𝐌𝐈𝐂𝐑𝐎𝐀𝐌𝐎𝐑𝐄𝐒: 𝐋. 𝐎𝟏.
Marzo 2020. Canción que me dedicó.
Nos conocimos en plena pandemia, ese tiempo suspendido entre la ansiedad colectiva y la soledad profunda, donde el mundo parecía detenerse y, al mismo tiempo, continuar sin control. En ese escenario de incertidumbre y aislamiento, surgió nuestra historia. Un amor fugaz que, aunque duró solo tres meses, cambió mi perspectiva de muchas cosas. Nos conectamos de manera instantánea, como si el universo nos hubiera colocado en el mismo espacio para descubrirnos, sin importar el tiempo o las circunstancias.
Hablábamos hasta que el sol comenzaba a asomarse, perdiendo la noción del tiempo. A veces no necesitábamos más que unos minutos para compartir nuestras ideas, nuestros miedos y nuestras risas, aunque nunca nos habíamos mirado con la profundidad que ahora veo que habría sido necesario. Nos habíamos cruzado en fiestas un montón de veces, también en esquinas y teníamos un montón de amigos en común, pero nuestra existencia importó apenas cuando la pandemia surgió y con ella nuestro encuentro. Nos volvimos dos figuras que compartían un espacio común sin darnos cuenta de cuán cercanas estábamos.
Durante esos días, pasábamos horas jugando a Counter, refugiados en mundos virtuales donde la competencia no era más que una ilusión y todo parecía ser más sencillo que la realidad. También veíamos series hasta la madrugada, y en medio de todo, él fue el primero en decirme algo que me sorprendió: "naciste para ser artista". Fue una afirmación tan sincera, tan desinteresada, que me hizo cuestionar si yo realmente me había permitido ver lo que había dentro de mí. Hablábamos de sueños, él quería ser productor, me contaba sus miedos y los umbrales de su dolor frente a las drogas. Él, quien estaba tan acostumbrado a la hostilidad del mundo y a moverse en los márgenes, encontraba en mí algo que no podía entender del todo, algo que le resultaba extraño y, al mismo tiempo, reconfortante: dulzura. Yo era la primera persona que le ofrecía esa parte de mí, y no porque lo viera como un proyecto, sino porque genuinamente me preocupaba por él, sin reservas, sin condiciones.
Habíamos planeado todo, o al menos eso creía yo. La química entre nosotros no podía ser solo eso, no podía ser una chispa pasajera, sino algo más profundo, algo que requería ser explorado. Pero cuando Mayo llegó y las restricciones empezaron a relajarse, cuando finalmente podíamos salir y el mundo empezaba a reabrirse, él me dejó con el corazón roto. Me dijo que prefería seguir siendo amigos, que no quería tener una novia. Las palabras me dolieron tanto que decidí eliminarlo de todas mis redes sociales, como si borrar su existencia digital pudiera borrar la huella que había dejado en mí. Me lo dijo una noche en una esquina debajo de un farol tenue, y sin mirarme a los ojos. Yo pensé que, al eliminarlo, podría desaparecerlo de mi vida, como si el control de la situación estuviera en mis manos.
Meses después, nos encontramos en un lugar específico, casi como si el destino hubiera planeado nuestra cita de manera inevitable. Fue en ese encuentro donde prometimos que no pasaría nada serio, que solo serían dos almas que se volvían a cruzar, sin expectativas, sin promesas. Pero como Alfonsina, lo besé tan dulcemente que le partí el corazón. Fue un beso cargado de lo no dicho, de las palabras que nunca pronunciamos, de las emociones que se quedaron en el aire. Fue una despedida en forma de beso, una despedida a lo grande, una despedida que ninguno de los dos sabíamos que sería la última.
Quien había dicho que no quería nada conmigo, terminó queriéndolo. Pero cuando eso pasó, ya era demasiado tarde. Yo ya había cerrado la puerta, ya había avanzado tanto en mi propia vida que ya no quedaba espacio para él. El amor que alguna vez había sentido por él se había evaporado en el aire, y lo que quedaba era una sombra de lo que pudo haber sido. Entonces, me escribió, contándome que le dio miedo estar conmigo, que yo era "demasiado", que no sabía cómo manejar lo que sentía. Me dijo que se arrepentía profundamente de su decisión, pero para mí, ya era un eco del pasado. El tiempo había pasado y con él, mi corazón también había cambiado.
Cuatro años después, su vida dio un giro inesperado. Su mejor amigo se quitó la vida, y aunque no pude evitar sentir una tristeza profunda por él, estuve allí, sosteniéndolo como pude, dándole el apoyo que nunca imaginé que necesitaría. Estuve presente en su dolor, intentando ofrecerle un consuelo que ni yo misma podía entender. Pero incluso en esos momentos, cuando parecía que el pasado se desvanecía, él regresaba a hablar de insatisfacciones, de arrepentimientos. Volvía a mencionar lo que había sido, lo que pudo haber sido. Hablábamos del deseo de ponerse fin, y de lo importante pero difícil que era continuar a pesar de ello.
Las cicatrices del pasado nunca se curan del todo, y a veces el tiempo no basta para borrar las huellas que dejan las personas en nuestra vida. Pero también aprendí que no todos los amores están destinados a ser eternos, y que a veces, lo que necesitamos es aprender a dejar ir. Lo que había comenzado con promesas y sueños terminó siendo una lección. No siempre podemos controlar cómo las personas entran y salen de nuestra vida, pero lo que sí podemos hacer es aprender a sanar y seguir adelante, incluso cuando las sombras del pasado regresan a buscarnos.
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