Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Nyelvek

NYELVEK

• Nyelvek: Traducción húngara de Lenguas/Idiomas.

16 de julio de 1942

Viena

Faltaban un par de horas para la medianoche, y Rudolf Häusler aún no encontraba nada interesante en ese baldío club nocturno al que no quería ir, pero fue arrastrado por sus compañeros soldados, jurando que se iba a divertir y quizás hasta perder la virginidad, pero eso ellos no lo sabían. Rudolf Häusler se acomplejaba por seguir siendo virgen. Había besado mujeres, las había visto desnudas, pero hasta esa noche seguía sin introducir su miembro en una. Nadie lo sabía, era su secreto mejor guardado. Nadie lo sospechaba tampoco, el General Rudolf Häusler tenía la pinta de ser todo un semental y muy privado a lo que ese tema respecta: no sabía como sentirse al respecto.

Bebía whisky sentado a la barra, muchas muchachas se acercaban a él, pero el rápidamente les perdía el interés y las hacía alejarse con su antipatía.

—¡Ánimo, General, esta es una fiesta!—alentó uno de sus soldados, que ya había conseguido con quien pasar la noche y la tenía por la cintura.—No todo es la guerra.

Rudolf había sido descartado para liderar algunas tropas hacía la batalla para conquistar Stalingrado, el corazón del país soviético. Sus pensamientos pesimistas y de fracaso se vieron turbados cuando a tres copas de la suya estaban dos jovenes mujeres, una rubia vestida de verde y una peli negra vestida de rojo, ambas tratando de quitarse de encima a dos encimosos y ebrios soldados alemanes. Rudolf se empino su trago, dejo el vaso de cristal sobre la barra y bajo de su banco. Se aliso el traje y avanzo hacía su objetivo.

—... solo es un baile, un baile y las dejamos tranquilas, ¿que dicen?—insistían los soldados, con tono lascivo y seguros de que las terminarían convenciendo.

—¿Todo en orden, soldados?—preguntó Häusler a los cadetes.

Los soldados se pusieron firmes ante el General y asintieron lo más sobrios posibles.—Si, General. Sólo estamos...

—Estamos tratando de... de hacer nuevas amigas.

Häusler sonrió un poco y miró a los ojos a la peli negra. Tenía unos ojos verdes, tan verdes cómo las copas de jade que decoraban la pared al otro lado de la barra. Una piel perlada, labios gruesos y pintados con labial rosa, un lunar falso en el pómulo y la pierna izquierda sobre la derecha, dejando ver una cicatriz en la rodilla izquierda.

—Me parece, soldados, que están mujeres no están muy interesadas en ser amigas suyas. ¿Están interesadas, señoritas?

Se dirigió a ellas con caballerosidad, sobresaliendo entre las bestias borrachas y desaliñadas que tenía por compañeros.

Szerintem ő is flörtölni akar velünk.—dijo en húngaro la rubia de vestido verde y ojos azules, dientes grandes y pestañas chinas.

Ambas mujeres se rieron, al parecer ninguno de los tres hombres sabían que decían, pero Häusler lo tradujo, por la mirada que la peli negra le lanzó mientras se reía, que no estaba interesada en ninguno de los dos hombres con aliento a ron y tabaco.

—Es todo, soldados, es hora de que dejen en paz a estas señoritas. Andando.

Rudolf los tomó por los hombros y alejo con cuidado a los soldados de ahí. Los hombres avanzaron cómo juguetes hacía otro lado en el club, en busca de doncellas que si hablaran su idioma y poder enredarlas con sus mejores halagos.

—D-discúlpenlos, hace mucho que no están en  civilización.—se disculpaba Häusler, creyendo que no entendían nada de lo decía, y les hablaba del mismo modo que alguien a un bebé.—¿Les invito un trago? ¿pueden entenderme?

—¿Todos los alemanes son igual de tercos, o solo los que usan uniforme y medallas?—preguntó la peli negra, con una fluidez aterradora. Seguía el húngaro entre sus vocales pero el alemán era casi perfecto.

Häusler se quedó boquiabierto. Se arrimó un banco y se sentó a la barra, en medio de ambas.

—Tres rondas de whisky por favor.

