Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

II. Cómo conducir hacia la luz y no morir en el intento

NICOLÁS

Se me pegaron las sábanas al cuerpo.

No oí el reloj despertador, ni mucho menos los gritos escandalosos de mis hermanos preguntándome donde está algo. Este percance se ha vuelto tan recurrente que de ahora en adelante comenzaré a castigarme con caminatas al trabajo.

Dalton apuesta a que para cuando vuelva a levantarme a tiempo tendré piernas de luchador de la triple A.

Apresuro el paso e intento avanzar metiéndome entre la gente. Son las 07:50 a.m. y aún debo recorrer nueve cuadras; creo que no fue el mejor momento para iniciar mi castigo.

—Tercer retraso en lo que va de la quincena —susurro para mí mismo, preocupado—. Uno más y me tocará limpiar los baños en vez de servir el café.

Trabajo en una cafetería llamada Coffee C. Ahí, además de soportar comentarios déspotas del dueño, atiendo la barra y administro las ganancias del local. Es un trabajo que demanda más de lo que proporciona, en realidad, pero lo conservo por necesidad.

Mantener a unos gemelos nunca ha sido tarea fácil.

Una gota de sudor frío resbala por mi frente. Aquí afuera estamos rozando la temperatura de la Antártida. Bajo la vista y, al consultar el reloj que traigo puesto en la muñeca, me doy cuenta de que faltan cinco minutos para que empiece mi turno.

Saberlo me sirve como incentivo.

Jamás en mi vida he corrido con tanto apremio.

El olor a panecillos de canela me tienta cuando paso por una panadería, pero ignoro a mi estómago hambriento y sigo corriendo. Ya que no consigo esquivar a los transeúntes despistados que se atraviesan en mi camino, termino colisionando con algunos y...

—Llegas tarde otra vez, Nicolás —me reprende mi jefe.

No me sorprende la severidad que maneja en su tono de voz.

Entro en el establecimiento y la campanilla que está situada en la parte superior del umbral suena, anunciándole mi presencia al resto de los empleados. Amonestarme por dos minutos de retraso es una exageración total, pero Casón Méndez es un tipo muy astuto y no desaprovecha ninguna oportunidad que se le presenta para tratar de despedirme.

—Lo lamento —musito, introduciéndome en el mostrador. Me amarro el mandil a la cintura—. Mi hermano Marlon se sentía indispuesto y cuidé de él hasta muy noche. Por suerte su resfriado no se agravó.

Méndez rasca su mentón; parece pensar algo. Sin embargo, yo sustituyo su cerebro y en su lugar imagino a una ardilla de cola esponjada corriendo en una rueda a punto de romperse.

Debe estar costándole mucho trabajo.

—¿Entonces a quién debo descontarle lo de tu retraso? ¿Al obeso de tu hermano? —espeta.

Quiero responderle que él está tan vasto de peso como el Gran Cañón de espacio, que no tiene cara para mofarse del físico de los demás, pero me contengo; reprimo todas y cada una de las respuestas sarcásticas que arriban mi mente y callo. Él toma mi silencio como un acto de cobardía y eso engrandece su ya de por sí insufrible ego.

—¡¿A quién debo descontárselo?! —me grita.

Siento las miradas curiosas de mis compañeros sobre mis hombros. Es más que obvio que quiere humillarme y de paso ganarse un poco de aprobación colectiva.

Ordeno dentro de la caja registradora el efectivo que está desperdigado encima de la barra y después la limpio con un trapo. Necesito distraerme para no ingeniar una contestación. De nada me serviría discutir; excepto en el hecho de ser echado a patadas, claro.

—Descuénteselo a mi yo preocupado por la salud de mi hermano.

La indulgencia no va conmigo, y mucho menos cuando se trata de tenerla con un patán como él, pero no me queda otra opción. Necesidad es necesidad y eso es algo que un hombre acaudalado como Casón Méndez jamás entenderá.

—Son cuatro chances por empleado —sisea él. Lo disfruta. Le encanta recordármelo—. Uno más y sabes que ocurrirá.

El «uno más y sabes que ocurrirá» se resume a un despido.

