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Acto I: Capítulo 11

El trío trazó su itinerario para la tarde en menos de quince minutos. Cuando Elise se despertó, Lilian regresó a la cocina, retomó sus actividades junto a ella, y dejó a sus otros acompañantes en la sala, para que continuaran conversando entre ellos.

Aunque Eric ya había desayunado, Jean lo convenció a unirse a la mesa del comedor así que las dos mujeres reaparecieron, invitándolos a comer. Los hombres hablaron más un poco, carcajearon, saciaron su hambre y se fueron de la propiedad, en el lapso de una hora. Se reunirían con las damas al frente del Colonial cuando el reloj marcara las una de tarde. Por mientras, tenían otras cosas que hacer.

Viajaron hasta la chacra comprada por la Hermandad —la misma que usaron para aprisionar y torturar a Aurelio, semanas atrás, y donde ahora habían escondido a los ministros secuestrados—, a trabajar.

Al llegar, fueron recibidos por el grupo de Ladrones que aquel día supervisaban el lugar. Los saludaron con cordialidad, pero no pasaron mucho tiempo charlando con ellos, queriendo ver luego a los mandatarios.

—¿Dónde están? —Jean indagó, así que entraron a la propiedad.

—En el subsuelo —Eric abrió una puerta a su derecha, que los llevó a una estrecha escalera—. Ten cuidado bajando, estos peldaños son un peligro.

Para ahorrar dinero en materiales de construcción, cada escalón de la estructura era extremadamente estrecho. Descenderlos con apuro no era una opción.

Los pasos de los ladrones, por ende, resonaron por las paredes del sótano con una lentitud escalofriante. Los prisioneros que los aguardaban abajo levantaron sus cabezas, asustados, y se miraron entre sí, intentando determinar quién sería el próximo a morir. Al momento en que volvieron a ver la figura de Jean-Luc emerger entre las sombras, el desespero del grupo se triplicó.

—¡Qué linda mansión le construyeron aquí abajo!... —él bromeó, revisando sus alrededores con una sonrisa sádica.

Los ministros habían sido encerrados en pequeñas jaulas individuales, donde tenían apenas lo básico para sobrevivir: su propia ropa, una manta, pan, y agua. Exactamente los mismos materiales y alimentos dados por las cárceles del sur a los reos recién llegados. La salubridad del lugar también era un fiel reflejo de aquellas instituciones. Arañas y cucarachas se paseaban por doquier. El techo se caía a pedazos, poseía una larga infiltración que lo cubría de moho, y su humedad volvía al aire abajo pesado, denso. La única luz en todo el recinto era la de un pequeño candelabro, ubicado cerca de las escaleras. Por la falta de ventanas o tuberías de ventilación, el calor era sofocante. Todo allí era desagradable. Todo allí estaba diseñado para volver a los secuestrados locos.

—¿Con quién empezamos a divertirnos? —El comandante caminó entre las jaulas, sonriendo.

—Deberíamos empezar por el que permitió que esto... —Eric señaló a la pierna de su superior—. Pasara.

—Sí... —Jean concedió, pensativo—. Además, David me escribió diciendo que está en Carcosa y que se está hospedando aquí en la chacra. Creo que sería justo si lo llamamos y lo dejamos participar, ¿no? —Se movió hacia la tercera jaula y la golpeó con su bastón—. Hey, monsieur Liverstone...

El ministro de salud subió la vista, temblando de miedo. Su patética figura era de un contraste total a la que Jean se recordaba, observándolo desde su alto asiento en el día de su juicio. Sus ropas caras se habían esfumado. La arrogancia en su mirada, también. El arbusto grisáceo que cubría su cabeza se había afinado y el escaso pelo que le restaba era liso, de un color níveo. Su piel, sin embargo, fue lo que más lo sorprendió; en veintitrés años se había secado y arrugado como una uva pasa. El hombre ya estaba en el umbral de la muerte, pero se negaba a morir apenas para seguir disfrutando los placeres de la carne, y gastando su fortuna con cosas inconsecuentes y poco importantes.

—¿Walbridge? —El anciano apoyó su cabeza en contra de los barrotes. Estaba exhausto y se sentía repugnante por el calor—. ¿Eres tú?...

—Mi nombre es Jean-Luc.

—¿Hará alguna diferencia? ¿Saber cómo te llamas? —él se quejó—. ¡Me matarás de todas formas!

—Claro que hará una diferencia. Porque quiero que sepas el nombre del hombre que te ejecutó, antes de que mueras —el comandante afirmó, mientras su consejero abría la puerta, dejándolo entrar a la jaula.

Al momento en que su captor se le acercó —empoderado por la sombra de su bastón—, Liverstone sintió su estómago revolcarse. Una sensación de profundo incómodo lo acogió en sus brazos fríos. Creía que se iba a desmayar. Deseaba perder la consciencia. Tal vez así no sufriría tanto en el tétrico futuro que le aguardaba.

—Te daré una última oportunidad de redención —El Ladrón lo miró a los ojos—. Únete a la república presidencialista. Acepta el nuevo orden de las cosas.

—¡Soy un veterano de la guerra de Independencia! —el ministro rugió, con las pocas fuerzas que le restaban—. ¡Luché para que este país naciera! ¡Luché por la instauración de la república ministerial! ¡No me curvaré frente a tiranos y farsantes como tú!

—Valentía no le falta, por lo que veo —Jean se rio—. Pero sensatez... No la tiene, ni un poco. Eric...

—¿Sí?

—Espósalo, lo llevamos arriba.

El muchacho corrió a hacer lo ordenado. El ministro de salud se rebatió, atascado entre su miedo y su furia, e intentó resistir la fuerza bruta del moreno, en vano.

—¡NO TIENES DERECHO A HACER ESTO! —Liverstone fue levantado del suelo y arrastrado hacia las escaleras—. ¡YO SOY UN MINISTRO! ¡YO SOY LA LEY!

—No... usted y sus colegas son la corrupción y la codicia, siempre la han sido —El comandante alzó un dedo y lo calló, irritado—. Dejaron que miles de niños, mujeres, hombre y ancianos murieran debajo de viaductos y puentes, en calles y veredas, congelados por el frío y desolados por el hambre... Dejaron que presos fueran torturados hasta la muerte en cárceles crueles, en campos de exterminio... ¡Permitieron que negros libres fueran linchados bajo la protección de la Ley! —su voz incrementó en volumen, visiblemente alterada—. ¡Y durante décadas, no hicieron nada para detener este caos! ¡IGNORARON NUESTRO SUFRIMIENTO PARA SATISFACER A SUS PROPIOS PLACERES, RETORCIDOS Y EGOÍSTAS!...

Eric se detuvo frente a los peldaños, volteándose para mirarlo.

—Jean, tranquilízate...

—¡No, ahora estos cerdos me van a escuchar! —sentenció con determinación y miró por un momento a su consejero—.  ¡Nosotros acogimos a todos esos pobres diablos que ellos maltrataron! ¡Nosotros los vestimos, les dimos un oficio digno, y por eso nos ganamos su respeto! —Pasó entonces a observar a los secuestrados, enjaulados a su alrededor—. ¡Ministros! ¿Están curiosos por saber por qué los Merchanters me eligieron como Vocero de los Trabajadores? ¿O cómo llegué a ser el secretario del Primer Ministro?... Pues se los dejo claro, messieurs, que si llegué adonde llegué, no fue apenas gracias a la manipulación y la violencia... ¡Fue también por el apoyo popular! —Se lavó las manos de cualquier culpa con aquella acusación—. ¡Ustedes siempre han sido corruptos! ¡Usaron sus derechos y privilegios constitucionales para beneficiarse a sí mismos y a nadie más! ¡Entre sus múltiples evasiones fiscales, propinas, desvío de fondos, y un sinfín de actos más instauraron, por labor propia, una política de desdén social y de ignorancia por conveniencia!... ¡Por ello el pueblo se ha cansado de ustedes! ¡Es por eso que están aquí! —Los humillados bajaron sus mentones a sus pechos, reconociendo sus errores—. Y es por eso, mi caro ministro Liverstone...  —Jean de nuevo lo encaró a él, y luego agarró su mandíbula entre sus duros y alargados dedos—, que nosotros somos la Ley ahora. ¡Es hora de que este gobierno de niños mimados se acabe!

—¡Ustedes son criminales!

—¡Sí, lo somos! ¡Pero usted también lo es! ¡Bienvenido sea al club!

—¡No se atreva a insultarme!

—¿Ahora lo negará? —Jean lo interrumpió, con una risa irritada—. ¡Usted asesinó a treinta y cinco mil Merchanters envenenando los pozos de agua municipales! ¡Es un asesino tan vil como todos nosotros!

La mención de aquel nefasto crimen sin duda alguna agrandó la úlcera que corroía la consciencia del político. Aquella decisión había sido una tomada a muchas décadas atrás, en medio de un fúnebre periodo de pestes en el sur. Merchant contaba con muchos vagabundos y mendigos que, infectados y enfermos, caminaban de barrio en barrio esparciendo sus malestares entre la población local. La solución del alcalde para aquel problema fue envenenar a los pozos públicos de las plazas —donde los miserables se conglomeraban para socializar, dormir, asearse, comer y saciar su sed—.

Liverstone leyó el proyecto, pero pensó que sería un sacrificio necesario. Pasó el resto de sus días arrepintiéndose de su decisión.

—Yo... Yo no...

—Entre ladrones y políticos solo hay una diferencia; a los de tu clase, la Ley los protege. A nosotros, la Ley nos castiga —El comandante soltó su mandíbula—. Pero ahora eso se acabó... Y si la justicia no te pudo condenar en su debido tiempo, ahora tu caso será llevado a otra instancia... ¡y el juez de tus crímenes será Dios!

Eric, al oír el fin de su discurso, supo lo que tenía que hacer. Jaló el viejo ministro por los peldaños, para llevarlo arriba. Mientras lo trasladaba, ojeó a su amigo con una mezcla de preocupación y orgullo. Sabía que Jean no mentía respecto a lo que decía, pero sí lo estresaba verlo tan descontrolado y enojado. El hombre tenía que calmarse, o pronto colapsaría por su estrés.

A seguir, con la ayuda de su amigo,  arrastraron al mandatario a los exteriores de la chacra, dónde algunos hombres de la Hermandad vigilaban la entrada. 

Jean les dio órdenes para que inmovilizaran al anciano con sogas y lo lanzaran dentro de una carreta. Lo quería ejecutar lejos de ahí.

—¿Alguno de ustedes ha visto a David? —Aprovechó para preguntar. 

—Sí, monsieur... —un joven, llamado Michael, le respondió—. Él nos dijo que quería subir la ladera y estirar sus piernas. A estas horas ya debe estar en la cima.

—Excelente. Ahí mismo nos vamos... —El comandante asintió, subiéndose al vehículo—. Cuiden a los demás ministros mientras yo no esté. Asegúrense de que no mueran... aún.

—Sí, monsieur.

Jean y Eric emprendieron marcha segundos después de esta respuesta, alejándose de la propiedad mientras sus subordinados los observaban. Durante el trayecto Liverstone osó mirar alrededor, queriendo saber adónde iban, e inferir dónde estaban. Pero sus secuestradores fueron rápidos en reprochar su atrevimiento:

—¡Con la vista abajo! —El comandante le pegó con su bastón, más para asustarlo que herirlo.

Fuera de opciones, el político siguió sus órdenes y se quedó quieto. Sabía que perecería bajo las garras de aquel asesino más temprano que tarde, siendo enterrado en un terreno baldío o tirado sobre una piscina de barro; su cuerpo víctima de un crimen bárbaro y sanguinario.

Se imaginó a su familia descubriendo las noticias, la cantidad de periodistas rodeando a su casa en hordas, la enorme pugna judicial que se armaría por sus bienes...

Sus bienes, eso sin duda sería lo que extrañaría más. Su mujer lo odiaba con toda su fuerza y lo hacía claro a través de sus múltiples amantes. Su hijo estudiaba en Inglaterra y solo vivía para gastarle la plata. Su hija residía en Prusia y siempre estaba muy ocupada con sus extravagantes pretendientes europeos. Y su hermana esperaba por su muerte como un niño que aguarda su turno en la fila de un carrito de algodón de azúcar: con paciencia, con entusiasmo, y ganas de deleitarse.

Esto dicho, es entendible que afirmara que no extrañaría mucho al grupo. Pero a sus montañas de lingotes de oro, a su ostentosa y amplia casa de playa en Levon, a sus carísimos trajes importados, a su nuevo automóvil americano, a su membresía en el campo de Golf de Biévres, a su colección de relojes de plata, sí que lo haría.

—Llegamos —Lo trajo a la realidad Eric, arrastrándolo hacia afuera de la carreta.

Disimulado, Liverstone miró alrededor, pero no vio nada que le llamara la atención. Solo una vasta cantidad de árboles y pasto sin cortar. A su lado izquierdo había una ladera que llevaba a un campo extenso, cubierto con algunas cabras y vacas. Al menos —él pensó— moriría en la tranquilidad de la naturaleza. Esta era una pequeña misericordia.

—Intentas escapar y te fusilarán —informó Eric, empujándolo adelante.

Caminaron hasta que, en la distancia, el ministro logró encontrar a un camino de piedras que conducía a un granero, bastante dañificado por el clima, y ubicado al borde de un barranco. La construcción estaba rodeada por al menos diez hombres, negros y blancos, jóvenes y viejos, bien armados y abrigados. Algunos estaban sentados en el suelo, conversando mientras bebían de una petaca, y otros estaban de pie, observando el horizonte mientras fumaban.

—¿Vieron a David por aquí? —Jean indagó, así que le dijo a Eric que llevara a Liverstone adentro del granero—. Allá en la chacra me dijeron que él subió la ladera. O sea que solo puede estar por aquí.

—Entró —uno de sus hombres le respondió—. Estaba cansado y quería descansar sus pies adentro.

—Dale.

—Jefe... —Otro sujeto llamó la atención del comandante—. ¿Qué hacemos con el cuerpo del ministro cuando ustedes terminen su labor con él? Asumiendo que él no saldrá de aquí vivo.

—Quémenlo. No quiero que haya evidencia alguna sobre su muerte, más que sus huesos.

—De acuerdo —El hombre asintió y llevó su cigarrillo a la boca, con una casualidad perturbadora. 

Molesto con el desagradable olor del humo, Jean se despidió del grupo con una expresión asqueada y se fue al depósito. Llegó justo a tiempo de ver al ministro Liverstone intentar escaparse de sus amarras. Eric, furioso, lo golpeó tres veces en el rostro, desorientándolo lo suficiente como para poder continuar con su trabajo, y atarlo a la silla que había encontrado adentro.

Una vez el político estaba preso y no tenía manera de huir, el jadeante moreno se apartó de él y lo maldijo bajo su aliento.

—¿Causando problemas, votre honneur*? —El jefe de los ladrones se rio—. Puedes irte ahora si quieres, Eric.

—Sí... estaré afuera —El muchacho le dio una palmada cansada al brazo—. Dejé una caja de madera ahí... —Señaló al objeto—. Para que te sientes si te empieza a doler la pierna. Ahora es contigo, jefe. Diviértete —Y con eso el consejero se marchó, dándole privacidad a sus acompañantes.

Eric no tenía ningún problema con torturar o interrogar a nadie—hacerlo ya se había vuelto parte crucial de su trabajo, lamentablemente—, pero sus métodos y los de Jean variaban mucho. Y dado que la última vez que lo había visto trabajar en uno de sus rivales el sujeto había terminado sin su cuero cabelludo, él deseaba salvarse del horror. Dejaría a su mejor amigo hacer lo que tuviera que hacer con el ministro, pero por ahora no se metería en la situación.

Jean, por su parte, no se incomodó por su partida ni un poco. Observó a Liverstone por un minuto completo, entreteniéndose con su desespero al punto de sonreír ante su angustia. El anciano luchaba contra las sogas que lo contenía con todo su brío, quemándose la piel por la fricción, poseído por la inútil esperanza de soltarse y huir. Era patético. Y al él le encantaba ser testigo de su padecimiento. Porque lo merecía, cada puto segundo de él.

—Conozco esas sogas... son de cuerda torcida —El comandante dijo al sentarse en el cajón antes mencionado por Eric—. En el sur son usadas en el astillero para desplazar anclas de navíos, vigas de metal, mástiles, etcétera. No lograrás romperlas, ni aflojar sus nudos, aunque lo quieras. Son muy resistentes...

—Déjame salir de aquí —El anciano ignoró su explicación y rogó, angustiado—. ¿Es dinero lo que quiere? Tengo millones en el banco, le doy todo lo que quiera, ¡solo déjeme ir!...

Jean suspiró y por un instante, el secuestrado pensó que él sería misericordioso. Su decepción al oír la siguiente pregunta, por lo tanto, fue incuantificable:

—¿Conoces a David Hessenfield?

—¿A quién?

—David Andrews Hessenfield. Es un doctor maravilloso. Y hasta ahora uno de los mejores miembros activos de la Hermandad. Él me salvó la pierna y la vida, años atrás —El Ladrón señaló a su débil extremidad—. Así como yo, fue encerrado injustamente, enviado a una de las peores prisiones del país... ¿Y sabe usted por qué? —El ministro sacudió la cabeza, receloso de oír la respuesta—. Porque él no logró salvar la vida de la hija del alcalde de Merchant. La joven sufría de tuberculosis, y no había mucho que pudiera hacer... Pero todos sus intentos de sanarla no fueron considerados. Thomas Morsen hizo que lo condenaran por omisión de auxilio y homicidio.

—Eso no es posible.

—Oh, lo fue —La mirada de Jean se oscureció—. Él hasta le escribió a usted, junto a su abogado. Pidiéndole que lo exonerara. La carta fue redactada en enero de 1889, al mismo tiempo en que usted me condenaba, por un crimen igual de inválido e irracional.

—No... —Liverstone sacudió la cabeza—. ¡NO!

—¡DAVID! —el comandante rugió, sabiendo que su amigo aparecería—. ¡VEN AQUÍ, TE TRAJE COMPAÑÍA!

Ellos escucharon pasos en el piso superior, y entre la paja, las sogas, herramientas de madera y los sacos de harina y granos, la silueta de un hombre apareció. Bajó por la escalera que conectaba los dos niveles del granero y descendió al suelo con un salto, sacudiéndose el abrigo para quitarse de encima el heno. 

Al voltearse, el doctor sonrió al ver a su superior, y se aproximó a él con pasos rápidos. Tenía el cabello sacudido y el rostro hinchado. Había estado tomando una siesta cuando su amigo apareció.

—Es bueno verte otra vez, Jean —David le estiró la mano, sacudiéndola con entusiasmo.

—Repito lo dicho... Hace tiempo que no nos vienes a visitar.

—Merchant me ha tenido un poco ocupado. Entre ser el director del hospital de Saint Therese y ayudar a la Hermandad con los preparativos del golpe...

—Lo entiendo, es demasiado trabajo. Pero, ¿cómo han estado las cosas por allá?

—Bastante agitadas —El médico apoyó ambas manos en la cintura—. El antiguo gabinete del alcalde fue ejecutado a la vieja escuela. Las Asesinas los decapitaron a todos, y dejaron sus cuerpos sin cabeza abandonados en la plaza central. Fue todo un espectáculo.

—Yo le pedí a Linda que sus muertes fueran públicas. El pueblo necesitaba ver, con sus propios ojos, que la justicia aún vive.

—Y lo vieron —David se rio—. ¿Y cómo les fue a ustedes aquí en Carcosa? Sé que la ciudad está dividida en sectores, pero los demás ladrones no me dijeron nada más que eso.

—Es un escenario... delicado —Jean admitió—. Y ya estoy planeando otro ataque con Eric para tomar control absoluto de la capital, pronto. Te explicaré todo así que tengamos todo organizado. Pero por ahora... —Señaló al secuestrado, quien los miraba con la boca abierta, pasmado por su serenidad al charlar sobre temas tan graves y violentos—. Debemos decidir qué hacer con él y sus colegas.

El forastero ojeó al ministro con interés.

—Ya tengo algunas ideas... Pero, ¿es todo mío? —Se acercó a Liverstone—. ¿O será un proyecto colaborativo?

—Colaborativo —Jean sonrió—. ¿Qué tienes pensado hacer?

El doctor sacó una daga de su cinturón. Al verla, el comandante entendió su respuesta, sin que siquiera tuviera que enunciarla.

—¿Y quieres que el trabajo sea lento o rápido? —Jean se refirió a la duración de la tortura.

—Lento, sin duda... Es lo que este bastardo se merece.

Liverstone obviamente no entendió nada de su conversación, más allá de aquel escalofriante final. Imploró por su vida, lloró por su muerte, se lamentó por sus crímenes, pero ninguno de los dos hombres se apiadó de su situación. 

De hecho, solo la fueron empeorando, gradualmente.

Lo cubrieron de laceraciones. Le arrancaron las uñas de los dedos y se los dislocaron. Le cortaron una oreja. Lo cegaron en uno de los ojos. No demostraron una pizca de compasión, en ningún momento. Y en diez minutos lo transformaron en una criatura deformada, fea, y agónica.

—¡P-PAREN! ...  —El anciano aulló, con la respiración entrecortada, rostro sumergido en sangre y lágrimas—. ¡Por favor!... ¡Paren! —Sus palabras se disolvieron en un llanto desesperado.

—¡Pero si ni hemos empezado con el látigo aún! —Jean exclamó, aumentando su angustia—.  ¡Espera a que lo hagamos, hijo de perra!

—Creo que tengo una mejor idea que un látigo... —David replicó, limpiándose la mano con un pañuelo, al que luego guardó en el bolsillo trasero de su pantalón.

Sonriendo, él rodeó la silla, la recogió por su respaldo y comenzó a arrastrar a su víctima hacia afuera.

—¿Qué haces? —el comandante preguntó, curioso.

—Quiero llevarlo a dar un paseo —el médico se explicó, continuando con su labor.

Al llegar afuera, David solicitó la ayuda de Eric para levantar la silla y llevarla a la orilla del barranco. Al comprender lo que el doctor quería hacer, Jean se rio, sacudiendo la cabeza, y acompañó al dúo al eje del precipicio. Decidió dejarlos encargarse del final de la tortura a partir de entonces.

—Sabe, ministro... en Merchant los niños teníamos unos juguetes llamados Roller Carts —El doctor hizo una pequeña pausa en su habla, para respirar hondo—. ¿Alguna vez ha usted oído hablar de ellos?

—N-no...

—Eric, ¿Le explicarías qué son? —Los dos dejaron la silla sobre el suelo y David volvió a agarrar su pañuelo, amarrándolo en la boca del ilustrísimo político para que se callara.

—El Roller Cart es un carrito hecho de madera o de latón, suspendido por cuatro ruedas largas, muy parecidas a las de una carretilla de carga —el moreno dijo, cruzando los brazos—. Los niños hasta hoy los usan para jugar a las carreras en cerros, laderas, y en las calles muy inclinadas del puerto... Aunque son más divertidos en invierno, porque el hielo los hace ganar más velocidad y la corrida es más larga. A veces uno se rompía el lomo al caerse, pero lo hacía riéndose.

Liverstone pareció no escuchar su anécdota, aún concentrado en librarse de las sogas, y en batallar contra su horripilante dolor.

—Sí... —David concordó, secándose el sudor de la tez con la manga de su abrigo—. Y sabe usted, ministro, ¿cuál siempre fue mi sueño? —El mandatario en sí, desorientado, siguió soltando gruñidos ininteligibles, exasperados, esperando por un milagro que nunca ocurriría, mientras se sacudía entre sus amarras—. Siempre quise construir uno de esos carritos para mis sobrinos. Tengo cinco, a los que no veo en persona desde el día en que fui encerrado, porque mi familia me desheredó, creyendo que el alcalde tenía la razón y que yo era un homicida. ¿Sabe usted también que mi hermana murió odiándome por un crimen que yo nunca cometí? —el médico continuó, pesaroso—. En fin... no hay nada que pueda hacer. Ella murió, y ellos ahora ya son adultos. No juegan más con Roller Carts. Mi sueño murió, porque ya no es posible realizarlo... Por tu culpa, y por la culpa de todos los hombres de tu clase, nunca sentiré el placer de verlos reír, de verlos divertirse, por un regalo mío. Ni de verla a ella viva de nuevo —David se acercó al viejo, sumergiendo a su tristeza en un océano de rencor e ira—. Pero al menos sentiré el placer de matarte... Y eso sí que será sublime.

El doctor pateó la silla de Liverstone al vacío. Y el grito que el político soltó al caer no pudo ser contenido por la mordaza. Su expresión pura, simple, de absoluto pánico y angustia, quedó marcada en los ojos fríos y austeros de los hombres que lo rodeaban, observando su descenso con satisfacción. 

Cualquier espectador desconocido se hubiera enfermado al verlo rodar ladera abajo, fracturando sus huesos, raspando su piel contra las piedras, llenándose de moretones y cortes dolorosos. Cualquier civil ajeno a la realidad de la sur, al escuchar sus aullidos agónicos, correría a ayudarlo, a recuperar su cuerpo malherido del medio de la maleza y llevarlo a un hospital en un último intento de salvarlo.

Pero el público que sentenció aquella ejecución no hizo más que reírse y darle la espalda, dejándolo ahogarse en su propia sangre. Consideraban que la brutalidad de su muerte era necesaria, tanto para hacer justicia en nombre de los que no vivieron para verla, como para asegurar el progreso de su nueva nación.

Todos los ministros capturados debían morir. 

Él solo había tenido la mala suerte de ser el primero en pasar al otro lado.

—¿Qué harán con el cadáver? —David indagó así que paró de carcajear, y miró a Jean.

—Lo quemarán.

