Capítulo 15
Clavé la punta de mis botas altas al descender de mi vehículo. No tuve que caminar mucho porque había reservado un lugar privilegiado, bastaron unos pasos para cruzar la entrada donde robé muchas de las miradas. Acomodé mi cabello a sabiendas tenía un centenar de ojos sobre mí. Ninguna inseguridad se coló porque me había esmerado en lucir espectacular. Botas altas, falda negra con una pequeña abertura al costado, un top de lentejuelas plateadas, labios rojos y un cabello de comercial con ondas que me costaron más de una hora.
Busqué entre la gente, que se movía de un lado a otro sin control, un rostro familiar, y por desgracia lo encontré. Camila que se aproximó con una enorme sonrisa, apenas reparó en mi llegada.
—¿Qué te parece, Jena? —preguntó abriendo los brazos, deseosa de aplausos, mostrándome su obra maestra.
Estudié a detalle nuestro alrededor. Había bajado un poco la iluminación para que las luces de colores bailaran en las paredes. Al fondo, cerca del ventanal principal, que daba al jardín y la piscina, se hallaba una mesa donde desfilaba toda clase de bebidas y aperitivos. Noté que con el claro objetivo de hacer alarde de su posición compró lo más caro que encontró.
—Eres buena anfitriona —reconocí, felicitándola.
Camila me sonrió como si la hubieran nombrado reina de Inglaterra.
—Y no es por presumir, pero también conseguí acudieran las personas más importantes de la zona —remarcó sin pizca de modestia. Revisando no encontré nada extraordinario, pero si ella lo creía así, ¿quién era yo para desencantarla?—. Hasta acudió todo el equipo de fútbol —remarcó emocionada.
Rodeé los ojos porque me costaba creer a esas alturas del partido no se diera cuenta que eran unos traidores de lo peor. Esa misma noche obtuve la prueba, porque no habían pasado ni cinco minutos cuando me abordó Mario, el mejor amigo de Ulises, ese que le seguía a todos lados, con una sonrisa que dejaba claro sus intenciones.
—Feliz cumpleaños, Jena. Tú te pones más guapa cada año que pasa —me saludó con un halago.
—Lo sé —resolví sin impresionarme. No era ciega. Tenía muchos espejos en casa que me lo repetían. Y honestamente mientras me arreglaba lo último que me pasó por la cabeza es que él lo reconociera.
—Me encantaría tener tu autoestima —añadió queriendo sonar divertido.
—Te aseguro que sí —respondí mordaz. Aún así no se marchó. Capté su juego. Me acomodé para verlo mejor, cruzándome de brazos—. Ahora dime, ¿dónde dejaste a tu eterno compinche? ¿Te envío para espiarme? —pregunté directa, sin darle vuelta, porque estaba claro que su inusual amabilidad tenía algo detrás.
Se encogió de hombros dibujando una media sonrisa.
—No sabe que estoy aquí —confesó.
—Wow, que chico tan malo.
Aplaudí con falsa admiración antes de darle un ligero empujón y abrirme paso a la mesa, usando una vieja excusa para quitármelo de encima. No funcionó, me siguió los pasos hasta que volví a encararme harta de su existencia.
—Déjame adivinar, no tienes a quien molestar y decidiste arruinarme el cumpleaños convirtiéndote en mi guardaespaldas —lancé, chasqueando los dedos.
Mario dio un paso adelante, pero yo extendí mi mano para que no cruzara mi línea. Que durante dos años conviviéramos no le daba ningún privilegio. No éramos amigos.
—Solo quiero pasarla bien contigo —resolvió. Sí, claro, pensé mientras me servía algo de tomar para mitigar el estrés. Después de haber sido confidente de ese par, sabía perfectamente a qué se referían con su "pasarla bien". No pensaba ser parte de su juego—. Supongo que ahora que estás soltera no tienes que preocuparte por las escenas de celos —añadió casual.
Solté una carcajada cogiendo una de las galletas sobre la mesa, riéndome de sus tonterías.
—Ni ahora, ni nunca —remarqué—. La palabra celos ni siquiera está en mi diccionario —dicté orgullosa.