—Soy un sobreviviente del 2012 —presumo, dejándome llevar por el enojo y las ganas de ponerlo en su lugar—. Un despido no es nada para los mayas y su calendario inspirado en el Dios del Maíz.

Méndez patea la base de la barra y suelta un bufido que deja entrever cuanto aborrece mis ironías. Gira sobre sus talones, entra a su oficina y le da un portazo a la puerta que provoca que los cuadros del stand se tambaleen.

Sonrío. Nico 1, Méndez 0.

—¡Oye, tú! ¡Pst! —No finjo que lo ignoro porque en realidad eso hago. No me interesa interactuar con nadie en este momento—. ¡Nico, hazme caso!

Mi paciencia está hasta lo más profundo del núcleo de la Tierra; no hay manera en que la recupere a tiempo para soportarlo.

—Okay, ahora hasta me ignoras —dice Luías, indignado—. Grandioso.

No le presto atención y simulo que cuento las monedas de la caja para ver si con eso consigo alejarlo. Él, para mi mala suerte, no parece tener en sus planes el rendirse.

—¿Puedo contarte el chisme del que está hablando todo Taleville? —pregunta Luías, asomando la cabeza desde el umbral del cuarto de mantenimiento. Niego con la cabeza sin dirigirle la mirada—. Bueno, de todos modos lo haré. En todos lados circula ese rumor.

Su emoción es perceptible y, hasta cierto punto, patética. Resoplo al oírlo partirse de la risa y delibero en cómo desprenderme de su presencia.

—¿Y eso a mí qué carajos me importa? —inquiero, hastiado.

Luías se aproxima a la barra y hace una seña para que me le acerque.

—Ayer que llegaste tarde, David Gallagher estuvo aquí.

Pongo cara de indiferencia. Luías deja caer la mandíbula.

—¡¿No sabes quién es?! —exclama, sorprendido.

Meneo la cabeza en respuesta.

—Mierda, Nicolás. ¿En qué jodido mundo vives?

Rodeo los ojos y pulso el botón de encendido de la máquina de descafeinados.

—Tú lo llamas Planeta Tierra, yo lo llamo Madurez Esférica.

Luías resopla. No es el único que no se traga mis comentarios sarcásticos.

—Como sea, voy a arrojar la bomba. —Se recarga sobre el borde de la barra y planta su cara a centímetros de la mía. El contacto me fastidia tanto que me veo forzado a aguantarme las ganas de pellizcarle el enorme grano que tiene en la punta de la nariz—. ¡El chico se desangró en un cubículo del baño! ¡Y, por lo que me han contado Lucas y Emmanuel, la escena fue igual o más repugnante que las verrugas del jefe! ¿Puedes creerlo? ¡Porque yo no! Debí estar aquí para pedirle un autógrafo o algo...

—¿Es en serio? —pregunto, notablemente estresado por el rumbo que tomó la plática. Él asiente—. No podría importarme menos la vida de esa celebridad, Luías.

Luías se encoge de hombros y señala el baño con su dedo pulgar.

—Es el vocalista de M.M.4 y no se sabe por qué mierda se desangró —murmura de pronto. El susurro que mana de sus labios es tan... inquietante que me da la impresión de que pronunciar el nombre de aquel sujeto es un delito—. Créeme, cuando ves lo bueno que está se te olvida que su vida está atiborrada de escándalo.

Hago una mueca y, al observar la entrada del baño, el aburrimiento automáticamente se transforma en comprensión. Mis pupilas refulgen y es entonces que entiendo la verdadera razón que lo forzó a conversar conmigo.

—Quieres que me encargue del desastre, ¿verdad?

Luías se muerde el labio inferior.

—Sí... ya sabes, soy el único de mantenimiento y ningún otro compañero quiso ayudarme, perdón —susurra.

El imbécil resultó no ser tan imbécil como creía.

Respiro hondo y suspiro. De alguien como él no se puede esperar el comportamiento de un adulto responsable y maduro.

—¿Por qué no lo limpias tú? —replico, pecando de oírme demasiado mordaz—. Eso te corresponde a ti, ¿no? ¡Eres el maldito conserje!

La expresión de Luías (y sus ojos desorbitados, más bien) me lo confirman todo. Desde la primera palabra había hecho aparición su fobia a la sangre y no me percaté.

—¡Hay sangre allí, Nico! —exclama. El pánico con el que se expresa me pone los pelos de punta—. ¡Ni de broma me arrimo!

El pobre está hecho un manojo de ansiedad y nervios. No puedo resistirme y termino apiadándome de él.

—Está bien, pero a partir de ahora estarás en deuda conmigo.

—¡Claro que sí! ¡Gracias, gracias, gracias! —vocifera, con la intención de abrazarme.

Arrugo la frente e interpongo mi mano entre su tórax y el mío. No creo que sea para tanto.

—Solo cálmate, ¿quieres? Pareces una adolescente que se acaba de arruinar el barniz de uñas.

Arrebato de sus manos trepidantes el trapeador y me dirijo hacia a los baños, dispuesto a higienizar el dichoso cubículo.

☔ ☔ ☔

Diviso la hora en el reloj de pared que está ubicado sobre la barra.

El reloj marca las 06:35 p.m.

Exhalo con frustración y empiezo a acomodar los materiales que usé durante el transcurso del día. Trapos húmedos, vasos, popotes, tapaderas y cucharas de plástico; servilletas, bolígrafos, un bloc de notas y el ahora trapeador ensangrentado...

Tomo mis pertenencias, le pongo candado a la registradora y abandono la cafetería. El gélido viento invernal me cala los huesos casi al instante en que pongo un pie fuera del local. Cruzo la calle y troto en dirección a mi Chevy Monza, el cual está estacionado a menos de media cuadra de Coffee C.

Cuando es mi horario de descanso prefiero ir a casa y disfrutar a mis hermanos aunque sea un rato, y como suelo entretenerme jugando con ellos, siempre me agarran las prisas y termino regresando en carro para no demorarme y no tener problemas con Méndez. También porque los asaltos nocturnos están al pie del cañón últimamente, ¿a quién engaño?

Palpo mi bolsillo trasero y saco de el un juego de llaves con múltiples aros; la mayoría de los llaveritos colgados son recuerdos de sitios donde... donde viajé con mi familia hace algunos años. Sacudo la cabeza para alejar esos pensamientos y abro la puerta. Me monto en el asiento y luego de meter en la ranura la llave más larga prendo el motor junto con la calefacción.

Repentinamente comienza a llover. Y llover a cántaros. La tormenta que está azotando la ciudad de Taleville en cuestión de minutos se torna abundante y avasalladora; las gotas caen al suelo como un torrente furioso, produciendo un sonido ensordecedor al momento en que chocan contra el techo metálico de mi coche.

Agradezco estar resguardado en el auto porque soy muy propenso a resfriarme.

Piso el acelerador y, sin preocuparme mucho por la intensidad del diluvio, arranco. Pongo Lovumba, de Daddy Yankee, en el reproductor y continúo conduciendo. Al cabo de diez minutos, cuando ya estoy a unas cuantas cuadras de casa, vislumbro que una bola blanca y gordinflona está por estrellarse contra el capó.

Freno en seco y es tal la velocidad del impacto que mi torso acaba estampándose contra el volante.

Mi corazón martillea con fuerza dentro de mi caja torácica. Siento una ligera presión en el pecho; duele justo en el centro. Y pese a que soy consciente de que no me accidenté, y de estoy, dentro de lo que cabe, bien, siento una sensación de angustia que no logro comprender. De pronto, siento que regresé a ese día: el día en que todo cambió.

—Dios mío, ¿qué carajos acaba de pasar?

Arrimo la cabeza al parabrisas y aprovecho la claridad que me brindan las luces del parachoques para tratar de averiguar qué es eso que casi me mata.

Un cachorro. Es un cachorro lo que casi me envía al otro lado.

Disminuyo el volumen del estéreo hasta el tope. Dudo acerca de bajarme porque sé que eso significa un resfriado seguro, pero me asomo a ver al perro otra vez y no tengo corazón para marcharme sin él.

—La culpa pesa más que el precio de los antigripales —digo, envalentonándome.

