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Nocturnos

NOCTURNOS

29 de junio de 1923

Ya hacía dos días desde la exitosa visita de Sara Antczak a la casa de su prometida suegra Emma Wosniak en el claro de un abandonado valle lejos de la urbe varsoviana.

La señora Semele Antczak le ayudaba a ponerse los tubos para los risos por toda la cabeza de su joven hija, mientras ella se desmaquillaba el rostro con esponjas de algodón remojadas en algún oleo.

—Debe ser muy tranquila la vida en un valle como ese...

—¡Esa pocilga! Es porque tu no estuviste ahí, mamá.—repuso Sara arrugando el gesto y con un tono desdeñoso.— Enserio fatal. Mil veces prefiero aquí.

—¿Y si Friedrich tiene la idea de irse a vivir allá? O cerca...

—¡Pues se habrá vuelto loco! No lo hará. Su vida esta aquí... se esta matando estudiando para darme una vida digna y para la familia que planeamos tener.

—Familia.—repitió Semele con añoranza. Se imaginaba a sus futuros nietos sofocándola con tantos abrazos y a ella llenándolos de caricias.—Oh, Sara, no sabes lo feliz que estoy por ti. Tu padre hizo bien en darle posada a Friedrich después de que el señor Osinzkí lo recomendara... Dios te envió al hombre indicado. Me gozo en que te hayas preservado para él. Están enamorados, comprometidos, ah que suerte la tuya, hija, tienes mucha mucha suerte.

Sara lo sabía. Sabía lo que tenía en sus manos y no dejaría que su futuro se le escurriera entre los dedos. Lo atenazaría con todas sus fuerzas y hasta dónde sus posibilidades lo hicieran posibles.

—¡Listo!

Anunció Semele que la cabellera castaña de su hija ya estaba repleta de tubos para que a la mañana siguiente tuviera unos caireles preciosos para la cena organizada por la UEK a la que Friedrich cordialmente invito.

—Gracias, mami.—agradeció Sara palpando los tubos de su cabeza con ambas manos.

—Bien. Ahora...—se levantó de la cama y aliso su vestido.—Iré a atender a su padre.

Semele salió no sin antes apretarle una mejilla a su hija Nora, que había visto y escuchado todo el proceso en silencio desde la cabecera de la cama con la luz cálida de una lampara golpeándole el perfil derecho.

—Quita esa cara, Nora. Ya llegará alguien que te quiera y te prometa las estrellas como a mi.

—No lo mereces.—repuso muy firme.—No mereces nada de lo que te esta pasando.

Sara arrugo su gesto y giro su cintura para ver a su hermana a la cara.—Envidiosa; eso es lo que eres. Mueres de envidia...

—¡Es increíble tú cinismo, Sara! ¡Lo sabías!—gritó.—¡Sabías mi afinidad a Friedrich, te lo confesé y te entro la maldita buena idea de querer meterte con él!

Sara negó con la cabeza, aunque en cierta parte era verdad.—¿De verdad crees eso? No, no, Nora. Friedrich se me hizo encantador desde que lo conocí, pero... si, lo admito, no planeaba esforzarme en seducirlo hasta que me dijiste que también te gustaba. Debes entender que entonces me entro el sentimiento de quererlo solo para mi. No podía dejar que ganaras.

—¡Toda la vida has ganado tú! ¡Era mi hora de ser feliz, la hora en la que yo podía ser la primera en algo! ¡Friedrich llego aquí para mi y me lo arrebataste, sucia perra!

—¡Cierra tu maldita, Nora! ¡Yo no te robe nada! ¡Si en tu vida nunca has conseguido nada es porque jamás te has esforzado en conseguirlo! Esa es la enorme diferencia entre tu y yo; una de tantas... que yo si obtengo lo que quiero. Todo lo que quiero.

Sara se levanto de la silla y antes de salir de la habitación le apretó la mejilla a Nora, ella reaccionó y le lanzó un manotazo llena de rabia. Sara se fue y Nora se derrumbó en la cama con el corazón destrozado y comenzó a llorar.

10 de mayo de 1943

El trabajador social subió las gradas y toco al ancestro timbre. Se escucho la cerradura abrirse y una cadena desprenderse de la puerta, lentamente se abrió dejando al descubierto el rostro de una mujer.

—¿Erna Sattler?

Asintió.—Si, soy yo.

El trabajador sacó de su valija una carta importante.—Esto es para usted.

Erna la tomó tras quedarse en seco unos segundos y la abrió enseguida con sus dedos larguchos.

—¿Qué es esto?—preguntó con desdén mientras la leía anonadada.

El trabajador suspiró.—La señora Inés Blum conjuntamente con su madre Jacqueline Heller y el tribunal, le ordenan pacíficamente que acepte la petición en la que se decreta que la parte de la pensión no reclamada de su padre Baldwin Sattler sea cedida a ellas sin reclamó.

Frunció el ceño con mucha más confusión mientras seguía sosteniendo el papel.

—¿Y con que derecho?

—Con el respaldo que la Sra. Blum es hija biológica del señor Baldwin; su padre.

Abrió sus ojos ante los bombardeos de noticias y revelaciones.

—Sra. Sattler. La corte la espera el día 26 con su trabajadora social y un abogado si así lo desea—dio una corta reverencia—, con su permiso.

Erna cerró la puerta muy confundida, su rostro pálido quedo estático en una expresión atónita.

19 de agosto de 1925

Las vacaciones era como siempre para el más joven de los Rippstein. Sus hermanos tenían trabajos remunerados que los enviaban lejos de casa casi todo el día, mientras el solo ayudaba a la granja, a la siembra y a su madre. Aquella tarde, horas antes de que sus hermanos y el Comandante llegaran, Peter decidio hablar con su madre. Ella destendia la ropa del patio, usaba sus arapos para lavar color beige, tenia sus mangas remangadas. Su cansancio se veía en su respiración y el sudor que le escurría de la frente.

—¿Ya casi acabas?—preguntó Peter usando su sombrero de paja y con las manos en sus bolsillos.

Gerda resoplo.—¿Ya cepillaste a la yegua de tu hermano? Se molestará, asi que ve.—ordeno muy apurada como para detenerse y hablar.

Gerda se fue al tejado y tiro la ropa seca a una tina más grande.

—Mamá.—le llamo Peter.

Ella suspiró.—¿Necesitas algo?—volteo a verlo—¿Que te pasa?—camino a él y le comenzo a tomar la temperatura con su mano—¿Estas enfermo?

Peter le tomo la mano.—Mamá...

—Si me vas a decir algo... dilo ya. Estoy muy ocupada, todavia me falta preparar la mesa y me estas quitando mucho tiempo...

—Me gustan los niños.

Confeso Peter enmedio de las quejas de su madre. Gerda quedó estática, fría, cómo si Peter le hubiera confesado que asesino a alguien.

—¿Q-que dijiste?—murmullo.

Peter trago sáliva y bajo la cabeza avergonzado.—Quisa... me equivoque, espero que sí, en verdad. Pe-pero... no sé, yo... me siento tan confundido. Mamá ¿me entiendes?—sus ojos comenzarón a humedecerse.

Gerda le apreto los hombros y lo abrazo. Peter no esperaba ese gesto viendo la gravidez de la confesión.

—Te entiendo, hijo.—susurro Gerda emotiva.—Gracias por decirme.—se separo y le limpio las lagrimas a su hijo con su mano.—Y no bajes la cabeza... que no te avergüence amar, ¿entiendes?

Con más aire de seguridad, Peter sonrió y se dejo acariciar por su madre unos segundos hasta que ella recordo el tiempo que tenia encima.

—Tengo que seguir con mis deberes.—dijo ella y levanto su balde.

—Yo te ayudo con la mesa. Si quieres, claro.

Ella sonrio y acepto.—Bien. Gracias. Y que el comandante no te vea así.

Peter se limpio las lagrimas y fue a acomodar la mesa. Gerda se fue a sus tendidos, descolgo la camisa de Boris y recargo su frente en sus manos contra el tendedero.

Boris no llegó con sus hijos como de acostumbre. Solo ellos y Gerda cenarón pero Boris no llegaba. La tarde llegó, y solo les quedaban unas horas de tranquilidad tanto para Gerda cómo para Peter de su padre. Después de que cenaran, Peter salió a casa de los Wosniak, y salió a dar un paseo con Aleksander por el lago.

Aleksander lanzó una piedra hacia el lago y esta reboto cuatro veces hasta el final hundirse.—¡Viste eso!—grito emocionado y levantando otra piedra pequeña.

—He visto mejores.—susurró sonriendo.

La luz del atardecer iluminaba a Peter, y esa misma luz deslumbraba en las paciguas aguas del lago. Aleksander tiró la piedra.

—Peter.—susurró.—Y-yo...

—Le conté, a mi mamá.—confesó.

Aleksander suspiró boquiabierto y corrió a Peter, se tiró de rodillas junto a él y le apreto la rodilla.

—¿¡Q-que hiciste, qué!?

Peter se ruborizo.—Le dije... la verdad, de... como me siento, de que siento.

—¿¡Y que te dijo!?

Peter volteo al lago.—No lo que esperaba.

—¿Quieres decir qué esta... bien?

Peter asintió.—Lo está.

Aleksander solto una carcajada de felicidad.—¡Fantástico!

Tomo a Peter de las manos y lo hizo levantarse.

—Em, A-Aleks... ¡calmate!

Gritaba entre risas pues el joven Wosniak lo llevaba de las manos hacía el lago.

—¡No puedo! ¡Peter, no te das cuenta! ¡Tu madre aún te ama! ¡Deberías estar feliz!

—Lo estoy...

—¡No, no es cierto! ¡Pero yo sé como hacerlo!

Los pies de ambos estaban sumerguidos en el lago. Aleksander lo salpico con agua y entonces Peter sonrió. Se empaparon el uno al otro, poco les importaba que la noche había asolado ya el valle. Después de varios minutos, era hora de volver a casa. Caminaron en la silenciosa oscuridad tomados de las manos y por separados tiempos chocaban sus hombros. Peter tenía en su rostro una enorme y antinatural de él sonrisa. Estaba feliz.

—Bien... aquí nos separamos. Unas horas.—dijo Aleksander estando ambos a la puerta de la casa Rippstein.

Peter paso saliva.—Si. Unas horas.

Sus manos seguían juntas. Aleksander humecto sus labios, sentía en los dedos de Peter un nerviosismo, así que fue cuidadoso y se acerco poco a poco a él, luego pego sus labios a los de él, Peter apretó su mano con fuerza y luego se alejaron.

—Te... veo mañana.—dijo Peter exaltado y le solto la mano.—Buenas noches.

Abrió la puerta de prisa.

—Adiós. Te...—Peter cerró la puerta muy rapido y dejo a Aleksander hablando solo—... quiero.

Se fue. Y ningúno de los dos noto, que Gerda Rippstein vió todo desde su ventana, cuya alcoba tenía las luces apagadas.

Unos minutos después, Peter dormía, Bartosz y Simon llegarón exhaustos del camino y cayeron fatigados en sus camas luego de cenar comida fria.

Peter y su madre, se habían dirigido la palabra muy poco el resto del día. Sabia que tenía que decirle algo a su hijo, midiendo la intimidad de la confesión, una confesión que le puso las entrañas a rugir de nerviosismo. Peter se sentía igual, ya no estaba tan seguro de si lo que hizo fue correcto, a sabiendas de lo perturbada y controlada que estaba su madre, ¿que le impedía contarle al Comandante Rippstein los sentimientos encontrados de su hijo menor? Al Comandante, que no obtuvo ese título por nada de no ser por su alto sentido de la sospecha y su persuasión.

Esa noche. Peter no pudo cerrar los ojos en absoluto, los cerraba y veía a Aleksander Wosniak, los abría y cerraba de nuevo y veía la fusta de su padre molerlo a golpes en el suelo de su habitación, con su madre llorando en la puerta, culpable.

Tenía claustrofobia y un ataque de ansiedad inenarrable. Se aferro a sus sabanas y se cubrió hasta la nariz con ellas, dejando al descubierto sus aterrados ojos. La luz del pasillo estaba encendida, siempre se mantenía así. Vio, por el espacio entre su puerta y el suelo como una sombra se detuvo frente a ella. Peter pensó en lo peor. No estaba listo para morir de un derrame a causa de la furia de su viril y sádico padre. No eran una familia religiosa, pero en ese punto, Peter comenzó a rezar, en voz muy baja y con un nudo en su garganta que se transformaba en gimoteos de llanto igual de silenciosos para no despertar a sus hermanos quienes dormían muy placenteros. Peter notó todo muy calmado, se relajo y bajo las sabanas de su cara. La sombra seguía ahí, pero luego continuó su camino.

Peter suspiró, y cerró los ojos. Pero luego pensó, ¿si no era su padre quién venía a machacarlo, y qué nunca salía de la cama a esas horas si no era con un rifle y a pasos de tambor? ¿Quien era? Solo se le ocurrió su madre. Solo Gerda puede caminar tan pacifica por la casa, tan melancólica y sin prisa.

Se asomó a su ventana y pudo verla. Gerda Rippstein, en su bata azul claro en camino a las entrañas del bosque. Primero pensó que iría a ver a su buena amiga Emma Wosniak, pero iba en dirección equivocada. Se dirigía al bosque, eso es seguro. No llevaba quinqué ni nada con que alumbrar, Peter tuvo miedo entonces, pero prefirió volver a la cama, no quería enfrascarse con su madre aún más. Lo mejor era dejarla ir a aclarar su mente y luego darle los buenos días cuándo el sol apareciera y estuviera ella tras el fogón calentando el desayuno.

Gerda Rippstein parecía en trance, su bata se atoraba en ramas que parecían dedos flacos, podridos y torcidos de los árboles. Escuchaba los animales nocturnos trinar entre el follaje de los árboles. Pisaba hojas secas y tropezaba con piedras que no podía percibir sin una luz que la guiara. Camino y camino, hasta llegar al lago. Tan sereno, con la luna reflejada en sus frías aguas. Un venado bebía de él al otro lado. Gerda lo aprecio, sonrió mientras lo hacía, hasta que el venado le notó, se irguió en sus cuatro patas mientras el agua le chorreaba por la nariz. Gerda no dejo de admirarlo, las lágrimas se le encharcaron en los ojos, una a una le escurrían por los pómulos. Mostró sus dientes en forma de una gentil sonrisa, parecía fuera de si. Metió ambos pies al agua y fue ahí cuando el venado huyo dando saltos. Gerda se quedó quieta. Miro abajo, el agua le llego a media pantorrilla. Luego miro arriba, el cielo nocturno, con puntos brillantes al rededor de la blanca y enorme luna. Le sonrió al cielo estrellado y dio más pasos. Y más pasos. Hasta que el agua le inundó el cuerpo hasta el pecho. Ahí se detuvo. Un minuto más. Unos segundos más para contemplar el paisaje silencioso y oscuro. Exhalo, apretó sus párpados y se sumergió. Los segundos se hicieron minutos, hasta que las burbujas dejaron de subir, y la bata azul emergió inmóvil hasta la superficie, sin darle la cara al cielo estrellado, Gerda yacía sin vida, flotando en las tranquilas aguas del lago en medio del bosque.

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