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Primera parte

Dejadme que entretenga vuestros ojos, si es que tenéis unos minutos libres. Hay ocasiones en las que me gusta recordar el pasado, y no porque encuentre un placer malsano en revivir experiencias amargas, ni porque piense que cualquier tiempo pretérito fue mejor que la época que nos ha tocado vivir. Pretendo que esta sea, simplemente, la narración fiel y desapasionada -lo más desapasionada que puedo permitirme- de los días en que aún disfrutaba del sol. Puede que mi piel haya olvidado la luz y el calor, pero hay otras cosas que se han quedado grabadas en mi memoria y no me sería posible desterrarlas de ahí.

Nací en el otoño de 1633. Fui el fruto de un momento de pasión invernal, aunque en el lugar donde me crié cualquier momento del año era bueno para acurrucarse bajo las mantas. Todos los recuerdos de mi infancia transcurren en el mismo lugar, una ciudad llamada Arzamás, a unos cuatrocientos kilómetros al este de Moscú. Por entonces era un pequeño pueblo sin importancia que ni yo conocía bien, pues no solía visitar más que la iglesia. Mi familia era dueña de una gran casa aislada por una arboleda. No éramos ricos, pero mi bisabuelo paterno había emprendido un próspero negocio como guarnicionero que sus descendientes se ocupaban de mantener. En mis tiempos, mi padre se enorgullecía diciendo que sus sillas de montar llegaban a la misma capital sin necesidad de subirlas a lomos de un caballo. Sea como fuere, su comercio era lo bastante rentable para que pudiésemos vivir con más holgura que la mayoría, y yo contaba con el dudoso privilegio de recibir las visitas periódicas del diácono de la parroquia, que se empeñaba en tratar de inculcarme una cierta educación, sin mucho éxito.

De mi padre, Serguéi, creo que no heredé más que el patronímico y el apellido. Recuerdo que era un hombre ceñudo, de anchas espaldas y enorme bigote, que no se dirigía a mí más que para preguntarme por mis lecciones y desearme las buenas noches. Supongo que el trabajo presidía la mayor parte de sus pensamientos. Según decían, yo había salido a mi madre, Nadezhda. No puedo confirmarlo, murió cuando cumplí los tres años, aunque conservo impresiones de una melena rubia y un rostro hermoso. Era viuda cuando mi padre se casó con ella, y aportó una hija a la familia, mi medio hermana Lyubov, seis años mayor que yo. ¿He dicho que mi padre hablaba poco? Bien, ella hablaba aún menos. Se contentaba con observarlo todo con sus grandes y fríos ojos azules y caminar a remolque de Serguéi cuando este llegaba a casa.

Eso me dejaba a mí sin apenas nadie con quien relacionarme, pero no me importaba. Siempre que podía me escapaba fuera y corría hasta la linde del bosque, junto con los perros. Allá había una pequeña caseta que antaño se usara para secar pieles y que entonces solo almacenaba trastos inútiles. Mi carrera delictiva comenzó muy pronto, cuando me hice con la llave y tomé posesión de mi nuevo dominio particular. Espanté las sabandijas, lo adecenté hasta el poco exigente nivel de un crío, apilé algo de leña para la chimenea... Era mi santuario, mi lugar secreto.

Cuando no me encontraba en él, mis pasos me llevaban a vagabundear entre los árboles, con cuidado de no adentrarme en el bosque. Aunque no solían llegar noticias de ataques de animales, mi padre me había advertido de lo que me haría si me pillaba alejándome demasiado, y las palabras de Serguéi Evgénievich Sidelnikov no eran algo que se pudiera tomar a la ligera.

Cierto día me topé de frente con un hombre al que no había visto antes. Respingué, desconcertado por el hecho de que los perros no se hubieran molestado en ladrar. Los muy desgraciados incluso le estaban haciendo fiestas, ¡menuda protección! En seguida sentí curiosidad por aquel desconocido que se llevaba bien con mis animales. No era un hombre, sino un chico mayor que yo, pero como era mucho más alto y sus hombros más anchos de lo común para su edad, habría conseguido engañar a cualquiera. El chico me saludó con una ligera inclinación y continuó su camino sin una palabra.

A partir de entonces volví a verlo de tanto en tanto durante sus entradas y salidas del bosque, siempre de lejos, siempre en silencio. Me preguntaba quién era, si vivía en el pueblo, por qué iba siempre solo... Imaginaba historias y me las contaba a mí mismo. Dado que mi único público eran los perros, también sufrían su ración de batallitas.

Una vez que cumplí los trece años, Padre dispuso que había llegado el momento de que tomara contacto con el que sería mi oficio. Recuerdo el primer día que me llevó con él al matadero, para que aprendiese cómo se conseguía una partida de piel a buen precio. Lo que vi allí... Ahora podéis reír lo que queráis, pero tenéis que entender que yo era un niño muy cándido. Nunca salía a cazar liebres ni pájaros con otros muchachos de mi edad, ni había acompañado a mi padre de cacería. Por Caín, ni siquiera rondaba la cocina para ver a las mujeres preparar la carne. La cuestión es que no tardé en salir disparado del maloliente edificio y pararme en un rincón a vomitar hasta las tripas. Me sentía enfermo y, sobre todo, avergonzado. Y para colmo de males, un par de pies se detuvieron frente a mí a presenciar el lamentable espectáculo. Al mirar hacia arriba, allí estaba él, el extraño del bosque. Aún más alto, si cabe, y mirándome, no con burla, como yo habría esperado, sino con seriedad.

-¿Estás bien, chico? -me preguntó. Aquellas fueron las primeras palabras que oí de sus labios. No contesté enseguida, ocupado en limpiarme la boca con la manga de mi zipun. Cuando el muchacho se acuclilló, dando a entender que no pasaría de largo, no me quedó más remedio que hacerlo.

-El matadero... No soporto el olor. -Callé, rojo como la grana. Ahora pensaría que no era mejor que una niñita.

-Calma, no creo que a nadie pueda gustarle eso. Yo no entraría ahí por nada.

-Pero... -Me sentía abrumado y, a la vez, muy agradecido. ¿Cómo podía un joven tan enorme y, evidentemente, fuerte y valiente, decir eso? La lengua se me soltó y le conté mi mayor temor-. He abochornado a mi padre. Se supone que tengo que habituarme al oficio y soy incapaz de seguirlo ahí dentro.

-Eres el hijo de Sidelnikov, ¿verdad? ¿El chico de Nadya Anatolievna? -Asentí, un tanto asombrado de que se refiriera a mi madre en términos familiares-. Quédate aquí afuera y respira algo de aire fresco. Cuando vuelvas, permanece en la entrada y espera a tu padre. No todos están hechos para aguantar ciertas cosas. No tienes que avergonzarte por ello.

Me sonrió y se marchó, sin revelarme su nombre. No tardé mucho en enterarme, porque me topé con él a los pocos días, y no en la arboleda, sino ¡en mi casa! Allí estaba, charlando como si tal cosa con mi padre y con Lyuba, que era el apodo de mi hermana. Recibía felicitaciones por su buena planta, él se las devolvía a Lyuba... Entonces Padre reparó en mi presencia.

-Ven aquí -me dijo-. Éste es tu primo Andréi Anatolievich, el hijo del hermano de tu madre. Salúdalo como es debido.

-Hay muchos Anatoli en la familia -comentó él, con una sonrisa, ya que compartía el mismo patronímico que mi madre-. Tú eres...

-Anton -apuntó mi padre, antes de que yo pudiese abrir la boca-. Tiene tres años menos que tú, pero dudo que llegue a ser tan alto y a tener tus espaldas. Yo soy un hombre fuerte, es evidente que él ha salido a las mujeres de tu familia. -Y, cuándo creía que ya no podía humillarme más, añadió-: Pronto lo mandaré a la ciudad a estudiar, a ver si saco algún provecho de él. Tengo parientes en Nizhny Novgoród. El cambio le sentará bien, aquí no hace más que holgazanear.

Semejante noticia cayó a plomo sobre mí. ¿Iban a enviarme tan lejos, con desconocidos? Aunque intenté que mi desencanto no fuese obvio, creo que fracasé miserablemente, a juzgar por la mirada que me lanzó mi recién presentado primo Andréi. En cuanto pude marcharme sin resultar descortés, salí corriendo para mi santuario.

Me sobresalté al oír unos golpes en la puerta. No esperaba que me siguiese, ni verlo allí, aguardando a que le franquease la entrada. Tras escuchar mi torpe invitación, inspeccionó el lugar con recelo, dio su visto bueno a la chimenea y se sentó frente a ella. Los perros se abalanzaron sobre él, encantados.

-Les gustas -apunté, con timidez.

-Les gusto a todos los animales, es un don. -Compuso un gesto divertido y me observó-. Imaginé que serías el hijo de Nadya, tienes sus ojos. Debería haberme presentado antes, pero lo cierto es que los míos no aceptaron de buen grado que mi tía se casara con tu padre. Habrás podido deducir que no hay mucho contacto entre ambas familias.

-¿Por qué? -me asombré-. Mi padre tiene buena posición y, por lo que recuerdo, quería mucho a Madre y a Lyuba. De hecho -me esforcé por aparentar indiferencia, sin conseguirlo- creo que es su favorita. Es evidente, dado que quiere librarse de mí, mandándome a Nizhny.

-¿No quieres marcharte? Suena divertido, este sitio es pequeño y nunca pasa nada. En una ciudad grande se aprenden muchas cosas. Yo me cambiaría por ti.

-¡Pues hazlo! -repliqué de malos modos, para dar rienda suelta a la frustración que sentía por culpa de mi padre-. Seguramente tú también complacerías más a Padre, porque eres alto, y fuerte, y no corres a vomitar cuando ves sangre ni sales a las mujeres de tu familia...

Me callé de golpe y me mordí la lengua, abochornado por los lloriqueos que estaban haciendo de mí un completo estúpido. Gracias al cielo, Andréi no hizo ningún comentario ofensivo. Creo que me estaba dando tiempo para desahogarme. Al cabo de un rato apuntó:

-Si yo fuera tú, aprovecharía el tiempo allí para hacerme un hombre de provecho, más alto y más fuerte, como tu dices, para demostrar a Padre de lo que soy capaz. Para que no pudiera tener argumentos para meterse conmigo. -No repliqué, estaba ocupado considerando sus consejos-. Y en cuanto a lo de salir a las mujeres de la familia, no veo nada de malo en ello. Recuerdo a tu madre, era una mujer muy hermosa. Te pareces a ella. -Tampoco respondí a eso, ¿que iba a decir? No sabía si estaba dedicándome un cumplido o burlándose. Baje la vista, con las mejillas ardiendo, y me concentré con tozudez en las punteras de mis botas. Notaba sus ojos risueños sobre mi coronilla-. Deberíamos aprovechar el tiempo antes de que te marches. Hay muchos lugares por aquí que no conoces y que quisiera enseñarte. ¡Vamos!

El optimismo de su voz era contagioso. Además, no podía negar lo mucho que me halagaba que un chico tan mayor se molestase siquiera en hablarme. Me puse en pie y lo seguí fuera de la habitación.

-Por cierto -añadió-, puedes llamarme Andréi o Andriusha, lo que prefieras. Yo te llamaré Tosha. -Abrí mucho los ojos-. ¿Qué te pasa? ¿Te disgusta que me tome esa libertad?

-Mi padre siempre me llama Anton. Solo mi madre usaba ese apodo...

-Lo sé. Es mejor, ¿no crees?

Así comenzó mi amistad con mi primo Andréi, Transcurrieron pocos días hasta que hube de partir a Nizhny, circunstancia que lamenté con amargura. Resolví que haría justo lo que él me había recomendado: volver convertido en alguien a quien mi padre no pudiese censurar.

¿Qué queréis que cuente del tiempo que pasé en Nizhny? Me sentía cohibido en aquella ciudad y nunca llegué a acomodarme, aunque el hermano de mi padre me trataba bien. Estudié, aprendí cosas útiles y muchas completamente inútiles; me ejercité; hice algunos amigos con los que salía a beber para escuchar sus dicharachos obscenos sobre las muchachas.

Cerca de mis dieciséis años, recibí las primeras miradas interesadas del sexo opuesto. Fue entonces cuando descubrí que no era como los demás chicos en ese aspecto. Sucedió una mañana cualquiera, mientras me desvestía para asearme. Una de las criadas, una moza que llevaba poco tiempo en la casa, acudió a por la ropa sucia, o a algo por el estilo. Estaba acostumbrado a que entraran y saliesen a su antojo y no le presté atención, hasta que se hizo un silencio tan escandaloso que me forzó a girarme. La sorprendí mirándome de una forma extraña, febril. Se me acercó, agarró mi mano derecha, se levantó las faldas y la colocó sobre su entrepierna. Estaba excitada o, al menos, eso creí, a tenor de las conversaciones de mis amigos y de la facilidad con que mis dedos se deslizaban sobre aquella humedad... Tomándome la otra mano, se la aproximó al escote, para que la posara sobre la piel desnuda de sus pechos. Entonces reaccioné. Aparté las manos, negué y le volví la espalda. La moza, sin duda turbada, abandonó la habitación como alma que lleva el diablo.

El espejo frente a mí me devolvió un reflejo desconcertado, que yo aproveché para estudiar. Había crecido, ciertamente, y tenía más hechuras de hombre. Mi rostro era bien parecido, con esa armonía que hoy llamamos simetría y que antes el común de los mortales solo percibía de manera vaga, indefinida, pero atrayente. Me había dejado crecer la melena color de bronce. Los ojos... Los ojos los dejé para el final. Eran de idéntico color miel que los de mi madre, todo el mundo aludía a ellos para resaltar nuestra semejanza. Recordé que Andréi también lo había hecho y pensé en él, en el aspecto que tendría. Ya debía ser un hombre completo. ¿Se le ofrecerían muchas muchachas? ¿Estaría acostándose con ellas, practicando esas cosas de las que hablaban mis amigos? Me torturaba preguntándome por qué yo no había podido. ¿Quizá la chica no era hermosa? Oh, sí que lo era, con esos rizos oscuros que se escapaban de su tocado y esos grandes ojos azules. Sin embargo, no me había excitado en absoluto.

Mi padre mandó a buscarme poco después. Agradecí a mi tío sus atenciones y me despedí, ignorando si sería capaz de habituarme de nuevo a la monótona vida en Arzamás o a la silenciosa censura de Padre. Al menos había crecido y no había desaprovechado el tiempo. Además, volvería a ver a Andréi, cuya imagen siempre arrancaba una sonrisa de mis labios. Estaba seguro de que ya no luciría tan enorme a mi lado.

Al llegar a casa me dio la impresión de que solo habían pasado un par de días desde mi marcha, tan fuerte fue el impacto del ambiente familiar. Todo seguía igual; todo, excepto Lyuba, que ya tenía veintidós años y era toda una mujer. Me sorprendió que no estuviera casada o prometida. En cuanto a mi padre, lo vi un poco más viejo, pero su actitud severa era la misma. No lo impresionaron los parabienes de los criados, que alabaron cuánto había crecido y mi buen aspecto, ni mi nuevo vocabulario, más distinguido, ni los regalos que había traído de la ciudad. Me preguntó qué había estudiado en aquel tiempo y asintió gravemente cuando respondí. Me sentí decepcionado. Algunas cosas, me dije, no cambiaban nunca. Aquella casa se había estancado en el tiempo y Padre formaba parte de ella, igual que los muebles de madera del salón o el hogar de la chimenea.

Lyuba me dijo que aquella noche se celebraría una cena especial para festejar mi regreso y acudiría mucha gente, lo que explicaba el alboroto entre la servidumbre. Era un buen momento para esfumarme y retomar mis paseos por la arboleda junto con los perros, los cuales me habían recibido con la alegría reservada para reencontrarse con alguien a quien se da por perdido. Mi expedición acabó, como era de esperar, en mi santuario. Una vez ante la puerta, recordé que le había dejado la llave a Andréi. Lancé uno de mis recién aprendidos juramentos y dejé caer la mano sobre el tirador, sin esperanza de que cediera. Mas lo hizo, para mi sorpresa, y aún más impactante fue comprobar lo que había dentro. Cualquier semejanza entre aquello y un antiguo secadero había desaparecido. En su lugar, alguien se había librado de los trastos, había ventilado el lugar, despejado una ventana y dispuesto algún mobiliario sencillo frente a la chimenea. Me agradaron muchísimo el gran asiento y la manta de piel de conejo que lo cubría. Sonreí, porque supe enseguida que aquello había sido obra de Andréi. Andréi... Me embargó el anhelo de volver a verlo.

Era casi la hora de la cena cuando volví a casa y vi cumplidos mis deseos: allí, sentado junto al fuego de la sala, esperaba mi primo. Me acerqué seguro de mí mismo, anticipando un cumplido por mi nueva imagen, esperando poder mirarlo a los ojos en lugar de tener que estirar el cuello hacia arriba. Ahora bien, cuando se levantó...

Supongo que es un buen momento para introducir una pequeña descripción de Andréi. Como he dicho, era un joven alto, fornido, bien plantado. Sus largos cabellos eran castaños. Aunque no poseía el más atractivo de los rostros, desbordaba personalidad, con un bello par de ojos color avellana bajo las cejas tupidas y una nariz redondeada en la punta. Su boca grande, de labios llenos, estaba encajada entre los ángulos de una mandíbula cuadrada y decidida y, cuando sonreía, compartía con el mundo una dentadura blanca y perfecta. Sus caninos resultaban, quizá, excesivamente pronunciados para transmitir sosiego, pero especiaban sus sonrisas con una atractiva desvergüenza. Por desgracia para mis expectativas, había continuado creciendo. Aún me sacaba una cabeza, y la anchura de mis hombros seguía sin poder competir con la suya. Se había convertido en el tipo de hombre que iba a llamar la atención a donde quiera que fuere por su tamaño y su apostura. Me quedé callado, dividido entre el arrobo y la envidia.

-Vaya, Tosha -saludó él primero-, has cambiado mucho, estás...

-Ahórrate las burlas. Creía que te sorprendería y me encuentro con que rozas los dinteles de las puertas.

-¿Burlas? -Andréi sonrió-. ¿Por qué? Sí, he crecido como la mala hierba, pero tú también lo has hecho. Cuando te fuiste eras un niño y ya no lo eres, primo, ya no lo eres...

Fue entonces cuando noté algo diferente en sus ojos. ¿Admiración? ¿Y por qué habría de admirarme? Era obvio que nunca podría compararme a él. Por más que estuviera encantado de verlo, la desilusión había borrado parte de esa alegría. Aunque no por mucho tiempo, he de decir; Andréi se hizo cargo de mi conflicto interno y comenzó a ponerme al día de todo lo que había pasado en mi ausencia, con tanta chispa que consiguió arrancarme carcajadas.

La cena nos obligó a posponer nuestra conversación, de tantas preguntas que tuve que responder a los asistentes acerca de mi vida en Nizhny Novgoróv, mis estudios y cualquier cotilleo que hubiese oído de la capital. Estaba un poco apabullado, y cuando recibí permiso para levantarme de la mesa lo hice con mucho gusto. Andréi la abandonó conmigo, y juntos pasamos revista a los comensales que quedaban en ella: el Padre y el diácono, con su mujer; el hijo de un proveedor que, por lo visto, llevaba mucho tiempo cortejando a Lyuba; la viuda del antiguo magistrado, con sus hijas, quienes me habían estado lanzando miraditas mientras su madre misma ponía ojos tiernos a mi padre. Me di cuenta de que mi hermana ocupaba la esquina junto a Padre, y sonreí. Se lo señalé a mi primo, comentando por lo bajo:

-Ese tipo que bebe los vientos por Lyuba ya puede esperar siete años, mira dónde está sentada.

Existe una superstición acerca de las chicas solteras en mi país, según la cual nunca deben sentarse en una esquina de la mesa. Andréi me lanzó una ojeada curiosa, palmeó mi hombro y me indicó que echara un discreto vistazo bajo el borde del mantel. Y entonces lo vi: la mano de mi padre descansaba entre los muslos de Lyubov con una intimidad que no tenía nada de paternal. Me enderecé a toda prisa y noté cómo me ruborizaba. Andréi no se apartó.

-Creo que el tipo va a tener que esperar más de siete años -susurró-. ¿No lo sabías? Tu padre lleva años enamorado de mi prima y ella le corresponde, pero no se pueden casar. Debe ser muy frustrante tener tan cerca a la persona que quieres y no poder mostrárselo al mundo.

Creo que entonces entendí los sentimientos de Padre, su hosquedad, su carácter, que únicamente se suavizaba en presencia de mi medio hermana... No me resultaba fácil aceptarlo, si bien tampoco podía censurarlo. Después de todo, yo tenía mis propio secreto deshonroso que guardar. No seguí cavilando; Andréi me sacó de allí aprovechando la confusión y salimos a dar un paseo.

-Has reparado la caseta -afirmé cuando estuvimos a solas-, y te has tomado mucho trabajo. ¿Por qué?

-Imaginé que seguirías queriendo un lugar privado y que la ciudad te habría vuelto más refinado. Además, es mi reconocimiento por dejarme usarla. A veces, cuando vuelvo de mis... paseos, entro para asearme. Espero que te agrade.

-Muchísimo, gracias, de verdad. -Me quedé callado un minuto, en tanto me decidía a preguntarle algo-. De hecho, siento curiosidad por saber por qué vas tan a menudo al bosque. Dicen que hay lobos y otras bestias.

-Es mucho más pacífico de lo que lo pintan -respondió, de forma reservada-. Aunque tal vez sea una buena idea que tú permanezcas alejado. Las sendas son traicioneras, podrías perderte.

-Eso no responde a mi pregunta.

-Soy... un guardabosques. Vigilo los caminos y me cuido de que las alimañas no lleguen al pueblo.

-Svyatoy Georgiy! Eso es peligroso... ¿Cómo lo haces? ¿Te defiendes bien con las armas?

-Es una tradición familiar.

-¿Has llegado a abatir un lobo? Padre tiene clientes que solicitan trabajos con piel de lobo y son difíciles de encontrar por aquí. A lo mejor es porque tú y los tuyos cumplís muy bien con vuestro cometido.

-Los lobos se mantienen alejados de los humanos pues saben lo que les conviene. Yo nunca alzaría el arma contra un animal que no supone un peligro para la vida de nadie. Y confío en que tú tampoco.

Su tono de voz era distinto, grave, acusador. Recordé el episodio del matadero y supe que mi primo no bromeaba.

-Ni siquiera... he matado un conejo en mi vida. Tienes mi palabra.

-Lo sé. Mira, tu santuario. -Su tono se volvió mucho más benévolo-. Está empezando a hacer bastante frío. ¿Entramos?

-Claro.

Andréi encendió una lámpara y la chimenea. Me preguntaba si Padre me echaría en falta tan tarde. En realidad no me importaba, ardía en deseos de recuperar el tiempo perdido con mi primo. Cuando la habitación se caldeó pude quitarme el shuba y acomodarme bajo la piel de conejo. Él sacó una botella de vodka aromatizado con hierbas de algún rincón secreto y se sentó frente a mí, de espaldas al fuego. Su enorme silueta se recortaba contra la luz, oscura, un poco intimidante y, a la vez, tranquilizadora. Y había algo más, algo que no sabía identificar... Una fuerza que me impulsaba a no apartar los ojos de él.

-¿Has estado ya con chicas? -preguntó, tan repentinamente que casi me hizo tirar la botella y escupir el alcohol. No era un novato bebiendo, aunque tampoco un experto. Rompí a toser, y Andréi me quitó el vodka de la mano y me palmeó la espalda-. Vaya... O bien te has convertido en todo un canalla, o no te has estrenado. Dime, Tosha, ¿cuál de mis suposiciones es correcta?

Notaba mi rostro ardiendo por el calor, el alcohol y la vergüenza. Titubeé al responder. La verdad me haría parecer un crío.

-No. He tenido oportunidad, pero... -No sabía cómo continuar.

-¿Por qué no la aprovechaste? ¿No era guapa?

-Sí, lo era.

-¿Entonces no te atreviste?

-No quise hacerlo.

-¿Por qué? -insistió él. Noté cómo mi irritación crecía por momentos.

-Porque... ¡porque no sentí nada! Porque soy un bicho raro. Debe sonar muy divertido. ¡Apuesto a que tú tienes a todas las chicas haciendo cola en tu puerta, mientras que yo, simplemente, no estoy interesado!

-No tengo a las chicas haciendo cola en mi puerta -me interrumpió, con más seriedad de la que me esperaría-. Y, aunque las tuviera, tampoco estoy interesado en ellas. Si tú eres un bicho raro, no eres el único.

-Uh... -La noticia me tomó por sorpresa. Era complicado creer algo así de un hombre como él. Alargué la mano, volví a tomar la botella y di un buen trago; él hizo lo mismo y la dejó sobre la mesa-. Vaya, eso sí que es extraño. Yo, al fin y al cabo, soy poca cosa, pero tú...

-¿Poca cosa? ¿No has notado cómo te miraban las chicas en la mesa?

-Ignoro por qué habrían de hacerlo. No tengo tu altura, ni tus músculos.

-No te hace falta. Tienes esto.

Se sentó junto a mí y posó la palma de la mano en mi mejilla. Era grande, áspera, la de alguien acostumbrado al aire libre. No se parecía en nada al roce de la muchacha, Andréi no me dejaba indiferente. Os aseguro que yo estaba ardiendo y, aun así, pude sentir su calor sobre la piel, su aliento cálido tan cerca de mi rostro... El suyo, de espaldas al fuego, estaba en penumbra, y dos pequeñas llamas brillaban en sus ojos color avellana.

-¿Te disgusta que te toque así? -preguntó, con voz suave. Yo no pronuncié palabra, solo sacudí la cabeza negativamente. La mano se deslizó entonces a un lado y se hundió en mi cabellera, hasta la nuca-. ¿Y así? -Nueva negativa. Andréi habría tenido que estar sordo para no oír los latidos de mi corazón, retumbando sobre el crepitar de la leña.

No siguió preguntando, porque sus labios se posaron bajo el lóbulo de mi oreja y acariciaron la piel de mi cuello. Al principio fueron caricias, cierto, tan dulces y gentiles como yo, en mi juventud ingenua, me habría imaginado que sería el contacto de un amante. No protesté, no intenté apartarlo, me dejé llevar. Parecía que mi cuerpo se hubiese liberado de la tensión de todo aquel tiempo, de aquella espera, aquel anhelo difuso de algo que había reconocido justo en el momento de recibirlo: las manos de Andréi, y sus labios, y su aliento. No podría haber sido aquella muchacha, ni ninguna otra. Tenía que ser él, y solo él.

Creo que gemí con suavidad. Puede que fuera la señal que él esperaba para abandonar esa gentileza que, según averigüé más tarde, no era su naturaleza. Sus caricias se convirtieron en besos apasionados, su respiración se volvió más intensa. Por primera vez en mi vida experimenté el despertar del sexo dormido gracias a otra persona, la... presión dentro de los pantalones. Me revolví, temeroso de que él pudiera notarlo y pensase que era un pervertido de la peor especie. Podéis sonreír, pero, ¿qué sabía yo?

Decidiendo que había llegado el momento de ocuparse de otros asuntos, Andréi me desabrochó el zipun y desnudó mi pecho, aún liso y desprovisto de vello. Mis tetillas captaron su atención. Las miró y las acarició antes de atrapar una de ellas y lamerla con fruición, casi dolorosamente. Supongo que mi excitación suplió la diferencia y me permitió seguir disfrutando aquella rudeza. Había algo embriagador en la voracidad que mostraba al degustar cada rincón donde sus dedos habían estado antes. Deseé, oh, por Caín, deseé tan desesperadamente que su boca fuese capaz de calmar el ansia insoportable que se agolpaba bajo mi cintura... Aunque, claro estaba, no me habría atrevido a pedírselo por nada del mundo.

¿Era posible que Andréi hubiese sido capaz de leer mis pensamientos? Claro, no había que ser un telépata para notar lo que cruzaba por la mente calenturienta de un quinceañero virgen, que no se daba cuenta de que estaba empujando las caderas contra el enorme cuerpo que lo aprisionaba. Echó mano de mis pantalones y los desató. Traté de girarme, abochornado por mi estado. Habría obtenido el mismo éxito luchando por liberarme de un muro de ladrillos; él me sujetó con más fuerza y tiró de la prenda hasta las rodillas, descubriendo el incipiente vello broncíneo y el sexo hinchado, húmedo de líquido preseminal.

Por supuesto, lo probó. Aun con todo mi azoramiento, no habría tenido forma de reunir la fuerza necesaria para apartarlo. Ni física, ni de voluntad. Aquella lengua increíble, envolviendo mi erección desde la base hasta el extremo... Aquellos colmillos rozando la carne al pasar, sin dañarme, deslizándose entre ambas mitades del glande y penetrando en la abertura... Creo que lancé un gemido desesperado. Creo que arqueé la espalda y proyecté mi ingle al frente, buscando su calidez. Y entonces hice lo impensable.

Eyaculé. Me corrí. Alcancé un orgasmo que me rizó los dedos de los pies y me dejó jadeando como un animalillo indefenso... a los cinco segundos exactos de penetrar hasta el fondo de su garganta. Cuando me calmé observé, hipnotizado, que un hilo de líquido blanquecino le bajaba por la barbilla. Él no se lo limpió, sino que lo lamió con la más encendida expresión de lujuria, y mis mejillas enrojecieron tanto que creí que me iban a echar a arder. ¿Cómo podría volver a mirarlo a la cara? Alcé los brazos y las oculté, de puro embarazo, aunque poco duró mi modestia: él me tomó las muñecas, me aprisionó los brazos a los lados y se inclinó sobre mí, con una mirada tan intensa que casi rompo a gimotear. Luego me besó.

No recuerdo el sabor a vodka de aquel primer beso. Sin embargo, aún retengo la huella de Andréi sobre mis labios, la marca de sus maneras exigentes y acaparadoras sobre cada rincón que exploró y conquistó. Bebió de mí mi saliva, mis suspiros, mi respiración. Jadeó, más y más fuerte. Llegó a un punto en el que creí que iba a devorarme y, con franqueza, no me habría importado. No le habría negado nada de lo que me hubiese pedido, tan perdido estaba en aquel abrazo intoxicante.

