𝐌. O2
𝐽𝑢𝑛𝑖𝑜 𝟸𝟶𝟷𝟽.
El tiempo, como siempre, pasó a una velocidad casi inhumana, arrastrándome en su corriente. Mi vida se fue transformando en una secuencia de giros inesperados, como una película en la que no solo no sabía el final, sino que ni siquiera entendía completamente el guión. En medio de esa confusión y caos, él apareció como un faro brillante en mi adolescencia. Un amor torpe, impulsivo, y quizás inmaduro, pero tan intenso que aún lo recuerdo con tanta felicidad como en esa epoca.
Dejé la escuela unos meses, creo que fueron seis. No hubo un tópico gangsta, sólamente mi vida se había llenado de otras prioridades. Mi papá estaba preso, y con su ausencia, mi vida se llenó de vacíos que no sabía cómo llenar, mi hermano menor estaba afrontando muchas dificultades y problemas de estrés, y mi mamá, agotada por el peso de la vida, ya no podía llevarme a la misma escuela todos los días. La rutina que había sido mi ancla comenzó a desmoronarse, y con ella, todo lo que conocía. No me enojó la idea de dejar de estudiar, simplemente me adapté a la circunstancia. Como siempre. Cuando llegué a la nueva escuela, la transición fue mucho más dura de lo que imaginaba. Todo era diferente: los compañeros, el ambiente, el sistema. Pero en medio de ese mar de cambios y confusión, había algo que seguía permaneciendo intacto en mis pensamientos: él. El chico que había marcado cada rincón de mi mente, que había dejado su huella en mi alma. Aunque nuestro contacto era ya inexistente, yo siempre seguía dándole vueltas al asunto.
Para ese entonces, ya había hecho una amiga por internet. Una chica rara, un poco impulsiva, pero que me comprendía de una manera que pocos podían. Vivía en Córdoba, si mal no recuerdo, y aunque su nombre se desvaneció con el tiempo en los rincones polvorientos de mi memoria, lo que hizo por mí es algo que jamás me lo podría olvidar. Ella decidió, sin pedirme permiso, escribirle a mi gran amor adolescente. Sin importarle nada, sin tener idea de cómo él podría tomarlo, le envió un mensaje diciéndole todo lo que sentía que él debía saber sobre mí, sobre mi obsesión, sobre todo lo que mi alma guardaba en silencio. Ella creía que, de alguna manera, eso me ayudaría. Y, de alguna forma, lo hizo.
No mucho después, una solicitud de amistad llegó a mi Facebook. Yo no podía procesar lo que estaba pasando, y mi ansiedad tan frecuente, se apoderó de mí. Pasé días, y no exagero, días enteros pensando si debía aceptarlo o dejarlo atrás definitivamente, como un capítulo cerrado. Mi vida ya era un torbellino, un torbellino que no pedí, que no sabía cómo manejar. Pero ese mensaje... ese mensaje me detuvo. Me hizo pensar, aunque ni siquiera sabía qué quería pensar. Al final, no pude resistir la tentación. Acepté su solicitud, sin saber qué vendría después. Y en ese momento, todo cambió.
Él me escribió rápidamente, como si ya me conociera de toda la vida. Fue tan natural, tan fluido, que me hizo sentir como si no hubieran pasado años desde la última vez que lo ví. Él no tenía idea de quien yo era, como dije antes, yo siempre había disfrutado de vivir en los márgenes. Me tomé horas para responder, lo que parecía una eternidad, con el corazón latiendo tan fuerte que sentía que podría escucharse incluso del otro lado del mundo. "¿Qué onda?" fue lo único que me dijo. Y, por alguna razón, ese simple "¿Qué onda?" fue suficiente para que comenzáramos a hablar muchísimo, como si las palabras fluyeran con una energía que ni yo misma podía entender. Teníamos una química incomprensible. Era la persona más graciosa, interesante e inteligente con la que yo había hablado en la vida. Mis deseos de dejar todo ese sentimentalismo atrás se extinguieron, porque con cada conversación yo reafirmaba los sentimientos. Él era realmente grandioso, y yo una afortunada.
Mientras tanto, mi vida comenzaba a llenarse de pequeños cambios. No fueron transformaciones drásticas, sino detalles que se filtraron de manera sutil, pero que se acumulaban en una corriente que ya no podía controlar. Empecé a escuchar la misma música que él, a intentar entender sus letras, sus sonidos, como si al hacerlo pudiera acercarme más a su forma de ver el mundo. Me compré un skate, aunque ni siquiera sabía si lo usaría bien. Aprendí tres trucos en días, solo para darme cuenta que me aburría enseguida, pero no importaba, lo seguía haciendo, buscando alguna conexión con lo que representaba ese mundo para él. Todo era un intento constante de encajar, de adaptarme a su realidad.
Y entonces, mi vida comenzó a seguir un guion que nunca había escrito ni siquiera en mis sueños más locos. Cada acción, cada decisión parecía ir en la misma dirección, arrastrándome sin que pudiera hacer nada al respecto. No era solo que me acercaba a él, era que todo a mi alrededor empezaba a alinearse con esa idea que había nacido sin quererlo. Trataba de resistirlo, de mantener un poco de control, pero, ¿cómo escapar de algo que ya se había metido tan profundo en mí? El impulso de acercarme a él se apoderaba de mi mente, y por más que lo intentaba, no podía alejarme. Al principio lo resistí, me decía a mí misma que no, que no debía dejar que esa chispa de emoción creciera. Pero al final, simplemente lo acepté, como quien se rinde ante la inevitabilidad de una marea. Y aunque no entendiera nada de lo que estaba pasando, sabía que estaba viviendo algo que marcaría mi vida para siempre. Estaba acercándome a un sentimiento mucho más grande, mucho más profundo, un sentimiento que me consumiría sin remedio: el enamoramiento adolescente, ese que no entiende de lógica, que solo arde con una fuerza incontrolable. A mí me encantaba arder.
Un día, en medio de una de nuestras charlas, cometí un error. Escribí "irrelevante", pero debido a mi dislexia, la palabra salió al revés. Él, con una mirada que jamás imaginé, me corrigió de una manera que me dejó completamente paralizada. "Si vas a usar palabras inteligentes, al menos asegúrate de escribirlas bien", me dijo. Y en ese instante, sentí cómo el suelo desaparecía bajo mis pies. Nunca supe que tenía dislexia, nunca lo había reconocido, pero escuchar esas palabras de él me hizo sentirme más pequeña que nunca. Fue como si el castillo de ilusiones que había construido en mi mente se derrumbara en cuestión de segundos. Me sentí vulnerable, expuesta, como si todo lo que había creído saber de mí misma se desmoronara ante mis propios ojos. Aún hoy, cuando cierro los ojos, puedo revivir ese momento con una claridad asombrosa, aunque tantos años después lo encuentro gracioso.
Nos escribíamos durante horas, todos los días, como si no hubiera nada más importante en el mundo que nuestras palabras. La distancia que nos separaba físicamente parecía desvanecerse, como si nuestro amor fuera capaz de atravesar cualquier barrera, de derribar cualquier obstáculo. Sin embargo, en julio de 2017, la tragedia golpeó mi vida. Mi abuela, la única persona que realmente comprendía mis tormentos y mi caos emocional, falleció. Fue un golpe brutal, y en medio de esa oscuridad, la depresión que siempre había estado al acecho se instaló permanentemente en mi vida. La tristeza, esa sombra que siempre había rondado en mi mente, se convirtió en algo real, tangible. Y en medio de esa oscuridad, él, aunque no de la manera que hubiera querido, se quedó. Su presencia, aunque solo fuera virtual, se convirtió en mi ancla, en algo que me mantenía a flote, aunque fuera solo por momentos.
Durante los años siguientes, seguimos hablando, aunque nunca nos vimos en persona. Nos enviábamos canciones Él tenía dieciséis años, y yo un par de años menos, trece. Mis amigas y mi hermana me decían que lo iba a superar, que no era un enamoramiento ni de casualidad, pero el amor que yo sentí, sé que era real, aunque no siempre supiera cómo interpretarlo. Me enorgullece un poco saber que mi primer amor fue tan magnífico y con alguien tan bueno, porque yo siempre estuve rota, pero el cariño que me tenía me hizo sentir inquebrantable.
Por supuesto, como todos, tenía sus demonios. Le gustaba mucho el alcohol, consumía drogas, y yo, desde lo más profundo de mi ser, me oponía a eso. Siempre le decía que no sería la novia de alguien que se drogara, pero él, con la promesa de que dejaría todo por mí, me aseguraba que nunca lo haría mientras yo estuviera cerca. Sin embargo, esas palabras nunca lograron calmar mis temores. Había crecido en un ambiente marcado por las drogas, y el miedo que sentía por su futuro me aterraba mucho más que cualquier promesa.
Con el tiempo, siempre me rogó que nos viéramos. Pero el miedo, ese miedo que siempre me había acompañado, me mantenía alejada. No me sentía suficiente para él. Él era lindo, inteligente, con tantas posibilidades frente a él. Yo, por otro lado, era solo una chica tímida, insegura, que se ruborizaba con cualquier mirada. Sentía que no encajaba en su mundo, que nunca sería lo que él merecía. Mi corazón ardía de deseo, pero mi timidez me mantenía alejada. Era un miedo irracional, pero real. Y aunque lo deseaba con toda mi alma, el silencio me separó de lo que más quería.
Finalmente, lo que nos separó fue ese miedo, ese miedo que me hizo callar en lugar de hablar, que me alejó en lugar de acercarme. El tiempo continuó su curso, y mientras él estaba atrapado en los demonios que lo perseguían, sufrió las consecuencias de sus decisiones. Yo, por mi parte, luchaba contra mis propios fantasmas. Anorexia, drogas, caos absoluto. Cuatro años después, nos volvimos a hablar. Pero los dos habíamos cambiado tanto que ya no nos reconocíamos. La metamorfosis que habíamos experimentado nos había convertido en extraños. Las conversaciones se volvieron frías, superficiales. Ya no éramos los mismos, y aunque me pregunto cómo habrían sido las cosas si nos hubiéramos encontrado en ese momento justo, sé que no hay espacio para esa pregunta. Lo que fue, ya no podía ser.
En la primera versión de este texto, versión que le hicieron llegar a él, escribí que la última vez que hablamos se había convertido en restos de lo que era. Es cierto que en un momento lo pensé, pero ahora sé que no es así. Al releer mis palabras, me doy cuenta de que, en realidad, la que estaba rota era yo. No lo entendí en su momento, pero, como se lo pude decir antes, estaba tan negada a aceptar que no era ni la mitad de lo que quería ser, que preferí culpar a todo lo que me rodeaba antes que enfrentarme a mis propios temores y limitaciones. A tener que reconocer que me convertí en todo lo que odiaba.
Es difícil admitirlo, pero ahora comprendo que la manera en que lo vi, de esa forma tan desgarrada y desmoronada, era solo un reflejo de cómo me sentía yo por dentro. Quizás me proyecté mucho en él, como siempre. Deseando ver algo que me ayudara a justificar el vacío que sentía. Pero ahora sé que no era sólamente él quien había cambiado, sino yo, o ambos. Yo fui quien se desdibujó en el camino, quien permitió que mis inseguridades y miedos se impusieran sobre lo que realmente estaba pasando.
A veces nos aferramos a nuestras percepciones, a lo que creemos que es la verdad, y nos negamos a ver más allá de nuestra propia perspectiva. Pero ahora que he dejado de lado esa idea, me doy cuenta de que lo había etiquetado con algo que no merecía. No era los restos de lo que fué, como creí entonces. Era simplemente alguien que, al igual que yo, estaba luchando con su propio caos, sus propios fantasmas. Y yo, en mi negación, me refugié en la idea de que sólo él había cambiado. Pero no, lo que desapareció fue mi capacidad de ver las cosas con claridad.
Pasé muchos años de mi vida sintiendo que su existencia era demasiado para mí, porque él tiene el alma más noble y gentil que una persona podría encontrar. Su bondad era tan pura que, en comparación con mi propio caos interior, parecía inalcanzable. En ese tiempo, me sentí pequeña a su lado, como si su luz me desbordara. Pero ahora, mirando atrás con una perspectiva más clara, entiendo que él hizo siempre lo que pudo y eso es más que suficiente para mí.
Me enteré que tuvo la suerte de haber coincidido con otra persona, alguien que lo aceptó y lo entendió en la forma en que él necesitaba ser comprendido. Alguien que con quien comparir su vida. A pesar de que continúa enfrentando sus propios dolores, encontró una manera de lidiar con ellos bajo una filosofía diferente, más acorde con el camino que eligió recorrer. Me pone genuinamente feliz por él.
Recuerdo cuando alguien tuvo el descaro de enviarle todo esto en una ocasión, toda esa carga que, durante tanto tiempo, había guardado en silencio. Él me escribió después, y tuvimos una conversación larga. Fue como si, por fin, las piezas encajaran en su lugar, como si al hablar, todas las dudas y los fantasmas que había guardado por años comenzaran a desvanecerse. Entendí muchas cosas en ese momento, cosas que antes no podía procesar. Y, lo más importante de todo, entendí que él es feliz. Ya no está atrapado en los mismos dilemas que yo. Y al ver su paz, pude, finalmente, liberarme de la lucha interna que había sostenido conmigo misma durante tanto tiempo.
Entendí que hay personas que no se pueden borrar, sin importar cuánto lo intentes. Son esas huellas que, por mucho que el tiempo pase y las cicatrices sanen, siguen presentes, invisibles pero latentes. Él ya no forma parte de mi vida de la forma en que alguna vez lo soñé, pero esa es solo una versión de lo que alguna vez quise. Porque la verdad es que, aunque las circunstancias hayan cambiado, siempre habrá algo de él en mí. Y al aceptarlo, me encontré con una paz que no sabía que necesitaba.
Yo siempre te voy a querer.
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