Ortodoxo
ORTODOXO
31 de agosto de 1925
Jamás se había sentido tan lejos de casa cómo en esos momentos. Jamás se habían sentido tan lejanos cómo en esos días; días grises y eternos. Sabían que tan lejos estaban de casa cuándo no los despertaban el canto de los gallos, el relinchar de sus caballos, o los eufóricos gritos del comandante Rippstein, abriendo su puerta muy temprano y lanzando ordenes a sus hijos como si se trataran de su pelotón.
Peter despertó, y lo primero que sus ojos vieron fue la cama siguiente a la suya, dónde dormía su primo Berthold Rippstein. Dormía a sus anchas, boca arriba con los brazos abiertos y roncando. Peter escuchaba los autos transitar la calle tan temprano ese día lunes.
Cuándo el reloj ya había dado las siete de la mañana, los jovenes Rippstein, ahora cinco, (ya no solo Berthold y Priscilla) se habían reunido en el comedor de la cocina para desayunar. Huevos revueltos, pan con mermelada de higo o tapenade casero. Café de grano, salchichas y algo de fruta picada. Se desayunaba el silencio, pero en general, la familia de la casa siempre hacía ruido en las mañanas, pero debían mantenerse serenos por las visitas y el problema por el que atravesaban.
Susanne Rippstein dejo el tazón de tapenade a la mesa, se cruzó de brazos entonces y miró a sus sobrinos.—Su padre llamó anoche.
Simon, Bartosz y Peter se helaron. Estaticos en sus sillas, usando pijamas y con el bocado a un centímetro de sus bocas.
—Dice... que los extraña.
—No diría algo así.—respondió Bartosz a la defensiva. Y él y Peter continuaron su desayuno.
Simon miró a sus hermanos, y luego q su tía.—¿Eso dijo? ¿de verdad?
—Es su padre.—respondió Alan Rippstein, el hermano de Boris, quien seguía atándose la corbata mientras se acercaba a la mesa.—Son sus hijos. A su modo, los aprecia.
—¡Un tirano! ¡No tienen idea de nada!—alzo Bartosz la voz, con los ojos anegados en lágrimas tan solo de recordar su vida de hace apenas unas semanas. Cuando su madre vivía.—Nos maltrataba cada que tenía cabida, es decir diario. No había día que no nos hiciera infelices... a todos. Y mamá...
Peter y Simon se erizaron. Peter se hizo pequeño en su silla, agacho la cabeza y alejo las manos de su desayuno.
—Él es responsable. Finge ser débil ahora, se le parece deprimido... pero vamos, es el Comandante Rippstein, en su opinión; ya no hay nada en este plano y en este tiempo que lo derrumbe.—la mesa escuchaba atenta. Alan y Susanne no sabían que palabra pronunciar que fuera acertada. Solo oían cómo el resto.—No volveré. Y puede venir acá a punta de pistola a regresarme a ese maldito valle, cómo quiera, que me dispare por que me negare.
Peter se quedó sin habla. Simon entonces abrió los ojos y exhalo hondo. Apretó los puños y entonces se irguió.—Yo si.—el cuello de Bartosz probablemente se fracturo al voltear a ver su hermano con gesto desdeñoso. Cómo si el chico acabara de confesar que el encamino a su madre al lago.—Volveré con él.
—¡¿Te has vuelto loco?!—preguntó Bartosz exaltado.
—Mi tío Alan lo dijo... es nuestro padre. Nos necesita juntos.
Bartosz se rió.—No puedo creerlo. Si que te daño.
—Bartosz...
—¡Lo odio! ¡Lo culpo por lo de mamá! ¡¡Viste su fría cara al verla a ella flotando en ese maldito lago!! Ninguna expresión... ninguna señal de... nada.—el nudo en su garganta se desataba lentamente pero el sollozo le atenuaba la voz.— Si yo hubiera visto a mi madre dirigirse al lago, cómo seguramente lo hizo el, hubiera corrido a ella para detenerla no importa qué.
Un escalofrío le recorrió a Peter el cuerpo. Su mente lo transportó a esa noche en la que se asomó por su ventana mientras todos menos él y su madre dormían; y la veía a ella adentrarse al bosque, para que a la mañana siguiente, unos cazadores la vieran sin vida en la superficie de las aguas del lago. Apretó los ojos y comenzó a pellizcarse los muslos con aparente disimulo.
—Solo te pediré una cosa.—añadió Bartosz.—Cuándo estes a su merced, déjale bien en claro que ni yo ni Peter... que no volverá a vernos en un largo, largo tiempo.
—¿Peter?
Susanne llamó la atención de su sobrino. Quién seguía con la vista al suelo y muy quieto. Peter reaccionó y alzó la vista lentamente. Al tío Alan ya se le hacía tarde, pero no se iría hasta asegurarse que la casa no se incendiara en su ausencia.
—Pueden quedarse aquí.—ofreció Berthold tomándole el hombro a Peter.— No me molesta compartir mi cuarto con ustedes.
Había más cuartos en la enorme casa de Alan y Susanne Rippstein. Eso no tanto escándalo.
—Por mi esta bien, también.— insistió Priscilla.
—Mi hermanito ya tomó su decisión.— se dirigió Bartosz de nuevo a Simon.— Pronto cumpliré la mayoría de edad, entonces el Comandante ya no tendrá ningún arma sobre mi. Pero Peter... Peter tienes que hablar ahora.
Peter se seco el rostro con el brazo. Y carraspeó su nariz. Luego solo miro el tapenade casero se la tía Susanne y lo hizo por varios segundos.—Yo aquí estoy bien.
Bartosz sonrió al saber que al menos Peter, el más insignificante de los tres, tenia al menos más cordura que Simon. Pero que se podía esperar de un muchacho tan perturbado cómo Peter Rippstein, quién desde ese momento, ahora se sentía un completo culpable.
El día se deslizo por el cielo y le dió paso a la serena y fría noche. Los hijos de Alan y Susanne, al igual que sus huéspedes (sus sobrinos), se habían ido ya a la cama. Listos para despedir un día lleno de papeleos y mucho trabajo, el exitoso y muy ocupado matrimonio se arreglaba para dormir.
Susanne Rippstein se despojaba de sus joyas con mucha cautela. Primero sus aretes, un par de oro puro en forma de laureles, después sus anillos, (menos la sortija de matrimonio) para después los brazaletes. Todo en su extremo de la cama.
—¿Enserio los dejaras quedarse?—pregunto a su marido mientras terminaba de quitarse sus preciadas joyas.
Alan Rippstein ya tenía puesta su pijama a rayas de tonalidades marrones. Le daba brillo a sus zapatos para evitarse la molestia a la mañana siguiente, al otro extremo de la cama.—¿No te parece?
—Es... ah... no me parece lo más apropiado.
Alan suspiró y dejo su tarea.—¿De que hablas?
—Perdieron a su madre. Se fue.—recordar no hacia falta. Alan sabía la situación.—Sin contar que pues bueno... tu hermano... no les es de mucha ayuda en realidad. No lo están pasando para nada bien.
—¿Y qué solución das tu, entonces? Sé más clara, Sissi.
Susanne dejo su joyería dentro de su alhajero y doblo su cadera para una mejor vista de su marido.
—No te lo había dicho, pero hace unos días; el hermano de Gerda llamó aquí a la casa.
Alan husmeo en sus recuerdos para dar con un hermano de su difunda cuñada.—¿E-el doctor?
—Ese mismo.
—¿Max?
—Maxwell, sí.
—¿Y que quería?
—Saber de sus queridos sobrinos. Saber porque carajos están con nosotros y no con él y su esposa en su casa junto al Elba que ellos tanto adoran.
—Estaba molesto.
Bramo al aire en obviedad.—Bastante, si. Me quedé como tonta con el teléfono en la cara solo escuchando sus inconformidades. Según él, lo último que necesitan esos muchachos es estar cerca del lado de la familia que tanto daño les ha hecho. ¡Nos creé como tu hermano! ¡Unos... vaya, unos barbaros y unos viles!
—Que error. Maxwell esta bastante dolido también al parecer.
—¡No es el único! La "vecina", que vivía cerca de ellos también ha mandado correspondencia. Más a Peter. Priscilla me lo dijo. Dijo que esa mujer también planea protestar la tutela de al menos el pobre de Peter.
Alan soltó una risa burlona.—Esta loca. Maxwell al menos cuenta con que está emparentado con los chicos, pero esa chiflada divorciada, ja, ni aunque se revuelque.
Susanne volvió a suspirar. Y esta vez, sacaría de su misma mente la idea que se le clavo desde que el Dr. Maxwell Khäler colgó el teléfono luego de despedirse con un "Más les vale no hacerles daño, Rippstein". Irguió sus espalda y miró al fondo de su habitación.
—Eso me hizo pensar las cosas, Alan. Y creo que debemos aceptar la petición de Maxwell.
—¿Petición?
—Dejar que los muchachos se vayan con él.
—¿Te intimidaron sus comentarios de odio? Esta en duelo, Sissi, en estos momentos cualquier cosa le molesta y no piensa con la mente fría.
—Alan. Escúchame.—se miraron a los ojos. Susanne necesitaba toda sus concentración.—Estos niños necesitan mucha, pero mucha atención. Bastante. Atención que tu y yo no podemos brindarles. Si ni a Berth ni a Priscilla podemos, menos a ellos.
—Berth y Priscilla los acompañan.
—¡No es lo mismo, Alan! No lo es. Necesitan más que distracciones tontas, sus fiestas que bien sabemos que organizan a "escondidas"
cuándo nos vamos. Ellos requieren verdadera atención. Maxwell y su esposa no tienen hijos. Toda su atención estaría centrada en ellos tres. Es lo mejor. Es lo correcto y lo más sensato.
Alan se mordió los labios y miró a la nada. Se centro en sus pensamientos. Se froto los dedos y suspiró.—Debemos hablar con los muchachos. Recordemos que Simon es mayor de edad y que Bartosz esta a muy poco de serlo también. Además, Simon ya tomo una decisión. ¿Ir contra esa decisión de nuevo?
Susanne se relajo.—Pues al parecer Simon esta solo. Ni Peter ni Bartosz lo apoyan. Yo tampoco pienso hacerlo, tu hermano es en verdad cruel, solo Simon conoce sus razones.
La Sra. Rippstein se quedó sin más palabras que decir y decidió tumbarse en su cómodo colchón, ponerse su mascara en los ojos para que el sol de la mañana no la encandilara al abrirlos y luego arroparse con sus finas sabanas para dormir.
El Sr. Rippstein se quedó pensativo. Se recargó sobre sus brazos apoyados en sus muslos y luego suspiró, cubriéndose el rostro entre sus extremidades.
28 de julio de 1943
—Aquí tiene.
La cajera le daba el dinero a Inés dentro de un sobre. Indispuesta a tomarlo, y con la garra de remordimiento en su hombro estiró su mano y lo tomó.
—Firme aquí.
Inés tomo la pluma y firmó dónde le indicarón.
—Bien, Sra. Blum, con esto, la segunda parte de la pensión de Baldwin Sattler es oficialmente suya; esta en sus manos.
—¿Es todo?—preguntó en voz baja.
La cajera asintió con meneo de cabeza. Inés se fue de la fila y su abogado le esperó.
—Gano—le dijó—, felicidades.
—¿Como esta ella?
—Deja de preocuparte por Erna, si ella no lo hace por que tu sí.
Jacqueline la tomó por la espalda.—Vamos Inés, ya vamonos.
29 de julio de 1943
En el amplio y verde jardín de Peter y Fani Rippstein, se había montado una mesa y una cocina improvisada para celebrar dos cosas; un nuevo empleo para Peter y la resolución del caso de su suegra Inés Blum.
Los Rippstein, Inés Blum, Jacqueline Heller y algún puñado de amigas de la familia reían al rededor de la mesa, dónde se sirvió pierogi pero el plato fuerte fue el bigos, acompañados también de postres y más condimentos como tocino. La comida transcurría de maravilla. Peter no estaba tan amargado como de costumbre. La noticia de su reclutamiento frustrado lo puso de buenas, la noticia de su empleo en Cracovia lo relajo, y en los últimos meses no había habido nada que le hinchara la vena de la frente.
—¿De que se trata tu nuevo empleo, Peter?—preguntó una de las amigas de Fani, a quien Peter por supuesto desconocía.
Pero aún así respondió.—Es... algo cómo un oficial. En un cuartel de la SS.—mentira. Sería vigilante y con frecuencia guardaespaldas de algún verdadero oficial en las instalaciones del Gobierno en Plaszow, Cracovia. Pero le resultó más adecuado esa respuesta. Mas corta. Menos palabras.— En realidad, esta bien.
—¿Y se mudaran?
—A menos de que tenga un avión que me lleve a Cracovia y me regrese en menos de dos horas, si.
Todos rieron. Peter el elocuente. Peter el relajado. Peter el de la esposa hermosa. La vida al fin le sonreía a ese Peter Rippstein de quien Stefanie Rippstein no se sacaba de la boca cómo el ser más misterioso y romántico de la tierra.
Los minutos siguieron deslizándose por la comida mientras se hacía mas solida. Stefanie se sentía tan rara al tener el brazo de Peter sobre sus hombros, con sus manos entrelazadas y dándose caricias con sus dedos. Se sentía amada. Se sentía tan bien. Peter reía, y ella solo lo contemplaba, temerosa al saber de que en algún momento del día o de la semana, volvería su antipático y evasivo Peter.
En algún momento, el timbrar del teléfono de la casa llamo la atención de los invitados y los anfitriones. Peter volteó la cabeza hacia la casa para asegurarse qué viniera de allí. Timbro una vez más y Peter salió de la mesa. Fani lo vio caminar a la casa, con un mal presentimiento por supuesto.
Peter atravesó la puerta y se paró frente al teléfono que parecía no querer parar de timbrar. Suspiró, deseando que no se tratara de algún amigo del pasado. Lo atendió y se lo pego al rostro.
—Rippstein.—nadie contesto. Y comenzó a irritarse.—¡Rippstein! ¿quien habla?
—Peter...—lo nombro una voz muy triste.
—Bartosz. ¿Bartosz?
—Peter... malas noticias.
Las ideas le inflaron la mente. De tantas cosas que a Peter le preocupaban en la vida, ¿cual de todas podría ser?
—Es Simon.—continuó Bartosz sin una respuesta antes de Peter.—Es nuestro hermano...
La ausencia de Peter le extraño a Inés Blum quien luego de ver a Fani despreocupada se atrevió a preguntar por él.—Fani. ¿Y tu marido?
Fani neutralizo su sonrisa y miró a la casa. Volvió la vista a la mesa y decidió ir a buscarlo. Entro a la casa y vio el teléfono descolgado, pendiendo de su cable casi hasta tocar el suelo. Lo tomo y lo llevo a su cara.
—¿Hola?
Nadie. Habían colgado por él. Fani colgó el teléfono y con un mal presentimiento llamo a su marido.—¡Peter!
Salió del recibidor y entro a la sala de estar, dónde estaba Peter. Completamente aterrado y fuera de si. Temblaba, sentado en la bracera del sofá. Los ojos los tenía rebozados en lágrimas y su rostro era de dolor.
—Peter...
Fani se acercó a él y le tomó el rostro con sus manos. Luego Peter se lanzó a ella y la abrazo. Fani sin entender absolutamente nada, pero si con la certeza de que Peter la necesitaba, le abrazo muy fuerte. Luego hablaron. Y en menos de una hora ya iban rumbo a la vieja casa de Peter Rippstein; la del Comandante.
Las caballerizas ahora eran estructuras viejas y vacías. El verde del al rededor ya era una maleza sin podar y horrible. La casa Rippstein, a la que Peter y Bartosz juraron jamás regresar, los esperaba con la puerta abierta y un féretro en la sala de estar.
Había mucha gente. Mucha desconocida para Peter. Él y su esposa vestían de negro, cómo le conviene a la situación.
—Ya vi a Rose y a Bartosz.—le dijo Fani a él. Con la mirada convaleciente, señalando con la mirada y tirándole del brazo a la viuda y a su hermano.—¿Vienes?
Peter negó. Rose Rippstein y su cuñado Bartosz eran algo cercanos, así que se acompañaban en su dolor con una copa cada uno en sus manos. Fani fue hacía ellos. Peter en cambio se tomo esos segundos de soledad para echarle un vistazo a la sala. Vió a la familia de sus tíos: Alan y Susanne, dos viejos que casi no daban la cara y mucho menos en familia, acompañados de sus hija Priscilla y su nuera Valery (esposa de Berthold). Vio a gente que dedujo se trataba de familia de Rose, les veía cierto parecido y no los recordaba de ningún otro lado. Vio el féretro abierto. Coronas de flores a su alrededor, arreglos florales y un retrato de su hermano Simon Rippstein en un caballete. Al ver ese retrato, tan real, se le erizo la piel y lo hizo dar un paso atrás. Movió su vista buscando una distracción y solo consiguió sobresaltarse mas al ver al viejo y eterno Comandante Boris Rippstein.
«Pobre hombre», pensaría cualquiera que no haya pasado su infancia y adolescencia con el heroico Comandante Rippstein; quien descubrió un campo de minas a metros de distancia, y quien acribillo a más de diez enemigos en un parpadeo.
El pecho se le estrujo a Peter al ver a su padre sentado en una silla. Encorvado y viejo. Usaba lentes y al parecer tenía conjuntivitis en un ojo, según lo último que supo de él. Caminar ya era un reto para el Comandante, pero su mente seguía lucida, cada recuerdo seguía en su lugar, eso era lo único que no se deterioró en Boris Rippstein.
—Ve con él.—Fani apareció junto a Peter de nuevo. Esta vez instándolo a ir en pos de su padre.
Peter negó rotundamente. En eso vio como su hermano y Rose caminaban a él.
—Peter.—le hablo Bartosz con mucha tristeza y procedió a darle un consolador abrazo.—Es increíble.
—No parece cierto y allí esta.—respondió Peter uniéndose al duelo.—Rose. Lo lamento.
—Aún no me la creo.—respondió la viuda. Una mujer de rizos, ojos azules e hinchados de tanto llanto.—Cómo dices, allí esta pero... no.
—¿Ya fuiste con él?—se refería Bartosz al Comandante.
—No.
—Yo tampoco.
—Insisto en que deben acercarse.— reprobó Fani ya con desespero.— Haya sido lo que él haya sido, se acabo. Hoy fue Simon. Mañana puede ser él.
«¿Por que no hoy mismo?», pensó Bartosz y lo pronunciaron sus labios sin decir una palabra.—No creo poder hablarle cómo un ser humano. Verlo así... sería muy estúpido de mi parte zarandearlo.
—Solo acérquense. No pasará nada.
Peter y Bartosz intercambiaron miradas. Bartosz tuvo iniciativa y dio un paso, Peter tras él. Atravesaron la sala y aunque se esforzaron por ser lentos, en menos de medio minuto ya estaban ante el Comandante. Al tenerlos enfrente, Boris vio sus zapatos y alzo la cabeza con cuidado. Se ajusto los lentes y afino su único ojo sano.
—B-Bartosz... Peter.—nombro a sus dos hijos y el viejo dio un quejido. Cruzo sus manos y comenzó a rascarse una a la otra.—Mis muchachos. Unos
hombres ahora.
Sentían que debían decir algo pero nada que no fueran reclamos o gritos se les ocurría. Bartosz estiró su mano y tomó la de su padre. Boris se tranquilizó, dejo de temblar. Miró a su hijo con asombro siguiendo su brazo hasta dar con su rostro. Peter luego, al asegurarse que su viejo padre no era una amenaza, estiró su mano y la unió. Fue entonces que descubrió el rostro de su padre; aquel despiadado, aquella leyenda, aquel endurecido hombre ahora lloraba. Lágrimas eran lo que empapaba su rostro y ya no sudor. Peter sintió lástima por él, muy por dentro, muy profundo.
01 de agosto de 1943
Una noche de verano, despejada y calida. Todo parecía transcurrir con normalidad en la casa Blum, era la misma velada de todas las noches; discuciones, golpes y gritos. La indefensa niña se cubría sus oídos con las almohadas, su mirada de miedo y llanto se enfocaba en la ventana, dónde atravez del cristal observaba las distantes y brillosas estrellas, y si se daba vuelta, al pasillo, por la puerta de su alcoba abierta, veía las sombras de sus padres pelearse a gritos.
—¡¡Que no te das cuenta que ya no te soporto, mujer!!—gritaba el esposo perdiendo la cabeza.
—¡¡Matthias!! ¡Matthias no me hagas esto!!—suplicaba la mujer.—¡No a tu hija! ¡Retractate!
—¡Sueltame de una maldita vez o te arranco las manos!
—¡Cambiaré, dime que debo hacer! ¡Dimelo, Matthias!
—¡¡Quiero que me dejes en paz!! ¡Maldita sea, Inés, te detesto!
Se escucho un suave golpe. Era Inés que había caído de rodillas, humillada y hérida ante su esposo. La joven niña apretaba sus piernas y fruncía sus labios soportando el llanto que la delataria.
Sintió cómo su colchón se hundía por la esquina y fingió estar dormida. La mano de su padre le acarició el rostro y ella sonrió internamente.
—Fani. Cómo te quiero hija.
Y ese gesto, hizo que olvidará el verdadero rostro de su padre; un alcoholico, desobligado y golpeador. Uno que dejaría su hogar y familia, para estar en la guerra. Por que solo así, podría estar lejos de ellas.
Se irían. El predicamento era el siguiente; Peter Rippstein debía salir de su cómoda casa y vida neutral, y ayudar a su patria.
Stefanie empacaba en cajas los retratos y pinturas de la casa. Tomo la foto familiar Blum de sobre la chimenea, enmarcada en un bonito y maltratado marco de madera que su padre había tallado, y lo miró con nostalgia.
—Fani.—le llamo Peter. Quién ya esperaba en la puerta con su última maleta en la mano.—¿Lista?
Ella guardo el marco y cargo la caja con ambas manos.—¿Volveremos?
—Si... Y-ya te dije que si. Es solo un trabajo. Esos no son para siempre.
—¿Y la guerra?
—Tampoco la guerra.
Fani asintió con el semblante decaído.—¿Aún hay mucho tiempo, no es así? Tiempo para... ¿Aun lo hay, cierto?
Peter, nervioso cómo siempre, pensativo y evitativo cómo cada segundo de existencia, raspo el piso con su pie y bajo la vista.—S-si. Queda mucho tiempo. Para todo.
—Para tanto.
Peter asintió. No agregó una palabra más y salió de la casa a dejar la última de sus maletas al portaequipaje, entró al auto y espero a que Stefanie abordará y así marcharse con rumbó a Cracovia.
Ver final de los Rippstein en Jaula de Aves* (capítulos Agnicion–Fisura)
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