Comité de Bienvenida
—Carla, no va a ocurrir lo mismo que la otra vez —le digo—. Ya no tengo ocho años.
—Prométeme... —empieza a decir, pero yo ya estoy apartando las cortinas para mirar por la ventana. Mis ojos no están preparados para la luz del sol de Seúl. Ni yo estoy preparado para ver esa esfera de un blanco ardiente, en lo alto de un cielo desteñido por el calor. Por un momento me quedo ciego. Pero luego, la bruma blanquecina empieza a disiparse. Y lo veo todo rodeado por un haló.
Veo el camión y la silueta de una mujer que da vueltas sobre sí misma: la madre. Detrás del camión hay un hombre de la misma edad: el padre. Y una chica tal vez algo más joven que yo: la hija. Y entonces lo veo, encaramado en la parte trasera del camión. Es alto y delgado, y va vestido de negro de la cabeza a los pies: camiseta negra, vaqueros negros, deportivas negras y un gorro negro de punto que le oculta el pelo. Es blanco, con la piel de un leve dorado, y sus rasgos son severos, con una nariz perfilada.
Baja de un salto y se desliza por el camino de la entrada, cómo si la gravedad le afectará de un modo distinto que al resto de los mortales. Se detiene, inclina la cabeza a un lado y examina su nueva casa como si fuera un rompecabezas. Al cabo de unos segundos, empieza a dar saltitos sobre las puntas de los pies. Y luego, de pronto, arranca a toda velocidad y sube corriendo dos metros por la fachada. Literalmente. Se agarra al alféizar de una ventana y se balancea durante un par de segundos antes de dejarse caer agazapado.
—Que bueno, Hobi —le dice su madre.
—¿Cuántas veces te he dicho que dejes de hacer esas estupideces? —gruñe su padre.
Él sigue agachado, sin hacer caso a ninguno de los dos. Pego la palma de la mano al cristal. Estoy sin aliento, cómo si fuera yo quien acabara de hacer esa acrobacia desquiciada. Observo al chico, levanto la vista hasta el alféizar y luego vuelvo a mirarle. Ya no está agachado: se ha puesto de pie y me mira. Nuestros ojos se encuentran. Me pregunto vagamente qué verá él en mi ventana: un chico extraño, vestido de blanco, que lo observa con los ojos abiertos de par en par.
Entonces sonríe, y su cara perdió toda la severidad que mostraba hace apenas un momento. Intento responderle con otra sonrisa, pero estoy tan aturdido que lo que único que me sale es fruncir el ceño.
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