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Capítulo 3

Como si el universo fuera mi mejor amigo esa noche azotó una tormenta que amenazó con la cancelación del primer partido de la temporada. Yo no creí que ese milagro sucedería, y acerté, porque si algo caracterizaba a Guerrero era su tendencia a exponer al equipo tanto como se lo permitieran. Nadie se iría a casa sin ensuciarse los tacos a menos que el mismo cielo se abriera para matarlos.

Con los pompones agitándose por el viento, mi uniforme violeta de franjas negras de porrista y los pulcros tenis blancos embarrándose de barro fresco atravesé el campo mi el grupo a espalda, admirando maravillada el panorama. El cielo nublado, el césped mojado y repleto de charcos de fango. El paraíso de los cerdos.

Sacudí mis hombros calentando, admirando desde la cerca al equipo que se organizaba para tomar sus posiciones. Flexioné mi cuello de un lado a otro, en mi intento por liberar el estrés acumulado mientras contemplaba a los lejos una guerra de alegatos que tenía ganador desde el inicio.

Ni siquiera me esforcé por dar con el orden de las palabras, sabía perfectamente de lo que hablaban. Y eso resultó más relajante que cualquier medicina.

La vida de Ulises era el fútbol. Durante los años que estuvimos juntos lo vi desvelarse noches enteras, faltar a eventos, entregar su vida a la pelota para no perder ni su condición, ni la importancia en el equipo. En verdad estaba comprometido con la camiseta, así que no me sorprendió su indignación cuando Guerrero por primera vez, y sin explicación, lo mandó a la banca.

Y según me había contado, durante una larga temporada.

Sonreí complacida por la atinada decisión. Ulises merecía un descanso. Camila chocó mi palma dándole un vistazo a mi ex que parecía le explotaría la vena de la yugular si no tomaba un profundo respiro. Afortunadamente, Guerrero preocupado por su estabilidad emocional, pegó un grito que se escuchó en medio país y le hizo cerrar la boca. A sabiendas a él no podía ganarle y como un buen perdedor no le quedó de otra que apretar la quijada y seguir sus órdenes a regañadientes, rindiéndose. Contemplando las muecas furiosas que desfilaron en su acalorado rostro asumí que posiblemente ese coraje le costaría un frasco de pastillas para la gastritis.

Mario, su fiel amigo, intentó reconfortarlo, guiándolo al área de los rechazados mientras le tiraba un discurso motivacional. Pero si su mensaje lastimero había logrado aplacar un poco su furia volvió a encenderse cuando sus ojos se encontraron con los míos. Pudo leer lo escrito en ellos. Frunció sus cejas acribillándome con la mirada, maldiciéndome cuando sin descaro le lancé un beso, burlándome de su penosa situación.

Dejé escapar una enorme sonrisa viendo al tonto de Mario conteniendo al idiota de su amigo que parecía querer abalanzarse sobre mí, al borde de un infarto. Deseaba hacerme pedazos, al igual que yo a él, la diferencia es que yo nunca me quedaba en querer.

Ignoré su rabieta concentrándome en dar instrucciones al equipo solo para reafirmar nadie había olvidado su tarea. Llevaba más de una semana ensayando esa coreografía con las chicas, día y noche, así que no había permiso para errores.

El juego transcurrió sin sobresaltos, las mismas mentadas de madre, fallas arbitrarias y amenazas de trifulcas que nunca se concretaban terminaron en un empate a ceros que lo único que logró arrebatar al público fueron bostezos. Contemplando que ni siquiera pudieron mantenerlos despierto, decidí no perder el tiempo al ver a la gente levantándose desanimada dispuesta a marcharse.

Necesitábamos darle sabor a esa mañana.

Sabía que el factor sorpresa es el gancho perfecto para capturar al público así que rechacé la opción de anunciarnos y decidí empezar el espectáculo a la par de la música que resonó a lo largo del campo cuando las chicas entraron en acción. Tomé mi puesto al centro agitando mi cadera de un lado a otro al ritmo de las primeras notas mientras la gente, sin entender qué pretendíamos, aguardó deseosos de novedades. Todos sabían que para Jena Abreu no existían las casualidades.

Siempre que aparecía en escena algo iba a cambiar.

Agitando mis pompones de un lado a otro, siguiendo los tiempos de la rutina planeada, avivamos a las masas. Hay algo más en ser porristas que ganar un poco de atención, es convertirse en el foco, en lo que todos quieren alcanzar, se trata de cautivar hasta que deseen ser tú. Y ahí, en medio de la concurrencia que nos admiraban como si fuéramos inalcanzables dejé que mi corazón desbocado tomara el timón.

Sonreí victoriosa al reparar que entre la muchedumbre, en primera fila, se hallaban Ulises y Aranza intrigados al oír mi voz. Complacida por los resultados di un leve asentamiento que hizo que el resto de las chicas se esparcieran entre la gente, invitando a algunas personas a unirse.

Esa fue la señal. Camila tomó de sorpresa la mano de Aranza halándola suavemente al centro junto a nosotras en una invitación que no aceptaría un no como respuesta. Su rostro se llenó de dudas, su inteligencia le pidió negarse, pero la amable sonrisa de mi amiga y el calor del momento la arrastraron a lo desconocido. Noté cómo Ulises se tensó, intentó detenerla, conociéndome. Era tarde. Ahí, rodeada de un montón de gente bailando y cantando, intentando imitar nuestros movimientos, sonrisas sin malicias, risas genuina, nadie sospechó de mi propósito. Gracias al cielo yo no lo olvidé.

Contemplé de reojo como Camila envolvió entre sus manos las de Aranza para girarla divertida mientras el resto del mundo se deshacía en sonrisas, hasta que en el impulso, fingiendo verse superada, por la fuerza la soltó de golpe. Fue tan inesperado que no logró oponer la mínima resistencia, y si lo intentó mi pie fue el elemento determinante para que terminara acabara en el fondo del fango.

Tras el impacto todo se sumió en un profundo silencio. La gente admiró incrédula a la chica en el piso con lente empañados, el cabello revuelto y la ropa bañada en lodo. Aranza alzó la mirada donde se asomaron algunas lágrimas y por un instante, uno que no marcó la diferencia, me atravesó una punzada de culpa. Una voz interior, unos la llaman conciencia, me advirtió estaba convirtiéndome en aquello que tanto rechazaba, pero me encargué de apagar el chispazo de humanidad recordándome que la única manera de estar en la cabeza era encargarse que cualquier amenaza estuviera fuera de mi territorio.

Una vez alguien me dijo que reaccionaba como perro rabioso porque en el fondo estaba asustada, pero me resistía a creerle. En mi mundo no podía existir la palabra miedo, sabia lo caro que resultaba sucumbir a esa debilidad.

Ulises quiso recurrir al auxilio de su novia, pero me despabilé en un segundo y junto a las chicas me interpuse sacudiendo los hombros, retomando el curso pese a la conmoción. Hallarme frente a su mirada le gritó estaba pagando lo que había hecho. Encontrar un profundo odio en sus ojos, prueba de mi éxito, fue un recordatorio de que no podía mostrarle pizca de arrepentimiento, así que me despojé de sentimentalismos para cerrar con broche de oro mi actuación.

Tras la sorpresa vino la burla, el resto de las estudiantes rompieron en carcajadas cuando el espectáculo continuó mientras Ulises rescataba a la líder del equipo de matemáticas, que lloriqueaba sin saber cómo rescatar de alguna manera la poca dignidad que le quedaba frente a los espectadores de su más reciente humillación.

Y cuando los contemplé huyendo como un par de perdedores, sollozando por la vergüenza, abochornados por las miradas que los juzgaban, mientras yo me alimentaba de la ola de aplausos que no solo me felicitaban por mi desempeño sino por la forma de remarcar mi liderazgo, sonreí. Había vuelto a demostrar quién estaba a la cabeza. En ese momento pensé que no había nacido quién pudiera vencerme, pero me equivoqué. Sí que lo hice.

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