PARTE ÚNICA
No necesitaba que nadie le dijera lo tarde que era porque ya lo sabía.
Era consciente de que necesitaba irse a dormir ya mismo, pero para ser sincero, Federico prefería no escuchar la voz de ningún ser un humano por los siguientes veinte años. El griterío, el estruendoso escándalo que siempre se hacía lugar entre las paredes de su casa no paraba de retumbar en su cabeza y perseguirlo en sueños.
Sólo conocía esa vida desde el fallecimiento de sus padres, y aunque el lío constante amenazaba con dejarlo pelado de los nervios, lo prefería antes que el escenario lúgubre y silencioso que había sido el período de duelo para los Fritzenwalden. Sin embargo, ninguna de esas dos opciones le permitían relajarse, por lo que este era su estado natural ahora, estresado de los pies a la cabeza, todo contracturado, propenso a estallar frente al más mínimo conflicto, y por sobre todas las cosas, desvelado.
Suspiró largamente desde su lugar en la banqueta. Si tan sólo pudiera volver a volar. Si tan sólo pudiera recibir un último abrazo de su madre.
La luz de la cocina se encendió repentinamente, cegándolo por algunos tortuosos segundos. Cuando se acostumbró a la claridad, Federico volteó.
—¿Fede? ¿Qué haces despierto?
Federico hizo un ruido quejumbroso al que Matías arqueó las cejas. El abogado ya vestía su pijama y había interrumpido su logrado sueño por un vaso de agua; lo último que esperaba era encontrarse con el Fritzenwalden aún de traje, sentado a oscuras en la cocina y aparentemente incapaz de responder una pregunta coherentemente.
Avanzó hacia él a paso lento, subiéndose a la banqueta a su lado. Intentó mirarlo a los ojos pero Federico rehuyó frotándose las palmas sobre los párpados.
—¿Te sentís bien? —preguntó, un poco menos sorprendido y más suave. Esta vez Federico se encogió de hombros y murmuró una respuesta larga pero aún ininteligible. Matías comprendió entonces y gracias a sus años de amistad que lo que le pasaba a Federico era su habitual insomnio debido al estrés. Habían sido varias veces (muchas más de las que le gustaría) en las que se lo había topado por los pasillos de la mansión, balbuceando cosas sin sentido a causa del insostenible sueño que tenía, al que no podía sucumbir por el caos que generalmente se colaba en su cabeza.
Matías, preocupado y corto de opciones, subió una mano para dar ligeros masajes en el hombro de su amigo. Federico en su estado más despabilado solía tensarse con el contacto físico, pero cuando se encontraba dividido entre la consciencia y la inconsciencia, no había ser más susceptible a las caricias que él.
—¿Te ayudo a sacarte ese saco, Alemán? —murmuró, y sonrió cuando Fede aflojó los brazos y los estiró un poco hacia atrás, complaciente—. Muy bien.
Entonces él se levantó y se paró detrás de su espalda, retirándole el saco y dejándolo a un lado. Retomó los masajes sobre ambos hombros del rubio desde su nueva posición, pensando qué hacer a continuación. Sería fácil guiarlo a su habitación a base de caricias y empujoncitos, hablándole despacio y con amor.
—Extraño a mi mamá, Tute —dijo Federico, sorprendiéndolo. Su voz desprovista del tono autoritario que solía forzarse sonó vulnerable, como la de un chico, como la de cualquiera de los hermanos que, de un día para otro, debía criar. Matías se acercó más a su espalda, rodeándolo en un abrazo desde atrás.
—Yo lo sé, Fede.
Federico se acurrucó en su abrazo y soltó una respiración larga y temblorosa. Habían muchas cosas de las que deseaba desligarse pero que se habían convertido en deberes. Amaba a sus hermanos con su vida entera, pero cuando le gritaban y le arrojaban cosas, parecían completos desconocidos y él un adolescente más en esa casa de locos.
—¿Ellos no entienden que yo también perdí a mi mamá?
Matías cerró los ojos. Federico dejó salir todo su dolor en esa pregunta, un dolor profundo y fuertemente reprimido, todo por proteger a sus hermanos de ver hundido en llanto a quien siempre se había mantenido fuerte para ellos, el único en sus vidas.
—Tus hermanos entienden, Fede. Sólo son chicos. Creeme que entienden —susurró—. Es su manera de afrontarlo. Vos tenés que relajarte más, soltarte un poco, ¿sí? No podés seguir así... Yo estoy acá. Siempre voy a estar para vos.
Federico asintió varias veces. Hizo un movimiento para que Matías lo suelte y éste cedió, alejándose un paso de la banqueta y dándole espacio para que se incorpore.
Pero Federico simplemente giró en su asiento y lo rodeó con ambos brazos por la cintura en un agarre firme, atrayéndolo nuevamente. Matías se congeló momentáneamente, mirando con ojos bien abiertos hacia abajo, hacia la cabeza de cabellos rubios y revoltosos de su amigo que reposaba en la boca de su estómago, moviéndose ligeramente de lado a lado, haciéndole cosquillas con la nariz.
