Acto I: Capítulo 14
Jean hizo cuestión de acompañar en persona el traslado del cuerpo de Lilian de la casa de Marcus a la sede de la Hermandad. Dejó que los demás Ladrones le ofrecieran cobertura, y que algunos incluso se quedaran atrás a matar más policías, pero él no se movió de su lado. Sujetó su mano fría y pálida, durante todo el recorrido, mientras una centena de lágrimas descendían por su rostro, carente de emoción y empatía. Incluso auxilió a sus hombres a bajarla del carruaje y cargarla adentro del edificio, al comedor, donde los cadáveres de sus demás compañeros caídos en la emboscada estaban siendo apilados.
Aquellos reconocidos por sus amigos o familiares serían enterrados de manera privada por los mismos. Los que permanecieran sin ser clamados, no obstante, serían cremados y enterrados en el patio de la fábrica abandonada. El hombre a cargo de gestionar el papeleo que esta clasificación involucraba, por el momento, era un escribano del área administrativa, cuyo nombre Jean no recordaba.
—Ella es amiga mía —el comandante le dijo, con voz ronca. Sus ojos enrojecidos solo entonces fueron capaces de despegarse de la silueta de Lilian—. Que se haga claro, su cuerpo permanecerá aquí abajo, pero no será tocado o movido a ningún lado sin mi autorización.
—De acuerdo, monsieur... ¿Podría hacerme el favor de rellenar este papel con sus datos?
—¿Datos?
—Nombre, edad, detalles de su familia, etcétera.
—¿Para qué necesitan esto?
—Es necesario para etiquetar cada cadáver. Así podremos organizarlos mejor y saber cuáles debemos enviar o no a la pira funeraria —El hombre le entregó una hoja en blanco y un lápiz.
—Entiendo —Jean asintió. Enseguida, anotó toda la información requerida por el escribano, le pasó el papel con cierto recelo, y miró al cuerpo de Lilian de nuevo con una expresión amarga, dolida, antes de comenzar a caminar por sus alrededores, buscando a Jonas entre las mareas de sufridores—. ¿Has visto a Eric? —le preguntó, al hallarlo.
—Está en la enfermería, junto a David y Victor. Thiago está en estado crítico, al parecer. Necesitaron operarlo con urgencia.
—Dios... —El comandante corrió una mano por su rostro—. Este día ha sido un desastre.
—Sí... lo ha sido.
Jean apoyó ambas manos en su bastón.
—Sé que sería pedir mucho, pero... ¿me harías un gran favor?
—Lo que necesite, jefe.
—Quiero que vayas a mi casa y busques a mi novia, Elise. Tengo que conversar con ella.
—Claro.
—Eso sí, dúchate primero, límpiate la sangre de tus manos, come algo... y luego ve.
Jonas asintió y se alejó, a hacer lo ordenado. El comandante, por su parte, se desplazó hacia la enfermería, queriendo prestarles apoyo a los amigos que más lo necesitaban. Al llegar, abrazó primero a Victor, le dio algunas palmadas reconfortantes en la espalda, y lo dejó llorar cuánto quisiera. Thiago para él era como un hijo y la posibilidad de perderlo lo aterraba. Luego, Jean hizo lo mismo con Eric, quien también estaba avasallado y por completo fuera de sí.
El comandante se sintió pésimo por ambos, pero en especial por su consejero. Al final, era la figura paterna más prominente en su vida, y tomaba aquella responsabilidad muy en serio. Por ello, Jean empujó su propio luto a un lado y priorizó los sentimientos y emociones del muchacho. Permitió que sus sollozos se alargaran, que sus manos cubiertas de sangre se aferraran a su espalda con aflicción y en ningún segundo lo criticó por su fragilidad —como Antonio lo hubiera hecho, estando en su lugar—.
Lamentablemente, también estuvo presente para ver como David dejaba la sala de operación, caminando con un aire pesaroso. Tan solo una ligera sacudida de su cabeza indicó el motivo por detrás de su luto. El gesto hizo el sufrimiento de los criminales crecer más y más, hasta llegar al límite de lo soportable, y de pronto aquel pavoroso día consiguió lo imposible: empeorar.
El silencio del doctor también reveló las pésimas noticias que traía; Thiago había fallecido.
Eric soltó un rugido animalesco, pulmonar y áspero, que se oyó en todos los rincones del edificio, al momento en que comprendió la noticia. Nuevamente se cayó al suelo de rodillas y escondió su rostro entre sus manos. Jean lo intentó sujetar, pero no pudo. Se resignó entonces a ver como Victor se agachaba a su lado, a reconfortarlo.
David, conmovido por la visión, se le acercó al joven y le entregó el guardapelo que encontró en la mano del rubio, mientras él y su equipo limpiaban su cuerpo y lo preparaban para ser llevado al comedor.
—Hicimos todo lo que pudimos —el médico le aseguró, y puso una mano sobre su hombro—. De veras lo lamento —Con estas cortas palabras, estiró la espalda y miró a Jean, decepcionado consigo mismo.
—Hay males que la medicina no puede sanar —El comandante le recordó las palabras que el doctor en sí le había dicho, años atrás, mientras lo trataba por los daños a su piernas—. Gracias por tu servicio de todas formas, David.
—Ojalá hubiera podido hacer más.
—No había cómo. Era una situación imposible de remediar —Jean comentó con convicción, antes de inclinarse hacia Eric y rodear uno de sus brazos con el suyo—. Ven... vámonos a despedirnos de él.
—No...
—Vamos... —el comandante insistió, haciéndole una seña al otro Ladrón presente para que lo ayudara a levantarlo.
Victor se secó el rostro como pudo y siguió su instrucción. Y juntos, los tres hombres entraron a la sala donde el cuerpo de Thiago estaba acostado, sin su camisa, rodeado de instrumentos quirúrgicos enrojecidos, gasas sucias, algodones sueltos y jeringas llenas de líquidos misteriosos.
Ellos se dieron el debido espacio para que cada uno se despidiera del joven en paz, pero no se atrevieron a abandonarse en aquel delicado momento. No podían estar a solas ahí, esto era más que evidente.
Victor se acercó al cadáver primero, a decirle un sufrido adiós al niño que había criado y protegido, por años. Jean aprovechó su distracción para tener una charla rápida con Eric, y pedirle su permiso para que el cuerpo del rubio fuera enterrado cerca de su madre, en el cementerio público de Carcosa:
—Quiero que tengan su propio mausoleo. Un lugar en donde descansar en paz, unidos.
—Haz lo que tengas que haces... La vida los separó por suficiente tiempo —su consejero concordó con su petición—. Al menos en muerte podrán estar juntos.
Aquel último comentario no dejó su cabeza por el resto del día.
Jean vio a la pira funeraria arder. Vio a sus hombres llorar como bebés, derramando litros de lágrimas en la esperanza de limpiar la sangre de los caídos con ellas. Vio a hijos despedirse de sus padres, inmersos en una languidez demasiado cruel para su edad. A esposas y amantes, dejando ir a sus amados, en contra de su voluntad.
Y cuando llegó su tiempo de despedirse de Lilian, dichas palabras lo atormentaron. Ni ella, ni su hijo, merecían el destino que la providencia les había reservado. Ninguno de sus errores era grave lo suficiente para ser irreparable, ninguno de sus pecados tan insidiosos que no pudieran ser perdonados. ¿Por qué, entonces, habían perecido en condiciones tan pavorosas? ¿Por qué habían sido ejecutados a horas de haberse reencontrado? Él no lo entendía y cuanto más rezaba por sus almas, más cuestionaba si lo que hacía de verdad era útil.
Su fe se había fracturado años atrás, pero aquel día, cesó de existir en su totalidad. La divina providencia había sido eclipsada por la violenta maldad del mundo. No había luz que lo hiciera ver con claridad el camino que debía seguir. No había ángel que le apuntara la dirección a la salvación, o que le hiciera creer que la ira de Dios vendría a equilibrar la balanza de la justicia, a castigar a los asesinos que habían aniquilado a su más fiel amiga.
Fue en este estado de absoluta derrota y desesperanza que se acercó a la mesa dónde la mujer descansaba, a decirle su último adiós. Reposó sus manos sobre la sábana blanca que ahora la cubría y, como si temiera herirla, la removió de su rostro con cuidado y lentitud.
Algún Ladrón, de las decenas que organizaban aquella improvisada morgue, le había limpiado el rostro durante su ausencia. Por este favor Jean era grato; podía al fin reconocer su fisionomía. Podía ver las líneas de su piel, las manchas y lunares que la cubrían, así como apreciar su belleza perenne, natural, que siempre lo había cautivado.
Él evitó mirar a su sangrienta nuca, o el extenso hueco que perforaba la parte trasera de su cráneo. Le traía tanta tristeza el hacerlo, que llegaba a enfermarse. Se contentó con cubrir el pequeño agujero que hundía su tez con uno de sus mechones, escondiendo la realidad que tanto quería olvidar. Así, podía fingir que ella apenas dormía y que su serenidad no sería eterna.
Con ojos acuosos, el comandante se inclinó adelante y le dio un beso a la mejilla. Permaneció ahí por largos segundos, dejando que sus lágrimas cayeran a la pálida faz de la difunta, y que sus labios partidos le compartieran un poco de su calor, de su afecto. Luego, acarició su piel helada, comenzando a gimotear.
—Buenas noches, Lily... —murmuró, perdiendo el poco brío que le restaba—. Descansa.
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Cuando Elise llegó a la sede de la Hermandad, lo hizo con apuro, saltando afuera del automóvil que la había traído con movimientos rápidos y exagerados. Jonas no le había explicado lo que había ocurrido con demasiados detalles. Apenas le dijo que la policía apareció a Rue Saint-Michel antes de lo que debía y que la emboscada terminó con un elevado número de muertos, tanto para los gendarmes, como para los Ladrones.
Al entrar al comedor —para ese entonces ya bastante vacío— ella no tenía idea sobre la aniquilación de la familia Pettra. Ver a Jean sentado al lado de un cuerpo desconocido, sollozando al punto de temblar, la perturbó, pero no la hizo compartir su dolor de inmediato.
—Hey... —puso una mano en su hombro, anunciándole su presencia.
Él, al reconocerla, dio un brinco hacia Elise y la atrapó en un abrazo apretado.
—Ella murió... —su voz fina, que no encajaba con su usual tono grave y áspero, conmovió a la empresaria—. M-Murió...
—¿Quién?
Él no le contestó, apenas siguió llorando. Por lo que Elise hizo lo único que podía para responder a su propia duda: llevó los ojos al cadáver. Por la silueta de la manta, debía ser una mujer. Por los mechones rubios que se deslizaban por debajo de la tela, podría ser...
—No... —murmuró, atemorizada—. Dime que no es...
—Lilian —Jean confirmó—. La mataron.
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(Cinco horas antes, en la comisaría central)
Claude regresó de su almuerzo con Elise y su hijo sintiéndose más liviano, más sosegado. Aún estaba un poco intoxicado, pero poseía lucidez suficiente para poder trabajar sin mayores dificultades. Al final, ya había laborado en estados infinitamente más deplorables y embriagados que aquel.
Al llegar a la comisaría, se fue derecho al despacho del comandante Mallet, creyendo que la reunión que habían planeado para la tarde estaría a punto de empezar. Su sorpresa vino al encontrarse con una sala vacía, con todas sus luces apagadas. Confundido, buscó al inspector Kran. Tampoco lo encontró por allí. Tan solo logró ubicar a Theodore.
—¿Y la reunión?
El ministro respiró hondo y dejó sus documentos a un lado, claramente nervioso sobre algo.
—La hora fue corrida a las diez y treinta.
—¿Qué? —El señor Chassier al instante se irritó—. ¿Por qué?
—El comandante Mallet lo pidió.
—¡Hijo de perra!...
—Claude...
—¡No! ¡Corrió la hora porque sabía que yo no estaba aquí!
—Yo hasta encontré rara tu ausencia... —Theodore admitió—, pero ¿dónde estabas?
—Fui a resolver un trámite a la notaria y a almorzar —El ministro de justicia exhaló, irritado—. ¡Mallet está pasando de los límites! Primero intenta suspender la constitución solo, y ahora me priva de atender a una reunión así de importante...
—Él estaba apurado. Quiere encontrar luego a Marcus, y yo no lo culpo. Es mejor revisar su casa luego —Powell se levantó de su asiento y le hizo una seña para que se acercara—. Pero sé sincero conmigo. ¿Sabes si tu hermano está involucrado en su desaparición?
—También lo pensé, pero no. Ya comprobé que no —Claude apoyó una mano en la cintura—. Y sí, quisiera poder afirmar con todas mis fuerzas que él es nuestro enemigo, pero a cada día que pasa creo que está en lo correcto... Este gobierno se tiene que acabar.
—No hablas en serio.
—¿De veras crees eso? —el señor Chassier alzó una ceja—. Mira alrededor. Lo único que hacemos es firmar papeles, timbrar documentos y ser esclavos de una burocracia inútil. El cambio que queremos nunca se realiza. Nunca ocurre. Y hombres como Mallet, como Kran, siguen organizando este país en nuestro lugar, ¡Dando órdenes en nuestro lugar!... —Sacudió la cabeza—. Esto se tiene que acabar.
El ministro de defensa cruzó los brazos.
—¿Lo apoyas? ¿A Jean?
—Creo que sí.
—No, creer no es apoyar —Theodore reclamó—. Dime la verdad, tal y cómo es.
Claude tragó en seco.
—Sí. ¿Sabes qué? Lo apoyo —Se apartó—. Aunque no sé si logrará hacer lo que quiere. Hay demasiadas fuerzas jugando en su contra. Tendremos que ayudarlo si es que queremos ver cambios en este país...
—Te recuerdo que él es un asesino.
—Lo sé.
—Un criminal prófugo.
—Lo sé.
—¿Y aún así piensas que es confiable? —La molestia de Powell no se disipó.
—No, Theodore... Sé que no lo es. Pero sus ideas son lo que me interesan. Él tiene un plan muy concreto para el desarrollo de las Islas, y beneficiaría mucho a esta nación, si sabemos cómo aplicarlo y controlarlo... —Claude miró a la puerta abierta e hizo una pausa:— Pero mejor hablemos sobre esto más tarde. Hacerlo aquí es demasiado peligroso. Debemos idear una estrategia entre los dos, en un lugar privado, para convertir esta horrible situación en una positiva para todos... —bajó aún más el volumen de su voz—. Sé que podemos usar a Jean para alcanzar nuestros objetivos políticos. Y no necesitas mentirme, sé que no soy el único que siempre ha querido tener una república presidencialista... Además, ya que no podemos vencerlo, al menospodemos manipularlo y usarlo a nuestro favor.
El ministro de Defensa asintió, pese a sus dudas, y volvió a su puesto de trabajo. Chassier, sin saber qué más hacer con su tiempo libre, también regresó al suyo, siguiendo con su rutina como si la reunión jamás hubiera ocurrido.
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Las horas se pasaron con tranquilidad en su cubículo. El ruido de los ventiladores girando en el techo, de los papeles siendo pasados de pila a pila, y de los lápices cruzando hojas y sobres con la misma prolija eficiencia rellenó el vacío dejado por su falta de conversación.