—Deberías enviar las cenizas a la familia. Para que al menos tengan algo a lo que enterrar.

—Las familias de los prisioneros lanzados al mar de Diamantes nunca recibieron nada, solo su certificado de óbito.

—Lo sé, pero... —El médico dio de hombros—. No me parece correcto hacer a sus parientes sufrir por sus acciones. Ya lo ejecutamos. Nuestro trabajo ya está hecho. No necesitamos empeorar el luto de su familia.

—Estoy de acuerdo con David —Eric lo respaldó, pensativo—. Y me acordé de algo que dijo mi pastor, años atrás: "No lloren por los muertos, sino por los vivos". Tenle piedad y compasión a su familia, no a él. Deja que sientan su duelo, que puedan enterrarlo, o no sé... lanzar sus cenizas al río Rojo... —Hizo una mueca incierta y cruzó los brazos—. En fin, hacer lo que los parientes de nuestros amigos no pudieron: despedirse.

Jean volvió a mirar al difunto, considerando la petición de misericordia de sus acompañantes.

—Si su alma ya está entregue al altísimo... —Suspiró y giró los ojos—. Pues entonces que su cuerpo sea entregado a los fariseos. Que lo quemen y que sus cenizas sean enviadas a la familia. No quiero que haya prueba física de cómo murió.

—Le pasaré las nuevas órdenes a nuestros hombres —su consejero dijo, volteándose y caminando en dirección al sendero que conducía a la chacra.

—¿Lo acompañamos? —David indagó a seguir.

Jean, viendo a unos cuervos acercarse al cuerpo inerte de Liverstone, reprimió una sonrisa y asintió, girándose hacia su amigo.

—Sí. Vamos.


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Luego de la partida de su novio, Thiago se aseó, vistió, y viajó a la sede de la Hermandad, siendo uno de los primeros Ladrones en arribar allá, temprano por la mañana. Pese a la hora, siguió su rutina como de costumbre. Calentó sus músculos al completar su lista de elongaciones y ejercicios, levantó pesas, fue al campo de tiro y les disparó a algunas latas, boxeó con Victor y Jonas así que ellos se aparecieron por allá, organizó la sala del arsenal junto a Tony y hasta le prestó una mano extra a Joan en el garaje, ayudándola a remover el motor de uno de sus automóviles y reemplazarlo por uno más nuevo.

Cuando el reloj marcó las diez y media se despidió de todos, se armó, buscó el vehículo de su padre —al que había estado usando desde el día del golpe para viajar por la ciudad— y salió manejando por las calles de Carcosa a velocidad lenta, hasta llegar a la casa del mismo.

Su travesía fue interrumpida dos veces por un bloqueo policíaco. Por suerte, el rubio llevaba consigo el pasaporte del guardia al que había suplantado en Las Oficinas, y al presentárselo a los uniformados, lo dejaron pasar sin ningún inconveniente. Algunos hasta los saludaron y le dieron las gracias por su "honorable servicio" a la nación. Él, apenas conteniendo la risa ante semejante comportamiento exagerado, y motivo más por miedo que por respeto, les inclinó su sombrero y volvió mover la palanca del acelerador, dejándolos atrás junto a una nube de humo.

Al llegar a la rue Saint-Michel, aparcó el automóvil en el garaje de la propiedad de su padre, al lado del jardín frontal. La casa era la única en toda la cuadra en tener tejas verdes, y era muy fácil de ubicar a simple vista. Thiago caminó hacia ella y abrió la puerta principal, entrando al hogar como si fuera suyo.

Luego de la muerte de Paul Levi, Marcus había despedido a todos sus empleados, nuevos y longevos. Temía la posibilidad de ser asesinado en su residencia y por ello, prefirió la soledad al peligro. Por ironía del destino, esta decisión fue crucial para el plan de su hijo, quién lo pudo aprisionar en su propio sótano e invadir su propia casa sin la menor preocupación en el mundo.

Relajado, el rubio dejó su abrigo gris y su sombrero en el perchero, sus armas en la mesa de centro de la sala, y se fue a la cocina.

Poquísima comida halló en los armarios. Sabía que su padre era un hombre ocupado, pero aquello no era excusa para la escasez de alimentos en su despensa. Su virilidad venenosa, en la otra mano, sí.

El día del juicio final llegaría antes que el día en que Marcus Pettra se dispusiera a cocinar, o siquiera se aproximara a un horno. Creía que era una labor exclusivamente femenina y por ello, no se dignaba siquiera a intentarlo. Lo único que tenía en su hogar, por lo tanto, eran bocadillos, golosinas, y suficiente alcohol para embriagar a un batallón. Thiago constató este hecho al no encontrar más que frascos de dulces, frutas deshidratadas, carne seca, avena, e infinitas botellas de whiskey y ron importados en la alacena.

Tuvo que improvisar un desayuno con lo que tenía a mano. Tomó la caja de avena, algunos frutos secos, y puso a hervir el agua. Luego, mezcló todos los ingredientes en un tazón, los revolvió con azúcar y bajó al subsuelo a alimentar al secuestrado. O al menos, a intentarlo.

—Buenos días, monsieur Pettra —anunció su presencia, descendiendo las escaleras.

Aunque no necesitó hacerlo, porque el oficial ya estaba despierto a algunas horas, pensando en posibles maneras de escapar de su cautiverio y de matar a Jean-Luc por su mala fortuna. Por ello, lo había oído llegar a su casa. Además, si bien Marcus sí alcanzó a dormir un poco durante la noche anterior, no logró descansar en la incómoda posición en que se encontraba. Ya no era capaz de sentir la punta de los dedos de la mano y sus piernas se acalambraban a cada cierto tiempo, aumentando su malestar. Estaba despierto porque no tenía alternativa a no ser estarlo.

Al ver a Thiago, soltó un gruñido molesto. Luego enseguida, el muchacho se le acercó y le removió la mordaza babeada, dejándola a un lado.

—¿Me v-vas a matar ahora? —indagó el anciano oficial con voz áspera.

—No... apenas le traigo su desayuno.

—Pues no quiero comer.

—Debería hacerlo. Tendrá que hablar bastante durante el resto del día y no lo querrá hacer con un estómago vacío.

Humillado pero hambriento, Marcus se vio obligado en aceptar la oferta. Dejó que su hijo le sirviera cucharadas de gacha a la boca, como si fuera un infante incapaz de comer por sí solo. Al terminar, Thiago fue arriba a dejar el tazón, volviendo con un vaso de agua y un taburete. Repitieron el mismo proceso, hasta que el vidrio se secara.