—El mío sin hielos.—pidió la rubia en alemán.

Mientras los tragos eran servidos ante ellos. Rudolf y la peli negra no se despegaban la mirada.

—Y... ¿cómo se llaman?

—Csilla.—se presentó la rubia.—Csilla Nemcová.

Rudolf le tomó la mano, tan pequeña y blanca, y le beso el dorso. La mujer le sonrió y le dió un trago a su whisky.

—¿Y usted?—preguntó a la peli negra.

—Agnes.—contestó, y Rudolf se tatuó el nombre en el pecho con la aguja de la adrenalina que corría en sus venas.—Agnes Horvath.

Rudolf le besó la mano también sin quitarle la mirada de encima. La mujer tomó su vaso y le acercó a Rudolf el suyo.

—¿Y el de usted, "General"?

—General Rudolf Häusler. Para servirles.—se presentó con ambas, pero en especial con una.

La noche de deslizo sobre la barra y dejo a su paso tres rondas de tragos más para la inusual pareja entre una húngara universitaria y un distinguido militar alemán. Csilla Nemcová logró conseguir bailar con un soldado decente que había perdido una oreja en combate. Agnes y Rudolf, no se habían levantado de sus asientos, el tiempo se les fue en conversación tras conversación y breves pausas que el hombre tenía que hacer para charlar con soldados ebrios que le invitaban una copa para brindar por algo nuevo que les ocurría.

—... Csilla y yo escogimos Viena. Nuestros padres, cómo dije, son muy amigos. Hicieron algunos arreglos y bueno aquí estamos.

—¿Que otros idiomas te gustaría aprender?—le preguntó Rudolf, cautivado por una mujer que tenía tanta inteligencia como ambición.

—Alemán fue idea de mi padre. Él cree que será el idioma del futuro, la lengua universal, adiós al dominio inglés.

—Es muy sabio tu señor padre.

—Si se conocieran estoy segura de que se llevarían muy bien.—aseguró imaginando el escenario.

—¿Ah si, porque?

Agnes tenía el coqueteo plasmado en el rostro, tenía una gran sonrisa, las mejillas ya le dolían y quizás era el alcohol en su sistema, pero estaba muy roja.

—Es fanático de la cultura alemana.

—¿Y a que se dedica?

—Es embajador.

Rudolf dió un respingo de sorpresa.—¿De verdad?

—Si. Pero fue hace muchos años, estaba yo muy pequeña.

No podía dejar de contemplar la belleza de esa mujer. Aunque estaba seguro que no era el primero o el último que la veía de ese modo, la joven Agnes Horvath de Hungría y de padre diplomático, de algún modo le estaba dando acceso a lo que muy, muy pocos podían con solo cuatro o cinco tragos.

—¿Se hospedan muy lejos de aquí?—le preguntó Rudolf.

Y en menos de cuarenta minutos que hizo esa pregunta, Agnes ya le estaba practicando felación al hombre sobre la cama dónde la joven dormía en una de las habitaciones de uno de los hoteles más exclusivos de la zona, el Hotel Nordbahn. Rudolf no demoró en dormirse después de que hubo terminado.

La mañana del siguiente día comenzó con una migraña. La resaca por beber whisky y algo de brandy era lo más común que le sucedía en Viena. Despertó con su vestido rojo puesto y bajo las sábanas, con un hombre semidesnudo a su lado y apenas podía recordar su nombre "Ron", "Remus", "Richard", no podía recordarlo exactamente. Alguien abrió la puerta de la habitación, y Csilla entró, con su bolso y sus zapatos de diseñador en las manos.

—¿A dónde estabas, mujer?—le preguntó Agnes, dispuesta a escuchar inmediatamente cómo y dónde pasó su amiga la noche.

—¡Fue una locura! ¿Viste al hombre con el que bailaba...? Le faltaba una oreja. Olvide su nombre,

—Yo también olvide el de este soldadito.—susurró entre risas y señalando al hombre que dormía boca abajo en su cama.

Csilla lo miró sobre el hombro de su amiga y se cubrió la boca con la mano para evitar despertarlo.—¡Maldita, y dijiste que no lo harías!

—No hicimos gran cosa. Se quedo dormido después de que... ya sabes.

—Que asco.—gesticuló repulsión y luego se rió.—¿Y no recuerdas su nombre? ¡Nos quito a dos zánganos de encima y nos invitó tragos! El General Rudolf Häusler.

Agnes lo recordó entonces. Se pasaron toda la noche juntos y había olvidado su nombre, imperdonable.

—Rudolf Häusler.—repitió para esta vez memorizarlo.—Interesante nombre.

El hombre se movió un poco bajo las sábanas, pero solo fue para ponerse mas cómodo.

—Bueno, iré a darme una ducha. Apesto a tabaco. Vuelve con tu soldadito.

Csilla entró a la ducha. Agnes miró al hombre, suspiró y entró al vestidor para buscar ropa mas cómoda que ponerse.

17 de noviembre de 1935

Potsdam

Era domingo para el Señor. Mara, Miriam y Rudolf asistían ocasionalmente a la iglesia para rezar, escuchar la misa y diezmar. No eran una familia que se hiciera notar, no platicaban con nadie y solo lo hacían cuando tenían que "dar la paz". Durante las liturgias y los coros, Rudolf buscaba con la mirada, levantando el cuello, a su amigo Ulrich Stein que no acostumbraba a faltar ningún domingo junto a sus padres. Al final de la misa, la familia Häusler salió sin detenerse a platicar con alguien, pero una hermana de la comunidad detuvo a Miriam y a Mara para contarles de los talleres sabatinos de cocina y música a los que podían asistir ellas o Rudolf. El chico mientras seguía buscando a Ulrich, pero no lo veía por ningún lado.

—Las esperamos la siguiente semana, hermanas. Dios las bendiga.—se despidió la mujer de Miriam y Mara.

—Dios la bendiga.—se despidió Mara.

Miriam se giró y vió a Rudolf imperativo por hallar a alguien.—¿A quién buscas?

—A Ulrich.—respondió de inmediato sin mirar a Miriam.—No lo veo por ningún lado.

—¿No esta aquí?—se preguntó intrigada. Miriam también disfrutaba en silencio al ver a James Stein y hacer enfadar a Selma Stein, cuando ambos se miraban.—Que raro.

—Ulrich no es de faltar...

—¿Ulrich Stein?—se entrometió un señor alto y voz gruesa.—¿El hijo de James, de fábrica Kux?

—Si.—respondió Rudolf, ese hombre sabía algo.—Él. ¿Esta aquí?

—¿No lo supieron? El señor Stein y su esposa fallecieron.—respondió arrugando el entrecejo.

Rudolf y Miriam pusieron la misma expresión de confusión y miedo.

—¿Cómo que fallecieron?—se apresuró Rudolf a preguntar.

—¿Q-qué, cómo sucedió?—preguntó Miriam.

El hombre pareció incomodo con la pregunta.—Bueno... al parecer fue... escuchen, el padre no lo dijo en la misa porqué, al parecer, todo fue obra de... del muchacho Stein.

—¿De Ulrich?—preguntó Rudolf confundido.

—¡Oigan, no sé nada en realidad, solo es lo que se dice por ahí!—espetó el hombre angustiado, como si estuviera implicado, asustado.—¡Si quieren respuestas, vayan a lo de ellos o esperen al periódico!

Rudolf no lo pensó más y comenzó a correr.

—¡Rudolf, Rudolf!—le gritó Miriam mientras el joven se alejaba a toda prisa por la acera.

No se detuvo a descansar, la casa de su amigo Ulrich Stein era su destino. No se permitía una pausa. Mientras corría esperaba que la noticia fuera falsa, pero por algún extraño motivo, tenía la sensación de que ya no estaba respirando el mismo aire que Ulrich. Presentía que su ligera y aveces desapercibida presencia ya no existía. Después de correr tanto, con la garganta seca y el corazón galopando, llegó a Behlertstrasse 6: estaba rodeada de tablones y policías. Todo era cierto. Algo había sucedido en la mansión Stein, de muros y columnas color arena.

Vió a un hombre que se le hizo familiar. Estaba en la última fiesta de cumpleaños del chico, usaba un sombrero y bastón, fumaba y estaba recargado en el cofre de un auto negro, contemplando la mansión.

Rudolf se acercó a él, con los pies pesados y el estómago revuelto. Aclaro la garganta y se detuvo ante la presencia del viejo.—¿U-usted es familiar de Ulrich?

El hombre se giró para ver al muchacho. Era muy alto y tenía un bigote encanado.—Buen día jovencito. ¿Cómo estuvo la misa?—preguntó el hombre con la voz ronca, muy extraño, quizás estaba en trance.

—Co-cómo siempre, señor.

El humo de su cigarrillo entraba por las fosas nasales de Rudolf y el no podía hacer nada, cubrirse la nariz, cómo lo hacía en casa cuándo Miriam fumaba, podría verse grosero, así que solo trataba de contener la respiración.

—Acaban de llevarse a mi hijo y a mi nuera en una camioneta hacía la morgue.—dijo el señor, la voz impostada.—Y a mi nieto, Ulrich, en una patrulla hacía el cuartel. ¿Es a él a quién buscas, cierto?

Rudolf asintió con miedo. Tenía las lágrimas a punto de escurrir por sus ojos, por ese instante olvido el odio y asco que le tenía al hedor del cigarro, apretó la quijada y volvió a abrir los labios.

—¿Q-qué sucedió?

El hombre caló a su cigarro y soltó el humo segundos después.—El chico enloqueció. Anoche, cenamos, él no probó bocado. Se fue a dormir, aparentemente. Yo me recosté poco después de acabar con mi postre: un strudel de manzana, a Linda le quedan exquisitos.—narraba el hombre.—Cuando desperté en la mañana... Ulrich desayunaba en el comedor... sin sus padres. Se me hizo raro pero no extraño. Linda pegó un grito desgarrador, cómo si hubiera pisado un vidrio. Ulrich no reaccionó. Linda bajo y me dijo a la cara: "El señor y la señora están muertos", con los ojos apunto de escapar de sus cuencos. "Llama a emergencias", le dije. Ella corrió a buscar ayuda. Subí, en su recamara estaba mi nuera, Selma, llena de sangre y la nuca destrozada, con medio cuerpo sobre su tocador, la sangre chorreaba por los bordes.—Rudolf estaba absorto, se preguntaba si esos mismos detalles se los dió a la policía, o si era el primero al que se lo contaba, cómo sea, no parecía tan aterrado.—Avance al estudio de mi hijo, estaba igual que Selma. Yacía en el suelo, con la espalda escarlata y la cabeza molida a golpes.—el hombre se tomó una pausa para respirar. Caló por ultima vez a su cigarro y lo arrojó al suelo.—La ayuda llegó al poco rato. De algo nos sirvió el apellido. Fueron brutalmente atacados con un cuarzo de obsidiana. ¡Un cuarzo de obsidiana! ¡El mismo bloque que le regale a mi nieto Ulrich, en su último cumpleaños!—gritó asombrado. Rudolf recordaba el momento en que Ulrich reveló el regalo de su abuelo, era un bloque de obsidiana de unos cinco o seis kilos—¡Un hijo mató a sus propios padres con un bloque de obsidiana, los golpeó hasta la muerte! ¿Cómo fue posible? ¿Cómo pudo tener tanta fuerza para hacerlo sin haber cenado absolutamente nada?

El hombre volvió a su posición sobre el cofre del auto, sacó su cigarrera del bolso del pantalón y sacó uno nuevo.

—¿Dónde esta Ulrich?

—Ya te lo dije, en el cuartel.—respondió y encendió su cigarro.—Por cierto, soy Elliot Stein.—se presentó sin estirarle la mano para estrecharla.—¿Fumas?

—No, señor.

El hombre asintió.—Haces bien, muchacho. Ahora anda, ve con ese desgraciado antes de que yo lo vea y lo asfixie con mis propias manos.—dijo el
hombre hablando de su nieto Ulrich.

Rudolf reviso su traía monedas para el tranvía en sus bolsillos, y corrió hacía la estación más cercana. Miriam y Mara llegaron en tranvía, y se encontraron a Rudolf en el camino pero él ya se dirigía a la estación directo al cuartel de policía.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro