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Acto I: Capítulo 17

Al llegar al hospital, el inspector Kran se desesperó al reconocer varios de los Ladrones que protegían las calles vecinas.

Claude le dijo que lo mejor que podía hacer era mantener un perfil bajo y entrar al edificio como si fuera un ciudadano común y corriente, ignorando a los criminales hasta el último segundo. Y el oficial, aunque aterrado por el prospecto, no tuvo otra opción a no ser concordar; su superior abandonó el carruaje con un salto y caminó con apuro hacia la recepción, sin temer por su vida, y él lo tuvo que seguir.

Pero si pensó que lograría entrar al establecimiento sin ningún inconveniente, se equivocó. Porque Victor, al verlos, los detuvo a ambos antes de que pudieran hablar con cualquier médico o enfermera adentro.

—Ministro Chassier, venga conmigo.

—¿Usted es?

—Amigo de Walbridge. Sígame. Y traiga a... —Señaló al rubio con desdén—. Este hombre junto.

Después de esta corta y fría interacción el trío no charló en lo absoluto. Ignoraron el hecho de que eran enemigos por Ley, y se movieron a la habitación de Jean con pasos rápidos, siguiendo la ruta más corta hacia la misma, a fin de no tener que pasar un segundo demás juntos. 

Al llegar, el Victor abrió la puerta, metió la cabeza adentro y llamó a Elise. Se puso a charlar con ella mientras los visitantes esperaban por más instrucciones afuera. Al cabo de tres minutos, ella salió del recinto y los recibió, en persona.

—Claude... que bueno que llegaste —Elise soltó un exhalo aliviado al verlo.

—¿Sabías que yo venía? —Él no ocultó su sorpresa.

Madame Walbridge fue la que me notificó del atentado al primer ministro —Johan le comentó—. Ella me escribió una nota y me pidió que lo trajera a usted aquí.

—Él quiere hablar contigo —la mujer confesó, nuevamente asombrando al político.

—¿Conmigo?

—Sí —Ella asintió—. Así que entra. Aprovecha que él sigue despierto. Y escúchalo con atención, ¿ya? No tiene muchas fuerzas y sacar cualquierpalabra de su boca lo agota... Por mientras yo me quedaré aquí afuera y le daré a monsieur Kran más detalles sobre lo que le sucedió.

Perplejo ante la vulnerabilidad y cansancio que encontró en el tono de Elise —que incluso la hicieron sonar un poco más dócil y piadosa que de costumbre—, Claude no logró darle una respuesta elaborada a su petición. Solo asintió, balbuceó algo que nadie más que él logró oír, y pasó a la habitación de su hermano con un semblante atribulado, cerrando la puerta para tener más privacidad.

—Viniste... —La voz de Jean lo hizo fruncir el ceño, así que pisó en el recinto.

Era tan rasposa, profunda y agotada que llegó a recordarle a la de su padre, horas antes de morir.

Extremadamente preocupado y asombrado, el señor Chassier dio unos pasos adelante, sentándose en la silla a su lado con lentitud. No podía creer lo que sus ojos veían. Su hermano se encontraba en un pésimo estado. 

—¿Qué diablos te pasó?

—¿No lo sabes?

—El inspector Kran me dijo que fuiste víctima de un atentado homicida organizado por un grupo de anarquistas... Sé que esa no es la verdad. Pero más allá de eso, no tengo idea de qué de verdad sucedió. 

—Theodore Powell me disparó... a algunos días atrás.

El ex ministro respiró hondo, preparándose para oír las malas noticias.

—¿Y cómo logró eso?

—Entró a la sede de la Hermandad... disfrazado de Ladrón. Aquella noche había demasiada conmoción... Él se aprovechó de ello y burló nuestra seguridad. Me encontró en mi escritorio y... —Jean hizo una pausa, recordando la tragedia—. Jaló el gatillo —Antes que su hermano pudiera volver a abrir la boca, lo miró a los ojos y continuó:— Debo contarte algo... pero necesito que me tengas paciencia, y que me perdones de antemano... Porque cuando te enteres de todo, me odiarás más de lo que has hecho en toda tu vida.

—Déjame adivinar, ¿mataste a Theodore?

—No —Fue honesto—. Maté a Marcus.


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Minutos más tarde, cuando toda la verdad había sido traída a la luz y toda la ropa vieja había sido lavada, Claude despegó su vista del suelo al fin y la llevó hacia Jean.

—Ya desconfiaba de ello —le dijo con calma, sin perder la cabeza—. Que tú mataste a Marcus, me refiero. Theodore me confrontó al respecto, horas antes de morir. Y yo intenté... de veras intenté encontrar explicaciones que me convencieran de que no lo hiciste. Creí que tal vez ese tal de Thiago...

—Ese muchacho no hizo nada. Murió por querer respuestas a las dudas que tenía sobre su pasado. Nada más.

Por primera vez desde que lo había vuelto a ver, el político sintió genuinidad en su afirmación. Peor, percibió una mezcla de pena, sufrimiento y luto —emociones que no encajaban con la usual agresiva cólera del Ladrón.

—No te culpo.... —Claude admitió, inclinándose adelante—. Después de todo lo que he descubierto y oído, yo no te culpo por... matar a Marcus.

—¿Qué? —Jean se encontró un poco desconcertado por su serenidad.

—No diré que no me duele, porque lo hace. Él fue como un padre para mí... Y por años, él, André y madame Katrine fueron las únicas personas que me hicieron querer seguir viviendo. Lo había perdido todo, menos a ellos. Y si no fuera por su presencia, por su apoyo, yo... seguramente no estaría aquí  —Comenzó a llorar, pero no perdió toda su templanza—. Así que... voy a sentir la pérdida de Marcus por algún tiempo. No puedo evitarlo, pese a todo lo que hizo... —Una mueca de disgusto cortó sus palabras y él tragó en seco, forzándose a continuar—. Pero no quiero seguir a pie de guerra contigo, y no lo quiero defender a él, conociendo ahora sus crímenes. Además... —Se encogió de hombros—, voy a serte sincero, Jean: no concuerdo con muchas cosas que has hecho, y no creo que eres inocente del todo... Pero yo tampoco lo soy, lo reconozco. Tú mataste a centenas en la iglesia; yo condené a miles a la tortura en el sur, aunque sin saberlo. Los dos tenemos culpa por nuestras respectivas trasgresiones. Los dos tenemos una responsabilidad que asumir por nuestros respectivos errores. Así como tenemos sangre inocente goteando de nuestras manos, a la que no podemos lavar, ni ignorar... Y llamarte de villano cuando yo también soy uno es injusto. Por eso, no quiero seguir haciéndolo... No quiero seguir siendo yo —Respiró hondo—. Juro, por Dios si es que así me crees, que voy a tratar con todas mis fuerzas de reparar todo el daño que causé. 

—Y espero que lo logres —Jean, también llorando, sacudió su cabeza—. Pero no sé... si yo lograré hacerlo, Claude... Porque no sé si voy a sobrevivir a esto.

—No me digas eso...

—Debí haber muerto esa noche. En la que Theodore me disparó... Elise me salvó, pero... según lo que me dijo David, mi corazón se detuvo. Debí haber muerto —él afirmó, con evidente pesar—. Y ahora sigo vivo, pero mi cuerpo entero me duele. No tengo fuerzas siquiera para levantarme a ir al baño... —Se rio, frustrado—. No logro moverme. Apenas logro respirar... No sé si lograré vencer esta batalla. Pienso que será mi útima —Vio a su hermano menor cerrar los ojos—. Y es por eso que te llamé aquí... porque no quiero dejar a todos mis proyectos sin terminar, a Elise desamparada y a la nación sin un futuro...

—Jean...

—Como primer ministro, te quiero conferir a ti todos mis poderes.

—¿Qué? —Claude lo volvió a mirar, alzó las cejas y enderezó la postura.

El jefe de los Ladrones suspiró.

—¿Te acuerdas lo que pasó cuando el ministro Castro se enfermó?

—Jean, ¿qué tiene eso que ver?...

—Solo responde.

El señor Chassier estiró su espalda.

—Yo, como su secretario, asumí sus funciones.

—Exacto... Pero Walbridge, por el momento, no tiene un secretario. Y si tú estás dispuesto a cambiar este sistema ministerial de mierda, tan anticuado e inútil como es; si de verdad estás siendo sincero sobre tus ganas de mejorar este país, pues... te ruego que dejes tu cargo actual... y que rellenes ese puesto. Así, si me muero, tú podrás instaurar la segunda república en mi lugar. Podrás hacer lo que yo no podré.

—Yo ya renuncié —Claude confesó—.  La noche en que Theodore murió, nosotros tuvimos una discusión, yo perdí la paciencia, le tiré mi broche y me fui.

—No lo sabía.

—Pues ahora lo sabes.

—Tal vez... era el destino.

—O el Señor enviándome un mensaje —El político enrigideció sus facciones, examinando su situación por un minuto—. ¿Sabes qué?... Yo... lo acepto. Acepto ser tu secretario.

—Gracias a Dios —El lesionado soltó un exhalo que mezclaba toda su angustia con su alivio y miró al techo, antes de cerrar los ojos.

—¿Y qué pasará con la Hermandad? —Claude no pudo evitar preguntar.

—Seguirá funcionando... Y manteniendo el ejército y a la policía a raya. Sabes que convertir esta nación en una república presidencialista no acabará milagrosamente con las pandillas, con el abuso de poder, de autoridad, la corrupción, el nepotismo... La Hermandad debe seguir existiendo. Para el bien común.

—¿Y los demás ministros?

Jean abrió la boca para contestar, pero antes de que cualquiera de los dos pudiera reaccionar, la puerta se abrió y Elise entró, acompañada de Eric. Ella se veía furiosa y el joven, nervioso. 

La explicación para sus repentinos cambios de humor llegó enseguida, porque siguiendo a sus sombras, con una mueca que indicaba problemas en el rostro, los dos hombres vieron a uno de sus oponentes más fieros del pasado: Antonio Camellieri.

—¿Qué carajos hace él aquí? —Claude se levantó con un brinco.

—Ni idea —Su hermano pareció estar tan confundido como él.

—Pedí que el inspector Kran se fuera para que pudiéramos conversar sin interrupciones —Elise comentó, cerrando la puerta y luego las cortinas de la ventana, queriendo proteger su privacidad lo máximo posible.

—Vaya, vaya... —El periodista sonrió con cierta malicia—. Tus hombres no exageraron ni un poco, Jean-Luc. Estás tan pálido que casi te ves muerto. 

—Tú has parecido uno toda tu vida y no te he dicho nada. ¿Qué quieres? —El comandante, a algunos meros segundos decaído y entristecido, ocultó sus emociones con maestría y fingió estar firme y bien dispuesto, pese a su evidente fragilidad física.

—Vengo a contarle al ministro la verdad sobre lo que hiciste en Rue Saint-Michel.

—Llegas tarde. Él ya sabe de todo.

—¿Incluso que mataste a Marcus Pettra?

Al no recibir ninguna reacción, Antonio se giró a Claude con una expresión indignada.

—¿Lo sabes?... ¡¿Y no hiciste nada?!

—¿Qué quieres que haga? Ya está muerto.

—¡No me refiero a eso! E-Eres... ¡Eres el ministro de justicia!... ¡El m-mejor amigo del fallecido! ¡Debías arrestarlo ahora mismo! —Apuntó a Jean.

—No hay nadie aquí que tenga las manos limpias, mucho menos tú. Así que no me vengas a gritar, Camellieri —Claude lo confrontó, molesto.

—¡No!... No. —Él, tan furioso cuanto el señor Chassier, abrió su maletín—. Es imposible que sepan todo lo que pasó. 

—Eric, sácalo de aquí... No vino a hacer nada de importante, solo a sembrar la discordia, como de costumbre. 

—¡NO ME TOQUES! —el hombre rugió, trastornado—. ¡Me iré por cuenta propia! ¡Pero antes debo mostrarles algo más! ¡Algo que le dará una vuelta completa a toda esta historia!

—Antonio, desiste... —Las palabras de Elise murieron al instante en que ella vio la imagen que él sostenía, y que habían sido lo único que motivó a Eric a dejarlo entrar al hospital—. ¿Cómo aún tienes esto contigo?

—Tengo muchas cosas que ustedes ni sueñan.

—¿Qué es? —Claude indagó, curioso.

—Tú y Martha... en el puente —La mujer subió la vista de la fotografía a su dueño—. No entiendo por qué me muestras esto ahora, eso sí...

—Martha trabajó para tu padre.

La admisión hizo la confusión de la dama desvanecerse en segundos.

—¿Qué?

—Este beso, fue una trampa. Un montaje —Antonio miró al menor de los Chassier—. Respóndeme una pregunta, ministro... Aquel día, a veintitrés años atrás, tú te despertaste al lado de tu secretaria sin saber cómo carajos habías llegado ahí, ¿cierto? ¿Al igual que en tu despedida de soltero?

El rostro de Claude pareció derretirse. Porque su expresión irritada de pronto se volvió vacía, por completo absorta. Lo único que delató la aparición de nuevas emociones en su ser fueron sus ojos. Se oscurecieron y se desenfocaron, adoptando la misma mirada perdida de un soldado recordando a sus días de batalla. 

—Yo...

—¿Tienes dificultad hasta hoy para recordar qué pasó? —el periodista, divirtiéndose con su sufrimiento, continuó preguntando con una sonrisa cruel—. Pues ahora al fin sabrás porqué... Martha Stern fue manipulada por Aurelio. Fue forzada a ayudarlo. 

—N-No...

—Ella tenía una carrera prestigiosa, pero también tenía un secreto que la arruinaría, si saliera a la luz... Secreto que él usó a su favor.

—Stern tuvo una relación con Lilian —Jean comentó desde su cama, recordando la discusión que su mejor amiga había tenido con Marcus, en el día de su muerte.

—Exactamente. Martha era una desvirtuada. Una sáfica. Y si el público se enteraba, su carrera se acabaría. Sería destruida por completo. Y ella no tan solo perdería su título de abogada, como también sería llevada a juicio y a prisión. La maldita mujer por lo tanto no tuvo otra opción, sino  acatar a las órdenes de Aurelio. Y lo que él quería era arruinar el matrimonio de ustedes dos —Antonio señaló a los antiguos amantes de pie a su frente.

—Eso significa... —Elise frunció el ceño.

—Que yo soy inocente —Claude se derrumbó nuevamente sobre su silla.

—Así es... —el periodista aseveró—. Jean fue acusado de un crimen que no cometió. Tú fuiste acusado de una traición que no llevaste a cabo. Y Elise sufrió en vano, por ambos errores —abrió de nuevo su maletín, que cargaba toda la evidencia que había traído, sobre la cama del comandante y dejó que más fotografías suyas se derrumbaran a sus pies—. He aquí el resultado de todo este enredo. Muerte, devastación, sufrimiento... y todo por nada —Soltó una risa molesta—. ¡Dios, ustedes son tan estúpidos!... ¡Cayeron en todas estas mentiras como niños! ¡Y ahora quieren jugar a la familia feliz!

El trío al que él confrontaba ojeó a las imágenes con una mezcla de espanto y disgusto. 

—¿Terminaste? —Fue Jean quien levantó la voz primero.

—Sí, de hecho. Ahora terminé. Que tengan un buen día —Antonio no contuvo su ironía y le dio la espalda, caminando hacia el pasillo.

Eric sacudió su cabeza, se masajeó el rosto y apuntó a la puerta.

—Yo lo escoltaré a la salida —Y con eso abandonó la habitación, dejándolos de nuevo a solas.

—Entonces... —Elise llevó ambas manos a su migrañosa frente—. Lo de Martha no pasó de otro montaje más de mi padre —Miró a Claude, quién se hallaba pasmado, todavíaobservando a las repugnantes fotografías traídas por Antonio en silencio—. Ahora que ese bastardo se fue de aquí, tú dime la verdad... ¿Recuerdas algo de ese encuentro? ¿O realmente nada te viene a la mente?

—Yo... —Su ex marido no logró mover sus ojos lejos de aquellos registros, mucho menos encararla—. Repito lo que les conté algunas noches atrás; sí, yo coqueteé con Martha. Eso es cierto. No lo negaré. Pero... de veras nunca supe explicarme cómo pasamos del Colonial a la cama. Pensé que a lo mejor mi borrachera constante había influenciado mi memoria, pero...

—¿Pero?

—Me acuerdo de todo lo demás que ocurrió ese día. Menos de cómo fui a parar a esa habitación. Eso me hizo sentido.

—La botella de Whiskey —Jean comentó, luego de unos minutos de inquietante silencio—.  Mencionaste que en día de tu supuesta traición ella te trajo una botella de Whiskey de Miel, importada... A lo mejor la adulteró con algún sedante.

Elise apuntó a su novio, concordando con su teoría.

— Tal vez la miel que mencionó no era la convencional. Acuérdate, mi padre me drogó con miel de rododendro para fingir mi muerte. ¿Qué nos garantiza que no la usó contigo también? Los efectos son muy similares... Yo también no me logro acordar de nada de lo que sucedió después de que esa toxina entró en mi cuerpo.

Claude, perturbado por la revelación y por las subsecuentes teorías de sus entes queridos, permaneció quieto en su asiento, repensando su vida.

—Si no fuera por Aurelio, tú y yo jamás nos hubiéramos separado —murmuró, devastado—. Y tú... —Al fin miró arriba, a Jean—. Nunca hubieras sido encerrado.

—Al parecer, todos nuestros problemas se originan en ese hijo de perra... —El criminal exhaló, tan agotado mentalmente cuanto su hermano—. Dios... Ese pedazo de mierda murió, pero logró lo que yo no logré: completó su venganza en contra de nuestra familia.

—Y mira dónde eso nos ha llevado —Elise añadió, sacudiendo la cabeza—. Nos destruyó a todos.

Ninguno de los tres se había esperado aquel descubrimiento. Ninguno de los tres, por lo tanto, sabía con certeza cómo debían reaccionar a él.

El caso de Claude con Martha no había sido el primer golpe en desestabilizar su matrimonio con la dueña del Colonial, pero sin duda fue el que lo derrumbó, molió a pedazos, arruinó por completo. Descubrir que no había pasado de una farsa fue una sorpresa sumamente desagradable, en especial para el hombre en cuestión.

Elise se culpaba por haberle ocultado su embarazo, ahora más que nunca. Jean se culpaba por no haberle creído cuando le dijo, una y otra vez, que era inocente. Y el político, pese a haber comprobado que su fidelidad permaneció intacta hasta el momento de su separación, no lograba sentir ningún alivio o satisfacción por ello. Porque —aunque dudaba que Martha se había atrevido a tocarlo en cualquier manera indebida— su decoro, su privacidad y su consentimiento habían sido violados, otra vez. Su hombría había sido herida, otra vez.

Al darse cuenta de ello, una sombra cubrió el mundo a su alrededor, tragándolo en sus tinieblas. Su rostro bien esculpido, envidiado por su belleza, se arrugó y se deformó por un sinfín de desabridas emociones. Él se levantó, manteniendo su luctuosa quietud, y salió al pasillo con la postura encorvada, como si estuviera siendo lentamente aplastado por el peso de su vergüenza y de su asco.

—Mi amor... —El comandante llamó la atención de su novia—. Ve tras él.

Elise no necesitó oír una explicación elaborada de su parte para hacerlo. Asintió y salió corriendo tras el hombre, determinada a detenerlo antes que se infligiera algún daño, o tomara alguna decisión que empeorara aún más su día.


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