—Ahora que estás satisfecho... —El rubio se sentó—. Cuéntame... ¿Cómo conociste a mi madre?

El joven ya sabía lo que había ocurrido, pero quería oír la historia otra vez, directamente de su padre:

—Fue a inicios de 1879... o 1878, no me acuerdo.

—¿No te acuerdas?

—Tengo setenta y dos años... muchas fechas empiezan a cruzarse —se excusó, pese a su obvia lucidez—. Pero en la época, creo que tenía unos treinta y tantos años... y era viudo.

—¿Tuviste un matrimonio antes de conocerla?

—Sí... pero mi unión con Palmyre duró poco... Ella falleció, antes de que completáramos dos años de casados.

—Lo lamento —Cruzó los brazos—. ¿Y por qué?...

—Viruela. Los dos no creíamos que la vacuna era efectiva hasta que nos contagiamos y le rogamos a Dios haberla tomado —Marcus frunció el ceño—. Yo sobreviví, pero ella... no lo logró. 

—Hm —El muchacho hizo una mueca algo apenada—. ¿Y por qué quiso volver a casarse, entonces?

—Estatus. Quería reparar mi reputación, luego del fiasco de la vacuna... Y quería convencer a todos que había migrado de la derecha hacia una posición más centrista en el gobierno. La mejor manera de hacerlo sería casándome con alguna mujer del sur. Todos los sureños son de izquierda, o se inclinan a ella... Son religiosamente conservadores, pero políticamente progresistas. Hacerlo era la mejor forma de probar que había dejado de ser un radical, sin abdicar a mis ideales.

Thiago inclinó su cabeza y frunció el ceño.

—¿Y por qué escogió a una muchacha de casi veintitrés años de diferencia?

—Porque era atractiva —Al menos el oficial fue sincero, al revelar sus perturbadores gustos—. Y yo conocía a su padre. Él estaba enredado en una situación delicada en el sur... Era toda una situación. No me acuerdo mucho de ella ahora. Lo único que sé es que los Merchanters lo veían como un hombre corrupto, y él me pidió ayuda para reestablecerse así que migró a Carcosa, buscando nuevos aires. Su familia estaba en la ruina financiera, yo estaba en la ruina social... Hicimos un acuerdo, que funcionaría para ambos: Él me daría a su hija más bella, yo le compartía parte de mi fortuna. Una mano a lava a la otra.

—O sea, la compraste —La indignación del joven fue notoria.

Pettra apenas se encogió de hombros.

—Un hombre debe hacer lo que sea necesario para mantener su reputación y su legado intacto.

—¿Abusar de una muchacha joven y pura cuenta? —El rubio lo confrontó—. ¿Robarle su inocencia, contra su voluntad, cuenta?

—¿Inocencia? —Marcus se rio—. Era una puta antes mismo de conocerme...

No terminó la oración. Thiago dio un salto adelante y lo calló con una fuerte palmada, imprimiendo sus cinco dedos en el cachete rechoncho del anciano.

—No vuelvas a llamarla así en mi presencia —ordenó, con un dedo acusatorio levantado a su rostro—. Si quieres vivir, no lo hagas.

—¿Y me vas a matar? ¿Tendrías el coraje de hacerlo? —El viejo oficial sacudió la cabeza—. Claro que no... Primero porque tengo información que tú quieres, segundo porque no pasas de un cachorro. Ladras y ladras, pero no muerdes...

El Ladrón, sabiendo que el hombre seguiría ofendiéndolo hasta que perdiera la paciencia y la compostura, se hizo el sordo a sus reclamos y agarró el pañuelo mojado de baba, amordazándolo con él de nuevo.

—Ahora te quedarás en silencio, pensando en toda la mierda que hiciste —afirmó, alejándose luego de pegarle otro palmazo, a la parte trasera de su nuca—. Volveré cuando decidas cooperar de nuevo.

Buscó el vaso vacío y regresó a la cocina, dejando a su padre a solas en la oscuridad profunda del sótano.

Mientras lavaba la loza, algo raro pasó. Thiago escuchó un martilleo en la puerta principal. Preocupado, bajó el tazón, giró la llave del grifo, y corrió al pasillo, cerrando la puerta que conducía a las escaleras del subsuelo. Al oír la fuerza de los golpes aumentar, corrió hacia la entrada de la casa a seguir, abriéndola.

Se deparó con el ministro Chassier, detenido a su frente, completamente estoico. A su espalda tres guardias con uniformes grises le cuidaban la sombra; por sus colores claros, casi blancos, el rubio asumió que eran cadetes.

Thiago esperó ser reconocido por Claude, pero el mandatario no encontró familiaridad alguna en su rostro. Estaba tan determinado en encontrar al jefe del departamento de policía, que no percibió el parecido entre él y el muchacho de pie a su frente, mirándolo con ojos saltones y asustadizos.

—¿Puedo ayudarlos? —el Ladrón preguntó con una voz fina.

—¿Quién diablos es usted?

—Soy... el nuevo mayordomo de la casa.

—Marcus no me había dicho que tenía un mayordomo nuevo —el ministro contestó con desconfianza, inspeccionándolo con escrutinio.

—Es porque no lo tenía, hasta hace poco tiempo. Yo necesitaba de un trabajo y él es amigo de mi madre, así que me contrató —Thiago mintió, con un carisma que hizo a su temor pasar desapercibido—. Vengo todos los días, aunque él no esté en casa, a limpiar.

Claude asintió al oír el cuento, pero no ablandó su actitud.

—Tengo una orden judicial... —Levantó la mano, mostrándole el documento—. Para entrar y revisar los interiores de la casa. Como usted ya debe saber, monsieur Pettra está desaparecido desde el atentado a Las Oficinas...

—Sí...

—Pues bien, estoy recolectando información sobre él, y tratando de descubrir su ubicación. Asumo, por su presentación... —Ojeó al atuendo casual, poco profesional, del joven—. Que usted no lo ha visto en días. Caso contrario estaría usando el frac estándar de todos sus empleados masculinos anteriores.

—No, en realidad no lo he visto —Thiago se tragó su molestia ante el desdén del político, para fingir inocencia—. Pero por favor, pase. Puede venir a sentarse al sofá, y dejar que sus guardias revisen todo lo que quieran, después yo lo ordeno todo de nuevo.

Claude, sacándose el sombrero de la cabeza, lo cruzó con apuro, queriendo comenzar a trabajar.

—Gracias —le dijo, mientras se movía.