Quito los seguros, empujo la puerta y bajo del asiento del piloto con cautela. Como era de esperarse, en cuanto pongo medio cuerpo afuera el agua empapa mi chaqueta de cuero y se ensaña con mi pobre cabello; luego la humedad se extiende por el resto de mi ropa y mágicamente empiezo a sentir como los síntomas del resfriado común se instalan en mi organismo.

Me acerco al perro y quedo a su par; ambos permanecemos inmóviles, la única diferencia es que el animal de pequeños ojos negros ladea la cabeza, mirándome con curiosidad.

—¡Qué onda, chiquitín! ¿Te perdiste? —interrogo, agachándome para tener una mejor visión sobre él. Toco su sedoso pelaje blanquecino, el cual también está mojado a causa de la lluvia, y recibo un lengüetazo de su parte.

Parece que le caigo bien.

Lo observo durante otro momento y me tomo el atrevimiento de hacer un recuento mental de su apariencia. Su tamaño, estando sentado sobre sus cuatro patas, casi iguala el de mis pantorrillas. Tiene orejas caídas y amplias, las cuales tienen un poco de mugre encima; y su nariz, redonda y oscura, es minúscula a comparación de su larga lengua y sus dientes puntiagudos. Lo que más me llama la atención es su pelaje: posee uno muy voluminoso y rizado, que parece haberse esponjado con la humedad del clima.

Una sonrisa se dibuja en mi semblante. El perro, superando mis expectativas, se recuesta para descubrir su barriga y me insta, con un ladrido bastante demandante, que lo mime. Obedezco y prosigo a acariciar su estómago con ternura; él menea la cola, mostrándose alegre.

Por la forma en que me ve me doy cuenta de que hemos establecido una clase de conexión. Siento un impulso vehemente por llevarlo conmigo a casa.

—Pero es una locura —pronuncio en voz alta, rascándole la parte baja del estómago—. Tengo un trabajo miserable y dos bocas que alimentar, si te llevo conmigo estaría echándome la soga al cuello.

Detengo los mimos y él ladra en respuesta. Obviamente quiere que siga con lo mío, pero mi mano se acalambró después de estar cierto tiempo en la misma postura. El perrito, insatisfecho, se abalanza sobre mí sin que pueda anticiparlo y me tira al suelo. Una vez tirado y con la espalda hundida en un charco, se posiciona sobre mi abdomen y se sacude, mojándome más el rostro.

Se aproxima a lamer mi cachete y después retrocede, sentándose nuevamente en sus cuatro patas y mirándome de la misma forma en que lo hizo cuando me le acerqué.

Cualquiera hubiera meditado miles de opciones; hubiera pensado en llevarlo a un refugio, en darlo en adopción, o en buscar a algún dueño previo que pudiera en estar en espera de su regreso... pero decido no hacer nada de eso. Quizá es una acción muy egoísta de mi parte, pero algo dentro de mí me dice que la conexión que hemos formado es muy fuerte y sobrevivirá a todo: incluidas las penurias.

Además, ¿qué es lo peor que puede pasar?

—¿Sabes qué? Vendrás conmigo a casa, enorme bola de pelos —le aviso, incorporándome. Ignoro el hecho de que mi espalda está cubierta de lodo y simplemente lo ahueco entre mis brazos—. Los enanos te amarán, yo te amaré... y desde ahora —digo, sonriendo—, te llamarás Tormenta.


***********************

¡Hola, hola! ¿Cómo andan? Ya arrancamos con el segundo capítulo ;)

¿Qué les pareció la versión de Nicolás? Yo la verdad morí de ternura, le tengo un cariño muy particular a esta historia y no tienen UNA IDEAAA de cuanto amé escribir sobre estos bebés. 

RIP Olivia. Veremos como sufre en el siguiente capítulo.

En finnnn, espero les haya gustado, y una disculpilla por la tardanza. Ya mejor ni prometo publicar pronto, siempre se me cae la cara de vergüenza cuando digo que lo haré y actualizo 1 siglo después jajajajajjjaja.

¡Disfrútenlo mucho! Gracias por leer.

Con amor y besos perrunos,

Nactaly.


Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro