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𝐌. O1


𝐏𝐫𝐢𝐦𝐞𝐫𝐨, 𝐌.

𝘕𝘰 𝘩𝘢𝘺 𝘵𝘪𝘦𝘮𝘱𝘰 𝘱𝘢' 𝘢𝘳𝘳𝘦𝘱𝘦𝘯𝘵𝘪𝘳𝘴𝘦, 𝘴𝘰𝘮𝘰𝘴 𝘩𝘶𝘮𝘢𝘯𝘰𝘴 𝘢𝘤𝘢́ 𝘧𝘶𝘦𝘳𝘢

𝘝𝘰𝘴 𝘵𝘢𝘯 𝘩𝘪𝘱𝘱𝘪𝘦, 𝘺𝘰 𝘵𝘢𝘯 𝘱𝘪𝘵𝘺, 𝘧𝘶𝘪𝘮𝘰𝘴 𝘭𝘪𝘯𝘥𝘰𝘴 𝘤𝘰𝘮𝘰 𝘪𝘥𝘦𝘢.


𝘌𝘴 𝘲𝘶𝘦 𝘴𝘰𝘺 𝘥𝘦𝘴𝘵𝘳𝘶𝘤𝘤𝘪𝘰́𝘯 𝘢𝘶𝘯𝘲𝘶𝘦 𝘯𝘰 𝘲𝘶𝘪𝘦𝘳𝘢,

𝘌𝘴 𝘭𝘢 𝘧𝘶𝘳𝘪𝘢 𝘥𝘦𝘭 𝘱𝘢𝘴𝘢𝘥𝘰 𝘳𝘦𝘱𝘳𝘪𝘮𝘪𝘥𝘢 𝘢 𝘮𝘪 𝘮𝘢𝘯𝘦𝘳𝘢

𝘔𝘰𝘷𝘪́ 𝘮𝘢𝘳𝘦𝘴 𝘤𝘰𝘯 𝘤𝘢𝘯𝘤𝘪𝘰𝘯𝘦𝘴 𝘱𝘢' 𝘲𝘶𝘦 𝘭𝘢́𝘨𝘳𝘪𝘮𝘢𝘴 𝘯𝘰 𝘭𝘭𝘶𝘦𝘷𝘢𝘯,

𝘱𝘢' 𝘨𝘶𝘢𝘳𝘥𝘢𝘳𝘮𝘦 𝘦𝘯 𝘰𝘤𝘢𝘴𝘪𝘰𝘯𝘦𝘴 𝘥𝘦 𝘴𝘦𝘲𝘶𝘪́𝘢 𝘱𝘢𝘴𝘢𝘫𝘦𝘳𝘢


𝘚𝘰𝘺, 𝘵𝘰𝘥𝘰 𝘭𝘰 𝘲𝘶𝘦 𝘯𝘰 𝘲𝘶𝘪𝘴𝘪𝘴𝘵𝘦 𝘷𝘦𝘳,

 𝘵𝘶 𝘪𝘥𝘦𝘢𝘭𝘪𝘻𝘢𝘤𝘪𝘰́𝘯 𝘱𝘢' 𝘯𝘰 𝘱𝘦𝘳𝘥𝘦𝘳

𝘊𝘢𝘮𝘪𝘯𝘦́ 𝘦𝘯 𝘦𝘭 𝘧𝘶𝘦𝘨𝘰 𝘱𝘰𝘳 𝘶𝘴𝘵𝘦𝘥

𝘈 𝘷𝘦𝘤𝘦𝘴 𝘯𝘰 𝘴𝘪𝘦𝘮𝘱𝘳𝘦 𝘦𝘴 𝘲𝘶𝘦𝘳𝘦𝘳 𝘱𝘰𝘥𝘦𝘳.


𝘚𝘦𝘱𝘵𝘪𝘦𝘮𝘣𝘳𝘦 𝘥𝘦𝘭 𝟤𝟢𝟣𝟨.

El escándalo afuera era de esos que solo podían ocurrir en una secundaria de arte, un caos vibrante que parecía una obra de teatro improvisada. Mocosos de doce años se peleaban por los útiles,  mientras las chicas, atrapadas entre la niñez y un intento precoz de adultez, ensayaban sus primeras máscaras. Llevaban el labial rojo como si fueran estrellas de cine, pero terminaba manchando sus dientes, y sus cabellos, planchados con fervor casi religioso, seguían enredados en las puntas. Era una escena tan ridícula como fascinante, un retrato de una adolescencia tambaleante y llena de contradicciones. Una adolescencia marginada y dramática como un primer año de una escuela de arte.

Yo, en cambio, estaba en otro plano. Tenía el pelo siempre corto hasta los hombros, un corte práctico, que no necesitaba mantenimiento porque no tenía paciencia para lidiar con él ni con nada que implicara demasiada dedicación a la apariencia. Mi cara estaba salpicada de pecas, esas mismas pecas que odiaba con la furia con la que deseaba desaparecer entre la multitud. Era buena estudiante, sí, pero no lo suficiente como para destacar. Mi autoexigencia siempre me colocaba en una competencia interna imposible de ganar, y mi mundo interior, tan caótico como el patio en hora libre, me impedía relacionarme como debía con los demás.

Había algo en mí que siempre estaba en oposición: con las normas, con las figuras de autoridad, con las otras chicas que parecían vivir en una realidad paralela hecha de risas y sueños simples. Era como si el resentimiento hacia todo lo que me rodeaba hubiera encontrado refugio permanente en mi pecho. Había intentado adaptarme, pero era como tratar de encajar una pieza redonda en un rompecabezas lleno de ángulos. Yo no pertenecía, y cuanto más intentaba, más evidente se hacía.

Mientras mis compañeras se preocupaban por su apariencia o por salir de joda, yo iba dos veces por semana a la cárcel. Los miércoles y viernes eran días de visitas. Nade sabía de mi "condición", no porque lo ocultara, sino porque  simplemente no hablaba de mí misma. Los otros días los pasaba encerrada en mi casa en el campo, rodeada de silencio y de una soledad que no me resultaba del todo incómoda. Mi casa no era grande, pero siempre estaba llena de cajas y desorden, como si fuera una residencia temporal, aunque llevara años allí. No me gustaría que esto pareciese que yo me sentía mejor que las demás adolescentes, las cuales normalmente me sacaban cuatro años. Yo deseaba ser como ellas, con todas mis fuerzas, pero no podía. Había intentado ser normal, en serio que sí, pero algo dentro de mí estaba arraigado a una realidad diferente. Mis experiencias me habían marcado de una forma que no podía deshacer, me habían moldeado en algo que no encajaba. A veces me preguntaba si alguna vez lo haría. Y aunque no me gustaba pensar demasiado en ello, sabía la respuesta: yo era un fenómeno, y por más que quisiera, no podía cambiarlo. 

El timbre había sonado hacía apenas unos minutos, pero el orden habitual había sido suplantado por un torbellino indomable.  Todo a mi alrededor parecía moverse a un ritmo que yo no entendía, un universo descontrolado donde yo solo quería desaparecer. Pero ahí estaba, atrapada en el ojo del huracán, intentando mantenerme al margen, como siempre.

—No sabés, boluda, tengo un crush nuevo... De esos que enloquecen. —Lucía sonrió, esa sonrisa suya que siempre parecía esconder un secreto, mientras me agarraba del brazo como si estuviera a punto de contarme la revelación más importante de su vida. Tenía brackets y era preciosa, mi mejor amiga desde toda la vida.

La miré, confundida, tratando de entender cómo era posible. Apenas había pasado el fin de semana y yo ya había perdido la cuenta de cuántos "amores platónicos" había declarado. Dieciséis, creo. ¿Y ahora, en solo un par de días, ya había otro?

—¿Ah, sí? —pregunté, disimulando la sorpresa mientras trataba de seguirle el ritmo. —¿Quién?

No me respondió con palabras. Como si el universo decidiera ser cómplice de su historia, ahí apareció él, atravesando la puerta del aula como si nada. Lo primero que noté fue que era enorme, debía medir más de metro noventa, y no se parecía en nada a los chicos que solían cruzarse en nuestras vidas. Su remera blanca de "BvB" le quedaba suelta, tenía el pelo rojo, y estaba lleno de pecas. Cuando habló con uno de sus amigos, sus dientes frontales brillaron con un destello metálico. Era una imagen extraña, tan distinta a cualquier cosa que yo había visto antes.

Me encantaría decir que me dejó sin aliento, que sentí una conexión instantánea, pero la verdad es que no me pareció gran cosa. Me reí en su cara, no pude evitarlo. Había algo en él que me resultaba... raro. Lucía, en cambio, lo miraba casi babeando. Yo lo vi como un cualquiera, un falopero más que rondaba por los pasillos, y para colmo, no me parecía lindo. Pero algo en él debía tener, porque Lucía no podía dejar de mirarlo.  Por supuesto, no tardamos en bautizarlo. "Fanta" le decíamos, por su pelo anaranjado. Era nuestro apodo secreto, una burla adolescente que lo convirtió en el blanco de nuestras bromas más crueles. 

El tiempo siguió su curso, y con él llegó septiembre, arrastrando consigo una oscuridad que no pude anticipar. Mi papá fue condenado finalmente, una sentencia que cayó sobre mi familia como un martillo. Nos mudamos a un barrio donde no conocía a nadie, dejando atrás todo lo que había sido mi vida. Las paredes de mi nuevo hogar estaban desnudas, mi habitación sólo cubierta por cajas de cartón. Dormía en un colchón tirado en el suelo y pasaba las noches escuchando rock nacional, esa música que, aunque llena de ruido y rabia, era lo único que lograba calmar el vacío adolescente.

Fue durante una de esas noches que soñé con él. El chico al que nunca había prestado demasiada atención. En el sueño, no sé qué pasaba exactamente, pero su sonrisa imperfecta y esos dientes de metal dejaron una marca que no pude borrar. Cuando desperté, mi corazón latía con una intensidad desconocida. Me sentí ridícula, pero también vulnerable. Me había enamorado en todos esos días, y yo había querido negarlo. Solíamos sentarnos en las escaleras de afuera y verlo andar en skate por eternidades, y en una de esas mañanas, algo se me había movilizado. Después de tantos meses, me había enamorado. No en el sentido lógico de la palabra, sino en una forma visceral, como si algo en él se hubiera anclado en lo más profundo de mí.

El lunes, cuando volvimos a clase, agarré a Lucía del brazo casi muriéndome del pánico.

—Luchi, tengo que decirte algo. —Le hablé con los ojos abiertos de par en par y la cara encendida de pánico. —Estoy enamorada. Pero enamorada de verdad.

Ella se rió. Claro, Lucía siempre se reía de todo.

—No pasa nada, vos siempre te enamorás. —Me respondió, sin prestarme demasiada atención.

—No, Luchi. Estoy muy enamorada. —Le juré, con la voz temblorosa. —Del colorado. Perdóname. Fue sin querer. ¿Estás enojada?

Ella se encogió de hombros, pero sus palabras me golpearon con más fuerza de lo que esperaba.

—No, China. Total... mis amigas siempre se quedan con lo que yo quiero.

Esas palabras quedaron grabadas en mi mente como un tatuaje. Me enfurecí por la respuesta patética pero no dije nada, total, yo nunca decía nada. Me senté con culpa, y dejamos el tema.

Los meses siguientes fueron una obsesión. Mi vida giraba en torno a él. Nuestro  contacto fueron sólo miradas, una mañana en la que me caí de la escalera enfrente suyo y deseé, como es usual en mí, que la tierra me tragara. El resto de mi vida se trataba en verlo cruzar el pasillo, mirarlo andar en skate desde la ventana, escuchar sus historias a través de los profesores. Me enteré de que venía de España y que su mamá estaba enferma de cáncer. Todo el mundo me hablaba de él sin saber que yo estaba enamoradísima, y en mi mente, él era increíble. Era como si cada pequeño detalle que descubría sobre él añadiera peso a la fantasía que había construido en mi cabeza. Lo que empezó como un sueño se transformó en una necesidad.

Y entonces dejé la escuela.

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