23._Ambivalencia
Dai se sentó en el borde de la bañera mientras Mary tomaba el botiquín del mueble bajo el lavadero. La mujer fue hacia él como si estuviera cargando algo muy frágil entre las manos. Se sentó a su lado, se enguanto las manos y comenzó con ese acto ceremonioso que fue curar el pequeño corte que hizo su puño en el labio de su esposo. Era una cosa pequeña, diminuta en realidad, pero el hecho de sanar esa herida tenía una connotación especial. Era una disculpa. Mary no quiso lastimar a Dai, pero no pudo evitar hacerlo. Estaba mal y todo eso, sin embargo, en ocasiones es inevitable lastimar a las personas.
En el muro del costado de la bañera, arriba, había una pequeña ventana con un cristal color anaranjado. La luz de la calle entraba por ahí bañando todo con un tono bermellón que le daba una atmósfera tostada al lugar. El piso de piedra, los muros cubiertos de cerámica y las plantas colgando del techo y el estante, parecían ser parte de una imagen capturada en las antiguas películas de las cámaras fotografícas. Una escena añeja e inmóvil en que sus protagonistas parecían fuera de tiempo. Durante esos minutos, Mary no dijo una sola palabra. Dai tampoco. Había allí un silencio abismante y sin embargo, no era pesado o molesto para ninguno de los dos.
El baño ¿Hay un lugar más privado en la casa que el baño? Para Mary no. Muchos van a meditar a sus cuartos al jardín, Mary lo hacia allí. Donde nadie podía entrar sin tocar la puerta y donde el mundo quedaba atrás, lejos. Era el baño una burbuja de realidad. Un descanso a lo cotidiano. Quizá por eso lo llevo allí. La verdad no reflexionó al respecto, pero quería estar con él ahí.
Dai la miraba con atención. Mary nunca se sentiría halagada por tener su interés. Desde su perspectiva ella fue sólo la mejor opción entre las tres que tenía Dai. De haber él podido mirar más allá de su familia, con toda certeza, hubiera escogido a otra mujer. Sucedió que estaba obligado a decidir entre ella y su madre nada más. Pero eso no era del todo verdad. Ella gustaba de la soledad y la monotonía era algo que podía romper con facilidad, sin embargo, tampoco era algo que le disgustara. Tenía paciencia cuando se trataba del mundo y no de las personas. A su vez entendía a la gente y la forma en que el mundo funcionaba. Podía parecer que resaltaba lo negativo, pero quién lo creyese no estaba poniendo atención. En resumen su temple era bastante compatible con el de él pese a la pasión que ella tenía por dentro y que en ocasiones podía nublar su buen juicio. Pasión, deseos ardientes que queman todo a su alrededor cuanto se desatan ávidos de alimentarse y avanzar hacia su objetivo. Pasión era algo que Dai, no tenía y ella sí. Ese rasgo problemático era lo que más le gustaba de ella y bien sabía que lo que más le gustaba a ella de él, era lo contrario: su pasividad. Demasiado fuego puede calcinar el propio horno en que arde, demasiada pasividad puede endurecer su contenedor hasta romperse. Ella no era sólo la mejor opción, verdaderamente le agradaba y en este mundo la necesitaba más allá del contrato con su familia. Realmente la quería y egoísta como un niño que por primera vez tiene algo que anhelaba en sus manos, era celoso de ello. Sin embargo, en el fondo, allá abajo, en lo más profundo de su ser también le tenía cierto resentimiento. No a ella en realidad sino a su sangre, pues durante su servidumbre fue humillado tantas veces que acabaron por hacer fisuras en su ser. Él no era más un ángel impoluto, pero no se lamentaba por ello.
-Termine- exclamó Mary y apartó la pálida mano de su rostro.
A la luz bermellón la piel de Mary lucía como la arena. Pero no se desmoronó con el toque de sus dedos, uno que a ella la tomó por sorpresa.
-Nunca me dijiste tu deseo de algo improbable- le dijo cuando ella intentó apartarse- Y confieso, lo desconozco. No puedo imaginarlo tampoco.
-Mucho me has observado, pero es obvio que no sepas esa respuesta, pues jamás se lo he comentado a alguien. Te lo había dicho ¿No?- le dijo la muchacha mientras se ponía de pie para ir a guardar el botiquín.
Dai la vio regresar hacia él y pararse en frente con una mirada cansina que no la abandonó en ningún momento. Con suavidad descansó su mano en su hombro y se inclinó para hablar en su oído, como si hubiera más gente ahí que oyera esa confesión. Una declaración sencilla que posiblemente identificaria a muchas personas, pero que en esa voz clara, fatigada y fría se oyó un tanto estremecedora y única.
-Creeme que es más difícil de lo que piensas- agregó al apartarse de él.
Dai la miró de nuevo, pero en esa ocasión lo hizo de una forma un poco diferente. Como si estuviera contemplando algo remoto. No hizo comentarios y se limitó a verla con ojos meditabundos.
-Pareces fatigada- comentó, pero no se refería al ánimo de ella en ese momento.
Mary se hincó delante de él para verlo a los ojos. Quedaba muy por encima de él al estar de pie mientras Dai permanecia sentado.
-Lo estoy. Aunque no he vivido tanto, he buscado eso toda mi vida- le dijo y descansó su cabeza en el regazo de él, mientras se sentaba en el suelo.
Dai descansó su mano en el cabello de la muchacha que cerró los ojos al sentir ese contacto. Los minutos fueron pasando mientras él iba peinando esos hilos delgados y enredados. Esa cuota de resentimiento en su ser se regocijaba con el poder que tenía sobre ella. El sentimiento nacido por la contemplación se sentía complacido por tenerla con docilidad a sus pies. Ella lo odiaba por estar a su merced, pero le encantaba que la contuviera de esa forma tan delicada en que nunca fue tratada. Se quedaron allí por horas. Y hubieran podido estar allí por días sin ninguna presión por cambiar la situación. Pero una vez Mary se durmió, Dai la llevó a la cama y se quedó con ella como todas las noches.
Los días siguieron avanzando y la cosecha comenzó. Las cajas de tomates azules no dejaban de salir de la hacienda de Mary, Milk y su otro socio. Estaban surtiendo varios mercados de la región y una pequeña cadena de supermercados. Las ventas estaban muy bien. Ese año si tendrían ganancias. Mary también había producido otros productos como las frambuesas y los pepinos azules. Aunque la venta de estos era más limitada y casi su totalidad eran enviados como un regalo a los clientes. Sólo el restaurante de Bills se interesó en ellos y los compraba en grandes cantidades. Todo marchaba bien, sin embargo, los enemigos de Mary no habían renunciado a su idea de sacarla del camino e intentaron sabotear su producción. Dai consultó con su esposa, que hacer al respecto y está le dijo que era momento de cobrar un favor a los hombres que contrato, después de eso no volvieron a hablar, pues ella le pidió a Dai un tiempo a solas, lejos de la hacienda y sus asuntos. Él se lo concedió.
Los rivales de Mary habían intentado destruir el estanque de agua que alimentaba los campos. El intento fue frustrado, pero la mujer le pidió a Dai que denunciará los hechos y llevará como testigos al capataz de la segunda hacienda y los otros dos hombres, que dijeron haber recibido insentivos economicos para hacer desmanes en las tierras de la mujer. Era en parte una mentira y en parte una verdad. De cualquier forma el resultado fue la condena de los hombres por tres años y una multa a pagar bastante alta. Por irreprochable conducta anterior, los hacendados lograron el beneficio de libertad vigilada, pero tras la condena y una visita de Dai, no sintieron ganas de llevar a cabo una represalia. El que fue mayordomo podía ser bastante amenazante si se lo proponía y muy diplomático el resto del tiempo. Estableció una buena relación con el alcalde y se encargó de llevar el nombre del pueblo a lo más alto, tal cómo había iniciado su esposa aquella empresa un año atrás.
Mary se encerró en aquella casa por semanas. Dai llegaba cuando ella se dormía y se iba cuando despertaba. No podía dejarla desprotegida. Las cuerdas seguían su energía y al dormir el campo energético de Mary decaía dejando la suya al descubierto, dejándola vulnerable, pues la conexión con él ya no estaba y el daño dejo de ser compartido después de la noche de bodas. A veces, cuando la veía dormir, Dai recordaba ese momento que limpió el amargo recuerdo de Rebeca.
Cada vez que tenía una duda o necesidad de su aprobación la llamaba por teléfono o le enviaba un correo electrónico. Por casi tres meses no habló con Mary ni la vio despierta, hasta una mañana en que ambos asistieron a una cita con el alcalde. El otoño entraba de nuevo y lo hizo con una lluvia abundante. Dai llevaba un paraguas negro como su atuendo. Mary un impermeable de color rojo. Se encontraron en la escalera del ayuntamiento de forma fortuita. Se saludaron de forma educada e ingresaron al lugar. El Edil estaba muy contento por su reelección y quería organizar un gran evento para festejar, mas por conveniencias económicas y políticas quería hacer algo que el pueblo recibiera bien. En vista de lo célebre que se había vuelto la región gracias a los tomates azules, el alcalde planeaba declarar el Dia del Tomate como una fiesta regional. Poner un mercadillo de hortalizas y artesanías; hacer un pequeño festival.
-Al grano señor alcalde ¿De cuánto estamos hablando?- le pregunto Mary súbitamente.
El hombre le sonrió nervioso y escribió la cifra en un papel. A Mary le pareció demasiado, Dai dijo que no había problema.
-Es un derroche de dinero, sin mencionar que estoy pagando por todo- señaló Mary.
-Bueno las mujeres siempre apretan la cartera, pero...
-Mi esposa tiene razón. Nosotros no somos los únicos que nos estamos beneficiando con esto y es justo que los demás paguen un porcentaje también- lo interrumpió Dai- Sin embargo, por transferencia creo que sería mejor no dar dinero en efectivo...
Esa última parte no le agradó al alcalde, pero no pudo contra argumentar nada y acepto lo que el matrimonio ofreció. Si una cosa tenían en común esos dos, era que no mostraba condescendencia a lo que iba en contra de sus planes o sus ideas, llegando a ser inflexibles en ese aspecto. Al dejar el ayuntamiento, Dai invitó a Mary un café. Estaba lloviendo con menos intensidad que al llegar razón por la que Dai no abrió su paraguas y caminando con el en la mano avanzó por la acera rumbo al único lugar donde podían disfrutar de una bebida caliente. Se sentaron en la última mesa, junto a la ventana.
-¿Cómo has estado?- le preguntó Dai después de recibir su taza.
-Bien- respondió Mary con cierta timidez y bebió de su té. No tenía azúcar y su sabor la hizo sacar un poco la lengua.
-¿Dos cucharadas?- preguntó Dai acercando el recipiente con el azúcar a la mujer.
-Sí- contestó con una sonrisa nacida para esconder la vergüenza.
Ambos callaron un rato. El cristal de la ventana se terminó de cubrir por el vaho y media docena de gotas caían formando senderos irregulares en el cristal. La gente hablaba animadamente y el olor a café y almíbar que ponían en las postales inundaba el lugar.
-Hace mucho tiempo no estaba sólo- manifestó Dai después de unos minutos- Desde que llegué a este mundo. Aquí la soledad se experimenta de una forma mucho más cruel.
-Sí- murmuró Mary- Pero yo extrañaba esa sensación.
-¿Sí? Es un poco decepcionante saber eso- confesó Dai.
-No te ofendas. Es sólo que no estoy habituada a muchas cosas- le dije- Si en algo sirve a tu amor propio quiero que sepas si te he extrañado. Sé que estás ahí por las noches, pero no es lo mismo.
-Lo entiendo. No es lo mismo verte dormir a que me regales una mirada.
Callaron otra vez. Estaban sentados frente a frente. Separados por una mesa estrecha con solo una pata, pero la banca tenía forma de U y ambos estaban muy cerca de la curva. Había sólo un par de clientes más. Las meseras estaban ocupadas viendo un programa de televisión. Nadie veía, nadie ponía atención a lo que ocurría en la mesa del fondo y ese beso de fuego escarchado, ocurrió derramando sabores en las bocas de ambos. Ese gusto a café de la mañana mezclado con un té con dos cucharadas de azúcar, abrió apetitos negados por un lado y reprimidos por el otro. Juntos dejaron el lugar tomados de la mano. El rojo vestido de ella y el negro traje de él contra la gris panorámica de un pueblo bajo la lluvia, en cuyas veredas las tiendas, al amparo de lonas, exhibían cajas con tomates azules.
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