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VI. La presentación de Tormenta termina en vómito

NICOLÁS

Entro en su cuarto y lo primero que captan mis ojos es una sábana con una enorme mancha de... ¿Semen? ¿Jocoque? ¿Qué rayos ocurrió aquí?

—Dios mío, no se supone que ocurriría tan rápido... Aún no preparo «la charla».

Suspiro largo y tendido. Nadie te prepara para esto.

Jalo la sábana de modo de no tocar... lo que sea que sea esto y la extiendo, anhelando que el airecito le cause frío a Dalton y lo despierte para poder largarme de aquí.

—Arriba, grandulón, ya es hora.

Mmm. La fuerza de gravedad entre él y su colchón parece irrompible. Faltan veinte minutos para que el reloj marque las 7:00 y el flojo aún no se levanta, y sé que me oye.

Sé que el maldito puede oírme y apuesto que disfruta lo incómodo que me siento ahora mismo.

—Mira, ¡Shawn Mendes está parado en la puerta! —grito.

Nada. Ni siquiera infla la panza para respirar. ¿Estará muerto o solo es muy buen actor?

Miro mi reloj de nuevo. 6:45 a.m.

—Odio no poder chantajearte con comida, de ser así serías pan comido —gruño. Tomo algunos de sus mechones rubios y halo de ellos. Eso tampoco funciona, ¿acaso no le duele? Tiro más fuerte y nada—. Marlon despertó hace media hora, ¡ya párate, caramba!

Me mantengo en total silencio para que piense que me fui y entonces Dalton abre los ojos. En cuanto ve que sigo aquí intenta cerrarlos de nuevo para continuar su actuación pero de todas formas ya no importa: lo atrapé.

—¡Ajá! ¡Caíste! ¡Ya levántate!

Dalton toma una de sus almohadas y la pone sobre su cabeza. ¿En serio creyó que se desharía de mí tan fácilmente?

—No quiero. —Alza una pierna y me patea el muslo. Okay, dolió un poco, pero pongo cara de que no—. Los reyes necesitamos nuestro sueño de belleza, entiéndelo.

—Oh, pero claro que quieres —digo, negado ante la idea de que falte a la escuela—. No estoy partiéndome el lomo en el trabajo para que el señorito de buenas a primeras decida no asistir a la escuela. Además, dijiste que querías ver a la rana toro en la excursión.

Dalton se quita la almohada de la cara y, con exasperación, espeta:

—Deberías prestar más atención, ¿no crees? —Se sienta y recarga la espalda en la cabecera de la cama—. Eso fue la semana pasada. Hoy es día de «lleva a tu mascota a la escuela» y yo estoy más solo que tú. Ni siquiera los animales me quieren.

Su expresión de «quiero matarte» pasa a una de «ayúdame o caeré en depresión» en menos de un minuto. Solo porque me da lástima pasaré por alto que acaba de insultar a mi muy empobrecida vida amorosa.

—Mmm... Puedes llevar a Tormenta contigo —sugiero.

No sé si es mera casualidad, que entiende lo que decimos y estuvo de chismosa tras la puerta o simplemente quiere presumir su entrada dramática pero una vez que Dalton escupe su nombre la susodicha empuja la puerta con la pata y entra en la habitación meneando su esponjosa y alargada cola. Corre hacia nosotros y salta sobre la cama, aterrizando sobre el abdomen de Dalton que no estaba nada preparado para aquel impacto.

Ouch.

Tal vez esta escena debería molestarme porque están quedando rastros de baba de perro por toda la cama, pero hace todo lo contrario. Ver a Dalton sonreír, aun cuando no lo hace muy a menudo por temor a mostrar su diastema, y a Tormenta lamer sus cachetes como si de un filete mignon se tratara, me pone muy feliz.

Saco mi teléfono y les tomo una fotografía.

Para la posteridad...

—Nico, detenla —ruega Dalton, tratando de quitarse a la perrita de encima mientras se carcajea—. Dile que ella gana y que mis compañeros van a conocerla.

