Acto I: Capítulo 15
Claude estaba perplejo. Elegía usar aquella palabra para describir lo que sentía, pero en verdad su nivel estupefacción era tan grande, que era imposible de narrar. Él estaba rotundamente indignado por todo lo que había oído, y por todo lo que le habían ocultado.
Porque sí, resulta que él y Elise tenían razón. Marcus le había mentido. Por años.
Pero no era el único. Theodore también había hecho lo mismo.
Los únicos dos colegas en los que pensó podría confiar, habían sido las mismas piedras que facilitaron su caída. Ellos eran los culpables del pésimo estado de las cárceles del sur. De la caída de Jean. Y del subsecuente colapso del gobierno estadual.
—Lo hicimos para protegerte...
—Lo hicieron para proteger a mi cargo.
—Es lo mismo.
—No —Claude alzó una mano—. Definitivamente no lo es.
—Sé que estás furioso...
—Tengo todo el derecho de estarlo.
—Pero pido que te concentres en la incógnita que generó esta charla: ¿Quién mató a Marcus?
—Por tu tono, insistes en que aún sabes la respuesta.
—¿Y tú quién piensas que pudo haber sido más que Jean?
—¿No lo sé? ¡¿Tal vez el criminal que había estado a cargo de su casa durante todo este tiempo?! —el ministro de justicia mencionó a Thiago—. ¡Él estaba "limpiando" el revólver de Marcus cuando llegué a la residencia Pettra! ¡Es obvio que él lo debe haber asesinado!
—¿Y estás seguro que la arma era de Marcus?
—¡Tenía las letras "T.P." grabadas en su cañón! ¡Teniente! ¡Pettra!
—O tal vez...
—¡¿Qué?!
La postura de Theodore fue desinflada, por el pinchazo de un insólito pensamiento. Él continuó:
—¿Alguna vez Marcus te comentó cual era el nombre de su hijo?
—No. Al menos no que me acuerde.
—Thiago.
—Pero ese es el mismo nombre de...
—Sí —El ministro de defensa asintió—. Thiago Smarthand. Thiago Pettra. Mismo nombre, diferentes apellidos. Puede ser una coincidencia, o puede ser algo más. Aunque lo dudo, porque ese no es un nombre muy común aquí en las Islas.
—Ya, pero Smarthand, por lo que el inspector Kran me contó, vivió casi toda su vida en el barrio latino de Merchant. Por allá el nombre es relativamente común...
—No tanto como lo creerías —Theodore cruzó los brazos—. Pero por favor, piensa conmigo por un segundo. Si ambos fueran la misma persona, las iniciales "T.P" podrían muy bien ser suyas. Por lo tanto, el revólver también lo sería...
—El hijo de Marcus está muerto. Estás inventando estas teorías para...
—Estoy siendo lógico —Powell lo cortó—. Algo que tú, claramente, no logras ser.
—¡Perdóname si me niego a creer que mi hermano mató al mejor amigo de mi madre! ¡A mi padrino!
—¡Tu hermano es un asesino! ¡Mató a cientos en la Iglesia de Saint-Joseph! ¡Asesinó a Paul Levi! ¡Destruyó a Las Oficinas!...
—¡¿Y NO CREES QUE TUVO RAZONES PARA ELLO?!
El ministro de defensa dio un paso atrás, sorprendido por la declaración.
—No hay nada que justifique tantas muertes.
—¡Deberías haber pensado lo mismo cuando encerraste esa maldita investigación!
—¡Ay, por favor! —Theodore reclamó, irritado—. ¡Esos eran criminales! ¡Su muerte no le haría ningún daño a la sociedad! ¡Esto es diferente!...
—¡Y fue ese pensamiento el que nos llevó aquí! —Claude rugió, furioso—. ¡Pensar que una insignia nos hace más importantes que esas pobres almas perdidas, conducidas al crimen por la necesidad, por la ignorancia, por la perfidia y la ruina moral! ¡Pensar que un uniforme, que una cadena, los convierten a ellos en seres infrahumanos, cuya dignidad podemos destruir cómo se nos plazca! ¡Pensar que eso también los convierte en ganado, listo para la matanza! ¡En esclavos, listos para una vida interminable de azotes y tormentos! ¡Eso fue lo que nos garantizó nuestra perdición, como hombres y como gobierno!