Y de repente se apartó de mi lado y salió disparado a la noche helada. Yo me quedé allí, inmóvil y desconcertado, preguntándome si había hecho algo mal. No sé cuánto tiempo pasó hasta que me percaté de que había dejado la puerta entornada y el frío se colaba en la habitación. Demasiado cohibido para levantarme a cerrarla, opté por envolverme en la piel y aguardar. Cuando reapareció, se aseguró de que no entrara aire gélido, reavivó la lumbre y se acuclilló frente a mí. Estaba más calmado. Alargó la mano hasta mi mejilla, sonrió y volvió a acariciármela. Curiosamente, su contacto era cálido.

-Te has quedado frío -se lamentó-. Soy un imbécil, no debí dejar la puerta abierta.

Sus ojos, de nuevo serenos, solicitaron permiso para compartir la manta conmigo. Aunque aún estaba azorado por lo que había ocurrido, lo dejé acurrucarse. Su cuerpo templaba más que el fuego. Hundió el rostro en mi melena rubia y allí permaneció, en silencio, hasta que preguntó:

-¿Disfrutaste?

Tras enrojecer de nuevo hasta la raíz de los cabellos, asentí y pregunté, a mi vez:

-¿Y...? ¿Y tú?

-No te preocupes por mí. Ya me he ocupado ahí fuera.

-Uh... ¿por qué? ¿Es que no esperas... que yo te haga lo mismo? -Sentí la mueca risueña contra mi cuello.

-Más adelante, ahora es mejor así. Todavía soy incapaz de controlarme y no quisiera hacerte daño.

-¿Por qué habrías de hacerme daño?

Tragué saliva. Él me tomó por las mejillas y reclinó su frente contra la mía, para tranquilizarme. Funcionó. Podía ser áspero, dominante; nunca me las habría arreglado para huir de sus brazos si él no me lo hubiese permitido... Pero también era dulce y suave, como la piel que nos envolvía en aquel momento.

-Porque eres hermoso, y gentil, y me vuelves loco. Te he deseado desde aquel día en el matadero; me he armado de paciencia para darte tiempo a que entraras en sazón; he sufrido, pensando que podrías rechazarme o que otra persona podría arrebatarte de mi alcance... Y ahora que, por fin, te tengo, no voy a arriesgarme apresurándolo.

¿Qué más puedo contar? Que continuamos encontrándonos a escondidas en mi... en nuestro santuario. Que no tardé mucho en perder esa irritante timidez inicial, y pronto fueron mis dedos los que se atrevieron a colarse bajo su camisa. Que me miré en el espejo y vi aquello de lo que Andréi me hablaba, aquello que lo atraía y le hacía sentirse celoso hasta el punto de querer encerrarme lejos de los ojos del mundo. Eran sus palabras, no las mías. Diréis que es enfermizo, pero vosotros no lo conocisteis, no pudisteis asomaros a aquella mirada de color avellana y apreciar su sinceridad, su devoción y su pasión.

Solo había una cosa que me preocupaba: siempre era yo el que se hallaba en el extremo que recibía el placer. Él disfrutaba desnudándome, pasando su lengua por cada porción de piel que quedaba al descubierto, enterrando su cara entre mis muslos y haciendo que mi miembro penetrara aquellos labios tan bruscos y, a la vez, tan hábiles. Le gustaba sentir cómo mi placer se derramaba, a borbotones, en su boca. Adoraba, decía, mi sabor, el sabor de mi semen, de mi saliva, de mi sudor... mientras que yo, a duras penas tenía ocasión de hundir las manos en sus indómitas guedejas castañas, o pasearlas por su pecho tallado en piedra, donde se adivinaban, aquí y allá, algunas cicatrices. Pero el tiempo me brindó la oportunidad que pretendía.

El día que cumplí los dieciséis años la familia acudió a la iglesia y Padre me obsequió con un almuerzo especial. A riesgo de pecar de ingrato, ardía en deseos de estar a solas con Andréi. Me había prometido un regalo de cumpleaños, y yo sabía muy bien lo que iba a pedirle.

Anochecía cuando nos reunimos en el santuario. No bien cerramos la puerta, dio comienzo al ritual de arrancar mis ropas y lamer todo aquello que se le ofrecía. Ya estaba desnudo sobre la manta de piel, cuando planté la palma de la mano sobre su rostro y lo separé.

-Me prometiste un regalo y yo te dije que te lo pediría hoy. -Él asintió, frustrado por la interrupción-. Esto es lo que quiero: harás todo lo que te pida, sin discusiones. Obedecerás mis órdenes. -Al verlo pasarse la lengua por los labios, nervioso, creo que fui yo el que mostró una expresión de desencanto-. Me lo prometiste, me lo...

-De acuerdo, de acuerdo -concedió él, con un suspiro-. Tenía otras cosas preparadas para ti, pero te complaceré lo mejor que pueda. Y dime, ¿qué he de hacer?

-Quítatelo todo. Quiero verte desnudo.