La imagen le recordó a la de un cachorro buscando mimos y comodidad, y eso le pareció gracioso y tan extremadamente dulce que sólo pudo resoplar una risa enternecida, correspondiendo cuidadosamente. Enredó los dedos por el pelo liso, frotando el cuero cabelludo con las yemas tal como sabía que le gustaba, y Federico divagó en alemán algo que sonaba como un agradecimiento, el sonido vibrando en la piel de Matías a través de su ropa, por lo que sonrió.
Para Matías, proporcionar las más tontas caricias al tenerlo cerca era una respuesta natural de su cuerpo, y Fede solía necesitarlas mucho más de lo que le gustaría admitir. Aún así, no existía la vergüenza entre los dos si se encontraban a solas. No había, en realidad, mejor consuelo en el mundo que su cercanía.
—¿Cómodo, señor? —preguntó Matías en tono burlón cuando pasaron varios minutos en la misma posición, apenas balanceándose el uno con el otro. Federico se sobresaltó con su voz como si se hubiera dormido justo así, sin embargo, no se separó.
—¿Sabés que sos la única persona con la que puedo estar cómodo y tranquilo, tanto como para dormirme sentado? —murmuró Federico, su voz ronca haciendo que el pulso del abogado salte en respuesta—. Me parece que te voy a llevar a mi cama, Tute.
Matías rió. —Tendrías que sacar a Delfina, y no creo que se ponga muy contenta.
—Podría —respondió Federico al instante, separándose lo suficiente como para poder mirarlo. Sus ojos estaban brillando casi con determinación, y Matías ya no podía convencerse de que era el sueño hablando por él—. Podría sacar a Delfina y a cualquiera por vos.
—Fede...
—No hace falta ni que me lo pidas, lo sabés. Yo lo haría.
Las manos de Matías se apretaron en sus hombros, los pulgares de Federico giraron delicadamente en su espalda baja, nada más parecido a una invitación que eso; peor, era una propuesta, la misma de siempre que Fede se relajaba un poco y Matías le permitía volver a verlo con ojos de amante.
Por un momento, por ese pequeño momento en esa madrugada silenciosa, Matías consideró aceptar, ardió el sí en la punta de su lengua. Encontró innumerables razones para soltarlo, para dejar que todo salga y fluya entre ambos, como cuando eran jóvenes, más jóvenes, y se escabullían de sus padres entre risas traviesas para tomarse de las manos y mirarse con algo tan intenso que les enrojecía hasta las orejas y les prendía fuego el pecho. Pero él, que vivía soñando con eso que nunca pudo ser, tuvo que despertar otra vez. El baldazo de agua fría cayendo sobre su cabeza, empapándolo de realidad.
Apartó la mirada como toda respuesta, y retrocedió, desenroscándose de los brazos de Federico tan lenta y dolorosamente que, al cortar con el contacto, ambos suspiraron. Las manos de Federico cayeron con peso muerto y apretaron sus rodillas. Bajó la cabeza, tanto o más afectado que él. Rendido.
—Bueno, bueno. Me parece que ya estás listo para irte a descansar, Alemán.
Matías había carraspeado, dando el tema por acabado, pero algo de angustia seguía colgando de sus palabras. Federico lo notó, era tan obvio para él. A pesar de ello lo dejó pasar, reflejando la sonrisita de Matías frente a él. Todavía podía llevarse a la cama el recuerdo de su toque y eso era suficiente para guiarlo entre las pesadillas; así lo había hecho desde la secundaria y así lo haría por el resto de su vida.
—No sin mi chocolatada —soltó con travesura infantil, también rogando un poco con la mirada. Matías resopló una sonrisa y lo señaló con el índice.
—¿Desde cuándo es parte de nuestro contrato cumplirte tus caprichos? —preguntó, aunque ya estaba sacando la jarra de leche de la heladera. Sabía que era de las cosas que María solía hacer por sus hijos, y no había nada que lo hiciera más feliz que mimar a su mejor amigo.
Federico se acomodó en su lugar y miró en silencio mientras Matías se movía por la cocina, una sonrisa somnolienta permanente en sus labios. Si tan sólo pudiera levantarse y plantarle un beso. Si tan sólo pudiera tomarlo de la mano y llevárselo con él a la cama.
Se quedaron juntos hasta que los vasos estuvieron vacíos. Luego se despidieron y caminaron en direcciones opuestas, cada uno a su habitación. Federico cayó dormido al instante, demasiado cansado para pensar en algo más. Matías no durmió hasta que logró acallar esa voz que le insistía que, si tan sólo lo tuviera, cuidaría al rubio como nadie.
Costó pero pudo convencerse de que las cosas estarían bien así. Era increíble que, por mucho que pasara el tiempo, cada vez costara más.
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