—Estás demente...
—¡Seamos sinceros, Theodore! ¡Nosotros estamos libres ahora mismo penas por nuestra influencia! ¡No cargamos sus mismos eslabones apenas por nuestro poder!... ¡Pero en el fondo, tú y yo sabemos que somos igual de corruptos que ellos! —gesticuló, exasperado, antes de llevar una mano a la solapa de su abrigo y retirar su broche de búho.
—Piensa bien en qué estás a punto de hacer o decir —Powell insistió, con cierto recelo.
—Ya lo he pensado —El señor Chassier tiró la joya al suelo—. J'ai démissionné. Renuncio.
—No... ¡No puedes renunciar ahora!
—Ya lo he hecho —Y con esta última oración, se dio la vuelta y salió de la sala.
Claude recogió sus pertenencias sin darle explicaciones a nadie. Abandonó su puesto de trabajo y se fue a casa, a vivir su luto en la privacidad de su hogar.
Con su deserción, el ministro de Defensa comprendió que su posición en el campo de batalla había cambiado. Se había convertido en el líder supremo de sus tropas y, como tal, debía actuar rápido para salvarlas. Decidió entonces tomar una medida drástica; realizar el último ataque a su enemigo aquella noche, a solas.
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(Presente)
Jean le contó a Elise todo lo que había visto y oído en la residencia Pettra. Las confesiones de Lilian, las dudas de Thiago, las amenazas de Marcus, la masacre de la policía; todo. Lo único que se negó en revelar, hasta el final, fue cómo y quién había asesinado al oficial.
Tenía claro que su novia le guardaba bastante estima y respeto por ser el padrino de su matrimonio, por haber ayudado a Claude a educar a André, y —sobre todo— por haberlo protegido de sus propios venenosos pensamientos, garantizando que el muchacho creciera bajo el cuidado de un padre lúcido y responsable.
No quería darle la noticia que sus propias manos lo habían ejecutado, en un momento de suprema irracionalidad y dolor.
Pero debía. Y solo por ello, lo haría.
—No sé quién mató a Lilian, o a Thiago... pero sé quién mató a Marcus —Jean bajó la mirada, taciturno.
Nada más que eso necesitó decir. Apenas con su silencio inquietante, con la turbia energía que emanaba, evidenció su culpa. Sus ropas podrían estar manchadas, pero aquella sangre no era del todo inocente; estaba impregnada por los fluidos venenosos de su más fiero enemigo. Y él parecía no arrepentirse de haberlo vencido, en lo más mínimo.
—Lo asesinaste... —Ella dio un paso atrás, boquiabierta.
—Lo hice —El Ladrón no quiso excusar su decisión; estaba demasiado cansado como para pensar en argumentos—. Luego de todo lo que me dijo, de lo que oí... No fui capaz preservar mi templanza.
Elise, en conflicto, no le respondió nada. Tan solo apartó su mirada, llevó una mano al pecho y permaneció quieta junto a su tribulación.
Entendía el razonamiento de Jean. Compartía su resentimiento y lo acompañaba en su duelo. Pero no lograba aceptar la verdad que él le revelaba.
—Yo... —balbuceó, llevando los ojos a Lilian—. No sé qué decir... —En parte, por no saber cómo sentirse.
Un lado de sí celebraba el fallecimiento del oficial. Sus infracciones eran múltiples y graves; esto era indiscutible. Pero el otro lamentaba su pérdida, por recordarlo como la figura paterna que había guiado y cuidado a Claude en sus momentos más oscuros, apoyándolo cuando ella no se vio capaz de hacerlo.
Este dilema, sumado al hecho de que Jean había sido el responsable directo de su muerte, la aturdió.
—Sé que lo que hice te debe haber decepcionado más allá de lo que pensabas posible y que, junto esa decepción, debe haber un nivel incomprensible de enojo... —él dijo, manteniendo un tono bajo, uniforme—. No sería justo de mí esperar que entiendas mis razones, o que perdones mi actuar...
—Entiendo porque lo hiciste —Elise lo interrumpió—. Solo... no puedo creer que de verdad lo hayas hecho.
—Ni yo lo logro creer aún —Jean confesó, limpiando sus húmedas mejillas—. Pero no mentiré... No siento remordimiento alguno por haberlo ejecutado.
—Lo sé —Ella lo miró—. Y eso es lo que más me perturba.
Él pensó en decirle algo de vuelta, pero al partir sus labios, las palabras no fluyeron como deberían. En su lugar, un exhalo agotado y triste se escapó entre sus dientes, finalizando la conversación con una fría incertidumbre.
Por su parte, ella seguía sin saber qué debía hacer a seguir. ¿Cómo actuar o no en aquél pésimo momento? Si lo criticaba, era una hipócrita. Había pasado dos décadas ejecutando a hombres del mismo arquetipo que Marcus en el sur; ¿quién era ella para juzgarlo? Pero, si condonaba su comportamiento, estaría ignorando el quiebre del juramento que él le había hecho: dejar su venganza atrás. Ninguna de las dos opciones era favorable y ambas coexistían en un área gris de su moralidad.
—¿Qué pasó con su cuerpo? —decidió indagar, en lugar de ponderar su posicionamiento.
—Lo dejamos en su casa... Para que pueda ser enterrado o cremado por el resto de su familia lejana.
—¿Y qué pasará con el de Lilian?
Jean ojeó la nívea sábana a su lado, acongojado.
—Será enterrada en el cementerio público de Carcosa, junto a su hijo. Hablaré con monsieur Bordeaux, el arquitecto que me ayudó a remodelar mi casa... y gestionaré la creación de un mausoleo familiar.
—Es justo. ¿Cuándo planean mover su cuerpo allá?
—Mañana, a las seis. Si por mí fuera lo haría de inmediato, pero la casa funeraria está cerrada. Por lo que deberá permanecer aquí por unas horas más... —Jean pestañeó, dejando algunas lágrimas deslizarse por su mejilla—. Y es por ello que me quedaré aquí, a su lado... cuidándola.
Elise no era ajena a su melancolía. A pesar de todo lo que había oído aquella noche —y de las complicadas emociones que le corroían la mente por ello—, su alma también vestía de negro, su corazón también se estrujaba por su luto. Ella era otra de las grandes amigas de Lilian, al final de cuentas. El amor entre ambos podía no ser tan intenso como el compartido por la rubia y Jean, pero seguía siendo real e importante.
Por eso, la empresaria lo abrazó, necesitando su afecto tanto como él anhelaba el suyo. Ambos sabían que el acto no era una promesa de perdón. Que aquello no significaba que su relación continuaría igual a antes. Pero por un instante, se permitieron poner sus opiniones a un lado, queriendo favorecer sus sentimientos.
—Deberías irte a casa —él sugirió, al apartarse—. Yo también me iría, pero... —Sus ojos regresaron al cadáver—. No soy capaz de hacerlo.
—Lo sé —la dama concordó—. Puedo... ¿Puedo despedirme de ella antes de marcharme?
—Claro —El comandante asintió—. Aprovecharé para ir a mi despacho por unos minutos... Tengo una muda de ropas ahí, y quiero quitarme todo esto de encima.
—Ve... estaré aquí esperándote.
Jean miró a la fallecida por un largo segundo, antes de volver a sacudir la cabeza, bajar el mentón y alejarse de la mesa.
Mientras Elise le agradecía a Lilian por el apoyo incondicional que le había dado en su juventud, por sus preciados consejos en su madurez y por haber cuidado a su amado en los momentos más difíciles de su vida, mientras ella en sí estaba ausente, el líder de los Ladrones caminaba hacia las escaleras que daban a su escritorio, con pasos lentos. É podría no decir nada al respecto, pero su pierna le dolía tanto como la pérdida que había experimentado.
Se detuvo al pie de los peldaños con los hombros caídos y el semblante en blanco. La subida a su frente era larga y el esfuerzo que requeriría para realizarla sería intenso. En su actual situación, no sabía si lograría siquiera llegar a la mitad del camino. Al menos que hiciera lo indebido para soportarla; ir a la farmacia más cercana y comprarse un frasco del néctar divino de su contemporaneidad, el láudano.
Al percibir la negrura de sus pensamientos y de sus deseos, él sintió que su garganta se cerraba. Ansiaba la relajación y el entumecimiento que la sustancia le traería, pero temía las consecuencias que su uso podría causarle.
