Por Dentro
POR DENTRO
14 de noviembre de 1914
El gran espejo detrás de la silla del escritorio seguía empañado. Las ventanas fueron cerradas y las persianas también, no había una brisa de aire fresco corriendo dentro de aquella oficina. Después de que Edward Tiedemann puso orden en su escrito y en el diván dónde tuvo un apasionado encuentro con Carl Rümpler, era momento de trabajar.
—¿Todo en orden?—le preguntó Tiedemann a Rümpler, después de estarlo viendo recorrer con la vista cada párrafo y tabla presentados en papel.
Al joven hombre le temblaban las manos y era imposible que prestara atención a lo que estaba haciendo.—Esto es nuevo.—dijo nervioso y entre risas.
—Si.—contestó y soltó una sonrisa.—No te había visto temblar así.
Carl se ruborizado, sonrió y bajo los documentos que Tiedemann le presentó.—Todo esta en orden. Me llevaré estos.—alzó unos cuantos para que Tiedemann los viera.—Mi tío querrá verlos.
Edward asintió. Se levantó de su silla y comenzó a caminar en dirección a Rümpler. Carl lo miró con devoción, sus ojos brillaban cómo salpicado de estrellas, el pulso lo tenía acelerado y no podía calmar el impetuoso temblar de su pierna y sus manos.
—Edward... ya debo irme.
Edward le tomo el rostro con una mano y lo acaricio.—No te lo estoy impidiendo.
Carl se levantó después de dejarse acariciar por unos segundos. Tomo sus documentos y se paro frente a Edward.
—Debo irme. Ya me tarde mucho, mi tío me espera.
—¿Sigue con ese asunto de comprometerte?
Edward se puso serio con la pregunta. Carl ya no sabía que responder, habían estado discutiendo ese mismo tema por semanas.
—É-él insiste.—respondió.—Esta guerra los puso más difíciles. Antes solo lo mencionaba de vez en cuando, ahora es tema de cada desayuno y cena.
—¿Ya hay alguna?
Carl se encogió de hombros.—Solo una.
Edward sabia de quién se trataba, Carl ya la había mencionado una vez, y la madre de su cuñado, Paula, también hablo de ella una vez en la cena. Mientras cenaban jabalí.—Debra Bohn.
Carl asintió. Las ansias por el deseo lo abandonaron y ahora y ahora solo tenía ansias por el futuro.—No sé cómo lo haré.
—¿De que hablas?
—El objetivo de comprometerme es traer un heredero. Edward yo no creo poder siquiera... hacerlo.
Edward no comprendía mucho su situación. Él había podido estar con mujeres y con hombres sin ningún problema.
—Carl...
—Soy marica, Edward.—confesó.—No me atraen ni un poco las mujeres. Nada. Si mis tíos se enteran...
Imaginó el peor de los escenarios. Edward le sujeto las manos y las apretó entre las suyas.—Carl. Hay algo que debes saber sobre allá abajo. Esa zona es muy sensible, literalmente se enciende con el más mínimo roce.
—¿Y si no sucede qué? Dejare a mi familia en vergüenza. Yo estaré en vergüenza. Mis tíos no lo soportaran, me regresaran con mis padres a la campiña en la madrugada y le dirán a todos que fui a América para estudiar. Eso o me enviaran al frente.—supuso con miedo.
Edward le sonrió.—No pienses en eso ahora, Carl. Déjaselo al futuro.
Pensativo, con los nervios de punta por el compromiso arreglado que sus tíos le planeaban, Carl comenzaba a incomodarse.—Ya debo irme.
—Si.—aceptó con una leve sonrisa.—Gracias por venir.—se acercó y lo besó muy ligeramente en los labios.—Ahora vete antes que alguna de mis jefas nos vea tan cerca y nos corte la garganta.
Carl se rió, sentía que el chiste no era tanto un chiste, si no una posibilidad. Le frotó la mano a Edward con la suya y se fue.
Madrugada del 29 de mayo de 1915
Lluvia. La lluvia descendía sobre Berlín era fresca madrugada. En un callejón entre un restaurante y un almacén viejo de madera, había alguien esperando sujetando un paraguas y temblando de frío. Escuchó a alguien salpicar agua de los charcos del asfalto, se asomó y era un hombre que corría hasta su posición. Era Edward.
Se detuvo ante Carl y ninguno de los dos parecía querer decirle algo al otro.
—¡Lo siento mucho, Carl!—alzo la voz, la lluvia golpeaba muy fuerte los tejados.
—¿No mentías entonces? ¿Te vas?
Edward miró a la calle y de nuevo a Carl.—Si.—respondió.—Me voy mañana. Esto fue... más rápido de lo que pensaba.
Carl suspiró. Apretó su paraguas y bramo.—¿Porqué no lo mencionaste antes?
—Augusto fue el de la idea.
—¿Y ahora obedeces a tu cuñado en todo lo que te dice?
—Él sabe de esto, Carl.—confesó.
Carl frunció el ceño y lo miró confundido.—¿Q-qué sabe?
—Sabe de ti y de mi. Del nosotros.—confesó con la voz quebrada, quizás por el frío o el miedo que le daba decirlo en voz alta.—No sé cómo pero de alguna manera lo sabe.
—Oh por Dios...
—Al parecer solo es él.
—¿Su madre? ¿Miriam?
—Nadie más. Créeme, si Paula Häusler lo supiera me echaría de su casa a patadas y o en pedazos.—dijo con toda la calma posible.—Augusto me presionó para alistarme. Tenía miedo de hacerlo solo y, ja, yo era perfecto. Ahora estoy metido en esto, y ya no puedo escapar.
Carl negó. Bajo el paraguas al suelo y se cubrió la cara con ambas manos.
—Lo hice prometerme que tu estarías bien. Que nada saldría de su boca.
—¿Lo hiciste por ti o por mi?
—Por ambos.—demandó con cariño.—Si esto se sabe, Carl yo no me lo perdonaría. Estaría más roto por ti que por mi. Por eso lo hice, para que estes a salvo.
—Me alistare contigo.
—No puedes. No puedes por qué tu tío hablo con el Jefe del estado mayor. Augusto me lo dijo y apuesto que tú también lo sabes.
Carl si lo sabía. Alistarte en su caso, era imposible, al menos en esos momentos.
—Carl, quizás esta es la última vez que nos veamos. ¿Puedes darme un abrazo?
Carl quedó petrificado. El agua de la lluvia le empapaba la cabeza y le escurría por la frente y las patillas. Miró sus zapatos y los de Edward. Edward se cansó de esperar alguna reacción y dió un paso. Carl lo detuvo del brazo y se fue encima de él, lo enredo en sus brazos, lo estrujó con tanta fuerza cómo pudo. Edward lo abrazo también, y quedaron fundidos en ese contacto por varios minutos.
25 de febrero de 1916
Berlín
Había un gran pastel sobre la mesa de roble barnizado, rodeado de canastas con regalos: ropa, juguetes, unos pares de zapatos pequeños, baberos y biberones. La casa Häusler abrió sus puertas a amigos y familiares para que pudieran acompañar a los residentes para celebrar el primer año de vida del niño Rudolf Häusler, cuyo padre seguía lejos, muy lejos, y cuya madre perdía cada día más la esperanza de volver a ver al hombre de su vida.
—Miriam, ahí estás.—le llamó su madre, quién llevaba a Rudolf en brazos, lloraba.—El niño tiene hambre.
—Deje leche en un biberón. Dale eso, mamá.—respondió con antipatía.
Edna bramo.—No puedes seguir así, Miriam. ¿Quieres corresponder a Augusto? Cuida a su hijo cómo te lo pidió.
—Mi maridito no está muerto.—demandó.
—¡Pero no esta aquí! ¡Mi hijo también esta lejos, Paula también esta haciendo un gran esfuerzo por salir adelante! No puedes quedarte ahí parada, no haciendo nada.
Miriam se hartó de escuchar sermones, tomó a su hijo que aún seguía llorando por comida, le dió la espalda a Edna y fue hasta una silla acolchada, se cubrió con un manto y sacó su seno para amamantar a su bebé, mientras miraba desilusionada y sin alegría hacía la mesa de regalos con el pastel en medio. Paula charlaba con sus padres, los viejos franceses Clement y Marcel, dueños de grandes haciendas de viñedos, mientras observaba a su nuera con mucho resentimiento.
—¿Siguen sin noticias de mi nieto, hija?—le preguntó en francés la anciana Marcel Dupay. Una señora encorvada y canosa.
—Nada desde hace meses, mamá.—respondió en su lengua materna Paula.—Nada. No sé nada de mi hijo. Y mi nuera, Dios se apiade de ella, tiene a su hijo en sus brazos y parece que carga un cadaver.
Marcel Dupay se persino y miró a Miriam también, con la misma convalecencia.—Pobre mujer.
—Pobre mocoso.—intervino Clement Dupay.—Paula, hija, no dejes que este hogar se desmorone a tus pies.
Paula suspiró. Los hombros le pesaban por cargar el peso de sostener los negocios de la familia, por cuidar de su suegra que ya estaba delicada de salud, y además por cuidar que Miriam no hiciera con su nieto una locura. Y mientras tanto, de su hijo Augusto, no sabía absolutamente nada desde octubre del año pasado, cuándo recibió su última carta.
27 de diciembre de 1916
Los días se hicieron semanas, las semanas meses. Miriam se había aprendido la carta de Augusto, cada punto y coma, de tanto que la había leído. La leía todas las noches, la manchaba con su maquillaje o sus lágrimas, con su saliva cuándo besaba el papel y aveces con el sudor de sus dedos. Las fiestas por la Navidad fueron amargas, por segundo año consecutivo. Ahora estaban en los preparativos para la fiesta del Año Nuevo, y cómo deseo todos imploraban que tanto Edward cómo Augusto volvieran a entrar por aquella puerta, fuera como fuera. Aurelian Tiedemann había estado muy optimista desde la noticia del final de la batalla de Verdún, hacía ya una semana. Tenía el presentimiento que su hijo había estado en ese frente, y que no pasaría mucho tiempo para tener a su hijo en sus brazos de nuevo. Su optimismo lo contagio a su esposa y su consuegra.
Miriam estaba con Mara ayudándola a medirse un nuevo vestido que Edna le complexionaba; para el Año Nuevo, cuándo lo gritos de Paula rebotaron por cada rincón de la casa.
—¡¡Carta, carta, carta de mi Augusto, carta de mi hijo!!—gritaba dando saltos de alegría y apretando las cartas con sus puños.—¡¡Miriam, Miriam, Edna, vengan todos, cartas de los muchachos!!
Los Tiedemann y Miriam bajaron al recibidor. Paula separó el paquete de cartas de Häusler del de Tiedemann, y les entregó las de Edward a ellos, mientras ella se quedó con el de Augusto. Miriam no sabía para dónde ir primero, dejo que su corazón decidiera y fue a con su suegra para comenzar a abrir los sobres de las cartas de Augusto y leer las palabras que el hombre redacto tumbado en una trinchera con cuerpos desmembrados a su lado y nubes grises tapándolo de los rayos del sol.
Querida mamá, Querida Miriam, muy querido hijo, Rudolf...
Así comenzaban todas las cartas. Miriam y Paula leían cada quién una, las lágrimas se anegaban en sus ojos y por un instante Miriam rebozaba de felicidad, la flama de la esperanza y el amor le encendían el pecho de nuevo, ponían su corazón a palpitar otra vez.
—¿Y esto que es?—preguntó Mara, sosteniendo del paquete de cartas de su hermano, un sobre amarillo y más pequeño.
Paula y Miriam, así como Aurelian y Edna lo contemplaron. Confusos.
—E-eso es un telegrama...—dijo Aurelian, quien lo reconoció de inmediato. El comenzó a trabajar en una oficina postal recién llegó la familia a Berlín para el compromiso de su hija con Augusto, y reconocería esos sobres donde fuera.
Edna se lo arrebató a su hija y lo sostuvo.—Deben ser buenas noticias.—sugirió.—D-debe ser... nos deben avisar que mi hijo ya está en camino. Que su servicio término.
—Ábrelo, mamá.—lo pidió Miriam acercándose a su madre.
Edna le quito el sello al telegrama y lo abrió apresurada. Lo leyó en su mente y retrocedió un paso.
—No...—susurró.—No...
Miriam se lo quitó de las manos y lo leyó primero para sí. Luego alzó la vista y miró a su padre.—"Muerto en acción."—pronunció lo mismo que el telegrama decía, bajo el nombre de su hermano y una especie de número asignado.
Paula gorgoteo con la garganta, vió el paquete de cartas en su mano, y noto, terriblemente, que un sobre similar se asomaba entre ellas.
—Mi-Miriam...
Miriam giró con su suegra, ella ya estaba llorando, y Paula solo estaba esperando lo peor. Miriam observó lo que había provocado a su suegra y sacó el telegrama de las cartas. Miro a la mujer, y le quito el sello al sobre. Lo abrió con las manos temblorosas y obtuvo lo que mas temía.
La Oficina de Guerra consta que:
Augusto Häusler
Linienstrasse 103, Berlín
47899
Estatus: Muerto en acción
"Dios con nosotros"
Miriam apretó el telegrama dentro de su puño y comenzó a llorar sin consuelo. Paula se dejo caer de rodillas, tomo las cartas entre sus manos y las estrujó contra su pecho mientras empapaba el suelo con sus amargas lágrimas y ahogaba los gritos desgarradores en su pecho. Edna se arrodilló con ella y ambas se abrazaron, ambas perdieron a sus hijos, también Aurelian, Mara y Miriam perdieron a su único hermano, Rudolf perdió a su padre, y Miriam a su esposo, al mismo tiempo. Ya no había esperanza.
23 de enero de 1917
Augusto Häusler fue sepultado en el mausoleo de la familia, junto a su padre, Richard, a su abuelo Balthazar y al resto de sus ancestros más cercanos. Mientras la tumba era sellada con cemento, la abuela, madre y esposa contemplaban cómo el cuerpo sin vida de su hijo, descansaba eternamente entre pequeños muros de concreto, con la humedad y la pestilencia.
—Ninguna madre debe sepultar a su hijo.—dijo Raffaela, hablando por ella y por su nuera.—Mucho menos a su nieto.
Paula volvió a llorar, los hombres de su vida ya no estaban más en ella. Los tenía de frente, pero no como tanto quisiera. Miriam también estaba presente, su hijo Rudolf no los acompañaba, ella solo admiraba la sepultura, sin decir palabra, sin rastro de querer seguir. Su hermano Edward fue sepultado a unos metros, Aurelian, Edna y Mara lloraban su partida. Carl Rümpler, llegó a los pocos minutos para acompañar a la familia Tiedemann en su dolor, Miriam los veía desde donde estaba, pero no podía moverse, parecía que sus pies habían echado raíces y se quedó enterrada en la tierra, sin aliento, sin más motivos.
Esa noche. Con la calma de Berlín desolando las calles, Miriam contemplaba la vista desde su alcoba. Tenía un caballito con jerez en la mano, y un cigarro en la otra. Caló al cigarro, y soltó el humo después de retenerlo por unos segundos en su pecho. Desalineada y apagada, se empino el jerez y el escozor la hizo hacer gestos. Entonces el
pequeño Rudolf comenzó a llorar.
—¡Mamá!—balbuceaba el pequeño desde su cunero.—¡¡Má!!—la llamaba, pero no la veía por ningún lado.
Miriam lo miró sobre su hombro, de verdad no tenía intenciones de ir a atender a su hijo, lo único que le quedaba de Augusto pedía su ayuda y a ella no parecía importarle.
—¡Má!
Continuó llamándola. Miriam suspiró, apagó el cigarro en el marco de la ventana, la cerró, tomo la botella de jerez que había dejado en el suelo y se fue con ella a encerrarse en su baño privado.
—¡Má!
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