Sin embargo, tuve que tragarme mis propias palabras porque no había terminado de hablar cuando Nicolás apareció. Por un segundo, uno solo, sonreí, pero la mueca se llenó de amargura cuando deslumbré quien había enredado su brazo al de él, guiándolo por el lugar. La galleta quedó hecho polvo, la trituré sin darme cuenta.
—¿Qué sucede? —curioseó Mario sin entender mi reacción. Su propia mirada buscó la respuesta, mientras yo me limpiaba las migajas, no tardó en dar con ella—. Por Dios, qué hace ese tipo aquí —se quejó.
—Camila lo invitó —susurré, pero no estaba hablando con él.
Ahora que el nombre de Nicolás había adquirido cierta popularidad, a Camila le convenía presumirlo como su llavero porque con eso también daba de que hablar. Ella había metido el acelerador a fondo, sabía que el poder de Nicolás se diluiría tan fácil como llegó, así que aprovecharía mientras durara. El tour personalizado por su casa vino acompañado de un sin fin de sonrisas. Estudié a Nicolás, llevaba un pantalón negro del mismo tono que sus zapatos, pero esta vez se había decantado por una camisa azul a botones que contrastaba con su piel clara y cabello revuelto. Nicolás no era un galán, le falta el físico y el porte, sin embargo, a su favor tenía una sonrisa encantadora, no porque fuera digna de un comercial, sino que se percibía sincera. Y lo peor es que la usaba todo el maldito tiempo.
Contemplé como Camila lo alejó al otro extremo de la habitación, apartándolo de mis ojos.
—Sabes qué, debe ser el alcohol, pero ya no me pareces tan insoportable —improvisé sin querer perderlo de vista, alzándome de puntillas. Forcé una sonrisa que no duró ni un parpadeo—. ¿Bailamos?
Mario parpadeó extrañado. Ni siquiera le di tiempo para responder, porque tampoco me interesaba, no lo necesitaba. Yo misma me dirigí a la pista y hallé el punto perfecto para apreciarlos, al menos hasta que Mario se cruzó en mi panorama. Torcí los labios maldiciendo a mis adentros. Lo que me faltaba. No me quedó de otra que aguantarlo, más preocupada en otras cosas.
¿Qué canciones estaba sonando? ¿Qué sucedía a mi alrededor? No lo sabía, todo se volvió una mancha porque mis ojos estaban fijos en la pareja que seguía sumida en su conversación. Mi cuerpo y mente no llegaron a un acuerdo, pero cada uno se dedicó a hacer lo que mejor sabía hacer. El primero a convencer al resto que estaba viviendo el mejor momento de mi vida, brillando como una estrella dominada por la adrenalina y la gracia, y la segunda cuestionándose por qué estaba tan lejos de conseguirlo.
En medio de mi interpretación mi mirada se encontró un instante con la suya. Viéndome atrapada alcé el mentón, restándole importancia. Él también lo hizo, Nicolás retomó la conversación, pasándolo por alto. Y aunque fue mi objetivo no se sintió como una victoria. Nunca me habían ignorado, y aunque la atención de Mario era suficiente para empalagarme durante un par de vidas apenas me di cuenta que existía.
Ni siquiera recordaba seguía ahí hasta que noté Nicolás y Camila se acercaban a nosotros. Entonces armé una sonrisa de revista, clavé interesada mis ojos en el delantero como si estuviera hablando de algo de los más interesante. Mario se lo creyó, por suerte, el arribo del par me sirvió para mandarlo al diablo.
—¡Jena! —Camila alzó la voz para hacerse oír. Si alguien no había caído en cuenta de nosotros quedó informado—. ¿Ya viste quién está aquí? —anunció emocionada, abrazándolo del brazo, como si fuera su oso de peluche.
—No lo sabía —mentí exagerando mi sorpresa. La mirada tímida de Nicolás contrato con la mía, llena de seguridad—. ¿Cuándo llegaste?
