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Capítulo 10

El trabajo de Luca

«Martín Sandoval, a la oficina del rector»

Todos mis compañeros levantaron la cabeza en dirección hacia mí cuando de los altavoces salió el nombre de mi ex.

La mayoría había presenciado el espectáculo del día anterior, por lo que muchos de ellos me sonrieron al saber que tomé las medidas correspondientes a un caso de acoso y violencia.

No vi a Martín en todo el día pero me enteré por la bibliotecaria que lo habían transferido.

El maldito no había dado la cara. Solo esperaba que no se pase de la raya con otras chicas, ni que golpeara a los chicos de primer año como solía hacer durante los últimos meses.

Mierda.
Salía con un patán.

El caracol Turbo se queda pendejo a tu lado, Mara.

Bufé en cuanto puse un pie en mi departamento. Tiré el bolso lleno de libros por algún lugar y salí al pequeño balcón decorado con cactus.

Sí, cactus. Paso tanto tiempo fuera de casa que no estoy para tener florecitas o una mini huerta.

La caja de manzanas que usaba como banco estaba donde siempre, me senté y observé el precioso atardecer.

Disfrutaba tanto de momentos así. Donde el tiempo se para y las responsabilidades no existen.

Donde podía quitarme de la cabeza todas las cuentas que tenía que pagar y los libros por leer.

Vi la hora en mi reloj de muñeca. Ya casi daban las siete y media.

—Quiero pizza —me dije en voz alta—. Falta para la hora de la cena, pero eso mi estómago no lo sabe.

Fui casi corriendo a mi cuarto, agarré lo primero que supuse combinaba y me metí a la ducha. Hasta que terminase de arreglarme ya serían las ocho.

Y el restaurante donde Luca trabaja abre ocho y diez.

Cuando se cumplió mi cometido, bajé volando las escaleras; a veces saltando de a tres escalones.

Andrés, el portero del edificio, me miró como si fuese un tipo de alien a punto de dar a luz.

—¿Tiene planes, señorita Mara?

Claro que siempre me hacía la misma pregunta y yo siempre respondía igual. «A trabajar, ¿a dónde más sino?»

Pero esa noche fue diferente, y él lo supo cuando abrí la boca para afirmar.

«Voy de paseo»

Aunque no pude verlo, estoy casi segura que una sonrisa se dibujó en su cara.

¿Tan extraño era salir arreglada y con los ánimos por el cielo?

Bueno, parece que sí.

Llegué al restaurante cinco minutos después. No estaba tan lejos de todas formas, y el colectivo vacío que había llegado para llevarme a destino me relajó más de la cuenta.

Odiaba viajar con mucha gente. Olor a chivo, panzas y traseros empujándome, la Odisea de atravesar un pasillo para tocar el timbre que anunciaba mi parada.

Viajar en colectivo lleno apestaba.

Abrí la puerta de entrada, que soltó un tintineo por las campanillas colgadas cerca de ella. El dueño me saludó desde la barra de tragos; ya nos conocíamos desde el día en que Luca hizo su entrevista laboral. Recuerdo lo nervioso que estaba, no paraba de mover los pies y agarrar mi mano como si estuviese pariendo.

—Buenas noches, Mara —me dice Darío, el dueño—. Venís en un buen momento, tenemos casi todas las mesas vacías porque la clientela todavía no llega. Sentate, sentate tranquila que ahora te llamo al tano.

—Muchas gracias. ¿Cómo le está yendo? —me atreví a preguntar antes de que desapareciera por las puertas de la cocina—. Él de pedo me cuenta.

—Le va excelente, Mara. No hay de qué alarmarse. Al principio le costaba, obvio. Aunque sepa hablar español fluido por el tiempo que pasó acá, todavía no domina la escritura. O se queda un rato pensando cómo se escribe tal cosa y los clientes pierden un poco la paciencia.

Asentí sin ganas, pensando en que algunos comensales podrían ser groseros con Luca.

—¿Tenés alguna pizza en promoción esta noche?

—¡Ah, siempre buscando cuidar el bolsillo! Sos de las mías, Mara. Dejame que busco la carta, ¿dónde carajo la dejé? —se puso los anteojos y examinó mesa por mesa mientras yo tomaba asiento—. ¡Ah, acá está! Hoy tenemos la promo de "una de mozzarella grande más bebida a elección, doscientos noventa y nueve pesos". ¿Qué tal?

—Trescientos pesos por una masa con queso y un vaso de gaseosa que me va a hacer reventar el intestino —lo pensé bien y puse una cara que tranquilamente pudo malinterpretarse—. Vos sabés que no cago plata, Darío. Haceme una oferta mejor, a ver.

El hombre rió.

—¡Eh, pará! Doscientos noventa y nueve no es tan caro.

—Son trescientos pesos. Tres billetes de cien. Y a menos que me des de vuelto una moneda de un centavo, que por cierto ya no tiene valor en el país, voy a tener que declinar tu oferta y comprarme una hamburguesa en el local de al lado.

—Bueno, doscientos por el combo y no bajo más el precio —eso, mordé el anzuelo.

—Casi cien pesos menos. Para negociar das asco, Darío. Menos mal que no sos apostador.

Lejos de tomarlo como una ofensa, el hombre lanzó una carcajada.

—Ay, me hacés acordar a mi hija. Igualitas son, si tan solo la vieras. ¡Tano! ¡Vení que vino alguien especial a visitarte!

Se escuchó un casi inaudible «ya voy» y sonreí como tonta al reconocer lo dedicado que era en su nuevo trabajo.

—Voy a vigilar al chef y enseguida te traigo tu orden.

—¿Al final aceptaste que tu yerno fuese el chef oficial?

—Obvio. Sino mi esposa y mi hija ya me tendrían de punto.

Cuando se fue a la cocina, Luca apareció entre las mesas que comenzaban a recibir personas.

—¡Hola, Mara! —entusiasta como siempre, lindo—. Qué sorpresa que estés acá, creí que nunca salías de noche.

Fruncí un poco el ceño.

—No saldré a boliches ni a bares pero una buena pizza de restaurante no se le niega a nadie —declaré—. Darío me dijo que te estás acomodando a este ritmo de vida. No sabés cuánto me alegra escuchar eso.

Mancini sonrió, mostrando su brillante dentadura. No iba al dentista desde hacía meses, ¿cómo lo lograba?

Di unas palmaditas en el asiento a mi lado, para que se pusiera cómodo.

—Comé conmigo, no me gusta tragar sola —vi sus esfuerzos para no reírse—. Pedí el combo de pizza grande y, aunque soy muy capaz de comer las ocho porciones, quiero compartirla con vos.

—Ah, ¿la promo de doscientos noventa y nueve?

—Son trescientos, eso del centavo que le falta es pura blasfemia comercial. Y no, me salió doscientos, ni más ni menos.

Luca se recostó en la silla y cruzó de brazos.

—¿Con qué lo amenazaste ahora?

La pizza llegó, Darío nos sonrió a ambos y se fue por donde vino.

—Lo amenacé con comprarle a su competencia.

—¿El local de hamburguesas no es de su esposa?

Asentí con la cabeza mientras mordía la primera rebanada.

—Esposa o no, sigue siendo competencia —le aclaré—. Aparte no te quejes, hice lo mismo cuando querías ese algodón de azúcar.

—¡Pero un algodón de azúcar de la plaza no es lo mismo que una pizza de aquí!

Me limpié con la servilleta y lo miré fijamente, sin parpadear.

—Sigue siendo comida.

Luca movió los ojos,como si escarbara en su lindo cerebro cómo contradecirme. Pero terminó alzandosus hombros y compartiendo el manjar lleno de queso.






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