—¿Ves? Los animales también te quieren.

Dalton asiente, y antes de que Tormenta siga ensuciando la cama, la levanto y la pongo a la par de mis ojos. De repente la perrita empieza a retorcerse como loca y se zafa de mis manos, cayendo de lado en la cama.

—¿Qué rayos fue eso? —pregunta Dalton, igual o más pasmado que yo.

—No lo sé —admito, consternado—. En cuanto la alcé me pareció ver un ligero atisbo de miedo en sus ojos. Fue tan, pero tan efímero que apenas y logré percibirlo.

Intento acercarme a ella y ella acepta, pero en cuanto muestro intenciones de levantarla de nuevo se aleja.

—Ven acá, perrita, no te haré daño.

La levanto por segunda ocasión, más despacio esta vez, y acaricio su lomo para tranquilizarla.

Cree que voy a dañarla. ¿Quién la traumó tanto como para pensar que nosotros le haremos lo mismo?

—No haremos más que protegerte, estás en buenas manos —le aseguro.

Le doy un último abrazo y la deposito sobre la cama.

—Hay que darle crédito —me dirijo a Dalton, sorprendido—. Logró lo que yo no pude con una tonelada de tamales o cientos de videojuegos.

—¿Qué puedo decir? Es parte de su encanto —ríe.

Dejo a Tormenta bajo la supervisión de Dalton y voy para la cocina. Una vez aquí enciendo la estufa, pongo el sartén en la lumbre y quiebro unos huevos para preparar el desayuno favorito de los engendros: huevos estrellados.

Sostengo el mango del sartén y con una espátula le doy la vuelta al primer huevo. Mientras espero a que se cocine sirvo en un pequeño tazón un bulto de croquetas para que Tormenta también desayune algo. No son muchas, pero servirán en lo que voy a comprarle más.

El primero en aparecer es Marlon, quien, por su expresión de deleite, supongo que tiene mucha hambre.

—Wow. Melón picado y jugo de toronja... hasta yogurt y toda la cosa. Te la volaste, hermanito. ¿A qué se debe tal cambio?

Pongo el huevo recién hecho en su plato y sonrío.

—Nuestra nueva inquilina pronto estará recibiendo su desayuno de bienvenida. La ocasión lo amerita.

Dejo listo el desayuno de Dalton también y me voy a sentar al sofá, dispuesto a husmear en mis redes sociales.

Cincuenta notificaciones en Instagram, treinta en Twitter y... ¿ochenta en Facebook? La última vez que vi mis perfiles así era cientos de personas dándome el pésame por la muerte de mis papás.

No puedo evitar pensar que algo raro ocurre.

Entro en mis contactos, checo el registro de llamadas de las últimas doce horas y me doy cuenta de que tengo ocho llamadas perdidas de Méndez en un periodo intercalado de una hora.

¿Qué demonios pasó?

Frunzo el cejo y le regreso la llamada. Él atiende al primer timbrazo.

—Buenos días —lo saludo.

Méndez bufa sobre el micrófono y me aturde el oído. Me alejo un poco del celular para recuperarme del sonido.

—Si hablo contigo no tiene nada de bueno.

Respiro hondo y callo. No le veo el caso a dejar que amargue mi mañana; en consecuencia decido comportarme lo más flexible posible.

—Vaya al grano entonces y ahorrémonos formalidades —propongo.

Algo me dice que no saldré muy contento de esta conversación.

—Tengo la enorme satisfacción de informarte que estás despedido, Dixon. Hoy se convocó a una reunión de personal súper urgente —hace un énfasis especial en ambas palabras—, a las 6:00 a.m. y, dado que no asististe, anexé un retraso más en tu expediente. Te lo advertí, Nicolás, un retraso más y te correría de patitas en la calle.

Podría jurar que sonríe al otro lado del teléfono. Lo presiento.

—En fin, ya no requiero de tus servicios. Disfruta tu miserable vida.

Antes de que Méndez cuelgue escucho un par de risas de fondo.

Francamente no sé a qué sentimiento debo abrir paso primero. ¿Tristeza? ¿Coraje? ¿Preocupación por nuestro futuro? Una mezcolanza de sentimientos pulula en mi cuerpo, confundiéndome. He de admitir que esperaba todo menos que cumpliera su amenaza. Que lo haya hecho me descoloca.

Volteo a ver a Marlon y siento una punzada en el pecho. ¿Ahora qué carajos voy a hacer?

No hay que ser un erudito para darse cuenta de que todos organizaron esa "supuesta reunión" para complotar en mi contra y sacarme de la jugada.

Continúo haciendo mis suposiciones cuando alguien me interrumpe.

—Cierra la boca, hermanito, se te meterá una mosca.

Salgo de mi ensimismamiento y reconozco a Dalton, quien acaba de sentarse en la silla que le corresponde de la barra.

Marlon y yo hacemos contacto visual en lo que Dalton bebe su jugo. Analiza mi expresión y luego de que comprende quien sabe que, su gesto feliz por haber obtenido su desayuno transmuta en uno de pura angustia y empuja el plato de comida fuera de su vista.

De no ser porque entiendo que yo lo preocupo, me habría sorprendido enormemente de ver que alejó su plato con media ración encima.

Se pone de pie y, decidido a no alertar a Dalton, se acerca a mí disimuladamente.

—Nicornflakes, ¿qué sucede? —inquiere él, inquieto. Evado su mirada y eso, muy a mi pesar, termina por delatarme—. Ah, ya sé. Ese viejo calvo y gordo está molestándote de nuevo, ¿no es así?

Lo medito. ¿Será prudente contarle? Sinceramente ya tengo suficiente con la presión de no saber cómo nos mantendremos luego de que mis ahorros se agoten como para pasarle esta angustia a él también.

Son niños, y los niños no deberían de preocuparse por cosas de adultos.

—No es nada, Marlon, no te preocupes —afirmo, procurando sonar convincente. Él entrecierra los párpados y yo forzo mi mejor y más despreocupada sonrisa para demostrarle que digo la verdad.

—¿Estás seguro? —me interroga, acercando su rostro tanto al mío que siento como nuestras narices se rozan.

Trago saliva y digo:

—Sí. Tú tranquilo y yo nervioso, ¿okay? En serio no te preocupes, todo está en perfecto orden.

Marlon me examina unos segundos más pero luego se aleja, no sin antes advertirme con la mirada que si estoy mintiendo habrá graves consecuencias.

¿Cómo es que un niño me amenaza y realmente me provoca intranquilidad? Supongo que algunas cosas no podré cambiarlas nunca...

☔ ☔ ☔

La realidad es que, ahora que soy oficialmente un miembro más del club de los desempleados, tengo el suficiente tiempo libre como para llevar a los engendros a la escuela yo mismo. También aprovecharé para acompañar a Dalton en su clase de «lleva a tu mascota a la escuela».

Una evidente crisis financiera no hará que mi ánimo decaiga. Al menos no hoy.

Tomo un atajo y acorto el tiempo que arroja el GPS de mi teléfono. Quince minutos haré que se conviertan en cinco.

A medida que conduzco no puedo evitar enlistar mentalmente las opciones que tengo. Podría buscar otro trabajo como cajero, como mesero, tal vez como repartidor... Pero por alguna extraña razón, no me siento con la motivación para desempeñar dichos empleos.

Es como si el saberme vulnerable, y por lo tanto a ellos también, me hiciera volver al principio: con la reciente muerte de mis padres, donde mi mundo giraba a ganarme la vida y cuidar de otras dos pequeñas.

Creo que la estabilidad que sentía en Coffee C me hacía sentir mejor conmigo mismo, y ahora que ya no la tengo, siento que no soy nadie.

Aún así no puedo rendirme. Todos en algún momento de nuestras vidas estamos obligados a hacer cosas que no nos gustan; a trabajar en lugares que detestamos, a convivir con gente que odiamos... mi único consuelo es que tengo dos almas optimistas que me sacarán del fango de la desesperanza si es que en algún punto empiezo a hundirme en el.

