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Metanoia. Parte 3

METANOIA
TERCERA PARTE: FUHRMANN Y LOWENSTEIN

"Nada más grueso que la hoja de un cuchillo que separa la felicidad de la melancolía."

-Virginia Wolf

19 de octubre de 1916

Se oían los picos golpear las paredes del túnel, todos ahí dentro se sentían abrazados por el calor del cansancio y de sus cuerpos, la falta de aire hacía a muchos regresar a fuera por un poco de respiración.

—Esperen, esperen.—susurró Theodor Schön alerta.

Los demás hombres dejaron de golpear, pero aún se oían similares ruidos; alguien más estaba excavando.

—Por Dios.—susurró aterrorizado otro de ellos al ver la pared de tierra y piedra frente a ellos desmoronarse.

Apagaron los quinqués y en lugar de correr a la salida se armaron de coraje y tomaron cuchillos, picos y rocas.

—Lukas...—le llamó al que estaba más cerca del limite—, camina hacía mi, sin hacer ruído, queremos tomarlos de sorpresa.

Lukas Lowenstein retrocedío, la calma que había los ponía nerviosos y aceleraba sus látidos. Consumido por la impaciencia, y al ver que la capa de tierra cada vez era más frágil, uno de ellos corrío a ella y la golpeo callendó al otro lado dónde los mineros del otro bando hacian su trabajo.

Se quedó en silencio, intermabiarón miradas, el hombre que se arrojó tomo su cuchillo y lo clavó en la pierna de uno de ellos.

—¡Matenlos!—dijo alzando el pico y dejandolo caer en la espalda del que le había clavado el cuchillo.

Un grito a coro se expandió. La falta de luz era un problema en em enfrentamiento, tenían que tocarse las hombreras para identificarse.

Se oían las rocas golpear, los cuchillos penetrar y los picos perforar. Pisaban cuerpos  y se tropezaban con escombros.

Theodor logró ver a Lukas, estaban distanciados. Un hombre lo tomó por el cuello.

—¡No!—gritó Schön y uno de sus compañeros lo detuvo.

El hombre no tuvo piedad y golpeo la cabeza de Lukas con una piedra, lo derrumbó y continuó haciendolo.

—¡Hijo de... desgraciado!—Theodor sacó su arma escondida y disparo a aquel despiadado y a los demás que no estaban detrás de él al fondo del túnel.

23 de octubre de 1919

Lucca

La ciudad amurallada con verdes jardines. Con edificios tan o más viejos que ella. Edificios de la era Medieval y Renacentista aún de pie y dándole un baluarte importante a tan histórica y estilista ciudad.

Winifred Lowenstein fue notificada a media hora del día, que el colegio dónde sus hijos llevaban apenas dos semanas de estadía; solicitaba por tercera vez su presencia ante la coordinadora. La señora Lowenstein no llego al instituto hasta media hora más tarde de lo acordado. Su excusa fue el mal manejo de horario al que aún no se acostumbraba.

—Creí que había sido muy clara. Que todo ya estaba por sentando tras nuestra última reunión, Sra. Lowenstein.— la voz de la coordinadora era igual de serena que su nombre: Serena Lorusso. Rondaba entre los treinta años, era rubia, de rostro afilado, usaba lentes de armazón de diamante. Usaba un traje naranjado muy elegante. No dejaba de jugar con su bolígrafo entre los dedos.

Winifred Lowenstein tenía la mirada quieta en el elefante de cerámica sobre el escritorio que la separaba de Lorusso. De cabello rizado y castaño claro, corto hasta los hombros y alborotado. Sus ojos, de un marrón claro, reflejaban su tristeza, arruinados también por las ojeras bajo ellos. Ocultaba sus manos dentro del dobles de su falda y bajo su bolso.

—Y así fue. —hablo con su tono de voz tan tranquilo y vacío.— Reprimí a mi hijo.

—He recibido tres reportes en dos semanas de Erich. En solo dos semanas, sus primeras dos semanas.

Lorusso no entendía muy bien las expresiones tan tensas en el rostro de Lowenstein. Parecía perdida, e incluso intuyó que estaba ebria por la manera en que sus ojos buscaban algo que no en su oficina. Wini se rasguñó los muslos con sus uñas y se irguió.

—Debe entenderlo. Es un joven herido. Vera, perdió a su padre en esta... guerra. Él y su hermana perdieron a su padre, y yo a mi esposo. Y junto con él, nuestra vida en Alemania.

—¿Italia, Lucca, les pareció un buen lugar para un nuevo comienzo?

—Yo nací aquí. Debió conocer a mis padres, Eckhart y Asunta Demuth.

Serena torció los labios.—No los conozco. Lo siento.

Wini se hizo pequeñas en su asiento y carraspeó su nariz.—Erich en especial era muy cercano a su padre. Su partida lo dejo deshecho. Muy cambiado. Nada ha sido lo mismo desde que... no ha sido lo mismo.

—La guerra arrebato vidas a todo el mundo, Wini. ¿Puedo llamarla Wini?— hizo una pausa y retomó la palabra cuando Wini asintió con la cabeza.— Me incluyo. Esa guerra me dejo viuda.

—Lamento escucharlo.

—Pero los que quedamos debemos continuar, Wini.— dijo exasperada.— ¡No puede quedarse estancada en su depresión! Piense en el mal que le hace a sus hijos el que usted se mantenga así.

—¿No se trataba de Erich esta reunión?

—Lo de su hijo ya se resolvió, señora.— admitió muy firme.— Ahora hágase ver usted. ¿Esta feliz con la vida que ahora tiene? Por supuesto que no, la entiendo. Pero debe salir de ese agujero. No ayuda en nada a Erich y Charlotte que su madre se este despedazando en sus propias caras, y ellos no solo deban lidiar con su duelo si no también con su miserable madre. No me parece justo, y creo que a usted tampoco si de verdad le importan.

Wini se quedo fría. Totalmente sin habla en su silla. Cada palabra fue certera.

—Lamento mi emoción, Wini. Pero...

Winifred Lowenstein se levantó y alisó su falda.— Agradezco la preocupación, Serena. Lo tomaré en cuenta, muchas gracias.

—¡Wini!

Serena de puso sobre sus pies. Pero Winifred Lowenstein no estaba dispuesta a escuchar más reclamos. Sacó un cigarrillo de su bolso y lo encendió a medio pasillo del colegio.

—¡Disculpe, no puede fumar adentro de las instalaciones! —alegó un docente de gafas.

—Váyase al diablo.— respondió dándole la espalda y continuar su camino.

En los escalones que dirigirían al atrio del colegio, Charlotte Lowenstein, la forasteras alemana que no dominaba el italiano aún; se rompía la cabeza tratando de entender las instrucciones de la página de su libro de tareas. Sobre el muslo estaba el libro y sobre él su diccionario.

—"Pregunta a tres adultos mayores de tu comunidad, ¿cómo era la vida de la localidad en su infancia ?".—redactó las instrucciones una voz masculina, una gentil y algo ronca.—"Luego... compara sus respuestas con tu criterio". Es bastante sencilla, de hecho. No tienes que visitar a ningún anciano.— el joven de uniforme bien alisado bajo el escalón y se sentó junto a Charlotte Lowenstein.

—Eres tú.—dijo ella, sonriendo. Ya se habían visto hace unas horas.—No me dijiste tu nombre.

—Nicolas. Nicolas Fuhrmann.

Lowenstein le ofreció su mano para que Fuhrmann se la estrechará. Lo cuál si hizo.—Charlotte.

—Un placer.

Se sonrieron. Volvieron sus manos y Charlotte cerro sus libros.

—¿Tu hermano esta bien?

Suspiró.—Te miento si respondo que "si".

La curiosidad la invadió y arrugó su frente.—¿Si lo golpeó fuerte?

—No, que va. Llegaste justo a tiempo. De no haberlos separado, Erich le hubiera arrancado la oreja a mordidas.

—¿Es... agresivo?

—Es forastero. Igual que yo, igual que mi madre.—recogió sus piernas y recargo sus brazos en sus rodillas.—No es una mala persona. Solo que... no sabe cómo lidiar con las emociones fuertes, y deja que su instinto y dolor lo hagan elegir este tipo de acciones.

—¿Pues que sucedió? S-sin ser entrometido.

Charlotte se rascó la nariz y miró arriba.—Mi papá murió. En una excavación... era soldado, pero antes de eso era sastre, y también era padre y esposo. Mi padre. Eramos una familia encantadora, si sacas de escena a mis abuelos con sus problemas y rencillas. Erich y yo lo adorábamos, y él a los tres por igual. Pero a mi hermano... su partida le dolió más que a nadie. No sé cómo ayudarlo.

Nicolas se quedó pensativo. Miró a Charlotte entristecerse de un segundo a otro, bajo su gris mirada y carraspeó sus fosas.

—Y-yo... también perdí a mi padre.

—¿En la guerra?

—En la guerra.—respondió también tomando un tono melancólico.

—Que horrenda coincidencia.—ese comentario les dió un respiro.

—Si. Una muy mala.

Se miraron fijamente a los ojos. Luego Nicolas abrió los labios.— Te ayudaré co tu italiano, si gustas.

Sonrió una vez más. Con los pómulos rojos asintió.—Me encantaría. Gracias.

—En cuánto a tu hermano, bueno. Yo recomiendo que se una a algún grupo de arte.

—¿Cómo a cuál?

—¡Están en Italia! ¡La cuna del arte! Hay de todo aquí. Tantas opciones y ninguna es mala ni menos.

—¿Estás en alguna?

—Teatro. Llevo un par de meses pero... ha sido de gran ayuda. Te ayuda a despejarte. Me ha sentado muy bien.

Charlotte lo pensó unos segundos.

—También creo que lo necesitas. No sólo porque tu hermano estalle y tu no, quiera decir que no sientas algo. Un vacío ahí dentro.

—Has sido de mucha ayuda hoy día.

—Espero que sigamos en contacto.

Antes de que Charlotte contestara, una voz llamo su atención.

—Charlotte.— su madre estaba tras ella. Y a un costado, su hermano, el famoso Erich Lowenstein, con un ojo morado y las manos en los bolsillos. Su mirada a diferencia de la de Charlotte no era la de alguien motivado, ni la de él ni la de su madre.—Hay que irnos, ya.

—M-mamá. Él es Nicolas Fuhrmann. El joven que ayudo a Erich.

Ambos se pusieron de pie. Fuhrmann le extendió la mano a la Sra. Lowenstein y ella la estrechó.

—Mucho gusto.

—Winifred Lowenstein, mucho gusto. Gracias por tu ayuda. Erich, agradece.

Erich le clavo la mirada a Nicolas y forzo una sonrisa.—Aléjate de mí.

Fue lo único que dijo para luego salir del círculo e irse. Wini lo dejó marcharse.

—Le hable a Charlotte de...

—Fuiste de mucha ayuda.—Wini sacó algo de efectivo de su bolso y se entregó. Lo metió en su mano.—Hasta luego. Andando, Charle.

Charlotte y Nicolas se despidieron con la mirada. Y ella se alejo. Nicolas se quedó observado cómo la familia Lowenstein partía.

Nicolas Fuhrmann llegaba a casa en bicicleta. Una de marco azul y ruedas de caucho grandes. Tenía una cesta de metal en el manubrio y con frecuencia la cadena se desprendía, teniendo Nicolas qué hacer frecuentes paradas para arreglarla.

Llegó a casa luego de sus clases de teatro. Con una buena historia para contarle a su hermana Hermaine, cuya salud no era favorable desde hace días y se quedaba en casa a descansar.

Su hogar, era una renta que su madre consiguió junto a las taquillas del tren. Su madre trabaja allí y él también en sus días libres: en la taquilla, o limpieza en la estación.

Al llegar a casa, su madre y hermana estaban en la sala, una con muebles propiedad de la renta muy ambiguos y percudidos. Hermaine le masajeaba los pies a su madre, había pasado las últimas tres horas de pie en la taquilla, fue un día muy ajetreado. Sabine Fuhrmann se cubría la cara y por lapsos se quejaba, puesto que Hermaine había atinado en su nervio.

—¿Fue un buen día? ¿mamá?

Sabine se descubrió la cara y lo miró con desdén levantando un poco la cabeza.—Al fin llegas. ¿Dónde estabas?

—Tuve teatro.

—"Teatro".— repitió con repulsión.— Perdida de tiempo y dinero. Acabo de salir de una jornada de tres horas: sellando, poniendo buena cara y tolerando turistas y locales fastidiosos y tú... tú jugando a ser actor.

Hermaine Fuhrmann estaba callada. Ni un sonido. Parecía muy concentrada, o sometida, a su labor de todas las tardes.

—Iré a recostarme.

—Si, debes estar muy cansado.— Sabine ya estaba apunto de dejarlo ir, hasta que una cosa más se le vino a la cabeza.— ¡Espera!

Nicolas se detuvo. No quería oír más reclamos ni quejas. Pero justamente para evitar problemas mayores obedeció y volvió a su madre.

—Alguien me contó lo qué pasó hoy en el colegio. ¿Tuviste una pelea?

—Yo no. Uno nuevo. De Munich, me parece. Tuvo una discusión y terminó en pelea.

—¿Ah si?—alejo a Hermaine de sus pies con un manoteo al aire. Hermaine se hizo atrás y Sabine se sentó en el sofá, con una despectiva mirada.—¿Y tu que tenias que ver?

—Lo ayude...

—¡Jaja!—una sarcástica carcajada fue lo que Nicolas logró sacar de su madre.

Sabina Fuhrmann movió su gran cuerpo de lado para poder apoyarse en sus pies. Usaba un largo vestido marrón, se dejo su cabello suelto, no era ondulado, solo que peinarlo le daba gran pereza. No era una mujer bella, ni carismática. Su viudez la hizo amarga y sin un motivo para pasar un poco de maquillaje por su rostro.

—El héroe. —lanzo otro sarcástico comentario.

—¡Ese tipo era mas grande que él! ¡El chico ni siquiera sabe italiano!

—¡Su problema!— escupió.—Pero me equivoqué. Tu no eres un héroe. Los héroes... no cobran en efectivo.

Nicolas no entendió a la primera. Tuvo que hacer memoria antes de su teatro para recordar cómo Wini Lowenstein le había plantado efectivo en el puño antes de llevarse a sus hijos de vuelta a casa. Metió su mano al bolsillo, y saco tal dinero.

—¿Que pensabas hacer con él? ¿Ahorrarlo? ¿un boleto de tren para irte y dejarnos solas? ¿Comprar tus drogas?

—No.— sentenció muy firme.

Sabine entonces se levantó.—¿Entonces? Cuéntale a mamá.

Nicolas alzo la vista intimidado pero buscando valor mientras lo hacía.—No lo sé.

—Toma ese maldito dinero y devuélvelo a la zorra millonaria que te lo dió. Ahora.

—Nos puede servir...

—¡De ninguna manera me dejaré humillar de esta manera! ¡Y espero que tú tampoco! Te humillo con un par de billetes. Te hizo ver inferior... débil, mediocre.—reprimía muy enfadada.

Nicolas suspiró.—Puede ayudar a Hermaine.

—¿No fui clara?

Dijo Sabina mientras estiraba la mano hacia su hijo. El ademán que amenazaba una reprimenda con su mismo cinturón.

Nicolas asintió.—L-los devolveré mañana.

—Eso espero.

Sabine le dió la espalda y volvió a su sofá. Hermaine se quedó allí mismo, esperando que su madre la echara también. Nicolas volvió en si y continuó su camino.

12 de noviembre de 1942

Había caos en el norte de África. Los flancos Aliados se desplegaban por Casablanca y Orán con rumbo a Francia. En sus cuarteles, en sus búnkeres, los generales y soldados dd rango se resguardaban de las balas que salían volando por el aire.

—Debemos atraer más gente a nuestro lado—profezaba Fuchs con seriedad—, de no ser así, todo lo que estamos perdiendo será en vano.

—Bottai prometió unirse a nosotros.—recalcó uno de los hombres.

—Pero vemos respuesta ni de él ni de su equipo.

Marius Fuchs, un hombre apuesto, rubio, ojos azul y simplemente ario perfecto. Se dió vuelta y quitó del mapa las tachuelas que estaban clavadas sobre Casablanca y Orán.

—Hemos perdido dos grandes fuertes—dijo mientras lo admiraba—ahora estamos desprotegidos—con el sentimiento de impotencia apretó las tachuelas dentro de su puño—pronto llegarán a Argel y se acabará, los alemanes creerán que no podemos hacernos cargo y derribaran ellos a Mussolini.

—¿No es ese el objetivo?.—cuestiono uno de ellos con confusión. Los demás asintierón con murmullos.

Marius se giró, de sus dedos escurría sangre fresca por las héridas de las tachuelas y rompío a carcajadas.

—No señor—respondío con una cínica sonrisa—, lo quiero derribar yo mismo con todos ustedes, con quien se nos úna. Aquí no hay lugar para traidores.

Uno bramo en burla.—Es justo lo que somos...

Marius se asercó. Le atenazo las mejillas y lo miró con rabia.—Pero aquí tenemos un honesto, es mucha honestidad que fluye de tu lengua y eso no me gusta.

Introdujó sus dedos en la boca del soldado, hizo azomar su lengua, tomo una de las tachuelas y sin piedad la clavo en la lengua del cadete que gemia del dolor. Marius sacó sus dedos.

—Si, somos traidores—decía mientras secaba sus dedos llenos de sáliva y sangre con una franela—pero aún las ratas son leales a su clan. ¿Estan conmigo, o con ellos?

Recargo su cartucho, los hombres se mirarón de reojo y uno a uno ponían la mano sobre su corazón, unánimes se pusieron en firmes.

—¡Señor!

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