El miedo paralizó su mente y el vicio controló su cuerpo. Por eso mismo salió de la propiedad, bajó la ladera, y entró a la calle más cercana, apenas teniendo consciencia de lo que hacía.
Caminó a la botica de Hank Dickinson —uno de los múltiples aliados de la Hermandad— con la boca seca, las manos temblorosas y el pulso acelerado. Uno de los auxiliares del farmacéutico lo recibió.
—Monsieur, ya estamos cerrando. No podemos atenderlo ahora. Vuelva mañana.
—¿Sabe usted quién soy? —El comandante alzó una ceja, inclinándose sobre el mostrador.
—¿No?
—¡Jean! —La voz familiar de Hank habló por encima de la de su asistente. En segundos, él apareció por detrás de unos estantes; acababa de salir de la bodega—. Me alegra verte por aquí. Pero, ¿por qué llegas tan tarde? La luna ya salió...
—No vengo a discutir negocios, no hoy —Le reaseguró—. Vengo a comprarte algo.
—Diga.
—El elixir. Necesito un frasco.
Ya que la Ley de Pureza de Medicamentos no le permitía a ningún farmacéutico, químico o apotecario vender opiáceos sin una estricta recomendación médica, los profesionales que distribuían la droga debían hacerlo bajo un alias. Los que preferían un público más reservado y contabilizado usaban la palabra "elixir" o "vino mágico". Los que querían divulgar su venta de manera más descarada, usaban el nombre "Diodati" para sus anuncios, panfletos, carteles e ilustraciones.
(Según lo que Jean había oído, este último término había surgido de la infame Villa Diodati —lugar de reunión de varios artistas europeos durante el inicio del siglo anterior—, dónde el consumo del brebaje había sido excesivo e inspirador. Muchos de sus revendedores del sur, libres de la vigilancia rigurosa de la capital, preferían llamar al brebaje así.)
—¿Cuál quieres? ¿Blanco, rojo, dorado o verde?
Las variedades mencionadas por el hombre indicaban con qué alcohol la tintura había sido elaborada. La "blanca" era considerada la preparación clásica: vino blanco, azafrán, clavo, canela y opio. La roja, seguía la misma receta, pero elaborada con vino tinto. La dorada también, pero involucraba Ron o Whiskey. Y la última, la verde, era la más letal; poseía absenta.
—Verde.
—¿La pagas ahora?
—No... acabo de regresar de una misión... —Señaló a su inmundo atuendo—. No tengo dinero conmigo.
—Entonces la pongo en tu cuenta —El hombre asintió; no era la primera vez que hacía algo así por el Ladrón, que desde años atrás insistía en pagar por sus productos—. Alfie, voy a buscar el elixir. Por mientras, anota el pedido.
Jean removió su caro reloj de bolsillo y se lo entregó al asistente.
—Esto se queda como garantía.
—¡No es necesario! —Hank detuvo sus pasos al oír el comentario.
—¿Seguro?
—Eres nuestro proveedor más importante y uno de los pocos clientes que sí paga lo que debe. Claro que estoy seguro —Se dio la vuelta.
El comandante, aceptando su decisión, guardó el objeto con una mueca de alivio que poco tiempo duró. Eso porque notó que, a su frente, el muchacho que registraba sus deudas lo estaba mirando de reojo, algo temeroso. Él vio al joven terminar de escribir algo con apuro, y desaparecer de su vista antes que su jefe volviera.
La actitud inquieta del asistente lo molestó. Que llevara una escarapela con los colores de la bandera en la solapa de su abrigo lo preocupó.
—Aquí tiene... —El boticario le pasó una pequeña bolsa de papel marrón, dónde la preciada botella se escondía—. La dosis para este tipo de elixir usted ya la conoce; entre cinco a diez gotas para relajarse, quince para entrar en coma, veinte y más para morir.
Jean la recogió, sin reírse de su intento de broma.
—Gracias Hank —Guardó el envoltorio en el bolsillo de su abrigo—. Además del dinero, te quedo debiendo un favor. Sé que ya es tarde y estabas a punto de cerrar.
—¿Podría cobrarlo ahora, entonces?
—Bueno... Depende de qué se trate.
El hombre le hizo una seña para que se acercara y él se inclinó hacia adelante.