Los guardias lo siguieron como canes y Thiago los ojeó a todos con recelo. No estaba preparado para aquella súbita invasión de parte del ministro y sus sabuesos. No tenía un plan de escape. No sabía qué haría si alguno de ellos decidiera entrar al subsuelo. Pero tenía que ser sumiso, al menos por ahora. Tenía que obedecerlos, y fingir ser fiel a sus comandos. Solo así ellos no lo verían como una amenaza real y se marcharían de ahí sin causarle problemas.

—¿Para qué necesita de un revólver y munición si tan solo es un mayordomo? —Uno de los cadetes de la Guardia Gris apuntó a los objetos que descansaban en la mesa de centro de la sala.

—¡Ah!... Eso es de monsieur Marcus —el rubio se apresuró en responder, mientras el oficial leía las letras marcadas en el cañón del arma—. ¿Ve? Dice Pettra.

—"T. Pettra" —lo corrigió otro hombre.

Al oír la conversación, Claude se acercó al guardia, observando el objeto junto a él. El arma que sostenía era vieja, sin duda, pero no el ministro no sabría decir con exactitud cuándo había sido fabricada.

—Tranquilos. Yo ya sé lo que es esto —Sus ojos azules y vibrantes se clavaron en los de Thiago, quien de pronto se olvidó de cómo respirar—. Marcus fue el teniente de las tropas de Carcosa en la guerra de 1862, y en el aniversario número diecisiete de su victoria el ministro de Defensa, junto a los demás jefes de las fuerzas armadas, les regaló revólveres de colección a los veteranos, para celebrar la fecha... "T. Pettra" debe ser una abreviaciónde tenant Pettra, ya que en esa épocael nombrar el rango de Lieutenant, delos franceses, se volvió algo un poco mal visto. Sin embargo... —El político alzó una ceja—. ¿Qué hacía usted con esta arma?

—Eh... —el joven dudó, por un segundo—. Lo limpiaba. Noté que estaba demasiado polvoriento y supe que monsieur Pettra se molestaría si volviera a su casa y viera a una de sus posesiones más preciadas sucia y mal cuidada.

—¿Seguro?

—¿Qué más asume usted que yo estaría haciendo con él?

—No respondió me pregunta. ¿Está seguro? —Claude lo cortó.

—Sí.

—¿Cuál es su nombre? —El mandatario dio un paso adelante.

Thiago no se dejó intimidar por su mirada sospechosa, ni su cercanía.

—Mi nombre... es Peter.

Él sabía que Claude era hijo del famoso teniente coronel de Levon, y que el fallecido siempre tuvo una relación complicada con su familia, gracias a las centenas de anécdotas compartidas por Jean. Decidió aprovecharse de ese dato para instigar al ministro a dejar de lado la conversación. Por suerte, su estrategia funcionó. Al oír su respuesta, el asombrado mandatario se apartó, pálido y fragilizado. Se reservó a callarse y a asentir, mirando alrededor y buscando evidencias que nunca encontraría, en un intento de disfrazar las lágrimas que se asomaron en sus ojos.

Pensar en su padre siempre lo hacía trizas por dentro.

Mientras evitaba sus emociones, su vista chocó con el gabinete de licores de Marcus. Sabía que debía mantenerse sobrio para seguir investigando y para continuar con las búsquedas. Pero, al mismo tiempo, Claude se sentía miserable y resistirse a su vicio se volvía una tarea cada vez más difícil. Así que abrió el pequeño armario, anhelando encontrar algún destilado fuerte y caro con el que ahogar su cansancio y su tristeza. Lo que nunca pensó hallar, sin embargo, fue una de las carpetas de cuero de los Archivos, escondida detrás de la licorera de vidrio.

—¿Por qué diablos tendría Marcus una de estas carpetas aquí? —Su mente dejó de concentrarse en sus necesidades banales y se obsesionó con aquel nuevo enigma.

Agarró la carpeta y la revisó, confundido.

Era el archivador del juicio de su hermano. Al descubrir el tesoro que había encontrado por accidente, el político se sentó sobre el sofá y comenzó a estudiarlo con cuidado. Lo primero con lo que se encontró al abrirlo fue una navaja, envuelta en papel calandrado. En él, escrito a lápiz, la siguiente nota:

"Navaja de Jean-Luc, 1912. No puedes volver a ir armado."

—¿Ir armad? ¿Adónde? —murmuró, confundido.

—¡Monsieur, encontré algo! —Uno de los guardias que lo acompañaban se le acercó—. Es la libreta personal de monsieur Pettra.

Claude tomó el nuevo objeto entre sus dedos, dejando la carpeta de lado por un instante. Buscó entre las páginas alguna mención a la navaja de su hermano y la encontró, en una de las últimas entradas.

Al leerla, se acordó de golpe de una conversación que había tenido con el desaparecido días atrás, allá en Las Oficinas:

Realmente no pude tener una noche peor que la que tuve hoy Marcus anunció, dejando caer una montaña de papeles sobre su mesa.

Yo cabo de descubrir que mi esposa está viva y que ella, mi hijo, mi hermano, y todo el maldito planeta me odia... Claude reclamó, golpeando con fuerza el sello del ministerio sobre una carta—. ¿De verdad quieres competir?

El oficial se inclinó hacia adelante, irritado.

Y yo tuve a tu hermano desarmándome y amenazándome de muerte con un maldito revólver... Y una navaja de brindis.

Eso es lo que te pasa por seguirme.

Claude pestañeó, encajando toda la información en su debido lugar. Entonces de ahí había salido la navaja. 

Respiró hondo, frotó su rostro y prosiguió con su lectura:

"La investigación sobre la vida de Jean-Luc después de su escape de Isla negra ha avanzado bastante. Hace poco descubrí gracias a unos amigos de Merchant— que luego de fingir su muerte él adoptó el alias "Jay Blackhood" y lo usó hasta su encierro en 1897.

Al regresar a la vida pública lo cambió a Muriel Walbridge, y no demoró en internarse en la política local. Ayudó a detener la guerra de pandillas, fue elegido como vocero de los trabajadores de Merchant, y de alguna manera que aún no comprendo, llegó al cargo de secretario de Paul. No tengo duda de que algún tipo de manipulación y chantaje ocurrió entre ambos, pero no tengo los detalles necesarios para explicar ni probar la real naturaleza de su relación.

Hablando del difunto; también me enteré de que no es el único político al que Jean ha asesinado. En el sur, varios funcionarios de Thomas Morsen fueron ejecutados bajo su mando.

Siento que un golpe de gobierno se avecina, pero también sé que no será su último espectáculo. Jean está determinado en matar a Claude y no puedo dejar que eso ocurra. El ministro de justicia no puede morir. Esa no es una posibilidad. Me niego a que la sea.

Si logré, a veintitrés años atrás, hacer razonar a Aurelio, puedo hacer razonar a ese patético violinista. No será fácil, pero debo intentarlo. La otra opción sería matarlo pues enviarlo a la prisión no serviría de nada; se escaparía otra vez—. Él deberá escoger su destino; una tregua o una bala."

En algún punto de la historia, Marcus había conversado con Aurelio sobre su destino, y había interferido en su nombre para que él no terminara muerto.

Una ampolleta se prendió en las tinieblas de la mente del señor Chassier. Y su luz iluminó a una verdad monstruosa, a la que él no quería reconocer como real.

Tal vez, Elise tuviera razón respecto al envolvimiento del jefe del departamento de policía en el misterio de la investigación archivada. Si Marcus estaba tan dispuesto a protegerlo de cualquier daño por ser un ministro, podría haber realizado acciones pavorosas para lograrlo. Al final, él era un hombre de pensamiento bastante maquiavélico; para él, el fin justificaba los medios.

Podría haber hecho un acuerdo con Aurelio en el día del juicio de Jean, o incluso antes, para ayudarlo a vencer la disputa, y mandar al pobre violinista al sur. Podría saber que el músico era inocente durante todo el proceso, y haber permanecido quieto al respecto, para poder inculparlo conscientemente. Así, Aurelio tendría todo lo que siempre quiso: un Chassier al que atormentar a su voluntad, sin reglas a las que seguir, ni personas que lo protegieran. Y así, Marcus obtendría lo que más anhelaba: la ausencia del oficial, quien permanecería lejos de Carcosa, y de su yerno.

El ministro estaría a salvo, mientras su hermano era lanzado a los leones.

Si Claude se detenía a pensar en la situación con frialdad, y revisaba a los eventos del pasado con una mirada lógica, era demasiado sospechoso que su suegro no lo hubiera vuelto a incomodar desde el encierro de Jean, considerando lo mucho que él había deseado matarlo, semanas y meses antes del juicio.

Algo definitivamente había ocurrido ahí, para que Aurelio lo dejara en paz por tanto tiempo.

Además, si Marcus había sido el responsable de la injusta sentencia en contra de Jean, haría perfecto sentido que él quisiera destruir la investigación sobre Isla Negra y Brookmount, años después de la misma.

Los registros de la barbarie en el sur no tan solo lo harían sentirse culpable por sus desesperadas acciones, como también podría ser usados como evidencia en su contra en el futuro.

Al fin y al cabo, en ese entonces el ministro de justicia y el ministro de defensa estaban reestructurando el sistema penal, carcelario, y estaban imputando a muchos fiscales y gendarmes del sur. En el hipotético escenario de que Aurelio se viera perjudicado por la Ley, el gordo sin duda abriría la boca respecto a todo lo que sabía, denunciaría a sus colegas por el encierro de un inocente, y haría a Marcus perder a su cargo.

Para empeorar aún más la situación, su estrategia sería perfectamente válida, porque en la constitución de las Islas de Gainsboro se permitía que un acusado disminuyera su pena total si le otorgaba al juez una confesión sincera de sus crímenes, y nombraba con precisión a otros tres acusados, que en el caso de Aurelio serían Claude, Marcus y Antonio.

La prueba final en su contra, sin embargo, era la más contundente de todas; el Teniente Pettra tenía acceso diario al sello del ministerio de justicia. Pudo muy bien haber timbrado la carta en la que se reconocía el abuso de autoridad de los guardias, así cómo pudo muy bien haberla redactado.

Pudo muy bien haber archivado la investigación, y fingido ignorancia ante su existencia.

"Joder." El señor Chassier pensó, arrugando más y más su semblante, mientras las piezas del rompecabezas se unían entre las líneas de los papeles a su frente.

Esta teoría también explicaría la aprensiva desconfianza de Marcus al supuesto suicidio de Jean, en aquel lejano día en el que él y Claude fueron llamados a reconocer el cadáver desfigurado de un desconocido, encontrado en Violet Street.

Marcus no estaba tenso porque creía que el caso se trataba de un homicidio. Estaba tenso porque temía a la posibilidad de que Jean siguiera vivo y que todo aquel espectáculo no pasara de una fantasía.

Estaba tenso porque lo había condenado sabiendo que él era inocente, y porque había convencido a Claude y a toda la nación de lo contrario.

Por eso también había estado tan agitado y aterrado al verlo resucitar en Las Oficinas, usando la identidad de Walbridge. Ya sabía en ese entonces que Aurelio había sido asesinado, y ya había visto a su cuerpo herido tirado sobre una poza de sangre en el Colonial. Ya sabía que un criminal de rostro bastante similar a Jean-Luc estaba tomando poder en el sur. Ya sabía que existía una posibilidad muy grande de que Blackhood, Walbridge y él fueran la misma persona. Al confirmarlo, también confirmó lo obvio: Él sería el próximo en la lista de ejecución del violinista.

Por un minuto, Claude dejó de respirar.

—Dios... Si mi hermano se entera de todo esto...

La ampolleta explotó al momento en que todos los cables sueltos de la narrativa se unieron —incluso aquellos que no pasaban de suposiciones momentáneas—.

Si el Ladrón se enteraba del envolvimiento de Pettra en la destrucción total de su pasado, lo secuestraría y lo ejecutaría sin demostrarle piedad alguna.

Y tal vez —Claude cogitó— por eso mismo Jean había decidido perdonar su vida, en el día del golpe de estado, alejándolo de la masacre junto a Theodore. A lo mejor había descubierto que él efectivamente decía la verdad, y que quien cargaba la culpa total de aquellas nefastas injusticias era Marcus.

El cambio de actitud de Jean podría al fin ser explicado.

Con los pensamientos acelerados, serpenteando por su consciencia con la rapidez y urgencia de un tren desenfrenado, el ministro metió el cuadernillo que sostenía adentro de la carpeta, la cerró, y se levantó.

—Vámonos —Estiró la espalda y tragó en seco, intentando ocultar su agobio—. No encontraremos nada aquí.

—¿Tiene certeza, monsieur? —uno de los guardias a su alrededor indagó, cruzando los brazos.

—Absoluta —Él exhaló—. Gracias por su atención, monsieur Peter... Lo dejaré a que limpie la casa y... que haga lo suyo —Se movió a la puerta, sin mirar a nadie, apenas al suelo a su frente—.  Adiós.


...............

*"Votre honneur": "Su señoría" en francés. 

Nota de la autora: Sé que la palabra "cogitar" está en desuso, pero la encuentro tan genial que la decidí usar al final del capítulo de todas formas. :D

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