Me estaciono en frente del patio principal de la escuela y bajo del coche. Mientras rodeo el parachoques mis hermanos descienden también y entonces activo la alarma de mi preciado Chevy Monza.

Nos acercamos a la entrada y le coloco su mochila a cada uno. Los últimos dos años los pasé tan ocupado en el trabajo que había olvidado lo bonitos que son los momentos simples de la vida; algo tan sencillo como traer a mis hermanos a la escuela y darles un pequeño empujón para que logren todo lo que yo no logré.

—Ten un bonito día, y por favor, no comas demasiado —le pido a Marlon. Me agacho para quedar a su altura y recojo la correa que se le había resbalado del hombro—. Las cocineras de la cafetería ya se quejaron de que un niño come la ración que podría ser para tres.

—Mejor pídele que tire sus posters, perturban la visión de cualquiera que los ve —resopla Dalton.

Le lanzo una mirada acusatoria y una sonrisa burlona se asoma en el rostro de Marlon al ver a su gemelo tan enfadado.

—No te prometo nada pero trataré —dice, dirigiéndose a mí.

Marlon se despide a la distancia y se mezcla entre la multitud de estudiantes que están entrando a los salones.

Después de perderlo de vista escruto a Dalton. Al hacerlo puedo notar que su mirada permanece fija en el cemento y que sus extremidades, tiesas y pálidas, se aferran al cuello de Tormenta con mucha ansiedad.

—Oye, la vas a asfixiar.

Dalton sale de su embelesamiento y me entrega a Tormenta para que mejor sea yo quien la cargue. Él está tan absorto en lo que sea que está pensando que apenas y le presta atención a la perrita.

—Tengo miedo —confiesa de pronto. Desvía la vista del punto muerto que estaba observando y entonces fija su mirada en la mía—. ¿Y si no me aceptan? ¿Y si me critican por ser quién soy?

Hago una mueca reflexiva.

—Mmm... Imagina que eres una abeja —le propongo.

Dalton contrae las comisuras de la boca y me ve feo.

—¿Una abeja? —cuestiona, incrédulo.

—Sí.

Dalton cruza los brazos sobre la línea del estómago.

—Si me convierto en una sería solo para picotearte el trasero —protesta, pensando que estoy burlándome de él.

Río. Sin duda es algo que definitivamente haría. También es muy irónico porque, si me picara una abeja de verdad, podría llegar a morir.

—Al menos déjame terminar, ¿quieres?

—De acuerdo —refunfuña, torciendo la boca. Se engancha la mochila al hombro y me invita a que prosiga con mi metáfora.

—Las abejas son insectos respetados pero, al mismo tiempo, temidos. Se calcula que un gran porcentaje de la población las respeta porque producen deliciosa miel, polinizan las flores y, en parte, contribuyen a nuestra existencia; pero el resto de aquel porcentaje les tiene miedo porque les causan inflamación, dolor o incluso muerte con el piquete de su aguijón. Contradictorio y convenenciero a la vez, ¿no crees?

—No soy una abeja —apostilla, molesto porque lo comparé con un ser alado—. Y todos me adoran.

Lo ignoro y sigo hablando.

—Es entonces que se crea una especie de relación amor-odio —cuento—. Los que las admiran son conscientes de su importancia en el planeta y tratan de preservarlas; en cambio, aquellos que las detestan, por simple ignorancia se empeñan en exterminarlas.

—¿Y eso qué tiene que ver conmigo, eh?

—Pues que tu situación es algo similar —objeto—. Así como hay personas que aceptan la naturaleza de dichos animales y aprenden a coexistir con ellos, también hay personas que, sin empatizar con ellos o su propósito en la tierra, se prestan a destruirlos.

—Ve al punto —dice, aburrido.

¿En serio no captó el mensaje?

—La enseñanza está muy clara —replico. Él aprieta los labios y me mira con fastidio—. Solo estoy diciendo que los seres humanos también tenemos un propósito, un rol que cumplir; en medio de todo lo que representa la existencia humana también hay un balance que se debe preservar. Siempre habrá gente que ayudará a preservar nuestra naturaleza, así como, de igual modo, habrá quienes intenten estropearla para que cambiemos nuestra esencia según su conveniencia.

Los ojos de Dalton empiezan a cristalizarse. Creo que por fin empieza a comprender...

—La gente que está en contra de nuestra naturaleza jamás podrá cambiar lo que somos y nosotros tampoco debemos intentarlo para complacerlos. Quien intente cambiar lo que tú eres jamás será una persona que deba ser valiosa en tu vida. Ama tu naturaleza y acéptate por completo. Las personas correctas amarán lo que eres y las que no lo sean estarán tan intimidadas por tu propia aceptación que simplemente terminarán acostumbrándose a tu aguijón.

Dalton se retira las lágrimas y, pese a que lo veo levemente inseguro, asiente con la cabeza.

—Ahora no quiero picotearte el trasero. Te dedico un alazo, hermanito.

Le coloco la correa a Tormenta y dejo que mi hermano me guíe hasta su salón.

—Wow, hay muchas pancartas y lazos de papel crepé. ¿Tiene que ver con la kermés de la semana entrante? —pregunto, curioso.

Dalton se gira y me señala una puerta con la cabeza.

—Ya llegamos, cállate.

Nos adentramos en el aula y sigo a Dalton hasta el fondo del salón. Él se dirige a la primera fila de butacas que está en el centro y la maestra, quien está ajustando los últimos detalles, me indica donde debo posicionarme.

Tímido, me ubico entre una bola de padres de familia mucho mayores que yo. Por sus miradas de desaprobación, puedo darme cuenta que creen que soy un "padre" demasiado joven y tonto.

Me aguanto las ganas de aclararles nuestro verdadero parentesco.

Los gatos, perros, tortugas, peces, hámsters, conejos y demás animales que conforman la zona desvían mi atención de la crítica social. Jamás había visto tantos animales juntos en un lugar que no fuera el zoológico.

—Owen Stelian —llama la profesora. Se inclina sobre lo que parece ser una lista y tacha sobre el papel—. Tú serás el primero en presentar a tu mascota, adelante.

Owen se levanta de su asiento y camina hacia el frente. Pongo mis ojos en Dalton y, por la manera en que lo mira, supongo que es su mejor amigo, el niño del que tanto me ha hablado estos días. Owen es un niño media cabeza más alto que mi hermano, de cabello castaño y tez trigueña tirándole a amarilla.

Lo que más resalta de su rostro son sus redondos y grandes ojos azules.

Una vez siendo el foco de atención, Owen saluda a todos los padres de familia y nos presenta a su mascota: Acivia, una tortuga bebé. Mientras acaricia suavemente su caparazón con la yema de los dedos él nos cuenta, con mucha emoción, lo mucho que la ama y la dicha que sintió cuando su hermana mayor se la regaló.

Cuando el chico acaba recibe aplausos y ovaciones, especialmente de parte de su padre, para luego ir a sentarse al lado de Dalton. Vuelvo a mirar a mi hermano y noto un nerviosismo excesivo en su expresión.

—Dalton Dixon, es tu turno, haznos favor de pasar al frente —anuncia la maestra.

Dalton se incorpora de su asiento y, a causa de los nervios, se tropieza. Habría caído de no ser por Owen que lo sostuvo antes de que eso sucediera. Mi hermano termina de la salir de entre los demás estudiantes y sube a la tarima con Tormenta, quien está arañándole los talones. Dalton conecta su mirada con la mía, comunicándome que tiene pánico de hablar frente a tantas personas; yo levanto los pulgares en su dirección y le deseo mucha suerte.

—Bu-bu-enos días —tartamudea Dalton.

Recoge a Tormenta del piso y, por cada mirada de los presentes que siente sobre él, le apretuja el estómago a la pobre.

—Hoy vengo a hablarles de mi masco...