—Hace un rato —respondió de él con una sonrisa jovial, ignorando mi mentira—. ¿Emocionada por ser mayor de edad? —curioseó de prometí. Me encogí de hombros, aburrida. No representaba un cambio significativo. Desde hace mucho hacía lo que se me pegara la gana siempre que se me antojara. Él río creyendo estaba haciéndome la interesante—. Por cierto, no creas que no sé cuándo es tu cumpleaños. Es mañana. Te traje un regalo —lanzó.
Mi mirada desconfiada lo escaneó, en busca de una mentira, pero su sonrisa gritó estaba diciéndome la verdad. Parpadeé aletargada, no estaba preparada para recibir nada de su parte. Fue una sorpresa.
—No está conmigo ahora —aclaró divertido ante mi confusión—. Lo traerá mi tío cuando me recoja. Le pedí que pasara por mí a las doce, para entregártelo a primera hora —me explicó con esa sencillez que de a poco fue extendiendo una cálida sensación en mi pecho.
—Aww, que tierno —mencionó Camila con una risita, rompiendo la magia. Mario a su costado también dibujó una sonrisita burlona. Nicolás, entendiendo era el motivo de la burla, rascó incómodo su cuello. Yo fijé mis ojos en los de los dos ordenándoles se callaran, ¿qué demonios les parecía tan gracioso? Ambos borraron la mueca ante mi reproche.
—Así que vendrán por ti —comenté disfrazando mal mi curiosidad. Mi cerebro encendió una alarma, una que me advirtió estaba a punto de estropearlo, pero eso no evitó la ignorara—. Pensé que te quedarías a dormir —solté mirando de reojo a Camila.
Nicolás contrajo el rostro, sin captar la indirecta. Tuve la impresión que me preguntaría a qué me refería, pero ni siquiera lo escuché porque algo a su espalda, justo en la entrada, me robó el aliento, el juicio y su atención. Un nudo se formó en mi estómago.
—Maldita sea, lo que me faltaba —chisté—. ¿Qué hacen ellos aquí? —cuestioné a Camila cuando una pareja arribó. No podía creer que invitara al imbécil de Ulises a mi celebración. ¿Qué clase de broma de mal gusto estaba jugándome?
—Yo no los invité —aclaró deprisa, alzando las manos temerosa.
Entonces enfoqué a mi otro sospechoso.
Mario pasó saliva tenso, como si tuviera el poder de leer lo que pasaba por mi mente.
—No lo sabía —se justificó.
—Claro, ¿tú crees que soy estúpida? ¿Se cuentan hasta cuando se cortan las uñas y no tenías ideas que se aparecería con su nueva novia en mi fiesta? —lo cuestioné. Mario quiso defenderse, pero extendí el brazo marcando una pausa. No le creería nada de lo que saliera de su boca. Al final eso hacían todo el tiempo, cubrirse las espaldas.
—¿Quieres que los eche? —propuso Camila, mirándolos con desaprobación mientras Ulises saludaba a algunas personas tomado de la mano de una tímida Aranza. Eran el colmo del descaro.
—No —la frené con un ademán. Yo me encargaba—. Van a rogar por irse —murmuré.
Con el corazón ahogándose en indignación crucé el salón dispuesta a transformar su noche en una pesadilla, pero a medida que avanzaba descubrí que el fuego que antes quemaba mis entrañas ahora se trataba solo de un recuerdo. Me enfurecía más la idea de que otros pensaran estaban burlándose de mí, que la burla en sí. Frené en seco, meditándolo. Ellos no valían mi tiempo. Ulises había dejado de importarme.
—Voy a dejar que el karma se encargue de ellos —escupí. Él era el peor juez. Ante la mirada atónita de Camila regresé sobre mis pasos, frenando frente a Mario—. Sirve para algo —escupí, señalándolo—, dile a Aranza que deje de seguirle el juego a Ulises. No vale la pena eche su nombre a la borda cuando él no estará ahí para recogerlo.
Dándole un fuerte empujón lo dejé atrás, decidida a olvidarlos. No necesitaba a nadie para disfrutar mi momento. Llené un vaso de cristal de alcohol y sin pensarlo me lo llevé a los labios para pasármelo de un solo trago. El líquido quemó mi garganta, al igual que mi interior, que se revolvió al saber las cosas no estaban saliendo como solían. Superada por mis recientes errores y las bebidas poco a poco el ambiente fue pareciéndome más agradable.