Apenas cuando el reloj marcó las tres, los primeros vestigios del desastre en rue Saint-Michel comenzaron a aparecer, en la forma de bocinazos frenéticos. Los funcionarios pensaron en un inicio que el bullicio se debía a un tránsito congestionado, pero la verdad era mucho más grave. Las sinfonías de aquellos cláxones provenían de las ambulancias del hospital privado, que habían sido llamadas al vecindario de Marcus por un aterrorizado inspector Kran. Después de esto, vino la llegada de los policías ilesos, que traían consigo relatos horripilantes de un tiroteo incesable y de una batalla desastrosa en la residencia Pettra.
Pero Claude solo comprendió que la operación, además de ser un rotundo y total fracaso, había sido también una verdadera matanza sin sentido cuando Mallet reapareció en la estación, con el brazo entablillado y los hombros hundidos, invitando a ambos ministros a conversar. Él, irritado por su anterior desinterés, se negó a participar de la charla. Dejó que Theodore se encargara de resolver el asunto por cuenta propia.
Johan Kran también se presentó, minutos más tarde, acompañado de una despreciable figura de su pasado: Antonio Camellieri. Al intercambiar miradas con el periodista, este le sonrió a Claude con cierta maldad. Él reconoció en su presencia un mal agüero, pero siguió determinado en ignorar aquellos indicios por miedo a lo que el futuro le deparaba.
Una hora se pasó hasta que Theodore dejara su misteriosa reunión. Cuando lo hizo, tenía los ojos hinchados, las mejillas rojas y la nariz húmeda. Su mirada sin objetivo, sin brillo, fue lo que lo motivó a levantarse, de una vez por todas.
—¿Qué pasó?
—Aquí no —El ministro de defensa se limpió las lágrimas—. Como tú mismo siempre dices, hay demasiada gente. Vayamos a algún lugar privado.
—El cuarto de limpieza del conserje. Nadie nos buscará ahí.
Powell asintió y le siguió la cola. En una de sus manos, sujetaba un sobre entregado por Camellieri.
—Te tengo pésimas noticias, mi amigo —el hombre le dijo, así que los dos entraron al recinto y la puerta se cerró—. Marcus...
—¿Lo encontraron?
Theodore sacudió la cabeza y le ofreció el envoltorio.
—Prepárate... —comentó, piadoso—. Esas imágenes no son fáciles de ver.
Su tono desesperanzado le causó un aprieto en el pecho a Claude. Al abrir el sobre y observar las fotografías, pensó que tendría un sincope allí mismo. Sus párpados se llenaron de lágrimas, su calma lo dejó, y cualquier paz que a su alma le restaba fue de pronto arrebatada a golpes.
—¿Quién lo hizo? —el señor Chassier indagó, agobiado—. ¿Quién lo mató? —Su voz se partió, por su luto y por su rabia.
—Aún no lo tenemos claro. Apenas sabemos cuál fue el tamaño de la bala usada: Calibre 25 especial. Por ironía o por algo más, ese es el mismo calibre del revólver que le regalamos a los veteranos de la guerra de independencia, en el aniversario diecisiete. ¿Quién más que un veterano puede tener una de esas armas?
—El hijo de uno.
—O el conocido de uno —Theodore lo corrigió—. Jean mató a Aurelio Carrezio, ¿no es cierto?
—¿Cómo sabes eso?
—Después de lo que pasó en las Oficinas, se volvió aparente... ¿No crees que a lo mejor él mantuvo su revólver? ¿Y lo usó para matar a Marcus?
—Eso es absurdo.
—Lo absurdo es posible si a tu hermano se concierne.
—Él no hubiera hecho algo así.
El ministro de defensa, al oír su negación, percibió que debía revelarle la verdad sobre todo lo que le había ocultado. Tal vez así, su colega uniría los puntos al fin, y comprendería que motivos para el crimen no le faltaban:
—Déjame contarte un par de cosas más, y después me dices si tu opinión permanece inalterada.
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