—Detesto pedir cosas así, pero no tengo otra opción. Descubrí que mi nuevo asistente es un soplón del gobierno hoy por la mañana, y nos arruinará el negocio si no lo detenemos... No puedo deshacerme de él por mi cuenta; sabes que no me meto en ese tipo de cosas. Así que si puedes pasar por aquí un día de esos y... ya sabes...
—¿Matarlo?
—Sí... —el boticario admitió—. Te sería muy grato. No quiero perder mi negocio porque él no puede mantener la boca cerrada.
Jean pestañeó, de pronto interesado.
—¿Quieres que lo haga ahora?
—¿Ahora?
—¿No que ya te ibas? —Dejó la oferta—. Puedo cerrar la tienda por ti.
Hank miró de un lado al otro, contemplando sus palabras.
—De acuerdo —Se apartó de pronto, yendo a buscar su abrigo y su sombrero—. Toma las llaves. —Metió la mano en su bolsillo, las sacó de ahí, y se las entregó al irse del muestrario.
—Espérame al inicio de la ladera. No tardaré mucho en terminar el trabajo —Jean murmuró, caminando hacia la bodega del edificio mientras el hombre se marchaba de ahí, apurado.
La sala en sí era pequeña y no poseía mucho más que estantes e incontables frascos de vidrio. Estos contenían toda la medicación que ahí vendían, e incluso los ingredientes para elaborar algunas fórmulas nuevas. Al abrir y cerrar la puerta, fue inevitable que el soplón percibiera su presencia.
—Monsieur, usted no puede estar aquí...
—¿Cómo te llamas?
—¿Perdón?
—Tu nombre.
—Alfred Murphy, monsieur.
—¿Para quién trabajas?
—¿Qué?
Jean sacó su revólver.
—No me repetiré. ¿Para quién trabajas?
—P-Para monsieur Dickinson... —Un resplandor y un disparo lo interrumpió—. ¡MIERDA! —El funcionario cayó al suelo, sintiendo un pavoroso dolor en el pie.
—La próxima bala irá en tu cabeza si no me dices para quién trabajas.
—¡EL GENERAL MORIN!
—Claro —El comandante se rio, de malhumor—. Además de traicionarnos ese bastardo quiere apoderarse de mi negocio. Hijo de perra —Se curvó adelante y jaló al asustadizo muchacho por la solapa de su abrigo—. Me harás un gran favor, si no quieres morir.
—¡LO QUE SEA, MONSIEUR! ¡LO QUE SEA!
—Shh... —Cerró su boca con la punta de su arma—. Le dirás a Morin que tengo una bala con su nombre ya separada, y que su traición a la Hermandad de los Ladrones no saldrá impune. ¿Entendiste? —Jean vio al joven asentir, exasperado—. Bien. Ahora levántate —A su frente, él hasta lo intentó, pero se cayó con un grito al sentir la primera punzada en su pie—. ¡DIJE QUE TE LEVANTES, MIERDA! —El tono amenazante del criminal de esta vez funcionó; el joven se había alzado con un salto—. Ahora vete. Y jamás vuelvas aquí, si no quieres que separe una nueva bala con tu nombre también.
El soplón, al oír su sugerencia, sacudió la cabeza con desespero y se arrastró afuera de la botica lo más rápido que pudo, dejando un rastro de sangre con cada nuevo paso. Jean, irritado, cerró la tienda y se encontró con Hank en el lugar prometido. Le entregó las llaves del negocio, se despidió, y volvió a la sede de la Hermandad, sintiéndose energizado por el golpe de adrenalina que había recién experimentado.
No notó que el perímetro de seguridad de la fábrica estaba desprotegido, y que los Ladrones que deberían estar haciendo su ronda nocturna por el límite de la propiedad no cumplían con sus funciones como deberían. Así como tampoco notó al automóvil nuevo que se había aparcado afuera del garaje. Para empeorar la situación, ni sus hombres lo hicieron. Así que Jean siguió con su recorrido con movimientos lentos, como si nada raro pasara.
Al entrar al edificio miró la hora en su reloj de bolsillo. No se había demorado tanto como había creído en ir y volver a la farmacia; tan solo diez minutos habían pasado desde su partida. Si se apuraba, podía cambiarse de ropa y regresar al lado de Elise en menos de cinco.