—Vaya, esto va en serio —comentó admirado Nicolás cuando nos encontramos en la mesa de bebidas. No vi a Camila por ningún lado, un milagro, porque no lo había dejado libre ni un minuto en paz. Lo ignoré más concentrada en rellenar la copa hasta el borde, esperanzada en perder la memoria. Lo último que deseaba era verlo, estaba huyendo de él—. ¿Tienes cómo llegar a casa? —me preguntó de pronto, fingiendo preocupación.
Agité mi brazo ante su sermón.
—No hables como si fueras mi papá.
—Si quieres cuando llegue mi tío podemos llevarte —propuso.
—No intentes hacerte el héroe conmigo —lo corté para no empezara—. Sé cuidarme sola —remarqué.
Esa era mi manera de sobrevivir. Sola. Nadie se interesó por protegerme, fui lanzada a un mundo repleto de buitres esperando mi caída. Un pobre cuervo que aprendió a mezclarse con la noche para que nadie pudiera ver lo que ocultaba. Yo misma era mi secreto y arma. Nicolás no vendría a cambiarlo.
Como no estaba de humor para soportarlo, me alejé dispuesto a dejarlo atrás. Necesitando un poco de aire aproveché conocer el truco del ventanal que daba al jardín para abrirlo. Apenas el seguro cedió una fuerte corriente de aire erizó mi piel. Culpé del contraste de temperatura a la cercanía de Nicolás, que se había arriesgado a seguirme.
Respiré hondo, recordándome debía mantenerme tranquila, pero resultaba imposible cuando entraba mi juego. Nicolás Cedeño era el responsable del derrumbe que desbordaba la presa.
—Por cierto, felicidades —solté de pronto, frenando mis pasos para darle la cara, dispuesta a acabar con él de una vez por todas. Después de todo, él se lo había buscado. Estaba ahí por su gusto, se iría del mismo modo. Tenía una regla grabada: si tú no das el tiro, otro te lo dará a ti—. Si querías que el mundo se fijara en ti lo conseguiste —reconocí aplaudiendo su logro—. El lunes estarás en boca de todos por ser la conquista de Camila.
Nicolás dio un paso atrás, mirándome confundido.
—Camila y yo no tenemos nada.
Ajá, claro.
—Pero no lo digas en voz alta o le romperás el corazón a tus fans —me burlé maliciosa sin creerle nada, llevando mis manos al pecho, dramatizando—. Siempre quisiste permanecer a este grupo, vas por buen camino. Eso sí les interesa. Lo que puedes mostrar. Te daré un pequeño consejo, guárdate lo que salga de tu boca, eso nunca les resulta tan mágico —advertí.
Era lo que generaba en otros lo que daba tu valor, no lo que estuviera en tu interior.
Nicolás siguió fingiendo no entender nada.
—He venido solo por curiosidad, solo saber cómo era —admitió sencillo llevándose las manos a los bolsillos antes de clavar sus ojos oscuros en mí—, y porque es tu cumpleaños —mintió como todo un experto.
Negué, chasqueando la lengua, exasperada.
—Por favor, no intentes hacerme sentir especial. No lo necesito. Sé que lo soy. Soy una Abreu —declaré convenciéndome a mí misma—. Heredera de una inmensa fortuna, hija de uno de los hombres más importantes de esta ciudad. Lo que llevo puesto vale la mitad de la casa de todos los que están dentro. Mi padre es socio del instituto, mejor amigo del director, financiador del comité escolar, ese mismo que yo dirijo...
—Eres especial por otras cosas, Cuervo —alegó, interrumpiéndome.
Apreté los puños ante la mención de mi apellido. Percibí la agitación de la hierba a mi alrededor, anunciando un vendaval.
—Eres especial porque te atreves a brincar a las gradas para hacer sonreír a alguien —argumentó sin rendirme, torturándome con un listado de mi errores—, cuando escuchas historias de estrellas y hasta te atreves a ponerles un nombre —reconoció con una sonrisa que me dolió—, porque te arriesgas a bailar country y visitas el club solo para hacer feliz a otros. Eres especial porque te interesas por más de lo que alguien tiene en su poder, noto que lo haces...
Quise cubrir mis oídos, bloquear sus palabras.
—Solo te faltó el violín para hacerme llorar —corté su discurso barata temiendo caer. Yo no doblaba las manos ante sentimentalismos. Yo no cedía ante nadie—. ¡Despierta, Nicolás! —exploté harta de su falso optimismo—. Eso no sirve en el mundo real.
—¿Y según tú todo lo dijiste es el mundo real? —contratacó.
Odiaba que nunca se quedara callado.
—Nadie va a darme un puesto gerencial por bailar country, ni por ponerle nombres a estrellas —destaqué su estúpido punto.
—No, lo sé, pero no todo es lo que obtienes, Cuervo, sino también lo que haces por ti —mencionó. Negué, no podía flaquear ante su engaño—. El día que más te he visto sonreír fue cuando nos sentamos a charlar después del baile —acertó. Respiré hondo al verme descubierta—. No ganaste nada, pero lucías feliz.
—Por todos los cielos. ¿qué sabes tú de lo que me hace feliz o no? —reclamé—. ¿En verdad crees que comencé a sonreír cuando tú apareciste? —me burlé—. No tienes ni la menor idea de quién soy. Escucha, Nicolás —le pedí despacio para que se lo grabara en la cabeza de una vez por todas—. El mundo te quiere por lo que puedes darles, asúmelo pronto o sufrirás mucho.
Y en el fondo esperaba que si su sinceridad era genuina, no un papel interpretado, comenzara a asumirlo o lo harían pedazos. Por experiencia sabía que si un corazón era víctima de la crueldad del mundo no existía poder para repararlo después.
Nicolás bajó la mirada, reflexionando la cruda realidad. Sin el coraje para seguirlo viendo a la cara decidí dejarlo solo con sus pensamientos, pero no había dado ni un par de pasos cuando su voz volvió a golpearme.
—No es cierto... —susurró a mi espalda.
Giré como un tornado que parece darse cuenta ha quedado un árbol en pie.
—¿Qué?
Lo había escuchado perfectamente, pero solo estaba retándolo a que lo repitiera.
—No es cierto —repitió determinado sin achicarse ante mi mirada. Un ventarrón revolvió mi cabello, nublándome la vista. Resoplé frustrada echando los mechones atrás—. Llámame ridículo si quieres, pero...
—Gracias por reconocerlo.
Nicolás entrecerró su mirada al entender la indirecta.
—Pues prefiero ser ridículo a un amargado que cree que todos están buscando tu etiqueta de precio.
—¡Estaba intentando abrirte los ojos! —estallé—. Pero si quieres vivir en tu mundo rosa allá tú.
—¿Diciéndome que la gente vale por lo que tiene? A mí, Cuervo —se señaló entero—, que casi vivo en la pobreza. Mejor me hubieras dado una patada en el trasero.
—Ganas no me faltan —escupí golpeando mi tacón en la hierba— ¡Te estás burlando de mí! —deduje al darme cuenta en sus labios se asomaba una traviesa sonrisa en los labios.
—No de ti —aclaró enseguida.
—Entonces de ti. ¿Dónde está tu dignidad? —le eché en cara porque incluso cuando lo ofendía no parecía afectado. Siempre tenía esa estúpida sonrisa.
—Mi dignidad no depende de lo que otros piensen —resolvió con simpleza, encogiéndose de hombros.
—Mi dignidid ni dipindi di li qui itris piensin —imité su tono de sabelotodo que tanto me chocaba.
—Wow, que madura, Cuervo. Tu puesto de gerente está peligroso, eh —me advirtió jovial, dándome un golpe bajo.
—Lo único que va a peligrar será tu cara si no cierras el pico, Nicolás —lo amenacé al límite, apuntándolo con el índice. Aun así, él sonrió—. Eres un... —Callé un instante, tropezándome con una ola de insultos que se resistieron a salir—. Un caso perdido —solté al darme cuenta que a cualquier adjetivo le daría la vuelta. Me rendí.
—Pensé que Jena Abreu nunca perdía —me golpeó directo al orgullo. No sabía si intentaba provocarme o simplemente estaba dentro de su sistema hacerlo.
Afilé la mirada y por primera vez, desde que inició la confrontación, decidí ir más hondo.
—¿Qué pretendes, Cedeño? —le exigí porque estaba claro que me estaba empujando a la locura por una razón. Lo único que tenía de tonto era la cara. Y en el fondo me aterraba estar cayendo en su juego. Esta vez la corriente no fue brava, pero sí fría, tanto coma la sangre que empezó a helarse en mis venas ante la incertidumbre.
Nicolás no contestó y el silencio clavó otra aguja.
—Escucha, si estás...
—¿Qué se supone que es lo que obtengo yo de ti? —soltó de pronto, desconcertándome. Fruncí las cejas, extrañada por su cuestión, sin hallarle sentido. Noté que había un sentimiento raro bailando en su mirada.
—¿Qué?
—Dices que a las personas solo les importa lo que obtienen de ti —repitió mis propias palabras usándolas en mi contra—. Y cuando te veo lo único que pienso puedo ganar es una nariz rota —comentó para sí.
—Pues lo tienes claro —reconocí celebrando su único acierto—. Nicolás, nunca vas a obtener nada de mí —sentencié.
Él asintió dándome la razón, me agradó que al fin estuviéramos de acuerdo en algo.
—¿Entonces por qué me importas? —lanzó con tal sinceridad que me golpeó en seco, sobre todo porque en su rostro percibí que también desconocía la respuesta. De solo imaginarlo un sentimiento raro penetró en mi corazón, pero me obligué a echarlo afuera. Nicolás estaba confundido, buscando la verdad en el lugar equivocado.
—¿Cuántas novias has tenido, Nicolás?
Toda la seguridad que había tenido menguó, sus mejillas se sonrojaron y sus dedos se enredaron con algunos mechones al pasarlo por su cabello.
—Ya entiendo, una pregunta incomoda por otra igual de incomoda —asumió, evadiéndome.
—Solo estás impresionado, Nicolás —concluí.
—¿Impresionado?
—Sí, tampoco puedo culparte —acepté vanidosa.
—¿De qué estaría impresionado? —cuestionó alzando una ceja, como si su cerebro de maní no fuera capaz de hallar una razón lógica. Fruncí los labios con la sangre de nuevo retomando su furioso recorrido, esperé por su propio bien que fuera una de sus bromitas idiotas.
—¡De mí! —solté lo evidente—. Soy hermosa, poderosa y astuta. Es lo más cerca que estarás de una mujer que podría aparecer en una revista.
—Es cierto... —reconoció tras pensarlo. Me crucé de brazos, respirando satisfecha hasta que volvió a abrir su bocota—. Podrías aparecer en la portada como una increíble bailarina de country. Jena Cuervo, la mejor...
—DEJA. DE. HACERTE. EL. GRACIOSO —exploté harta de sus chistes. Haciéndolo retroceder en cada palabra, clavando mi índice en su pecho a la par de nuestros pasos—. Escúchame bien, si no renuncias a tu fracasada carrera de comediante voy a...
Sin embargo, mi amenaza quedó a medio terminar porque de la nada Nicolás desapareció. Bien, desaparecer no era la descripción correcta, para ser más exacta apoyó mal su pie al borde de la piscina cayendo al interior. Abrí la boca liberando un grito al verlo perderse en el agua turquesa. Mis ojos azules se clavaron en el punto exacto donde su cuerpo se había sumergido, pero no fui capaz de divisar una sola figura entre las ondas violentas. Sentí un nudo en la garganta. Tuve el impulso de gritar su nombre, mas mi voz no salió, se quedó atascada, luchando en mi pecho que deseaba escupir mi corazón.
Nicolás, Nicolás, Nicolás. Su nombre se repitió en mi cabeza, taladrándome, mientras me ponía de cuclillas al filo de la alberca, repasando cada rincón. Fue un instante que me pareció eterno. Ni siquiera caí en cuenta había dejado respirar a causa de la angustia, no fue hasta deslumbré su cara saliendo a la superficie para aspirar hondo que me regresó el alma al cuerpo.
Llevé las manos a mi pecho, intentando contener los latidos desenfrenados de mi corazón. No entendí por qué me invadieron una ridículas ganas de llorar, no supe si de la importancia, del susto o coraje. Hecha un mar de emociones estudié el semblante, de Nicolás, echando su cabello mojado atrás. Unas gotas veloces contornearon su nariz, su mentón hasta perderse de vuelta al fondo.
—Nunca más vuelvas a...
—Adiós al único cinturón que tenía —cortó mi reclamo con un lamento. Fue bueno oír su voz cuando casi había pedido la mía—. Lo cual en mi caso es una verdadera desgracia, porque formo parte del grupo que su casa vale menos que la ropa que llevas —habló para sí acercándose hasta donde estaba.
Fruncí las cejas, cómo podía angustiarse por esa tontería, pero la sonrisa que se pintó en sus labios húmedos disipó de golpe la ira sustituyéndolo por alivio. Y aunque una parte se odió por preocuparse, la otra siguió un impulso que me fue imposible contener. Mi risa, primero suave, luego fuerte como un tornado, escapó teniendo de frente su rostro risueño con mejillas sonrojadas por la temperatura, gotas destellando por sus pestañas y una sonrisa boba.
—Escucha, Cuervo encanta escucharte reír —habló mientras yo intentaba recobrar la postura. No me fue fácil—, pero confieso que me da un poco de miedo que las únicas dos veces que lo has hecho es cuando mi vida peligra.
—Es la dicha de saber que no debo preocuparme por deshacerme de ti cuando tú mismo puedes hacerlo. Me ahorras trabajo —resolví con una sonrisita divertida.
Él fijó sus ojos en aquella mueca con una atención que volvió a descompensar mi respiración.
—Gracias, Cuervo —soltó de pronto, desconcertándome.
—¿Por confesarte que quiero deshacerme de ti? —contrataqué—. Vaya, eso debe ser lo que escuchan los policías a menudo.
—También por eso, para andar prevenido —admitió juguetón. Ladeé la cabeza, rindiéndome—. Yo sé que tú piensas que soy un dolor de muelas...
—Lo eres.
—Bien, pero aunque tú no lo creas, no con todo el mundo —reveló—. No me es fácil relacionarme, no sé qué me pasa contigo. Muchas veces siento que soy una pieza enorme en un rompecabezas que ya está completo —mencionó para sí—, pero cuando te conocí, sentí que tal vez era capaz de hacerme un espacio. Y es tan raro porque eres completamente distinta a lo que imaginé, tenía una idea de ti que no se parece en nada a lo que encontré.
Fingí estar concentrada en las diminutas ondas que se formaban cuando una gota de su cabello regresaba de dónde vino.
—Soy mucho peor de lo que crees —le advertí.
—Sí, eres un poco intensa y dramática —concedió.
Afilé la mirada porque tampoco le di permiso de confesar todo lo que pensaba de mí.
—Gracias por los halagos...
—Pero en el fondo tienes un buen corazón —concluyó con una sonrisita tan inocente que algo se estrujó en mi interior. Casi había olvidado dónde lo resguardaba. Lo estudié desconfiada, intentando leer sus planes, pero lo único que bailó en su pupila fue bondad.
—Demasiado al fondo —susurré.
—Sí, es difícil hallarlo sin guía turística —comentó cruzándose de brazos, apoyándose en el borde de la piscina. Ni siquiera estando tan cerca sus dedos rozaron mis rodillas—, pero no imposible. Está ahí y te aseguro que eso vale mucho más que cualquier cosa que el dinero que tienes puede comprar —mintió, equivocándose. Negué, sin entender esa forma de ver la vida—. Sí, eres hermosa, poderosa y astuta —reconoció—, pero hay mucho más en ti, Cuervo.
Una débil sonrisa tembló en mis labios escuchándolo. No podía estar más lejos de la realidad, Jena Cuervo era un mounstro, pero oírlo fue una caricia a mi corazón, ese que se aferró a su voz como alguna vez lo hizo también al dolor.
—Nicolás, si sigues pensando así mucha gente va a lastimarte.
Esta vez no había crueldad en mi voz, se trataba de un consejo sincero porque lo veía venir. En el fondo era esperanzador pensar que Nicolás seguiría por siempre sonriendo con esa ligereza, como si no tuviera deudas a su espalda, por desgracia el mundo no soporta ver a otros siendo felices. Supongo que nadie aprende en cabeza ajena, aunque por primera vez deseé que así sucediera.
Nicolás reflexionó sobre mi advertencia.
—Pero si no me arriesgo... —comenzó con una sencillez que me pareció adorable—, ¿cómo encontraré a las que no lo harán?
Ladeé el rostro, sin conocer la fórmula. Desde niña me dijeron que la gente jamás me aceptaría si me mostraba tal como era, y aunque dolió, entendí solo intentaban protegerme. Una Cuervo no tiene permiso a equivocarse, por eso es mejor nunca confiar. Una sola bala me mataría. Entre tantas apuestas es imposible salir invicta.
Sin embargo, Nicolás no era como yo. Tal vez para él la historia sí sería distinta.
—Deberías salir de ahí o te congelarás —respondí con otro consejo.
Sacudí la tierra de mi falda cuando me puse de pie mientras él se disponía de salir. Cuando estaba casi fuera le ofrecí una mano para ayudarlo, pero olvidé que no solo me superaba en altura, sino en peso, aunque no lo aparentara, y mi fuerza fue insuficiente. Al verme amenazada con volver al fondo, lo tomé con ambas manos. Esta vez sí me aseguré de halarlo fuera, pero ocasioné ambos cayéramos al suelo.
Chisté una maldición cuando mi espalda se proyectó contra la hierba, pero olvidé mi queja al percatarme del cuerpo empapado de Nicolás sobre el mío. Su risa acarició mi cara. Con ambos brazos a un costado, las gotas que delinearon sus rizos se impactaron con mi frente. Pensé en darle un empujón para quitármelo de encima u ordenarle lo hiciera, pero la voz no me salió al encontrarme con su sonrisa.
No entendí como algo tan tonto pudo hacerme perder las fuerzas, o tal vez había llegado el momento de aceptar que era yo quien no había movido un solo dedo para alejarlo porque en el fondo disfrutaba de su cercanía, de la calidez que emanaba y lograba trasmitir su cuerpo sin ni siquiera rozarme. Nicolás no era arrolladoramente guapo, ni conquistador, ni seductor, pero me bastaba percibir su respiración para detener la mía. Había algo en la transparencia de su mirada que me atraía a él. Su risa murió cuando se percató de mi atención en su boca. Me pregunté, delineando en un vistazo el arco de cupido, si un beso suyo sería dulce como su voz.
El tiempo se detuvo entre los dos al darnos permiso de deslumbrar detalles que antes pasamos por alto.
Callé a mi consciencia que recitó mis reglas cuando Nicolás pareció leer mi mente, despacio se acercó sin ocultar su nerviosismo, pero mostrando el valor que a mí me faltaba. El brillo de su mirada era lo único que destacaban en aquella oscuridad. Estoy segura que si hubiera mostrado una mínima señal de incomodidad se hubiera apartado, porque me dio la impresión que me lo preguntó sin palabras en cada movimiento su podía avanzar. Cualquier duda despareció al atreverse a rozar en una suave caricia su nariz contra la mía. Él dibujó una sonrisa, no de orgullo por haber alcanzado un objetivo, sino de las que iluminaban a un ser tan oscuro como yo. Y por primera vez sonreí como una niña a la que le han dicho la quieren.
Tras compartir una intensa mirada, cerré los ojos, dejándome acariciar por su suave respiración. Entreabrí mis labios deseosa de beber su aliento, de acallar una duda que no dejaba de repetirse: ¿Si uno de sus besos sería tan poderoso como sus palabras que habían logrado romper todas mis barreras?
Y la hubiera resultó de no ser por un pequeño detalle que en medio del caos olvidé, estábamos tirados en el jardín, en medio de una fiesta con decena de invitados y por desgracia una voz familiar e inoportuna me lo recordó.
—¿Jena?
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