le llamó la atención. Aclarando la garganta, se puso a recitar sus líneas:
- "Por casi seis meses he estado aguantando en silencio la tragedia que es mi vida..."
"... He sido maltratada, golpeada e incluso abusada por la peor de las bestias que este país ya engendró. Su nombre —por más prestigioso y condecorado que sea— es para mí un sinónimo de maldad y perversidad.
Marcus Pettra. Un millonario que se hace de pobre al vivir en un barrio de clase media alta, y que pasa los fines de semana bebiendo para olvidar sus incontables equívocos. Es tacaño, es mujeriego, es soberbio. Finge bondad apenas para conseguir lo que quiere, y descarta a las personas así que pierden su uso. Sabe enmascarar sus vicios tan bien como sabe manipular a los que los rodean. Y claro, como todos los veteranos adinerados de este país, culpa todo su mal comportamiento y amargura en un solo punto histórico: la guerra de independencia..."
—Esa entrada termina ahí, no sé por qué. Seguiré con la próxima —la dama anunció y volvió a concentrarse en los siguientes párrafos:
"Según todo lo que él me ha contado hasta ahora, lo que he oído de vecinos, y lo que he logrado investigar dentro de la limitada biblioteca de nuestra casa, él en efecto fue importante para la resolución de la guerra. Incluso creo que subestimé su importancia.
Para no olvidarme de todo lo que he descubierto esta noche, lo escribiré abajo:
Luego de la expulsión definitiva de los franceses de las Islas de Gainsboro y la muerte del General Maximilian Chassier, su hijo, el teniente coronel Peter Chassier, convocó una reunión con los oficiales de más alto rango del territorio. Al ver que todos sus generales habían fallecido, huido de las Islas, o sido secuestrados, él separó los batallones por regiones y les asignó un "general interino" a cada uno de ellos. Los rangos de estos supuestos generales, no obstante, no progresaron oficialmente. Fue apenas un mecanismo para agilizar la organización del ejército.
Muriel Frankfurt, hijo del contraalmirante Hans Frankfurt, fue el capitán de fragata que Chassier escogió para representar a Merchant.
Aurelio Carrezio, mayor de la 3.º compañía de artillería Carcosa, fue el elegido para representar a la capital junto a Marcus —quien en la época ya era teniente—.
Y el teniente coronel, obviamente se quedó con todo el poder sobre el norte del país.
Frankfurt luchaba por libertad. Chassier luchaba por venganza. Aurelio luchaba por fama. Y este infeliz con el que comparto la cama, luchaba por deber. Esta combinación de intereses aceleró el caminar de la guerra, pero terminó siendo desastrosa para su resolución.
El mayor, creyendo que los ingleses vencerían las últimas batallas del conflicto, decidió valerse de la debilidad de su ejército para asegurar un puesto cómodo desde donde observar su decline. Les vendió a los ingleses la posición de una línea de artillería importante para Peter, que distraería a su enemigo mientras él y sus hombres cruzaban el río rojo, en la última batalla del conflicto.
Al ser traicionado por Aurelio, la estrategia del teniente coronel no funcionó nada bien, y los revolucionarios perdieron gran parte de su contingente. La lucha no obstante continuó, pese a las casualidades. Y por pura suerte y bondad divina, la lograron vencer, poniéndole un fin al colonialismo en todo el territorio.
Peter no logró celebrar, sin embargo. Supo que aquella reacción de sus adversarios no había sido una mera casualidad. Era imposible que lo fuera, por la rapidez del contraataque. Existía algún soplón entre sus fuerzas.
Antes de que todo esto ocurriera, Frankfurt se había enamorado de una esclava inglesa a la que habían rescatado en una misión, al sur de Carcosa. Ambos mantenían su amorío en secreto, por el estigma de la sociedad, la desconfianza de Peter, y el temor que tenían a ser separados, pero rumores siempre circulaban a su alrededor.
Aurelio, queriendo pasar desapercibido ante las sospechas de su enfurecido líder, formuló un plan perfecto para fingir su inocencia: Le contó a Chassier sobre el caso del marinero con la muchacha, e insistió que él le había entregado las coordenadas de la artillería a los ingleses, a cambio de papeles que confirmaran la manumisión de la joven, así como un puñado de monedas que les asegurara un escape seguro de la Gran Isla.
Trastornado, Peter creyó en esta mentira y mandó asesinar a la muchacha, así como a casi todos los negros que habían rescatado de granjas, mansiones y chacras, en el entremedio. Los pocos que lograron salvarse de su locura y sed de sangre huyeron de la capital, estableciéndose en Saint-Lauren y en Merchant. Años después unos pocos regresaron, pero el porcentaje fue mínimo.
Frankfurt, por su parte, fue preso en la prisión de Isla Negra por "traición a la patria". Perdió su rango, su prestigio y su honor. Jamás se recuperó de dicho ataque. Jamás volvió a ver a la mujer que amaba.
Pero la historia no termina ahí. Resulta que Marcus fue el que recibió la orden de ejecutar a su novia. No obstante, haciendo uso de su bondad por primera vez en su vida, él decidió liberarla en el bosque, disparándolo al cielo en vez de a su cabeza.
Nadie nunca supo nada al respecto. Él se tragó esta verdad por años. Y me la confesó ayer, luego de regresar ebrio a casa. Me sorprendió oírlo hablar con gentileza sobre la pobre chica, y me asombró aún más verlo ser sincero conmigo. Porque —por lo que pude comprobar en libros de historia, relatos de la época, y hasta fisgoneando un poco en su propia libreta personal— él efectivamente no miente.
Aurelio gastó el dinero que ganó de los ingleses en menos de un año. Marcus descubrió que él había sido el verdadero soplón por esto mismo; el mayor no ocultó su ostentoso carácter ni intentó disimular su deslealtad, comprándose una propiedad en la capital, un carruaje nuevo, y suficientes trajes para arropar a un batallón. Sus ingresos no coincidieron con su ambición y su avaricia. El estado financiero del país, después de un conflicto armado tan severo, mucho menos. Pero no todo ocurrió de acuerdo a su plan. Por culpa de múltiples acusaciones de "conducta indebida", por su alcoholismo crónico, y por haber abandonado su batallón en plena batalla del río rojo, el ejército suspendió su sueldo y sus gratificaciones, obligándolo a entrar a la policía para poder subsistir. Aurelio nunca vio esta decisión como algo justo o merecido y juró venganza por su "fortuna" perdida.
Peter fue glorificado como un héroe nacional, Frankfurt tachado de traidor injustamente y Marcus enloqueció en secreto, sabiendo la verdad detrás de todas estas calumnias y mentiras.
Así su amistad nació y terminó; así el destino de la nación se forjó."
—Y esa fue la entrada del 06 de junio de 1879.
—Joder... —André suspiró.
—En efecto —Jean añadió—. Joder.
—Ahí está la respuesta de cómo Marcus logró hacer que Aurelio aceptara su acuerdo —de esta vez fue Claude quien comentó—. Lo amenazó con contarle la verdad a todos respecto a su deserción y su traición hacia Frankfurt. Piénsenlo bien; si Marcus declaraba que Aurelio fue el responsable de sabotear la resolución de la guerra, él perdería su rango de mayor de una vez por todas, y su empleo en la policía.
—Al menos eso fue aclarado —Su hijo respiró hondo, cruzando los brazos.
—Pero todavía nos falta un misterio que resolver —Elise añadió.
—¿Cuál?
—¿Qué exactamente le pasó al matrimonio de Ingrid y Marcus Pettra? —Ella siguió revisando el diario, hasta detenerse en una de las últimas entradas—. Esto parece interesante... "Por meses, he estado manteniendo un romance que pensé era correspondido..."
"... Pero los hechos de las últimas horas han destruido toda y cualquier esperanza que tenía de tener un final feliz.
Hoy debió ser mi último encuentro con la señorita Stern.
Ella me mandó una nota, pidiendo que la fuera a visitar a las 3hrs. en su departamento en la rue Pompadour. Pese a la ternura de sus palabras, supe que no podía volver atrás en mi determinación de cortarla de mi vida. Este embarazo nos separaría, más temprano o más tarde. Lo más gentil y considerado que podía hacer era contarle la verdad sobre todo y dejarla ir ahora, por más que me doliera.
Yo debía decirle lo que ese gordo imprestable me hizo, y debía haberme despedido con un beso romántico, dejando en su corazón la certeza de que la amaba, pese a mi partida...
Pero estas ilusiones fueron infantiles y ahora lo reconozco.
Cuando llegué a nuestro punto de encuentro, en vez de encontrarla aguardándome con las ansias de una amante devota, la encontré sobre su cama, con las piernas partidas sobre un hombre voluminoso, velludo, al que rápidamente reconocí como mi esposo."
—¡¿QUÉ?! —Eric evidenció el mismo espanto de los individuos que lo rodeaban, abriendo sus ojos lo más que podía.
Todavía no había alcanzado a leer aquella parte del diario, al parecer.
—Se pone peor —Elise siguió recitando:
"No entiendo, hasta ahora, el por qué de su crueldad. ¿Cuál fue el propósito de Martha al invitarme a ver una escena tan asquerosa y obscena —tanto por su presentación como por sus implicaciones? La respuesta se me escapa de la mente."
—La nota que Martha le envió a Lilian... Aurelio la debe haber escrito —André observó—. Es lo más lógico. Él quería arruinar la vida de todos sus colegas. Frankfurt ya estaba encerrado, mi abuelo ya había sido forzado a retirarse del ejército por el escándalo de su adulterio...
—Marcus se volvió su siguiente objetivo —Claude continuó con la línea de pensamiento de su hijo, convencido de que el joven tenía razón.
—Aurelio sabía que Martha era sáfica y la manipuló con esa información para que trabajara para él. Ella amaba a Lilian, pero perdería su oportunidad de estudiar si es que la universidad se enteraba de ello —Jean siguió elaborando la teoría, frunciendo todavía más el ceño—. Y al lograr destruir al matrimonio de Marcus, ese gordo maldito se aburrió... Así que decidió instigar a nuestro padre de nuevo. Claude, ¿te acuerdas del atentado que él sufrió en el teatro?
El comandante se refería a un ataque que su padre había sufrido en Levon, en 1880, cuando él y su hermano todavía eran adolescentes.
—Sí. Claro que me acuerdo. Le dispararon en el brazo.
—Todos pensaron que fue algún sindicalista con motivaciones políticas, pero pudo haber sido...
—Aurelio —El señor Chassier concordó, asombrado—. Elise, por favor... sigue.
—De acuerdo.
"Al verme en su habitación, ella se separó de Marcus con un salto. Me rogó por mi perdón, me dijo que lo hacía por su carrera, pero yo no le creí, ni tampoco la entendí.
¿A qué se refería con eso? ¿Siquiera debía importarme?
En mi desorientado estado, le grité. Le confesé a Martha que la amaba y que, por ello, también la odiaba. Los detalles de mi desahogo no son del todo claros para mí. Mis memorias han perdido la intensidad y el color. Solo sé que Marcus entendió las implicaciones de nuestra cercanía gracias a mi pobre elección de palabras, y descubrió la verdad sobre nuestra sagrada unión.
Y hoy, luego de horas de discusiones, palizas y desenfrenada crueldad, él me ha ordenado que abandone esta casa —lo que haré, así que termine de escribir esta entrada. Venderé el par de joyas que aún me restan y con este dinero me hospedaré en alguna posada en el sur de la ciudad. Intentaré contactar a mi padre por correo, tal vez él me ayude.
Dios me proteja de este monstruo, y tenga piedad de mi hijo. No sé lo que haré con..."
—Y el diario termina ahí. Ella no alcanzó a terminarlo.
—¿De verdad oí lo que oí? —Eric rompió el frío silencio que se apoderó de la habitación con un tono tan asombrado que llegaba a ser cómico—. ¿Ambos marido y mujer compartieron la misma amante?
—O al menos eso Aurelio hizo a Lilian creer —Jean concordó, sacudiendo la cabeza—. Ese pervertido de mierda...
—Dios, como odio a mi padre —Elise cerró la libreta y suspiró, furiosa aunque no sorprendida.
—Al menos ahora tenemos respuestas a esos dos asuntos —Claude la intentó calmar.
—Pero todavía falta contar el resto de la historia... Nuestra historia —Jean lo siguió, con una expresión recelosa—. ¿Comienzo yo con el cuento?
—Por favor —El político se sentó, mientras los demás se acomodaban en diversos puntos de la habitación, preparándose para una charla larguísima.
—Bueno. Partamos entonces por mi primera visita a Melferas... Y sigamos con el resto después.
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