Aparte de algunas visiones fugaces, nunca había contemplado a mis anchas aquel cuerpo que se adivinaba magnífico bajo la tela que lo cubría. Él se levantó y se desprendió de zipun y la camisa. Su silueta resaltaba contra el fuego de la chimenea, una delicia de contemplar conforme iba quedando expuesta: aquel pecho ancho y atlético, los brazos de grandes bíceps y largas manos, los abdominales marcados... Mis ojos recorrieron cada curva de cada músculo y se detuvieron en sus cicatrices. Algunas de ellas eran muy llamativas, recordatorios de pasados enfrentamientos con criaturas del bosque. Aunque se me erizó el vello de la nuca imaginándome cómo las habría obtenido, no puede profundizar en la idea, porque quedé atrapado al instante en la visión de aquella hilera de vello oscuro que nacía bajo su ombligo y se perdía dentro de su pantalón. Se lo desabrochó y lo deslizó sobre sus caderas, revelando poco a poco lo que quería ver: allí, bajo un triángulo espeso y rizado, se alzaba un miembro largo, grueso y bellamente cincelado. Eso creía yo, al menos. No tenía con qué compararlo, salvo con el mío propio, e igual que ocurría con el resto de mi cuerpo... no había comparación posible. Su ariete estaba en posición de firmes y relucía por la excitación. Pensé en todas las ocasiones en que se había frotado contra mí a través de la tela de sus ropas, y me pregunté por qué nunca había traspasado la barrera. Porque él me deseaba; huía de mi contacto y, al mismo tiempo, se consumía de pasión. Lo supe en el instante en que rocé el pliegue de su frenillo y sentí el temblor que lo sacudió de la cabeza a los pies. No quise pensar más. Aquella carne pulsante me inspiraba el impulso irrefrenable de acercar los labios, y luego la lengua, con la que paladeé unas gotas de su néctar transparente.

Andréi emitió un gemido gutural, me levantó como si fuera un muñeco, me echó boca abajo sobre la mesa y me forzó a separar las piernas. A pesar de la violencia de su reacción, no me resistí. Abrigaba una vaga idea de lo que venía a continuación, y llevaba tanto tiempo esperándolo que lo anhelaba. Con todo, no puede evitar un estremecimiento y un quejido al experimentar el contacto de su lengua entre mis nalgas, de sus dedos abriéndose camino. Aunque ya era tarde. Nada habría detenido a Andréi en aquel momento.

No voy a mentir, me resultó doloroso. Hube de soportar aquel miembro enorme tomando el relevo de su lengua, forzándolo a rendirme a su paso inexorable, adentrándose en mi calor, inundándome con el suyo... Se impacientó y empezó a embestir. Yo me agarré a la mesa con tanta fuerza que habría sido arduo arrancarme de ella. Los crujidos de la madera, bajo el impulso de las acometidas, acallaron mis propios quejidos.

Me resultó doloroso, pero no lo habría cambiado por nada. Era él, Andréi, el que estaba finalmente dentro de mí; oía sus jadeos animales, sentía su piel ardiente contra mi espalda. Era yo quien había provocado el estallido incontrolable en quien, hasta entonces, había conservado el control. Aquello me llenó de una extraña sensación de orgullo y de poder: a mí que, por más que hubiese querido, no habría sido capaz de moverme ni un centímetro de debajo de aquel cuerpo inmenso.

Me torné sensible al roce de aquel grueso tronco al pasar sobre mi lugar de placer. Poco a poco, mis caderas se acompasaron a su ritmo, y supongo que él conservó la cabeza lo suficientemente fría para notar la ligera transformación en el timbre de mis gemidos, ya que me rodeó el miembro rígido y lo frotó. Oh, eso fue demasiado para mí. La humedad de mi orgasmo terminó de espolearlo. Jadeó aún más fuerte, me inundó con su semilla... y unas uñas como garras me arañaron el muslo.

Conservo un recuerdo nebuloso del peso de su cuerpo y de nuestra vuelta a la manta de piel, entre lamidas a mis rasguños, abrazos y caricias de muda disculpa y pequeños besos que me depositaba en los alrededores de la boca, quizá evitándola para que no tuviera que saborear mi propia sangre.

-¿Entiendes por qué he tratado de mantener la sangre fría hasta ahora? -susurró-. Todavía no he aprendido a contenerme cuando estoy contigo. Si me empujas así, yo...

-Está bien -respondí yo-. Era lo que pretendía, que disfrutásemos los dos.

-Te he hecho daño.

-También me has dado placer.

Andréi se quedó inmóvil unos segundos. Ya no le importó darme a probar el gusto de su lengua, porque la hundió en mi boca como si estuviera perdido en el desierto y aquella fuese la única fuente de agua en mil kilómetros a la redonda. Cuando se sació volvió a susurrar, atravesándome con los ojos:

-No tienes idea de lo que has provocado, Tosha, pero has de saber que ahora me perteneces. Eres mío. Si alguien más se atreviera a poner un dedo sobre ti, si oliese siquiera un jirón del perfume de otra persona sobre tu piel... te juro que no sé de lo que sería capaz.

Me recorrió un escalofrío. ¿Miedo, placer? Sin duda, ambos.

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