Ni siquiera termina de pronunciar la última palabra cuando sus extremidades empiezan a retemblar de forma masiva. Intento atenuar los espasmos provocados por su ataque de pánico con un guiño y un susurro entre labios pero no tengo éxito.

Dalton me mira y de la nada su cuerpo detiene los movimientos involuntarios para simplemente paralizarse.

—¿Y este qué? El propósito de este evento es promover la convivencia infantil, no suscitar a vagos irrespetuosos a que jueguen con nuestro tiempo —viborea una señora entre donde estamos todos los padres de familia.

—¡Mamá! —grita Owen, molesto.

Así que esa es su madre...

Dalton gira la cabeza en dirección a ella e, hipnotizado por sus palabras, deja caer a Tormenta, quien cae de lado pero inmediatamente se recupera. Cuando mi hermano parpadea y sale del trance, empieza a llorar y sale del salón hecho un manojo de lágrimas.

—¡¿Qué carajos le pasa?! —la enfrento directamente—. ¿Acaso no sabe lo que significa un ataque de pánico? Mi hermano los sufre desde que murieron nuestros padres y no tiene idea de lo mucho que le imposibilitan tener una vida normal.

Decirle eso no la inmuta ni tantito. Esta señora parece tener corazón de hielo.

—Yo no vine aquí para ver a niños miedosos. Tal vez si lo educaras mejor no tendría esos "ataques" —expresa la señora Stelian, observándose las uñas con evidente desdén.

Que ponga en duda la gravedad de los ataques de pánico de Dalton y encima me culpabilice por ellos me enfurece, y mucho. ¿Cómo es posible que pueda más su ignorancia que su empatía hacia un pobre niño?

No puedo contenerme y hablo:

—Pues déjeme decirle que la ansiedad y los ataques de pánico que sufre mi hermano son reales. Que su ignorancia hacia las afecciones mentales no le permita ver más allá de no significa que no existan, y no tiene nada que ver con la "educación" que le doy a mi hermano. Ojalá tuviera tantita empatía, así podría ver que un evento tan traumático como perder a sus padres siendo tan joven descoloca a cualquier niño de su edad. —Ella quiere hablar, pero antes de que diga otra estupidez, la interrumpo—: Ah, y como imagino que quien educa a un niño tan lindo y considerado como Owen es su padre y no usted, por obvias razones.

La señora pone cara de indignación.

—Quiero felicitarlo —añado, dirigiéndome a él—. Ha hecho muy buen trabajo, señor. Espero pueda trasmitirle un poco de empatía y solidaridad a su "querida" esposa. Y antes de que diga otra cosa que exprese su poca educación hacia los niños desaventurados, déjeme decirle que estoy verdaderamente sorprendido de que un niño tan dulce y atento haya nacido de una mujer tan ruin, despreciable y poco considerada como usted.

Todos en el aula están mudos. Aunque, igualmente, el pasmo de todos no me impide ver que están conformes con lo que dije acerca de la señora Stelian. Al parecer nadie de aquí la soporta.

—¡Infeliz! ¡Miserable! ¡¿Cómo se atreve?! ¡Me voy a encargar de que corran a ese mocoso de esta institución! ¡Ya verá! —me amenaza, con la cara roja de coraje.

Suelto una risa.

—Eso sólo pasará en sus sueños, señora. Tengo muchos testigos que no se molestarían en confirmar quien realmente atacó a quien. Además, no creo que le gustaría que se supiese que una señora tan "refinada" como usted hizo llorar a un pobre niño indefenso, ¿verdad?

La Señora Stelian suelta un chillido. Un hombre rezagado en la esquina empieza a aplaudir mi acto de valentía y a él se le unen el resto de los padres de familia, los niños y hasta la misma maestra.

—Y si me disculpan, tengo que buscar a Dalton.

Los montones de aplausos siguen oyéndose para cuando me adentro en el enorme pasillo.

Recorro gran parte de el hasta que, por casualidad, voy a parar hasta el pabellón. Después de buscarlo unos minutos entre las plantas, estatuas y pancartas, lo encuentro sentado en una pequeña banca que está cerca del patio de juegos. Su cabeza está metida entre sus piernas, su espalda sube y faja intermitentemente y un gigante y viscoso charco de vómito verde le circunda los pies.

Corro hasta él y me siento a su lado.

—Oye, mírame. —Enderezo su cabeza y hago que me mire directo a los ojos—. Estoy aquí, campeón. Estoy contigo, no estás solo.

Su tez pálida y sus pupilas desorbitadas indican que sufre un fuerte mareo.

—Mamá, papá —farfulla Dalton.

Me duele verlo de esta manera. Lo conozco tan bien que, muy en el fondo, sé cuan humillado se siente. Para él, sienta mejor ser silencioso, casi invisible. Necesita estar en las sombras para sentirse cómodo y tampoco es como que pueda culparlo mucho por ello. Desde que mis padres se fueron no es el único que ha adquirido un trauma por su ausencia tan abrupta. Cada miembro de la familia Dixon desarrolló un trauma desde su partida; Marlon su terror hacia las tormentas y su atracones de comida; Dalton sus ataques de pánico y su ansiedad social y yo... mi renuencia al apego físico y emocional y mi inseguridad.

—Enano, ¿recuerdas nuestro lema? —le pregunto, queriendo animarlo—. ¿El que es tan icónico como el Luke, i am your father que siempre dice Marlon?

Dalton asiente.

—Dolor temporal más fuerza no ocasional es igual a corazón contento —digo, tratando de que focalice su atención en mi voz—. Por favor, no olvides el maldito lema.

Palmeo su rodilla y acto seguido le doy un fuerte abrazo. Con su mentón enterrado en mi clavícula, saco como puedo un clínex de mi pantalón y se lo tiendo para que limpie su boca que apesta al almuerzo de esta mañana.

Me separo de él y evito cualquier tipo de contacto visual con el vómito. Tengo tendencia a asquearme y no quiero devolver el estómago justo ahora.

Dalton, ya más lúcido, retira los residuos de bilis de sus labios y luego se apoya en mi pecho para que lo conforme. Lo estrecho con mis brazos y entonces siento como mi piel empieza a mojarse a causa de las incontables lágrimas.

—Tranquilo, enano. Ya pasó, todo está bien —prometo, acariciando su nuca con dulzura.

Verlo fuera de su habitual coraza, y que su llanto no cese con nada me parte el alma. Es una sensación frustrante que me abruma. Ver como sufre y no poder hacer nada para evitarle revivir ese dolor otra vez me hace sentir inútil e impotente.

—Las olas me arrastran de regreso al océano cuando estoy por llegar a la orilla. —Se irgue y hace una mueca triste. Allí está otra vez, esa peculiar manía que tenemos los tres de comunicarnos con metáforas—. Siento que me ahogo y no encuentro un salvavidas.

Vuelvo a abrazarlo y, con intención de reconfortarlo, susurro en su oído:

—Marlon y yo somos los salvavidas que te llevarán de regreso a la orilla, solo hace falta que te dejes arrastrar por nosotros.

Sí. Quizá la señora Stelian tiene razón en que mi método de crianza es un fracaso; pero de lo que estoy completamente seguro es que, cuando tienes una unión tan fuerte y armoniosa como la que nosotros tenemos, ninguna tempestad, por más impetuosa que esta sea, es capaz de destruirnos.

****************

¡Qué onda! ¿Cómo están? Yo sé que me tardé muchísimo pero... 4000 palabras. Me tomó algo de tiempo, espero comprendan 🤣

No quiero extenderme demasiado con la nota de autor porque ya es mucha palabra, pero igual me siento muy feliz por el rumbo que está tomando la historia. Profundizar en los hermanos Dixon me encanta.

Les agradezco mucho por leer y por la espera. Ya estoy trabajando en el siguiente capítulo y agárrense pq estará muy fuerte 😬

Con amor y besos perrunos,

Nactaly.

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