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Arlette lo había intentado, realmente lo había hecho pero no pudo. Decirle a Sirius que tenía una hija no era tarea fácil y ni ella entendía la razón de su cobardía. No era algo que se decía por carta y de todas formas, no sabría qué rayos escribir en todo caso.

Habían acordado una cita para hablar, sin dudarlo ni un poco Sirius accedió pero Arlette no lograba poner su mente en orden. Le aterraba el futuro de Atenea, pero no podía obligar a Sirius a hacerse cargo si él no quería.

Había decidido reunirse en una cafetería muggle, era un lugar un poco más seguro, además de que no había mucha gente en el local. Y las bebidas eran bastante buenas.

—Me alegra mucho verte, Arlette —le dijo Sirius aquel día de su reunión. Y era cierto, realmente estaba encantado de saber algo de Arlette después de dos años.

—Lo mismo digo, Sirius —le sonrió un poco.

Era extraño para ambos, se sentían como completos desconocidos y no sabían qué decir o de qué hablar. Permanecieron en absoluto silencio un par de minutos hasta que el pelinegro dio el primer paso.

—¿Hace cuanto que llegaste? —preguntó, intentando que ese incómodo silencio terminara.

Arlette lo miró. ¿Cómo podía seguir siendo tan atractivo y tan... tan Sirius? Quería arrojarse a sus brazos en ese preciso momento y decirle lo mucho que aún lo amaba.

—Hace un par de semanas, pero ahora resido en París. Es más fácil viajar a Londres estando allá.

—Me alegra que estés de regreso.

—Es algo temporal, no sé cuánto tiempo más estaré.

—La verdad es que te extrañé —dijo finalmente Sirius, sin poder soportarlo ni un poco más— quise escribirte pero la verdad es que no podía. No tenía ni idea de qué decirte o si realmente lo leerías.

—También te extrañé y no hubo ni un sólo día en el que no pensara en ti.

Sirius sonrió de lado y bajó la mirada. Era el momento, debía decirle, no había mejor momento que ese.

—Sirius, ¿puedo preguntarte algo? —dijo Arlette mientras miraba sus manos, las cuales estaban llenas de sudor y le temblaban.

—Por supuesto, ¿está todo bien? —tomó sus manos con suavidad. Una corriente eléctrica los recorrió a ambos de pies a cabeza y les encantaba.

Entonces lo miró y se quedó estática. Los ojos de Atenea eran idénticos a los de Sirius, sintió que algo dentro de ella se rompía.

Sus ojos se llenaron de lágrimas y por más que quiso contenerlas no lo logró. Black se puso de pie y abrazó a su compañera. No dijo nada, simplemente dejó que todo saliera. Acarició su cabello y cerró un momento sus ojos.

Arlette se aferró a su contrario e intentó regular su respiración pero le fue imposible para el llanto.

—Te extrañé, Sirius. Te extrañé tanto, porque aún te amo y nunca dejé de hacerlo —se separó de él y limpió sus lágrimas con su mano.

—¿Qué pasa, amor? Sabes que me puedes decir lo que sea —Sirius acarició con suavidad y delicadeza la mejilla de su contraria.

Volvieron a tomar asiento. Arlette tomó una servilleta y se limpió las lágrimas y el escurrimiento nasal. Lo único que sabía Sirius en ese momento, era que no la dejaría ir, no de nuevo.

Arlette sonrió mientras miraba a Sirius y respiró profundamente.

—Alguna vez... —se aclaró la garganta— ¿Alguna vez pensaste en tener hijos?

Black volvió a tomar las manos de Arlette, pero esta vez se percató de que allí estaba la sortija que le había dado años atrás. Le dirigió una cálida sonrisa a la chica y se mantuvo en silencio por un segundo.

—Por supuesto que sí —dijo entonces— me imaginé toda una vida a tu lado, tal vez uno o dos hijos. En nuestro hogar. Felices para siempre.

Arlette sonrió, sintiendo una enorme calidez en su pecho. Las lágrimas regresaron, miró el rostro de su contrario tratando de recordar cada detalle de él, sin pensarlo más y casi por reflejo, unió sus labios en un suave beso. Beso que ambos habían anhelado desde hacía tiempo.

—Hay algo que debo mostrarte —murmuró apenas a unos centímetros de él.

Sirius la miró con curiosidad, pero asintió y ambos se pusieron de pie. Salieron del local luego de dejar el dinero sobre la mesa. Ambos iban tomados de la mano mientras caminaban y Black no se atrevió a preguntar nada mientras avanzaban.

—Haremos una aparición —avisó. Entraron en un callejón y rápidamente Sirius se percató de que estaban en una casa.

—¿Es tu casa? —preguntó. Mirando todo a su alrededor.

—Sí, aunque es algo temporal —se quitó el abrigo y lo dejó sobre el sofá— Ven por aquí.

Sirius también se quitó el abrigo que traía y siguió a la chica por el pasillo. Arlette abrió una puerta y entró en silencio, el hombre también entró y vio a una mujer japonesa junto con una niña, jugando.

La mujer japonesa volteó a ver a los mayores y se puso de pie con una sonrisa.

—Bienvenida, señorita Hale. Los dejaré.

—Gracias, Hanako.

Hanako miró a Sirius y le dirigió una agradable y amable sonrisa. Sirius asintió y la mujer salió de la habitación.

La pareja se acercó a la niña que seguía jugando y al parecer no se había dado cuenta de la presencia de los dos mayores.

—Atenea —la llamó Arlette.

La niña levantó la mirada y sonrió emocionada al verla. Se puso de pie y corrió a abrazarla.

—¡Mami!

Algo dentro del cerebro de Sirius hizo click.  Arlette cargó a la niña en brazos y él siguió cada uno de sus movimientos, aún confundido y algo desorientado.

—Tienes una hija —balbuceó.

Arlette lo miró con una sonrisa y la niña miró con curiosidad al desconocido.

Grises. Los ojos de esa niña eran grises.

Sirius tuvo que dar un paso atrás para no caerse. Sintió que la respiración le faltaba y los ojos se le llenaban de lágrimas. Sonrió y un par de lágrimas se deslizaron por sus mejillas.

—Es nuestra hija —volvió a hablar. Arlette asintió, también al borde del llanto. Se acercó un poco y miró con atención a la niña— Hola, ¿cómo te llamas?

La niña miró a su madre en busca de aprobación y cuando ella asintió, volvió a mirar al desconocido.

—Atenea Fancine Black.

—Francine —corrigió Arlette en voz baja. Le había dado ese nombre por Regulus. A él le gustaba mucho y esa era su forma de recordarlo.

Sirius estaba seguro de que en cualquier segundo se iba a desmayar por la emoción que sentía. Pero mantuvo la compostura.

—Un placer, Atenea. Yo me llamo Sirius.

—Sirius —repitió la niña aunque lo dijo bastante gracioso.

—¿Cuántos años tienes?

La niña levantó su mano y movió sus dedos hasta que quedaron tres.

—Tres.

—En unos meses cumplirá tres —dijo Arlette.

Sirius no podía dejar de sonreír.

—¿Puedo cargarla?

—Por supuesto.

Atenea dejó los brazos de su madre y se fue a los de su padre. Aunque la pequeña aún no sabía esto último.

Arlette los miró con una gran sonrisa y con lágrimas acumuladas. Después de todo, decirle la verdad a Sirius sí la había hecho sentir mil veces mejor.

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