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Voluntad. Parte 1

VOLUNTAD
PRIMERA PARTE: TIEDEMANN Y HÄUSLER

"Todo hombre herido, se ve forzado a la metamorfosis".

-Franz Kafka.

28 de mayo de 1915

La noticia del desastroso final entre La Alianza y La Entente en Ypres, seguía encabezando los diarios. Una batalla de poco más de un mes en la que soldados de La Entente sucumbieron con los pulmones podridos a causa de nuevos y mortales inventos alemanes. El resultado de la contienda fue indefinido, no hubo un ganador. Pero el mayor perdedor fue la Entente, con una diferencia colosal de bajas: hombres con vidas pasadas, con futuros borrados, con tanta vida que fue reducida a nada en cuestión de días, horas o minutos. Dando la vuelta a la primera plana, con la misma popular foto de la soldados alemanes siendo amables con civiles belgas, venía un mensaje dirigido a todos los hombres jovenes y adultos en capacidades de pelear por su patria, un llamado a la unión, una exhortación que su nación demandaba desde las trincheras humeantes, con sangre y pus.

Se instaló una nueva Oficina de Reclutamiento muy cerca de la Catedral de Berlín. Augusto Häusler y su cuñado, Edward Tiedemann, llegaron a pie muy temprano esa mañana con sus documentos. Hicieron el camino a pie, solo tenían que caminar unas cuadras al sur desde su casa en Linienstrasse, cruzar el río Spree y caminar unos metros más para encontrarse con el edificio que vomitaba hombres valientes usando boinas y apretando en su puño sus papeles, listos para recibir un lugar entre las filas que defendían los intereses y las fronteras de su patria.

—Fue buena idea no traer el coche.—dijo Edward Tiedemann viendo con asombro la cantidad de voluntarios que se aglomeraban al rededor del edificio.

Augusto Häusler se despertó a las cuatro de la mañana y ya no pudo volver a conciliar el sueño. Se quedó recostado, escuchando a su esposa, Miriam, hablar entre dientes mientras dormía profundamente, era un problema que a él, en especial, le causaba gracia. Habiéndose cansado de estar acostado viendo el techo y por la ventana esperando que el sol despertara, salió de las sabanas, y se acercó al cunero dónde su hijo de tres meses y tres días dormía con tanta paz que le causaba felicidad al primerizo padre. Le dolía en el alma tener que alejarse de él, pero, que vida le ofrecería a su hijo si no peleaba por ella y el futuro de su familia.

—¿Crees que alcancemos lugar?—preguntó Häusler en voz alta, en medio de sus miedos y dudas.

—¿Cómo preguntas eso?—espetó su cuñado.—Lugares sobran todos los días, Augusto. Mientras no tengas una distrofia o similares, tu lugar lo tienes asegurado.

No sabía si eso lo dijo para calmarlo o inquietarlo más. Edward pasó su brazo sobre los hombros de Augusto y caminaron juntos por el suelo de concreto hasta unirse a la mancha negra de hombres engalanados esperando en la puerta para poder pasar.

—¿S-sabes de Carl Rümpler?—preguntó Tiedemann agachando la cabeza un poco.

—¿Que hay con él?—preguntó alzando la quijada para ver dentro del edificio que tan caótico estaba.

—¿Sabes si también se alistara?

Häusler negó y luego negó con más seguridad.—No, no creó que lo haga. No ahora.

—¿De que hablas? ¿Lo hará o no?—dudo confundido.

—Su tío, Alfred Rümpler, habló con el mismo von Hindenburg.—susurró el apellido del Jefe del Estado mayor alemán, decir eso en voz alta podría armar un escándalo que la familia Rümpler no pensaba condonar.—Intercedió por su sobrino. Dijo que Carl es el único futuro de la familia Rümpler. Los negocios que el abuelo de Alfred comenzó dependen de que Carl siga vivo, es el único heredero. Alfred y su esposa no tuvieron hijos propios, y ya están viejos. Alfred prometió que si Carl lograba procrear un hijo durante el conflicto, lo alistaría en cuanto el futuro heredero naciera.

—¿Y acepto?

—Por supuesto.

Tiedemann pensó unos segundos.—¿Y ya hay prospectos?

—Después de que Bertha Krupp lo rechazó para casarse con uno de los von Bohlen, los Rümpler se quedaron sin opciones. Al parecer las muchachas adineradas de Berlín y la zona no consideran a Carl muy atractivo.

Edward se ofendió tanto que no pudo evitar hacer una mueca de desdén. Pero al parecer nadie lo noto, ni Augusto.

—Oí hablar de una tal Debra Bohn.

—Oh, sí. Familia complicada con una relación aún más complicada con el resto de la industria.

—¿Y no puede desposar a alguien más? ¿A una ciudadana por ejemplo? Cómo tú con mi hermana.

Un hombre eufórico se metió entre Augusto y Edward, se hizo caber entre todos para poder llegar hasta el frente de la multitud.

—Que ansioso.—dijo Häusler y volvió al tema.—Es diferente. Los Rümpler son muy tradicionales, creen que la riqueza esta en la sangre. Es el mismo credo de los Bohn. Dicho eso... la boda de Carl y Debra Bohn, puede ser la siguiente que esta catedral ofrezca.

Edward contemplo la enorme catedral de estilo neorrenacentista y sus imponentes cúpulas tan azules y limpias cómo el cielo despejado a mediodía.

—Estaremos aquí toda la mañana, parece.—supusó Häusler cambiando volviendo a sus asuntos.

Edward continuó mirando la catedral, pensando en Carl Rümpler, y en su boda con una mujer de la que Carl solo dijo, en una de sus visitas a escondidas con él en la casa Häusler, qué no era su intención comprometerse con ella, ni con ninguna otra.

***

Mientras tanto en Linienstrasse 103, la residencia desde hace más de medio siglo de la familia Häusler, con tejado verde y siete ventanas en cada piso con vista hacía la principal y a la Catedral. La familia Häusler y la familia Tiedemann esperaban con ansías en el recibidor a Edward y Augusto, que salieron a escondidas de la casa hacía la Oficina de reclutamiento. Lo habían discutido la noche anterior, durante la cena, se había acordado que nadie iría, pero al parecer fueron mentiras.

—¡No sé que cosa se les metió a ambos en la cabeza!—exasperó Paula Häusler, la elegante y aveces elocuente madre de Augusto. Una mujer de cabellera oscura y larga hasta la cadera, muy alta y delgada, con una nariz romana y ojos almendra.—¡Mira que jurar ante Dios y yo, su madre, que no haría una locura y con que noticia me despiertan!

—Ni siquiera escuché cuándo se fue.—dijo Miriam Häusler, la esposa de Augusto. Amamantaba a su bebé en brazos, lo cubría con una manta azul. Sus cabellos despeinados rubios se amontonaban en su nuca sujetos con una pinza. Su piel, pálida, comenzaba a tomar du color natural, su labor de parto en febrero pasado, la dejo muy débil.—Caí muerta a la cama, desperté hasta que Rudolf comenzó a llorar y él ya no estaba. Supuse que había bajado a desayunar.

—¡¿No te pasó por la cabeza la conversación implícita de anoche?!—expresó Paula.

Miriam la miró con inocencia.—N-no creí que... creí que todo estaba claro. Que ni él ni mi hermano lo harían.

—¡Son hombres! ¡Les han lavado el cerebro con tanto alboroto en los periódicos sobre "los hombres buenos y valientes"!

—Quizá ni siquiera están dónde creemos. ¿Y que si fueron a otros asuntos?—sugirió Edna Tiedemann, madre de Miriam y Edward, sentada en una silla y remendando un pantalón agujereado de su hijo.

Paula se acercó a la ventana con grandes zancadas y enfadada.—¿A las siete de la mañana y sin decirle a nadie? ¡No, eso no es lo que sucede!

—Solo lo supuse...

—¡¿Cómo es que estas tan tranquila, Edna!? Al parecer ninguna se ha dado cuenta de lo que esta pasando.

—Será mejor que te controles, Paula.

—¡Si, que fácil decirlo, Edna! ¡Para ti te resulta muy fácil! ¡Pero, para mi, Augusto es todo lo que me queda!

En ese instante de tensión. La puerta principal se abrió y por ella esposo y cuñado entraron, no muy animados, pero tampoco arrastraban los pies. Paula apresuró el paso hasta su hijo y se le puso enfrente, la mujer le llegaba a la barbilla, alzo un poco la vista y lo miró enfadada.

—Piensa en tu hijo.—espetó. Miro a Edward de reojo y se marchó, conteniendo el llanto que luego libero a solas en su recamara.

Esa noche. El joven matrimonio Häusler tenía una última oportunidad, quizás, para decir las cosas que pensaban.

—No pueden obligarte a ir.—sentenció Miriam en agonía.—¡Te estan llevando para morir! ¡¡No!!

El nudo en la garganta de Miriam le impidió respirar y se sujeto de los postes de la cama.

—No tengo alternativa.—respondió conforme Augusto.

Miriam negó y se levantó de la cama.—¡Tu familia tiene buenos contactos! ¡Tú los tienes!

—¡Esta guerra es de todos, Miriam!—exclamó.—No solo de ellos. Es mía, tuya. Es de todos. Y todos tienen que aportar algo, y si yo... y si es mi vida la que tengo que aportar, lo haré.

—Hablas cómo si desearas morir.—susurró.—No comprendo.

—¡Debo estar ahí! Si no, ¿que ejemplo le daré a mi hijo? No será uno de cobardía o... de privilegio por mi apellido.

—Entonces haz que te envíen a otro lado, al ala médica.

—Matan a los médicos. Es su primer blanco.

—¡Entonces a una maldita fabrica! ¡Dios, Augusto no quiero que mueras!

Miriam golpeo dos veces con ambos puños el pecho de Augusto y rompió en llanto. Se inclino y recargo su cabeza en el esternón de su esposo. Augusto le levanto la cara y le limpió con su dedo la lagrima que corría por la mejilla de Miriam.

—Te amo, Miriam. Te amo desde que te ví. No hay un solo segundo que no piense en la felicidad que me devolvíste. Me trajiste vida de nuevo.—le tomó sus manos y besó ambas.—No dudes jamás... de mi lealtad, y mi cariño. Ni hacía tí, ni hacía nuestro hijo.

—Una razón más por la que debes quedarte, por la que no debes... arriesgarte. Este niño te necesitá, ¡yo te necesito!

Augusto carraspeó su nariz.—Es muy difícil, Miriam, lo sé. Me duele el alma. Pero me dolería más que algún día mi hijo sienta vergüenza por su cobarde padre si sólo me quedo aquí leyendo el periodico.

—Jamás sentirá vergüenza de tí. Eres un hombre maravilloso. Mi hombre maravilloso. ¡No puedes abandonarme!

—Cariño...

—¿Que será de mi sin ti a mi lado?

—La misma pregunta que yo me hago todo los días desde que aceptaste pasar tu vida conmigo.—con tono de amor le tomo ambas manos y las beso.—Esto es más grande que nosotros, que cualquiera.

—No lo entiendo.—lloraba.— Todo me da vueltas, tengo miedo...

—Debes ser valiente. Incluso más valiente que yo. Te entrego a mi hijo, a mi Rudolf, es nuestro; es tuyo. Cuídalo por mi hasta que yo vuelva.

—¿Volverás?

—Por supuesto que volveré.—«Pero no puedo jurarlo», pensó.— Estaremos los tres juntos de nuevo. Y hasta que eso suceda, Miriam, tienes que ser fuerte. Salir adelante, cuidar de Rudolf. Él es lo importante, nuestro hijo es lo más importante.

Miriam estaba dispuesta a tirar al brasero a su hijo si con eso conseguía que Augusto se quedara a su lado. Pero era absurdo. Augusto metería la mano al brasero para salvarlo y lleno de llagas lo tomaría y se lo llevaría lejos, lejos de Miriam. Como le explicaba que lo amaba más que a ese indefenso ser humano que dió a luz.

—Reza por mi.—le pidió.— Yo lo haré por ti.

Augusto y Miriam se abrazarón. Un abrazo que les duraría por el resto de sus mortales vidas.

Para la mañana siguiente estaba decidido. Edward junto a su cuñado partirían ese mismo día. Toda la familia estaba en el salón, Aurelian y Edna Tiedemann no dejaban de abrazar a su hijo, Mara, la menor de los Tiedemann, lloraba por su hermano, lo veía uniformado y con una valija de cuero. Paula estaba en su sillón, tomada de la mano de su suegra, Raffaela Häusler, ambas destrozadas por la noticia.

Augusto, con el pequeño Rudolf en brazos, y Miriam, bajaban las escaleras. Raffaela se levantó y abrazo a su nieto con los ojos enlagrimados.

—Todo estará bien.—le susurró al oído. Beso su mejilla y se apartó.—Dios y tus ancestros cuidarán de tí. Volveras a casa.

Edward se acercó a ambos, Miriam le sonrió y lo abrazo. Edward tenía la nariz roja y los ojos hinchados.

—¿P-puedo cargarlo?

Pidió a Rudolf a su padre y Augusto asintió. Edward lo cargo y le sonrió.

—Me hubiera encantado darte un primito para que no te aburrieras.—le tomo sus pequeñas y traviesas manos entre la suya.—Estas rodeado de amor, Rudolf, eso jamás te faltará. Honra a tus padres, se agradecido, se bueno.

Edna estaba en un mar de lagrimas se acercó y abrazo a Augusto. Luego a Miriam. Aurelian también lo hizo, seguido de Mara y por último Paula.

—Te esperaré, hijo mío.—dijo la abatida madre.—¡El tiempo que sea, te esperaré!

Augusto besó en la mejilla a su madre.—No esperaran mucho. Estaré aquí pronto. Volveré.

Apretó la mano de Miriam con todas sus fuerzas. Y luego tuvo que soltarse, e irse. Ambos se fueron.

Paula tenía las lágrimas nublándole la visión, apretaba un pañuelo con ambas manos, pegado a su pecho. Raffaela se acercó a ella y la sujeto por la espalda para darle aliento.

—No puedes dejarme tu tampoco, hijo mío.

—Dios y Richard lo cuidaran desde donde esta, Paula.—dijo Raffaela con esperanza.—Nuestro Augusto volverá.

9 de diciembre de 1910

Berlín

La gran sala blanca estaba vacía, las manecillas del reloj hacían su normal recorrido pero el tiempo parecía ir lento, las nubes no caminaban y el sol no quería esconderse entre el valle.

Enfermeras entraban y salían de la habitación donde había un paciente en estado de gravidez por tuberculosis.

—Enfermera, ¿como esta?—le dijo una mujer que le detuvo.

—Señora, no puede tocarme, puede infectarse e infectar a sus acompañantes.—le respondio con un tono amargo y la mujer bajo la mano con pena—El paciente sigue grave, pero seguiremos al tanto de él. Debe esperar a...

—¡Ya me cansé de esperar!—gritó alarmando enfermeras y familiares.—¡Dos días y ni siquiera me dejan ver a mi esposo! ¡Comienzo a sospechar que el hombre que esta ahí ya es otro y no es mi marido!

—¡Señora Häusler, debe calmarse o haré que la saquen de aquí!

—No quiera amenazarme, enfermera.

—Paula.—exhortó su suegra, Raffaela, avergonzada por el arrebato de su nuera.—Vuelve a tu asiento, mujer.

Paula miró con desafío a la enfermera y retrocedió para sentarse.

—Estamos haciendo lo posible, señoras. Esta enfermedad es mortal y...

—Solo haga su trabajo y venga a fastidiar hasta que tenga algo.—murmuró Paula.

La enfermera les dió la espalda y entró al consultorio.

Augusto, el hijo de Paula y Richard, llegó con tres cafés bien cargados.—¿Cómo está mi padre?—preguntó el joven dándole el café a su madre.

—Lucha... sigue luchando.

—Siento que es mi culpa.—saltó la madre del Richard, quién peleaba por sobrevivir con solo un pulmón funcional, recostado en una camilla.

—No, no Raffaela, esto no es su culpa. Nunca imaginamos que pudiera ser tan grave. Por qué no... regresa a casa a descansar, puede venir mañana.

—No puedo dejar solo a Richard.

—Él no estará solo, yo y Augusto estaremos al tanto. Vuelva mañana...

—Paula—se acercó y le tomó la mano—, promete que aquí estarás.

—Aquí estaré.

Raffaela tomó su saco.—Augusto...

—La acompaño, abuela.—se ofreció el joven antes de que su abuela se acercara a despedirse de él con un beso.—Vuelvo en seguida, madre.

—Si, hijo. Hasta mañana, suegra.

—Trata de descansar también, Paula. Nos vemos mañana.

Augusto acompañó a su abuela a la salida, y la mujer se fue del hospital hasta su casa.

A la mañana siguiente, ya no había enfermeras en los pasillos, las polillas se golpeaban en las ventanas, y se oía el gotear del agua que caía de las tejas del techo. La luz que se escabullía entre las persianas de las ventanas, golpeó a los ojos de Paula, que se levantó de prisa a revisar su reloj de bolsillo, su hijo estaba dormido los asientos de enfrente. Se puso de pie, y caminó hasta el consultorio, una enfermera salió.

—Señora Häusler.

—¿Cómo está Richard?, ¿cómo está mi esposo?

—Lo lamento señora. Murió en la madrugada.

El techo goteante le cayó encima, quedo absorta y sin voz, las lágrimas corrieron de sus ojos, Raffaela llegó a las pocas horas, y ambas chocaron sus frentes goteando lágrimas segundo a segundo. La familia Häusler despedía a otro valioso miembro. Los negocios de la familia serían repartidos entre la viuda y el huérfano.

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