Miró alrededor, viendo algunos de sus colegas conversando en voces bajas sobre los horrendos eventos del día. Por suerte, él no encontró a ninguno de sus amigos personales por ahí, y no tuvo que lidiar con la culpa de decepcionarlos. Sacó entonces la bolsa de papel de su bolsillo, tomó la botella de láudano que había comprado entre sus manos, y la abrió.
No usó el gotero, como debía. Bebió un pequeño sorbo derecho del vidrio, haciendo una mueca de disgusto al sentir su amargo sabor. Por no haber comido nada en horas, sus efectos sedantes fueron rápidos en aparecer. Aletargado, él subió las escaleras y entró a su despacho con pasos inciertos. Buscó sus ropas nuevas en un armario a su derecha, donde solía guardar los disfraces que eventualmente usaba para sus misiones. Entre uniformes militares, trajes religiosos, y otras prendas de insignificante mención, halló lo que buscaba: una camisa, pantalón, y calcetines limpios.
Ya sintiéndose mareado, se sentó en su silla para poder quitarse de encima su actual vestimenta, sucia de polvo y de sangre, dejando la botella de láudano sobre la mesa para que no se rompiera.
Mientras se quitaba los zapatos, sin embargo, sus planes fueron arruinados por la llegada de un inesperado visitante:
—Sabía que te encontraría aquí.
Jean se dio la vuelta, sorprendido por la familiaridad de la voz.
—¿Theodore? —Frunció el ceño—. ¿Cómo entraste?...
El ministro de defensa se rio.
—Vistiéndome como uno de los tuyos —mencionó el abrigo de gamuza que llevaba encima, común entre los Ladrones, y a la escarapela roja, negra y dorada que de alguna manera se había conseguido—. Y esperando tu aparición entre ellos, pacientemente.
El comandante, confundido, señaló alrededor.
—Me refería a cómo llegaste aquí, a esta propiedad.
—Ah... —El político dio un paso adelante, cerrando la puerta—. Johan Kran me comentó al respecto de este lugar a unos meses atrás. Dijo que desconfiaba que esta era la sede de los Ladrones en Carcosa. Pero yo no le creí, porque en ese entonces todos pensábamos que ustedes eran un problema exclusivo del sur... —Sacó un arma y la apuntó a Jean-Luc—. Un error grave, lo sé. Pero al que rectificaré, aunque me cueste la vida.
—¿Qué quieres conmigo?
—Creo que es bastante aparente lo que quiero.
—No... —Con cautela, el Jean llevó la mano al bolsillo de su abrigo, recogiendo su propio revólver bajo la tela—. No hubieras arriesgado tu pellejo entrando aquí para matarme apenas. Quieres algo más.
—Creo que me subestimas, Jean-Luc —El ministro bajó el martillo—. Destruiste al gobierno. Tienes al país con las piernas abiertas, enseñándote el coño, listo para ser jodido más allá de la comprensión, y como si no pudieras cagarnos más la vida a todos, mataste a Marcus Pettra... mi mejor amigo de años.
—Ese viejo de mierda no era amigo de nadie y te equivocas al creer que él te tenía alguna estima.
—Entonces lo confiesas. ¿Tú lo mataste?
Jean hizo una mueca de disgusto; había caído en su trampa. Pero no dejó su decepción consigo mismo durar mucho, y decidió ser sincero:
—Sí... Lo hice. Yo maté a Marcus. Y no me arrepiento de nada, si quiere saberlo.
—Hijo de puta —Powell sacudió la cabeza—. ¿Por qué? ¿Quema de archivos? ¿Venganza? ¿Siquiera tuviste un motivo?
—Él mató a mi mejor amiga —El comandante afirmó su agarre en su arma—. Creo que decir eso es suficiente para que comprendas el dolor que estoy sintiendo ahora, así como la rabia que sentí al verla muerta, cubierta de sangre, con la mitad de la cabeza explotada... Al final, amenazas hacer lo mismo que yo hice, por el mismo motivo. Me quieres matar por ser un asesino, convirtiéndote en uno en el proceso. Curioso.
—No te atrevas a insinuar que soy como tú...
—No, no... No te hagas ilusiones. Tú eres aún peor que yo. Porque yo te perdoné la vida durante el golpe de Estado, y tú viniste aquí a quitármela —Jean hizo una pausa, se levantó junto a su arma y, sin tomarse el tiempo de estabilizar su agarre, disparó.
Su bala, sin embargo, no fue la única a cruzar el aire. Y él, espantado por el estruendo consiguiente, tambaleó hacia atrás, tumbando su silla. Por reflejo miró hacia abajo y vio, horrorizado, una mancha carmesí expandirse por su corbata y camisa. Atontado por el láudano consumido, se demoró en entender qué había pasado, derrumbándose al suelo con una expresión asombrada.
Él no había logrado darle un tiro a Theodore, pero el ministro sí lo había herido a él.
—No deberías haberlo matado, Chassier... No cuando hay alguien para vengarlo —Su verdugo en cuestión avanzó hacia su cuerpo con una expresión satisfecha, pateó su revólver lejos y abrió los cajones de su escritorio, revolviéndolos con la mano libre. De uno de ellos, sacó el álbum fotográfico de las cárceles de Brookmount e Isla Negra, sonriendo al encontrarlo—. ¡Ajá!.. Esto de aquí viene conmigo. Que suerte que Claude me mencionó que lo tenías —Luego, lo Theodore lo miró con el triple de desdén y, aproximándose a su cabeza, apuntó su arma al centro de su tez—. ¿Algunas últimas palabras, Jean-Luc?... ¿No?...
—Elise... —el Ladrón balbuceó, perdiendo sus fuerzas.
—No está aquí para protegerte. Nadie está aquí para protegerte. Y tu reino de terror se acabó, hijo de puta.
Al oír la declaración Jean cerró los ojos, vidriosos y conmocionados. Él ya podía sentir la fría aura de la muerte, acercándose a su espíritu, lista para arrastrarlo hacia fuera de su cuerpo y llevarlo al agujero más oscuro y horripilante del Hades.
El ministro tenía razón. Su reinado se había acabado.
Al oír el último tiro retumbar, él se estremeció. Pero para su sorpresa no perdió la consciencia, su dolor físico no incrementó, y tampoco sintió el ardor de una bala caliente y furiosa perforar su cuerpo.
Confundido, el comandante abrió los párpados a duras penas y examinó sus alrededores, aunque con cierta dificultad. Su mundo entero giraba y las esquinas de su visión se habían vuelto borrosas. Pese a su mareo y su debilidad, sí fue capaz de ver a una silueta conocida correr a su lado, gritando su nombre a todo pulmón.
—¿Elise?...
—¡Sí, mi amor, soy yo! —Ella lloró, desesperada—. Por la gracia de Dios, ¡no te atrevas a morir ahora!...
La mujer había oído el primer disparo y corrido hacia su despacho de inmediato, a tiempo de ver a Theodore sobre él, amenazando con matarlo. No pensó dos veces antes de liquidar al político, con un arma que había tomado prestada de la sala del arsenal mientras Jean estaba en la farmacia. Ella no se sentía segura caminando por aquel enorme edificio, lleno de hombres peligrosos, sin tener una cerca.
—¿Qué mierda pasó aquí? —Victor entró corriendo a seguir, igual de alarmado que la dama.
—¡Jean está herido! ¡Tenemos que sacarlo de aquí! ¡Rápido! —Ella le hizo presión al agujero en su pecho, ignorando sus lamentos.
—Mierda... —el hombre a su lado balbuceó al ver el estado de su jefe, y de inmediato rebotó hacia las escaleras, llamando a David.
Mientras tanto, el moribundo apuntó hacia el libro que Theodore aún sostenía.
—Elise... mira... míralo.
—Lo haré, ¿de acuerdo?... Lo juro —Ella besó su frente—. Pero quédate conmigo... por favor. No te puedo perder también.
Él tragó en seco, luchando contra sus ganas de quedarse dormido.
—F-frío... —murmuró—. Tengo frío...
Por su queja, la mujer estiró un brazo a un costado y agarró su abrigo, caído en el suelo, y lo envolvió con él.
—¿Mejor?
Jean sonrió, entre lágrimas.
—Sí.
Esto fue lo último que alcanzó a hacer antes que sus ojos se volvieran a cerrar contra su voluntad, y su alma fuera anestesiada por un sueño profundo e inescapable.
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Nota de la autora: Este es probablemente uno de los capítulos más importantes de toda la trilogía, y ojalá les haya gustado leerlo tanto como a mí me encantó escribirlo.
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