Martires
MARTIRES
4 de abril de 1914
Berlín
Magnus observaba, sentado desde las gradas, las brazadas y la velocidad que tenía su amigo en la piscina, llevaba la delantera en la competencia de natación. Giro sobre sí mismo, se sumergió en el agua, se impulsó con sus piernas contra la pared de la piscina y comenzó a nadar en sentido contrario. Todos vitoreaban. La madre del joven abandono su disciplina y modales, y comenzó a saltar y a unirse a los vítores. Magnus y su madre también aplaudían. Häusler nadó increíblemente hasta llegar al final, la competencia terminó de manera reñida. Häusler se llevó el primer lugar, y aseguró su puesto en la semifinal. Se escucho el pitido de un silbato y Häusler celebró aún en el agua, alzo el brazo en victoria y chapoteo las aguas.
Pasando unos minutos, después de anunciar los resultados y futuras competencias, la contienda terminó y los competidores y sus familias se desplegaron por la estancia consiguiente a la piscina. Los Nolte y la señora Häusler se acercaron a Augusto Häusler, quien seguía secándose el cabello con una toalla.
—¡Magnus!—expresó tan pronto vió a su amigo de cabello lacio acercarse junto a su madre. Augusto corrió a él, estrecharon sus manos y se abrazaron.—Que bueno verte, amigo. De verdad.
—Estuviste practicando...—señaló Nolte.—Parecías una especie de bagre.
Ambos se rieron y Paula se acercó a su hijo para abrazarlo y darle un beso en la mejilla.—Te echamos de menos por acá, Magnus.—dijo ella.
—Por acá y por todos lados.—repuso Augusto.—¿Cómo has estado? Señora Nolte, ¿cómo ha estado?—se dirigió a la quisquillosa y poco acostumbrada al gentío señora Sylvia Nolte.
—M-mucho mejor ahora, Augusto, gracias por preguntar.—respondió la mujer con sus manos sobre los hombros de su hijo.
—¡Häusler, buena competencia, nos vemos en las olimpiadas!—se acercó un compañero de natación que también avanzo a semifinales.
Häusler le sonrió y se despidieron solo estrechando las manos. Augusto volvió con sus visitas después.
—Em... si, Magnus, tuve algo de tiempo y comencé a entrenar cómo loco. Diego Lehmann entrenaba hasta en las noches y ni así clasificó.—susurró, Magnus sabía de quien hablaba. Lehmann y Häusler habían sido enemigos jurados desde niños.
Magnus se asombro y sonrió.—Lehmann no es competencia, Augusto, lo sabes.
—No, no lo es. Pero es un fastidio.
—Am... Augusto...—interrumpió Sylvia, acercándose más al joven.—¿La piscina sigue siendo contaminada con todos esos químicos?
Augusto sonrió ante la preocupación de la mujer y negó.—No, señora Nolte. Desde que el año pasado uno de nuestros compañeros sufrió una reacción a los agregados, los disminuyeron al mínimo.
—Suena peligroso, Augusto.—replicó Sylvia.
Paula soltó a su hijo y se acercó a Sylvia. Y cruzo su brazo con el de ella.—Sylvia, he querido visitar una cafetería que abrió aquí a la vuelta, pero no quiero ir sola, ¿gustas acompañarme?
Sylvia miró a su hijo, él le animó con un cabeceo y la mujer terminó accediendo.—Esta bien, Paula, vamos. Te encargo a mi muchacho, Augusto.
—Despreocúpese, señora Nolte.
—Anda, mamá, ve.—Sylvia no se fue hasta después de darle un beso a su hijo en la mejilla.
El joven Magnus se ruborizó, se alejó un paso y se despidió con un movimiento de mano de su madre. Sylvia y Paula abandonaron el recinto. Magnus y Augusto se fueron a la cafetería de la Academia y comían un emparedado, ensalada y jugo de manzana mientras se ponían al tanto.
—Mamá se ha portado mas paranoica con la seguridad desde entonces; mi seguridad.—decía Magnus cabizbajo.—Me cuida de todo y todos. Es frustrante.
—Ha cambiado mucho desde la última vez que la ví, si.—Augusto le apretó el hombro a Magnus en compañerismo.—Pero me da mucho gusto verte de nuevo, amigo. Has crecido.
—Tu también, amigo. Ya hasta tienes barba.—señaló.
Augusto se rascó el mentón y sonrió.—Algún día la tendrás también.
—Escuche que sales una muchachita de la ciudad.—dijo Magnus. Augusto lo miró confundido.—Oye estuve encerrado en mi casa, no aislado en un loquero. Las novedades llegan a mi mesa.
Augusto sonrió y trajo a su memoria la anatomía de su querida Miriam Tiedemann.—Si. Si, amigo. Se llama Miriam. Hemos estado saliendo, y... ya hablamos de un compromiso.
—Suena maravilloso, amigo. ¿No viene a tus competencias?
—Si, por supuesto. Desde que formalizamos no se pierde ninguna. Pero creo que hoy tenía un compromiso... cumpleaños de su madre o algo así.
Magnus asintió, feliz por su amigo y pensando en cuando sería el día que el compromiso llegará a su puerta.
—¿Y que hay de ti?—preguntó Häusler viendo a su amigo pensativo.—¿No hay alguien por ahí?
Magnus sonrió. Solo una mujer se le vino a la cabeza, la jovencita talentosa de ojos azul acuosos.—A decir verdad, si.—respondió y Augusto se animó al escuchar la respuesta.—De mi clase de música.
—¿Como se llama? ¿es linda?
—Es muy bonita, si.—aseguró.—Su nombre es Helga, Helga Unger.
—¿Unger?—pronunció el apellido y recordó a la familia Unger que reparaba los relojes descompuestos de su familia.—¿La de los judíos relojeros?
Magnus asintió.—Ella misma, si. Es excelente con el piano y muy lista. Ha sido muy atenta conmigo los últimos meses, ha sido buena compañía...
—No sigas o me pondré celoso.—bromeó.
Ambos soltaron una carcajada y Augusto chocó su hombro con el de Magnus. El joven Nolte le dió una mordida a su emparedado y Häusler un sorbo a su vaso de jugo.
—Que bueno verte de nuevo, amigo mío. Enserio.—aseguró Häusler.
Nolte sonrió y asintió.—Lo mismo digo, Augusto.
El almuerzo siguió su curso hasta que Paula Häusler y Sylvia Nolte terminaron su charla y entonces cada quién tomo camino distinto hasta sus respectivas casas. Augusto y Magnus retomaron el contacto que el joven Nolte rompió después de la muerte de su padre, a pesar de que Augusto también seguía en duelo por la partida prematura del suyo.
1 de agosto de 1914
Sobre una de las avenidas más concurridas de Berlín, dos jovencitos caminaban sobre la acera cómo parte de su cita que ya llegaba a su fin. Disfrutaban de una agradable charla que no se interrumpió desde que se encontraron, durante la comida, ni hasta ese momento en que se hallaban de paso fuera de una tienda de golosinas. Ni el turrón español, que Magnus tanto amaba, ni el chocolate amargo que a Helga le fascinaba, los distrajeron de la conversación.
—¿Nunca habías comido en un Edén?—le preguntó Magnus, refiriéndose al restaurante a dónde la llevó a comer.
Helga negó muy orgullosa.—No. Mis papás van ahí a cenar, aveces. Ni mi hermano ni yo estamos invitados.—decía mientras caminaban y se alejaban más de la tienda de golosinas.—Se llevan postres a casa y es lo único que había probado. Son deliciosos.
—Las alondras.—trajo Magnus a su memoria el exquisito pan horneado con mermelada y cacahuate.
—De mis favoritos.—sonrieron ambos sin cortar el paso.
Helga aclaró su garganta.—¿A que hora dijo tu madre que vendrían por nosotros?—le preguntó a Magnus.
Magnus hizo memoria y se puso pensativo unos segundos. En realidad, la hora la tenía bien en mente, pero responder tan a prisa podría ser una mala jugada, malinterpretarse.
—Creo dijo a las dieciséis con quince.—respondió.
Helga asintió y miró el reloj de su muñeca.—Ya falta poco. ¿Sabrán que estamos aquí?
—Que nos busquen.—respondió Magnus.
Helga le sonrió.
—O-oye...—Magnus tenía una pregunta y Helga accedió con un ruido.—¿Fue cierto lo que dijiste allá dentro?—preguntó y se tomo una pausa.—Sobre la gran casa con torreones y jardines enormes, tejas rojas y recamaras con baños y tinas. Tres o cuatro hijos y todos con nombres similares...—repitió la lista que Helga había especificado cuándo Magnus le preguntó sobre cómo quería vivir de mayor.
Helga se sonrojó al ver que Magnus memorizó la mayor parte de sus anhelos.—Bueno, no tanto así. Las tejas pueden ser de otro color, no importa.
Magnus soltó una carcajada y Helga se detuvo un instante para capturar esa risa que tanto extrañaba y muy pocas veces veía sincera. Magnus congeló la sonrisa en su rostro y se sostuvieron la mirada.
—Tienes una linda sonrisa.—le dijo ella con dulzura.
Magnus se ruborizó un poco y solo balbuceo. Helga se acercó tanto, que Magnus se quedó echo piedra, la jovencita Unger acercó su rostro al de él y le beso la mejilla izquierda mientras cerraba los ojos. Luego se alejó. Magnus la contempló, sus ojos tenían destellos y su corazón bailaba. Nolte se acercó y también le beso una mejilla. Helga le sonrió y ambos miraron al frente, se pusieron hombro y se tomaron las manos para entonces seguir caminando.
No paso mucho tiempo después de eso, cuándo mucha gente comenzó a reunirse frente a la tienda de radios, una noticia estaba llamando la atención. Se escuchaban susurros y la voz del locutor era inaudible hasta dónde Magnus y Helga estaban.
—¿Que estará sucediendo?—preguntó Magnus.
—Hay que acercamos.—dijo Helga.
Helga tiró de la mano de Magnus y se unieron a la aglomeración de gente. Se abrieron paso hasta estar casi en primera fila. La voz proveniente de esa caja de madera y fusibles ahora era más clara.
—... el Ministro de Guerra, von Falkenhayn, hizo la declaración de guerra al gobierno ruso, después de que Rusia se negara a detener su avance de tropas hacía Austria...
Magnus estaba muy al tanto de la situación de la guerra, al igual que muchos europeos. La tensión entre el Imperio Alemán y Rusia se intensifico tanto que un día antes, los germanos pusieron un ultimatum al gobierno ruso: o detenían el avance de tropas, o el conflicto bélico se desataría. Rusia hizo caso omiso, y ahora el Imperio Alemán había desatado la batalla con una declaración de guerra.
—... termina su comunicado, no sin antes, hacer un llamado a todo el Imperio: a varones capaces y listos para defender su patria a toda costa, a reportarse en su cuartel y a realizar su servicio, en favor del Imperio...
—Ya vámonos.—dijo Magnus a Helga, preocupado.
Helga lo miró. Su sonrisa había desaparecido.
—Ya deben estar buscándonos.—insistió él.
Helga le apretó la mano que no soltaron en ningún momento y asintió vacilando una sonrisa. Magnus y Helga salieron del gentío y caminaron por dónde llegaron. El auto de la familia Nolte los encontró sentados en una banca fuera de una barbería, lo abordaron y el chofer empezó a conducir hacía la casa de Helga Unger. Una vez allí, era la hora de decir adiós. Magnus bajo del auto primero y lo rodeó por detrás para abrir por Helga la puerta y así ella pudiera bajar.
Helga descendió sonriendo.—La pase muy bien hoy, Magnus.—dijo.
—Yo también.—respondió el muchacho con el mismo brillo en su mirada.
—Bien.—se acercó Helga una vez más y volvió a besarle la mejilla.—Nos vemos.
—A-adiós.—se despidió Magnus.
Se dieron la mano una última vez y Helga comenzó a caminar hacía el portico de su casa. Sus brazos se estiraron tanto, hasta que la extremidad llegó a su límite y tuvieron que soltarse. No dejaron de intercambiar miradas hasta que Helga desapareció dentro de las paredes de su casa. Magnus suspiró, y volvió a abordar el auto.
10 de abril de 1933
Universidad de Artes de Berlín
La mañana para Helga Nolte empezó de rutina. Era inicio de semana; su esposo, Magnus Nolte fue a atender los negocios de su familia en la licorera, su hijo Jürgen, a clases en una escuela privada que el salario de militar que Magnus Nolte percibía, pagaba mensualmente. Helga había estado intranquila por las últimas noticias y medidas que el gobierno recién instaurado había implementado, leyes antisemitas, todas y cada una peor que la anterior. Pero no permitía que el desanimo y los malos presagios la debilitaran, tenía a su amoroso esposo, a su querido hijo, a sus trabajadores padres y una profesión que le apasionaba.
Helga Nolte era desde otoño de 1930, la maestra de piano, empezó como suplente en verano de 1928, pero fue dos años después que le dieron la plaza en la Universidad dónde ella misma estudió. Esa mañana llegó cómo siempre muy puntual a las instalaciones. Llevaba más de la mitad de su vida ingresando por esas puertas y caminando en esos pasillos, y siempre se maravillaba por cada adoquín, baldosa y farol. Al entrar al edificio, percibió un olor a quemado, se asomó hacía el patio central y se encontró con una fogata, alimentada por personal de la escuela y estudiantes. Las llamaradas consumían volúmenes completos de libros que ahora eran considerados cómo eso: leña. Helga notó a uno de sus alumnos, sostener en sus manos un libro de León Tolstoy, lo apretó y contempló, por un segundo Helga creyó que se arrepentiría y lo guardaría bajo su chaleco de lana, pero no fue así, y el joven lo arrojó a las llamas. Se acomodó sus cosas en las manos y siguió su camino hasta la sala de reuniones de los maestros.
Ingreso como siempre y dejo sus cosas sobre uno de los escritorios que le habían asignado.—Buenos días a todos.—saludó muy amable, como siempre, y continuó sus asuntos.
Todos los maestros presentes se miraron entre sí. Muchos con desdén y otros con tristeza. La catedrática en Historia de la Música se acercó a Nolte.
—Helga.—pronunció su nombre y ella giró a verla.—¿Q-que haces?—preguntó.
Parecía una pregunta capciosa. Helga sonrió, confundida.—Am... dejo mis cosas.
—¿N-no te lo han dicho?—preguntó la mujer. Arrugando el gesto igual que todos.
Helga balbuceo, miro a sus compañeros maestros y dudo agitando la cabeza.—¿Decirme qué?—un extraño presentimiento se apoderó de ella y se llevo una mano al dije que le colgaba del cuello: lo hacía siempre que se ponía nerviosa.
—Ya no puedes trabajar aquí.—respondió ella. Temerosa por una reacción violenta, sabiendo que Helga no era esa clase de persona aún así.
—¿Cómo?—musitó ella. Dirigió de nuevo una mirada a sus compañeros, muchos bajaron la mirada y siguieron sus asuntos, y unos más simplemente se fueron.
—Lo siento. Pero ya no puedes trabajar aquí, Helga. Nunca más.
La catedrática se fue, zapateando el adoquín con sus zapatos de tacón alto. Helga comenzó a sudar y la temperatura de su cuerpo la envolvió en calor, se sentía igual que un libro de Tolstoy entre calurosas llamas. Volvió a su escritorio y comenzó a acomodar sus cosas. Las sostuvo en sus manos igual que cómo llegó, nadie le dirigió la palabra y nadie la ayudo con la puerta. Batallo para abrirla pero una vez pudo se marchó.
—¡Tengo a Nelly Sachs!—gritó un estudiante que pasó junto a Helga, aturdiéndola.
El joven corrió con un ejemplar de Fahrt ins Staublose en las manos y que terminó directo a la fogata. Helga vió como la fogata ya empezaba a tomar forma de un incendio. Abrazaba con pétalos rojizos cada rincón de humanidad y decencia y lo destruía. Volvió su vista a la salida y caminó hasta abandonar la Universidad, sin oportunidad de volver a ingresar.
Más tarde, ese mismo día. Magnus llegó en su auto a casa, la mansión Nolte en Leberstrasse 20. Mansión de cuatro niveles, echa de caliza blanca, columnas dóricas y ventanas pequeñas con decoraciones ostentosas en los marcos. Aparco el auto en la calle, abrió la puerta con su llave y entró. Sobre la mesa de la sala de estar estaba la caja de cartón con las pertenencias de su esposa. Y sentada en uno de los sillones, estaba Helga, con los brazos sobre los muslos y cabizbaja.
—Helga.—la llamó.—¿Todo bien, mi amor?—Magnus se acercó, preocupado.—¿Que haces acá tan temprano?
Helga miró a Magnus. Su rostro estaba empapado en lágrimas, los ojos los tenía ya rojos e hinchados. No pudo evitar ver al amor de su vida y no conmoverse más, rompió en llanto en seguida. Magnus se sentó a su lado y la consoló con un abrazo.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro