Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Acto I: Capítulo 16

Carcosa, 23 de marzo de 1912.

Eric se despertó con un salto, corto de aliento y cubierto de un sudor frío, pegajoso y pesado. Acababa de ser atormentado por otra pesadilla más. Había tenido cinco, sólo aquella madrugada.

Recobrando sus sentidos él miró alrededor, comprobando que seguía en su tranquilo departamento, acompañado de su perro. A su lado en la cama, una montaña de ropa rellenaba el vacío dejado por Thiago.

Queriendo al menos fingir que su novio seguía cerca, el moreno había amontonado todas sus camisas —aún impregnadas con su perfume— sobre el colchón, la noche anterior. Esta idea le resultó reconfortante al inicio, pero inútil al final. Sus sueños se volvieron marcados por las múltiples apariciones de su novio, y atormentados por los inolvidables gritos de dolor que soltó entre sus brazos, antes de morir. 

Eric pudo haber dormido, pero no descansó.

Aquiles, al percibir que su dueño se había despertado, se le acercó y le lamió el rostro, mojado por su sudor y por sus lágrimas. El muchacho, agradeciendo su cariño, le sacudió la melena con manos temblorosas. Sabía que aquella inocente criatura sentía la falta del rubio tanto cuanto él.

—¿Vamos a dar un paseo, amigo? —Sonrió, entristecido—. ¿Vamos?

El pastor alemán, conocido por su entusiasmo y su energético comportamiento, no ladró al oír su comentario. Apenas se bajó de la cama y caminó hacia la sala, a esperarlo. Nuevamente, él compartió su desanimo.

Todo lo que hizo el resto de aquella mañana fue por rutina, más que por ganas. Bañarse, deshacerse de sus ropas cubiertas de sangre, darle de comer a Aquiles, preparar su propio desayuno; acciones mecánicas que no le trajeron ningún deleite.

Mientras terminaba de beber su café, le echó una mirada a su vecindario desde su ventana. El cielo se había cubierto de nubes y un viento gentil corría por la calle, pero la lluvia aún no había caído. No queriendo arriesgar tener un resfriado, recogió el abrigo preferido de su amante —un sobretodo mostaza, con interior forrado con lana de oveja, naturalmente impermeable— y se arropó, cubriendo su cabeza con una boina plana. Luego, recogió sus armas, munición, billetera, y le puso la correa a su can, saliendo a caminar por el sector con la esperanza de despejar su mente.

En su camino, vio los mismos deplorables escenarios de siempre: mendigos rogando comida, alcohólicos implorando por dinero, desempleados suplicando un trabajo, prostitutas temblando de frío, niños huérfanos jugando en su miseria, ancianos sacudiendo sus tazas de metal, aguardando un puñado de monedas que les garantizara un humilde desayuno, y claro, delincuentes divirtiéndose a costa de todos estos grupos, ignorando su sufrimiento para garantizar el placer propio.

—¡Negro de mierda! —Un grito lo hizo voltear su cabeza hacia un callejón cercano, ya con el ceño fruncido.

Al pensar en aquellos últimos desgraciados, estos se le aparecieron. Un puñado de matones, armados con cuchillos, bates y manoplas, estaban golpeando e intimidando a un joven de piel oscura, al que Eric reconoció como uno de sus vecinos.

—¡Hey! —Él alzó la voz, acercándose a la escena con pasos acelerados—. ¿Qué carajos piensan que hacen?

—Nadie te llamó aquí, vete a joder a otro lado.

—No me contestaste la pregunta, imbécil —El Ladrón se detuvo a centímetros de distancia del mandamás del grupo—. ¿Qué carajos hacen?

—Hey...  —El hombre en cuestión sonrió, con una de esas expresiones que mezclan tanto orgullo como estupidez, y miró a sus secuaces—. ¿Alguno de ustedes conoce a este puto de aquí?

—Yo lo hago —un barbudo respondió—. Es el maricón que compartía piso con un rubio amanerado, allá en las torres —Señaló enseguida al edificio de Eric.

—Ah, ¿así que aparte de entrometido también eres maricón? —El sujeto se aproximó aún más al Ladrón, inflando su pecho y endureciendo su postura—. Entonces esto será más divertido de lo que pensaba... —Sin aviso alguno levantó su puño, queriendo golpearlo.

Pero el ataque fue infantil e inútil. El objetivo de su desmedida agresividad no tuvo dificultades en esquivar su ofensiva, sacar la pistola de su cinturón y dispararle, cubriendo el aire a su alrededor con una nube roja. Sin la parte inferior de su mandíbula y con la cabeza partida, el bribón se derrumbó de cara al suelo, cayendo como un saco de papas a sus pies.

Los demás individuos que rodeaban a Eric hasta intentaron honrar la muerte de su camarada, pero con el auxilio de su perro y de su arma, el daño que ellos le infligieron fue mínimo. Tal vez también perdieron la batalla por no contar con el principal factor que motivaba al moreno aquella mañana: su inimaginable luto y melancolía. Ya no tenía nada que perder o ganar, y por ello luchó con todas sus fuerzas, sin miedo a arriesgarse, y sin tambalear ante el peligro. Disfrutó cada golpe, cada patada, cada tiro que dio, a su máximo. Dejó que su crueldad dominara su buen carácter y callara a su empatía. Se permitió ser lo más desalmado, desmesurado y animalesco posible.

Los que se escaparon de la matanza, lo hicieron gritando. Los que permanecieron, murieron ahogados en su sangre.

—¡NO SE OLVIDEN DE QUIENES SON LOS DUEÑOS DE ESTE LUGAR! —Eric rugió, viendo a los pocos sobrevivientes huir—. ¡AQUÍ QUIEN MANDA ES LA HERMANDAD DE LOS LADRONES, CARAJO! —Detuvo sus pasos por un instante, recuperando su aliento.

Aquiles, luego de ladrar y gruñir junto a él, se volteó y corrió hacia el chico que habían defendido, llamando la atención de su dueño hacia la verdadera víctima de la situación.

—Gracias...  —su vecino le dijo mientras se levantaba del suelo, protegiendo su costado con una mueca dolorida.

—¿Estás bien? —Eric se le acercó, mirándolo de arriba abajo.

Por sus rasgos y actitud, no debía pasar de los quince años.

—Sí... creo que sí, monsieur.

—Bien. Ahora vete a casa...

—Eso hacía.

—¿A estas horas? —El consejero alzó una ceja desconfiada.

—Trabajo como mesero durante la noche. Venía llegando de allá cuando esos desgraciados me atacaron.

—Ellos ya no serán un problema —Eric se apartó, luego de recoger la correa de su perro—. No volverán aquí.

—¿Y si lo hacen?

—Soy tu vecino de piso, llámame si es que los ves. No me importa la hora del día, solo golpea y avísame que regresaron.

—Lo haré, monsieur...

—Smarthand —el moreno contestó, luego de un instante de contemplación—. Y si no estoy por allá, busca refugio en la panadería de Norris, y busca a Régine Granger. Es una amiga mía y trabaja ahí, ella se hará cargo del inconveniente.

—Gracias... —el joven desconocido dijo y sacudió la cabeza, aún sorprendido por todo lo que acaba de ver.

Eric, sin percibir su pasmo, examinó a los hombres que había asesinado con interés, antes de apartarse de la escena, regresar a su camino usual y dejar que la llovizna que caía le limpiara la ensangrentada faz.

Al verlos, se dio cuenta de que cada uno de los bribones llevaba en la solapa del terno una escarapela tricolor, verde, blanco y azul...

Eran los colores de la bandera. Aquellos hombres debían ser nacionalistas de extrema derecha. Pensar en esto lo dejó angustiado por una miríada de motivos, pero principalmente porque al albergar la parte más pobre de la capital, el distrito de Rolland se inclinaba más a la izquierda radical que cualquier otro. Sería normal ver una escarapela roja y negra en la ropa de los fallecidos, pero no una tricolor. Esto indicaba a una clara invasión del territorio de la Hermandad —aunque él no sabía aún si su enemigo actual era criminal o político—.

Pensativo, el consejero deambuló por su vecindario por algunos minutos más, con la cabeza llena de dudas. Hasta entró al negocio que le había antes mencionado al joven rescatado, a comprar unos panes de miel y dulces de chocolate. Mientras comía, regresó a su edificio y subió las escaleras. Al llegar a la puerta de su departamento, casi soltó la bolsa que los contenía. Una gruesa voz llamó su nombre desde las tinieblas.

—¡Qué bueno que llegaste!... —Por su timbre, logró identificar al desconocido como Jonas—. Tenemos que irnos, ahora.

—¿Qué? —Tragó el pedazo de pan que mascaba—. ¿Por qué?

—Le dispararon a Jean.

El moreno sacudió la cabeza.

—¿Perdón?

—Tranquilo, que sigue vivo y está razonablemente estable.

—P-Pero, ¿qué sucedió?...

—Theodore Powell, el ministro de Defensa, lo intentó asesinar ayer por la noche. David le dio los primeros auxilios, pero la bala se perdió en su pecho y lo tuvimos que llevar al hospital privado, fue todo un espectáculo...

—Tenemos que avisar a Elise sobre esto —Eric lo interrumpió, angustiado.

—La señora ya sabe de todo. Fue ella, de hecho, quién mató a Powell y llamó por ayuda. Había ido a buscar a Jean su despacho y lo encontró herido.

—Espera. ¿Cómo así "mató" a Powell? ¿El ministro de Defensa está muerto?

—Sí.

—Mierda...  —Eric exhaló, abriendo la puerta de su departamento con apuro—. ¡Los dejo a solas por una noche y todo esto pasa!

—Sabes cómo es la vida de un Ladrón, siempre hay un nuevo drama esperando por ocurrir.

—Carajo... —Él murmuró, volviéndose más y más aterrado—. Jonas, espérame un minuto. Dejaré mis compras enla cocina, le pondré un poco de comida a Aquiles y nos vamos de aquí, ¡derechoal hospital!

—¿Tu perro se llama Aquiles?

—Yo quería nombrarlo Antonio, pero Thiago no me dejó.

Mientras el otro Ladrón se reía y jugaba con el can, el consejero de Jean organizó su casa lo mejor que pudo, cerró todas las ventanas, separó la comida del pastor alemán y recargó sus armas, llevándoselas consigo.

—Ya. Estoy listo.

—Entonces vámonos.

Eric cerró la puerta otra vez y salió corriendo por los peldaños.

—¿Con que nombre lo ingresaron al hospital?

—Walbridge.

—¿Y por qué no usaron otro?

—Porque decir que era el primer ministro nos garantizó un atendimiento más rápido y créeme cuando lo digo, él lo necesitaba.

—Ya, pero si la prensa se entera que él fue herido, habrá una línea de periodistas vigiándolo las veinticuatro horas del día. Eso es riesgoso.

—Como digo, la otra opción era dejarlo morir.

El morenó arrugó su rostro aún más y miró a Jonas.

—¿Tan mal era su estado?

—Espera hasta verlo —Los dos salieron a la calle—. Cuando lo hagas, entenderás por qué actuamos con tan poco cuidado —Apuntó a su automóvil, aparcado a unos metros de distancia.

—Debí haberme quedado en la sede ayer —El muchacho se lamentó—. Tal vez si lo hubiera hecho, él no hubiera terminado herido.

—O hubieras terminado muerto junto a Powell, lo que sería aún peor —Jonas corrió hacia el capó, para prender el motor.

Eric, contrariado, suspiró y entró al vehículo.

—¿Al menos tienes tus documentos falsos contigo? ¿O entraste al hospital usando tu nombre de verdad?

—Obvio que no usé mi identidad real. Tengo el pasaporte de un tal de Jeremiah Crane conmigo —el otro hombre le respondió, al sentarse a su lado y cerrar la puerta—. Lo encontré sobre una de las mesas del área administrativa de la sede, y lo metí al bolsillo. Ni puta idea de a quién le pertenecía, pero estaba apurado, y necesitaba de un alias para estar junto a Jean y protegerlo.

—Déjame verlo.

—Adelante —Jonas le entregó la libreta, antes de emprender marcha.

—Creo que este es uno de los nuevos pasaportes que están falsificando los del área administrativa.

—¿Y cómo sabes eso?

—No tiene todos los datos anotados aún —Eric señaló al documento—. Si los de la policía o del ejército te pillan con esto, no te serviría de nada; te irías arrestado de todas formas. Por la falta de información sabrían al instante que no fue hecho en el registro civil —Sacó del bolsillo interior de su abrigo una pluma fuente—. Tu suerte es que yo siempre estoy preparado para todo.

Jonas dejó de mirar a la calle por un segundo, para darle un vistazo incrédulo a su colega.

—¿Bromeas que vas a rellenar lo que falta con tu propia letra?

—¿Algún problema?

—¿No que ahora todos los documentos son redactados con máquinas de escribir?

—¿Tienes alguna aquí? —El moreno no contuvo su sarcasmo—. Cualquier cosa dices que lo emitieron en el sur. En Merchant pasa de todo; que un documento no esté al tanto de los nuevos reglamentos y estándares del gobierno no sería raro.

Mientras el vehículo salía del sector de Rolland, serpenteando por las calles a alta velocidad, y Eric anotaba los datos faltantes de su colega con cierta dificultad en el pasaporte, los dos se quedaron callados por un rato. 

—¿Cómo carajos logras escribir en un automóvil? —Jonas eventualmente comentó, despegando sus ojos del pavimento para mirar al moreno.

—No lo logro, apenas lo intento. La caligrafía terminará pésima —El consejero se acomodó sobre su asiento y sacudió la cabeza—. Tú solo concéntrate en llevarnos luego al hospital.

—Eso hago —el otro Ladrón respondió, girando el volante a la izquierda—. Solo te quería pedir un favor.

—¿Qué?

—¿Puedes anotar mi real fecha de nacimiento real ahí?

—¿Por qué?

—Porque nunca he tenido un documento con ella... Falso o de verdad. Y quisiera tener uno.

Eric, percibiendo el desánimo de Jonas, y queriendo distraerse de su propio desasosiego, aceptó.

—De acuerdo... —Lo miró—. Dame tu fecha y lugar de nacimiento, nacionalidad, estado civil... Todo. Lo anotaré aquí.

—¿De veras sabes tan poco de mí? Pensé que éramos amigos.

—Jonas.

—Ya, ya... te cuento...

—Más te vale.


---


Elise estaba sentada al lado de la cama de Jean, observando el subir y bajar de su pecho con ojos vidriosos y un semblante pálido, vacío de emociones. Había sentido tantas en tan poco tiempo, que su corazón se había ahuecado.

En una mano, sujetaba el frasco de láudano que había encontrado sobre su escritorio. De tiempo en tiempo, giraba la botella entre sus dedos, mientras pensaba.

Para bien o para mal, el sedativo había salvado a Jean de la peor parte del atentado: la lucha para salvarle la vida. David, yendo en contra de sus principios médicos, se vio forzado a actuar sin esterilizar sus materiales y sus manos, metiendo el dedo en la herida en para intentar hallar la bala. Al no encontrarla, cerró el agujero lo mejor que pudo, limpió el área con el alcohol que encontró en la licorera de su despacho, y ordenó que el hombre fuera llevado de inmediato al hospital privado, sabiendo que ahí los médicos tendrían los medios necesarios para operarlo.

Al llegar, Elise rápidamente indagó si el doctor Misvale seguía vivo. No solo tan solo aclaró su duda, como también descubrió que él se encontraba presente en el establecimiento a aquellas tardías horas, cuidando de las víctimas de la masacre en la residencia Pettra.

Ella —luego de revelarle que no, no había sido asesinada— le rogó que intentara salvar la vida de Jean, como había salvado a la de Claude, años atrás. El médico, apenado por su desespero, aceptó la delicada labor y ordenó a sus asistentes que llevaran al herido a la sala de radiografía. Qué pasó adentro de aquellas cuatro paredes ella no supo decir. Solo se enteró, por la boca del mismísimo Misvale, que la situación del comandante era grave y que el toque de Dios debió haber interferido en la trayectoria de la bala; al entrar a su pecho chocó contra su esternón y cambió su ruta, yendo a parar cerca de su hígado. Por eso David no había sido capaz de palparla, se había escapado de su alcance.

El calibre del proyectil en cuestión, al ser relativamente pequeño, fue crucial para la realización de aquel milagro. Elegir un revólver de bolsillo para su ataque fue el gran error de Theodore, y lo que terminó salvando a Jean-Luc.

Esto dicho, el doctor opinó que sería mejor remover su bala de inmediato, y hacer una nueva cirugía para reparar cualquier daño interno después. Ella concordó y el comandante fue llevado al pabellón minutos más tarde. Ahora, ya fuera de peligro, reposaba sereno sobre su cama, en la privacidad de su habitación, bajo la constante vigilia de su novia.

Por haber perdido demasiada sangre, Misvale también le recomendó hacer una transfusión de sangre, así que volviera de la operación. El tipo sanguíneo de Jean fue estudiado y coincidió con el de Elise; ella aceptó ser parte del procedimiento sin hesitar. Con el tubo conectado en su brazo, pasó lo que restaba de la noche despierta, ingresando algo de vida a su enfermizo cuerpo.

Al nascer el sol logró dormir un poco, pero la entrada de una enfermera —dos horas más tarde— la despertó. Al cuestionarle a la empleada qué hacía, la señora le explicó que administraba al comandante su primera inyección de suero, y que otras diez serían aplicadas a cada cinco horas. Elise, desconfiada hasta de su sombra, se levantó de su silla y observó su proceder con cuidado, haciendo todo tipo de preguntas inusitadas hasta comprobar que la sustancia realmente no pasaba de agua y sal.

Temía que el Ladrón fuera envenenado. Victor —quién la acompañó durante la madrugada— no juzgó su paranoia, porque era justificada.

El hombre en sí solo dejó la habitación a las diez de la mañana, luego de desayunar. Bajó a la calle a informar a sus colegas sobre el progreso de Jean y asegurarles que no, aún no había fallecido.  Mientras charlaba con algunos de sus amigos, Eric llegó al hospital junto a Jonas. Luego de saludarlos con un par de abrazos apretados, él acompañó al moreno hasta la habitación del comandante, presentándolo a los funcionarios del hospital como el "secretario del primer ministro" —título que pronto llamó la atención de los periodistas de la recepción y garantizó un par de fotografías no autorizadas a su rostro—.

—¿No podías haber inventado cualquier otro cargo? —Eric indagó, un poco molesto—. ¿Tenías que decir que yo soy su secretario?

—¿Es una mentira? —Victor bromeó—. Eres secretario, contador, administrador, cartógrafo...

—Soy su consejero.

—Pero ese no es un cargo político. Y para que subas aquí, necesitabas de uno.

—¿Y cuál fue tu excusa?

—Dije que soy su hermano mayor —Se rio, abriendo la puerta de la habitación.

—Estás más para tío.

—Bueno, sí. Pero no estaba pensando y eso fue lo primero que se me ocurrió —Victor miró a Elise, quien escondió algo en el bolsillo de su abrigo—. Mira quién llegó.

—Eric —Ella se levantó y caminó a su lado, a abrazarlo.

El moreno, aunque sorprendido por su bondad, la abrazó de vuelta con dulzura. No quería admitirlo en voz alta y ni lo haría, pero necesitaba de su apoyo, ahora más que nunca.

El Ladrón que lo había escoltado, guiñándole un ojo a la dama, los dejó a solas.

—¿Cómo está Jean? —Eric indagó, cuando la mujer se apartó de él.

—Débil, pero vivo —Ambos llevaron sus ojos hacia el comandante—, y eso es lo único que importa... Ahora ven, sentémonos. Quiero conversar contigo.

—¿Conmigo? ¿Sobre?

Ella se derrumbó en su silla, agotada.

—Sobre lo que ocurrió en rue Saint-Michel.

El joven, al oír su respuesta, no consiguió ocultar su decepción y tristeza. Aun así, asintió con amabilidad y tomó asiento a su lado.

—¿Qué necesita usted saber?

—Quisiera entender el por qué de su decisión... —Ella respiró hondo—, de matar a Marcus.

—¿Jean no te lo explicó en persona?

—Lo hizo, pero necesito la opinión de alguien más. Alguien que estuvo ahí con él y que lo vio hacerlo. ¿Crees que fue parte de su venganza, o?...

—No. La ejecución de Pettra no fue planeada. Solo... ocurrió —Eric se quitó la boina de la cabeza—. Cuando Jean vio a madame* Lilian muerta, fue como si el mundo hubiera dejado de existir a su alrededor. Los disparos, los gritos, la lucha... nada le importó. Solo el hecho de que su amiga estaba muerta, y de que él no estuvo a su lado cuando murió... Lo que es entendible. Él la amaba. Perderla fue la gota que rebosó el vaso, supongo.

Elise asintió, con una expresión meditabunda.

—Oí que tú también perdiste a alguien importante en la embosca.

—Lo hice —Él jugó con la tela de su gorra—. Mi mejor amigo, Thiago.

—Pues lamento mucho tu pérdida. Sé que ustedes eran cercanos —Ella notó cómo Eric bajó la mirada, luctuoso, y queriendo alejarlo de su pesar, decidió regresar al tema anterior:— Debo confesarte algo...

—¿Qué?

—Sentí lo mismo que Jean sintió, ayer por la noche. Cuando vi a Theodore sobre su cuerpo, con la pistola apuntada a su cabeza... —Elise pestañeó, recordando los horribles detalles de todo lo que había ocurrido—. No pensé en nada más que matarlo. Saqué mi revólver y disparé, sin contemplar si aquello era un error, si era un acierto... Y solo... lo maté —Se encogió de hombros, con fría casualidad—. Y de pronto percibí que no podía juzgarlo por haber hecho lo mismo con Marcus. Al final, los dos actuamos igual, por el mismo motivo. Y no sé si eso me hace una persona ruin.

—No... no lo creo. Los dos tenían razones de sobre para hacer lo que hicieron. Ambos Pettra y Powell eran peligrosos, y ambos merecieron el final que tuvieron —Eric la calmó con un tono seguro y firme—. Aunque madame*... Ahora soy yo quien le quiere preguntar algo —Ella alzó las cejas, curiosa—. Si en vez de Theodore, el que intentara matar a Jean ayer hubiera sido Marcus... ¿Le hubiera usted disparado?

Elise contempló la indagación con una expresión severa.

—Pues... yo creo que, pese al cariño que le tenía y a las buenas memorias que compartimos... Las cosas que él hizo y que ocultó, más el asesinato de Lilian y de Thiago...  —Ella hizo una breve pausa, soltando un suspiro angustiado—, son imperdonables—Frunció el ceño—. Sí. Hubiera hecho lo mismo. Y ahora que lo pienso, creo que por es por eso que su asesinato me incomodó tanto. Porque entendí las razones de Jean para ejecutarlo.

Eric decidió ir más a fondo.

—¿Y el ministro de justicia?

—¿Qué tiene?

—Si el momento llegara... ¿Sería usted capaz de matarlo para proteger a Jean?

La pregunta volvió a callar a la dama, por un motivo bastante distinto al anterior.

Marcus había sido un amigo bastante cercano, sí. Pero Claude había sido su esposo. Su consorte. Su amante. Y era, además, el padre de su hijo. Entre él y Jean, elegir se le hacía imposible. Y le rogaba a Dios que no tuviera que hacerlo algún día.

Para su suerte, ella no tuvo que elaborar una respuesta falsa y mal pensada con la que satisfacer al muchacho. Un gruñido de parte de su novio llamó la atención de ambos, apartándolos del tema.

El comandante se había despertado.

—¡Jean! —Ella se levantó y corrió a su lado, preocupada—. Mi amor, ¿estás bien?

—Agua —Fue su prioridad.

Su consejero, estando más cerca de la jarra, le sirvió un vaso —al que él bebió en segundos, con la ayuda de Elise—.

—¿Estás bien? —La dama se repitió, aprensiva.

—Debería... h-haber muerto.

—Ella te salvó —Eric comentó, cruzando los brazos.

—David y Victor me auxiliaron... —Elise refutó.

—Ellos no hicieron lo que tú hiciste —El consejero, como respuesta, sembró el inicio de la conversación que los dos amantes debían tener, sin sutileza alguna. Luego, miró a Jean y apuntó hacia la puerta—. Ahora que sé que tú estás lúcido, y ahora que puedo respirar sin miedo a perder a otra persona más, iré abajo a decirle a los demás que estás despierto... Vuelvo en seguida, ¿dale? Intenta no esforzarte demasiado, y conserva tus energías.

—Lo haré... Gracias —El comandante murmuró y sonrió, queriendo reconfortarlo.

Eric le hizo una mueca que quiso aparentar ser contenta, pero su preocupación era tanta que sus facciones no lograron perder su rigidez. Su propia sonrisa le salió nerviosa, y  tuvo un sabor amargo para él. 

Con su partida, la pareja intercambió miradas recelosas y angustiadas. Elise, por temer al futuro que les aguardaba. Jean, por verla tan desanimada, tan lánguida, como ahora lo estaba.

—Gracias a ti también —El hombre cortó el silencio con su voz débil.

Ella sacudió la cabeza, ya conmocionada.

—Hice lo que debía. No tienes que agradecerme.

—No... no s-solo por salvarme de Theodore —Su tono se volvió aún más triste—. Sé... que d-debes haber visto el frasco de láudano en mi escritorio... y Eric parece no saber de nada... creo.

—No lo hace. Yo escondí el frasco.

—Entonces n-no se lo digas... por favor. No quiero asustarlo más. Ese m-muchacho ya ha sufrido suficiente con lo de T-Thiago y ahora esto... —El malherido sacudió la cabeza—. No quiero estresarlo más —Luego tragó en seco—. Y...

—¿Qué?

—Deshazte de la botella... Te lo ruego.

—No lo sé, Jean. El láudano podría ayudarte en tu recuperación. Cuando salgas de aquí estarás con demasiado dolor...

—Lo aguanto.

—Dices eso ahora, porque aún estás sedado. Pero el daño que tu cuerpo sufrió es grave. Así que hablaré con Misvale al respecto y...

—No, no puedes. La Ley de Pureza de Medicamentos...

—¿Crees que él no sabe lo que usaste?

—Sé que lo hace —Jean respondió, con cierto desespero—. Pero no quiero ser preso de nuevo, mucho m-menos por algo tan... humillante como p-posesión de láudano...

—Nadie dejará que eso pase —Ella le garantizó—. Pero debes tener un buen tratamiento y para eso, necesitarás controlar tu dolor. Los opiáceos serán la mejor manera.

—Elise...

—Yo te administraré todos los medicamentos que tengas que tomar. No dejaré que consumas más de lo que debes.

—No q-quiero que seas mi niñera.

—No era eso lo que decía y lo sabes. Solo no quiero que sufras.

—Lo sé —él murmuró—. Pero... ¿No p-podemos hablar sobre esto después?

Ella respiró hondo y contempló su decisión.

—Podemos.

Los dos se quedaron callados un instante, hasta que una nueva duda surgió en la cabeza de Jean.

—Cariño...

—¿Qué?

—¿Mi hermano sabe que yo estoy aquí?

—Tal vez... No tengo cómo afirmarlo.

—¿Crees que me vendría a visitar?

—¿Quieres que lo haga?

Él cerró los ojos, ya agotado.

—¿A decir verdad?... Sí.


---



Carcosa, 25 de marzo de 1912

Haber perdido a Marcus y a Theodore en la misma semana destruyó cualquier esperanza que Claude tenía de permanecer sobrio.

Sabía que si abría una botella de whiskey nueva estaría decepcionando a su hijo, a Elise, y a sí mismo. Pero desde su infancia, había crecido creyendo que solo había tres caminos para resolver sus problemas y lidiar con sus emociones: el de la rabia, el de la tristeza, y el del alcohol. 

Seguir cualquiera de ellos en un momento de debilidad era riesgoso, lo tenía claro. Combinar los tres era aceptar la perdición. Pero si algo él amaba más que un buen destilado era sucumbir a sus impulsos y rendirse a su venenoso deseo de autodestruirse. Por lo que, entre el día anterior y aquella mañana, había bebido más que en todos sus últimos veinte años de vida combinados.

La señora Katrine lo notó e intentó confrontarlo sobre ello, pero él dispensó sus preocupaciones y abandonó su casa, pasando horas en el Triomphe —lugar al que no había visitado en dos décadas—. Ahí, se reencontró con un mesero que lo había servido en sus tiempos de gloria, quien desde entonces se había convertido en el tabernero del establecimiento. Él lo reintrodujo a los círculos sociales del bar, y le contó sobre todas las nuevas drogas que habían aparecido por ahí en su ausencia.

—B-Bueno ver que la Ley de Pureza de Medicamentos f-fue una mierda y que la r-reforma no s-sirvió de nada —Claude comentó, mientras terminaba de voltear otro vaso de Whiskey—. Yo le dije... le dije a Liverstone en la época q-que la prohibición sería inútil...

—Claro que intentaste frenar su aprobación; ¿por qué me sorprende? —El tabernero se rio—. Pero, en fin, monsieur le ministre*... ¿Quiere probar algo nuevo? ¿Sí o no?

—Depende... ¿Hay a-algo que me reviva p-por dentro?

—Tenemos de todo aquí, mi caro... —El hombre abrió la puerta de la barra y le hizo una seña para que lo siguiera.

Claude ya había leído lo suficiente sobre la cocaína como para saber que no era una substancia benéfica para la salud. El místico polvo blanco que la comunidad científica había alabado a poquísimos años atrás terminó causando millones de adicciones, suicidios, robos, y eventos aún peores en su sociedad. Pero al tenerla frente a sí, la curiosidad venció a la cautela. Y él quiso probarla.

—¿Qué es-s todo esto? —Apuntó a las níveas líneas que cubrían una de las cajas de vino.

—Esto es mercancía —el sujeto le respondió, guiñando un ojo—. Pero no es necesariamente lo que usted quiere...

—¿Y qué quiero?

—Algo más sofisticado que la coca molida. Como el especial de la casa... —El tabernero recogió una botella de vino, un frasco de vidrio lleno de hojas verdes y otro lleno de cerezas secas.

Dejó ambos al lado del polvo y buscó una coctelera. Una vez la encontró, mezcló todo, lo sacudió, y le sirvió el resultado en una copa.

—¿Especial?... ¿Qué e-especial?

Monsieur Chassier, le presento al Vin Marinani* local. Pruebe.

Claude, pese a saber que aquella era una pésima, horrenda, muy mala idea, hizo lo ordenado y tomó un sorbo del extraño y venenoso elixir. 

El sabor amargo de la coca fue suavizado por el sabor del vino y de las cerezas, para su sorpresa. El efecto estimulante del brebaje también lo golpeó más rápido de lo previsto.

Oh merde!... —su mueca no logró decidirse entre el asco y la adoración—. ¿Cuánto le p-pago para llevar esto a casa?

—¿Tanto le gustó? 

—Sí —el político al menos fue sincero—. ¿Cuánto le p-pago?

El valor fue murmurado en su oído y el dinero salió de su billetera en un pestañeo. El ex ministro entonces agarró la botella preparada por el propio tabernero, a su frente, con una sonrisa en el rostro. Aquella interacción fue la última que logró rescatar de la homogeneidad de recuerdos del día anterior. 

Lo único por lo que agradeció a Dios, al regresar a sí, fue ver que se había encerrado en su escritorio, queriendo escapar de las incesables preguntas de la señora Katrine. Porque no quería que nadie lo viera en un estado tan lamentable como el que se encontraba.

Al abrir los ojos y levantar la cabeza, Claude notó que se había caído de cara al suelo y vomitado sobre toda la alfombra. Si se hubiera derrumbado de espaldas, sin duda estaría muerto.

Con un gruñido agónico, él se arrastró hacia su bastón y lo usó para levantarse. Miró alrededor, desorientado, fijando su vista en la pared al ver un cuadro con el vidrio roto. Acercándose para observarlo con más cuidado, una nueva memoria surgió en su mente. La fotografía era de su padre, y él la había golpeado en un súbito acceso de rabia, durante la madrugada. A través de los cristales, el semblante severo de Peter Chassier parecía juzgarlo tanto como él se juzgaba a sí mismo.

Limpió el desastre que había criado en la habitación apenas para no complicar la rutina de su ama de llaves. Subió las escaleras lo más rápido que pudo, recogió ropas nuevas y tomó un baño de agua fría. La decisión resultó serle favorable a la larga; Johan Kran apareció por la tarde a visitarlo. Si percibió su pésima apariencia, no comentó nada al respecto.

—Algo le pasó a Walbridge —El tono nervioso del rubio no pasó desapercibido—. Es mejor que usted se siente.


---


Antonio Camellieri sentía que había regresado a la cima del mundo y recuperado todo el poder que había perdido desde sus años de gloria, al fin.

El Denver le había pagado una considerable suma por las múltiples fotografías que había tomado del combate en rue Saint-Michel, e incluso usaron una de las imágenes más claras que tomó para decorar su portada —una raridad para el diario, que acostumbraba favorecer ilustraciones detalladas a la calidad arenosa de los semitonos—. Esto no tan solo lo animó, como también infló su ego más allá de lo sano y lo debido.

También lo hizo pensar en una manera de librarse de las garras de Jean-Luc de una vez por todas: contándole la verdad a Claude sobre todo lo que había ocurrido el día del asesinato de Marcus. Porque cuando el ministro descubriera la verdad sobre quién había ejecutado a su mejor amigo se pondría furioso, y sin lugar a duda tomaría medidas extremas para mantener a Jean lejos de sí, de su familia y de Carcosa. Esto le garantizaría total libertad a Antonio.

Y eso era lo que él más deseaba.

Sí, sus fotografías le habían rendido bastante dinero. Pero ninguna moneda le quitaría de encima los moretones de la paliza que recibió aquella mañana, luego de que los primeros ejemplares del Denver comenzaran a circular por la ciudad. Un grupo de Ladrones lo había arrinconado mientras caminaba por la calle, trabajando en un nuevo proyecto comisionado por el periódico.

Una de sus cámaras más antiguas fue destruida a patadas a su frente y él no pudo hacer nada para evitarlo. Perdió un diente. Se hirió la mano. Y su orgullo fue hecho añicos. Pero aquello no lo desmotivó. Por lo contrario, lo hizo levantarse con una sonrisa en el rostro, listo para avasallar a sus enemigos de una vez por todas.

Lo primero que hizo fue regresar al almacén fotográfico de su estudio, donde todos los negativos que había creado en veintitrés años estaban guardados, incluyendo los que había hecho para los montajes de Aurelio. El salón, iluminado apenas por una intensa luz roja, poseía cajas y cajas repletas de láminas de vidrio y de metal, celuloide, químicos potentes, y una variedad de artilugios que tan solo Antonio conocía. Allí, poseía pruebas de crímenes arcaicos que ni la policía había obtenido aún. Él lo sabía todo, sobre todos. Y podía destruir a medio país si lo quisiera.

El periodista recolectó la evidencia que necesitaba, reveló sus tomas al positivo en algunas hojas de papel, guardó las copias a la albumina en un maletín, tomó su cámara Brownie de viaje y salió a la calle, subiéndose a un tranvía que lo llevaría a la mansión Chassier.

Quería hablar sobre Marcus, sí... Pero también tenía pensado exponer todos los crímenes de Jean-Luc y Elise al ministro. Si bien el sujeto no le agradaba ni un poco, él era el único hombre en toda la nación que aún tenía suficiente poder como para arruinar al comandante, y mandarlo de vuelta a prisión.

Antonio creía esto porque la renuncia de Claude aún no había sido anunciada públicamente; la única persona que sabía que él había abandonado su cargo —Theodore— estaba muerto, y la noticia había desaparecido junto a su pulso.

Al llegar a la propiedad, sin embargo, el periodista dio de cara con un carruaje de la policía y con Johan Kran, descendiendo de él. Antes de que alguien lo viera Antonio se ocultó tras un árbol y se puso a observar lo que sucedía con discreción. Acabó incluso saltando el muro del jardín y siguiendo el inspector hasta la casa. Desde el arbusto donde se había escondido, pudo ver al rubio tener una conversación seria con su anfitrión. No logró oír sobre qué, pero por la expresión de Claude, él supo que era algo serio. Y por eso, cuando ambos hombres abandonaron la propiedad, Antonio decidió acompañarlos en su misteriosa travesía.

Él los siguió hasta el hospital privado de Carcosa, que estaba llenísimo de gente. Allí, escuchó unos Ladrones charlando en la entrada. Por lo que pudo averiguar, chismoseando por aquí y por allá, Jean-Luc había recibido un balazo al pecho y su condición era delicada. Si Antonio quería alguna señal divina de que aquel era el momento perfecto de actuar, la obtuvo.

—¿Qué haces aquí? —Una voz irritada lo sobresaltó.

De pie a meros pasos de distancia, cubierto con un abrigo mostaza muy grande para ser suyo, encontró a su hijo, Eric.

—No es de tu incumbencia.

—Estás en territorio de la hermandad; todo lo que hagas es de nuestra incumbencia —el muchacho respondió—. Aún más después de la mierda que hiciste...

—¿Qué? ¿Divulgar las fotos de la emboscada al Denver? Solo trabajaba.

—No, tú nunca trabajas. Tú desatas el caos —El joven sacó un revólver de su bolsillo—. Ahora dime de una vez, ¿Qué carajos haces aquí?

—No te atreverías a disparar. No en público.

—¿Quieres que te lo pruebe?

Antonio, algo asustado, dio un paso atrás.

—Traigo noticias.

—¿Noticias?

—Sí —Apuntó al edificio a su lado—. Que conciernen a tu jefe.

Eric hundió sus cejas y lentamente bajó su arma.

—Más te vale estar diciendo la verdad...  —Sacudió la cabeza—. Sígueme. Antes de que cambie de opinión.



----

"Madame": "Señora" en francés. 

"Monsieur le ministre": "Señor ministro" en francés.

"Vin Mariani": Bebida que contenía vino de Burdeos y extractos de hoja de coca.

"Merde": "Mierda" en francés. 

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro