Limbo
17 de Febrero de 1926
Graz
El Sr. Bohn, de ojos grises, barba de candado y siempre pulcro, salió de su casa hacía el patio trasero, dónde resaltaba una fuente de piedra, rosales y hortalizas; además de un viejo cobertizo, dónde Wilhelm solo sospecho que había herramientas cómo siempre.
—¡Eugenia! ¡Eugenia!
Dentro del cobertizo, Eugenia reaccionó entre sus espasmos a la voz de su tío y le cubrió la boca a Erich con su mano, quien no dejaba de gimotear y sacudirse.
—¡Eugenia!—llamó por tercera vez.
—¿¡Sí, tío!?—respondió alzando la voz y entre risas.
—¿¡Dónde estás!?
Eugenia miró a Erich y el asentía con la cabeza sin poder hablar aún, ambos muertos de risa.—¿¡Ocurre algo!?
Wilhelm trataba de encontrarla, vio su reloj y resopló.—Tu tía te esta buscando.
—¡Iré enseguida!
—¡Esta en el salón! ¿Has visto a Erich?
Volvió su vista a él y sonrió.—¡Creo que ya se fue!
—¡No tardes, Eugenia, creo que es importante!
—¡Ya voy!
Wilhelm golpeo sus muslos con la palma de sus manos y volvió a la casa.
Eugenia, atrapada entre los brazos de Erich por la cintura, le beso en los labios y lanzo su cabello hacía atrás.—Debo ir.
Erich negó insatisfecho.—Pero no he acabado.
—Será otra ocasión.—volvió a besarlo y se libro de sus brazos en la distracción.—Mejor vete.—se arreglo el vestido y salió del cobertizo.
Erich la vio irse, se subió los pantalones y se sentó en el balde de hierro. Cómo si esperara a alguien.
Eugenia se paró a la puerta del salón, se vio al espejo junto a ella y se arreglo el cabello. Suspiró y abrió las puertas. Su tía Geraldine Bohn, estaba en su sofá favorito, cara a cara con sus hijas, Heidi y Hilma. Las tres giraron sus cabezas a Eugenia y Heidi se rio discreta.
—¡Al fin llegas!—exclamó su tía—¿Dónde estabas?
—Y-yo—sonrió y se rasco el brazo.—No importa.
—Pasa, pasa. Deja la puerta abierta, ellas ya se van.
Heidi se levantó y arrojo el cojín que abrazaba al suelo. Hilma se levanto también y levanto el cojín. Ambas hermanas pasaron junto a Eugenia pero solo Hilma la saludó con un meneo de su mano.
—Pasa, siéntate.—le dijo su tía. Con su cabello rubio, lacio y largo. A Eugenia siempre le pareció que su tía era una princesa de cuento, alta y siempre bien vestida. Olía a una combinación de naranja y canela, y sus ojos jugaban con sus perlas caras de ópalo. Se puso de píe mientras ella se sentaba y tomó un chocolate turco de la caja de hierro sobre un cómodo.—Quizá no lo sepas, pero, yo me alegre cuándo me enteré que... vendrías a esta casa.
—¿A sí?
—Por supuesto. ¿Chocolate?—le ofreció uno a su sobrina.
—N-no tía, muchas gracias. Soy alérgica.
—¿De verdad? Vaya, no lo sabía.
—No venía en las instrucciones.—bromeó.
Geraldine sonrió.—¿Sabes porque me alegre? Seguro que no.—volvió a sentarse.—Por que de ustedes tres; entre tus hermanas y tú. Tú eres la que preferimos.
—¿De verás?
—No eres cómo ellos. Cómo nadie de esa casa.—dijo con un tono sincero.—Todos ellos, son tan... ah, no importa, no querrás oír mis opiniones sobre cada uno; basta decir que tu padre ciego perdió lo que le sobraba de independencia, tu madre es una sumisa, Debra es una amargada, Antonia es extraña, y tú abuela Doris, la querida Doris, era una matriarca cruel. Los dominaba a todos, a ustedes y a nosotros. Ni estando tan lejos nos libramos de ella, ¿y sabes porque? Porque en cada favor que nos pedía, iba encriptado el mensaje de: "me lo debes". Y nosotros, cómo buenos samaritanos agradecidos, obedecíamos.
—¿El tenerme en su casa, es parte de un trato?
—No lo veas de esa manera. Te hemos salvado de un futuro de injusticias, Eugie.—dijo compadecida.—De muchas apariencias. Aquí puedes ser tú misma, puedes caminar libre, puedes decir lo que quieras... y amar a quién quieras.
Eugenia frunció su ceño.—¿A que se refiere con eso?
—Sé ya de tu relación con el joven Lowenstein.
Solo dos personas le llegaron a la mente.
—Y si, fueron Heidi y Hilma. Pero no te enfades con ellas, no hay razón, enserio. Conocemos a Erich, vive con sus tíos, Leopold y Alberta, aquí en Graz, ellos tienen un hijo, Daniel. Tienen sus diferencias pero Erich no es de problemas.
—Todo eso ya lo sé, tía Geraldine. Su única familia es su hermana, y esta en Italia, ella lo echo.—siguió la historia (mal contada)
—Esta amargado con la vida. Su padre le era todo y murió en la despiadada guerra. Necesita un nuevo panorama de la vida, Eugie.
Eugenia aún no sabía a que iba su tía con esa charla.—Entonces...
—Tus padres no te dejarían, hasta dónde sus posibilidades lleguen, salir con alguien de su tipo. Pero nosotros, por nosotros esta bien.
Eugenia no esperaba esas palabras.—¿Qué dice?
—Que tienes nuestra aprobación para salir con él. No lo impediremos. Pero recuerda, es un hombre, y los hombres siempre traen sorpresas, de dónde y cuándo menos nos las esperamos. Arréglate, vamos a salir.
—Si, tía Geraldine.
Eugenia salió alegre del salón. Subió a las escaleras y se asomó por la ventana del corredor hacía el cobertizo, y su rostro alegre cambió a uno de decepción cuándo vio a Heidi salir del cobertizo, desarreglada y riéndose. Espero unos segundos y Erich salió después, estirando sus brazos y muy fatigado pero sonriente. Eugenia se alejo de la ventana perturbada y se recargo en el barandal de las escaleras.
—¿Todo bien, Eugie?—preguntó su tía—¿Eugie?
—Todo bien, tía.—respondió aclarando la voz.
—Arréglate, ya casi nos vamos.
Mientras Eugenia controlaba su respiración, giro la cabeza al pasillo y ahí estaba Hilma. Con un semblante de tristeza, manos cruzadas al frente y con los dos mechones de cabello rubio cayendo sobre sus hombros.
Eugenia arrugo un gesto de coraje.—¿Tu lo sabías, no?—supuso. Hilma no chisto. Eugenia camino violenta hacía ella.—Dilo. Mueve tus benditas manos, y dilo. Tu lo sabes todo.
Hilma se mantuvo con la vista al suelo. Eugenia sonrió con desdén.—No eres una muda estúpida, Hilma. La vida te hizo muda... y Heidi te hizo estúpida. Ayúdate.
Eugenia paso junto a ella y Hilma la detuvo de la muñeca. Se miraron a los ojos y Hilma por fin alzo sus manos.
—Él... no la quiere...—dijo en señas, e incluso en sus movimientos se notaba lo triste que se sentía.
—Que consuelo.—espeto.
Se fue a encerrar a su habitación, cerrando de un portazo. Hilma se quedo en el pasillo.
23 de Junio de 1941
Sachsenhausen
Se vio obligada después de tanta presión a aceptar la invitación del Comandante Lippert, quién dirige el campo de concentración más cercano a Berlín, y, en opinión de muchos, el más posicionado de todos.
Debra llegó sin reparos en su atuendo, cruzó la entrada del campo e inmediatamente se encontraba en la zona administrativa. Abrieron la puerta del auto por ella, bajo sus tacones al suelo y se los puso antes de arribar al campo.
—Una invitada especial, amerita actos especiales.—saludaba pedante el Comandante Lippert. Le tomo la mano a Debra y le beso.
Debra frunció el ceño por tan rara actitud.—Buen día, Comandante.
—No sabe cómo agradezco que haya decidido venir acá en persona para que vea con sus propios ojos y escuche con sus propios oídos... los beneficios que la mano de obra de este lugar le puede ofrecer.
Debra asintió sin mucho que decir al respecto.
—Sígame.
Lippert y su escolta, guiaron a la Sra. Bohn-Rümpler hasta la fabrica de armamento al final de la zona administrativa. Debra no podía pasar de alto el nauseabundo olor que se liberaba al otro lado de la reja, dónde sobresalían los barracones para prisioneros. Lippert parecía querer ignorar la escena de aquel lado y seguía caminando.
Las dos enormes puertas de acero se abrieron dejando entrar luz solar y aire apestoso a una enorme bóveda, con diez hileras de jornaleros, cada una con un total de doce. Debra entró y no pudo evitar sentirse abrumada por el estado físico de algunos de los trabajares frente a ella.
Lippert arrugo su nariz.—Aquí están. Mano de obra barata... pero muy, dígamos... valiosa. En lo que cabe.
Debra suspiró.—¿Qué pretende?
—¿No leyó las cartas?
—Al decir "barata".
Lippert tragó.—Tiene frente a usted, ciento veinte trabajadores, fríamente escogidos para usted de las dos fabricas que controla el campo. En lo que cabe, son bestias fuertes y capaces de hacer lo que les pida sin chistar, por una cantidad que créame, no afectará para nada su bolsillo.
Se oyó una nausea rugir entre las filas. Un hombre de aspecto joven y muy flaco comenzó a retocarse desde su lugar, sus ojos rodaron, su cara se amarillento y luego dio una tos que lo hizo escupir sangre, para después desplomarse.
Debra no soportó estar más ahí, se dio media vuelta y se fue sintiendo mareos y muy asqueada. Lippert decidió ir tras ella y mientras lo hacía Debra más se alejaba.
—¡Sra. Bohn-Rümpler, espere!
Mientras Debra recobraba aire. Lippert logro alcanzarla y le tomó el hombro pero Debra lo hizo alejarse con un brusco movimiento.
—Sra. Bohn... no me dejo terminar.—insistía mostrando una sonrisa forzada.—La invito a mi despacho y allí... podremos hablar mejor. Por favor.
Debra accedió, y mientras Lippert servía dos tragos de su mejor champaña, ella veía atreves de la persiana. Los prisioneros del otro lado de la reja esperaban ordenes de sus oficiales para las actividades del día, y no podía evitar sentirse abrumada con el estado tan miserable de todos aquellos.
—Sra. Bohn.
Lippert le extendía la copa de champaña y Debra la sostuvo.—¿Quién sabe de esto?
—¿De la mano de obra?
—De todo esto—sentenció y Lippert quedó en silencio.—¿Entonces?
—Mentiría si le digo que todo el mundo. ¿Le parece incorrecto, Sra. Bohn? La parece mal lo que hacemos por la patria y en nombre de todo lo bueno de esta gran nación. Por que de ser así... no le espera nada bueno.
—Una porción del mundo debe saberlo. ¿Qué piensa esa porción?
—Esto solo es horrible para ellos. Que no la atormente. Es solo un espacio laboral, dónde los trabajadores están en sana convivencia con los de su misma raza. No es nada de otro mundo Sra. Bohn, no es razón para sentir lastima.
Se quedo sin palabras. No encontraba la respuesta correcta, su boca era un arma poderosa pero sentía en esa ocasión, que era mejor no decir nada.
Lippert se empino su trago y dio vuelta al escritorio con intenciones de servirse otro.—Volviendo al tema relevante.—carraspeo la garganta.—Debo insistir, que, consideré la oferta.
—De por hecho que este asunto ya fue discutido con mi esposo, en casa, durante la cena. Y llegamos al acuerdo «caso extraordinario», de... no aceptar.
—Eso me hace preguntar, ¿Por qué no esta su esposo aquí?
—Atiende otros asuntos. Luego de interrumpirme le reitero; no vamos a aceptar.
Lippert volvió a aclarar la garganta y puso sus puños sobre el escrito, intermedio entre él y Debra. —Se ahorraría miles, que digo miles, millones de marcos. Grandes industrias se han echo más grandes tomando esta gloriosa alternativa. No descuidé esta oportunidad, Sra. Bohn-Rümpler, no me da la impresión de que sea tonta.
Debra lo fulmino con una infernal mirada. Lippert tragó.—Sin ofender. Es solo un cumplido. He oído muchas cosas buenas sobre su apellido, audaces, inteligentes y cálidos. Pero sobre todo capaces.
—De seguro también escucho que nos encanta la austeridad y la justicia.—demando engrosando la voz.—Desde que inició el negocio familiar, se les paga a nuestros empleados el sueldo que merecen por sus servicios, no importa cuál.
—¡Esas gentes son capaces de arrancarse el brazo trabajando por dos benditos marcos, Sra. Bohn! ¡Y son felices!
—¡No somos unos subyugadores! ¡Carl y yo somos gente de bien, gente decente que no tendrá a pobres judíos encadenados a sus maquinas día y noche para dos malditos marcos, por el simple hecho de ser judíos!
Michael Lippert inflo y desinflo su pecho ante la vocifera voz de la mujer que tenía enfrente. Asintió y mordió su labio inferior.—Cómo quiera entonces. Pero va a volver, ya lo verá. Y me dará gusto recibirla.
Debra dejo su copa sobre el escritorio, no le dio ni un sorbo. Y se fue, cerrando de un portazo el despacho de Lippert. Llena de enojo, Debra caminaba a su auto, el chofer fumaba muy tranquilo su llegada.
—Vámonos.
Debra abordó al auto y mientras arrancaba, volvió a mirar a la reja, y esta ves, veía niños. Niños de todas edades estáticos al otro lado de la red de alambres. Con sus caras sucias y apagadas. El corazón insensible de Debra se estrujó y soportó el llanto en su garganta. Una niña de al menos nueve años, que vestía de un abrigo rosa polvoso, alzo su pequeño brazo y se despidió de Debra con toda inocencia. Debra dejo escapar su lagrima salada y antes de poder despedirse igual de la niña el auto avanzo, y se alejo.
Debra no volvió a Sachsenhausen.
04 de diciembre de 1928
La luz del mediodía irrumpía por las tres ventanas de marcos dorados a la habitación de Carl Rümpler, dónde modistas lo vestían con su elegante traje echo a la medida color negro. Mientras le acomodaban los puños, él se veía al espejo con desdén, vio por el reflejo la puerta abrirse y chirriar al hacerlo. Por ella entro su tío usando su bastón y jorobado.
—Déjenos solos.—ordenó y los ayudantes se fueron luego de una ligera reverencia ante el Sr. Rümpler.
Carl se jalo el cuello de la camisa, arrugo su nariz y prendió un cigarrillo de su cajetilla.
—De esto hablo al pensar... en tiempos mejores.
—Habla por ti.
—Carl, esto es para todos. No es fácil, pero, es lo mejor.
Carl caló a su cigarro y sacudió las cenizas al suelo.
Alfred se sentó en la cama y se apoyo de su bastón.—Tengo algo que decirte, Carl. Algo importante, pero te pido mantengas sobre la tierra cuándo lo haga.
Carl lo vio por el reflejo muy serio y decidió escuchar.—¿Qué?
Alfred tomó inspiración y suspiró.—Tu madre esta aquí.
Cada músculo de su cuerpo tembló y un escalofrío le recorrió la piel. Dejo caer el cigarrillo al suelo y al reaccionar lo piso y se rasco el parpado.—S... y... —las palabras no salían de su garganta, solo chistaba.
—Solo ella.
—Obviamente.
—No es por las razones que tu crees, Carl.—espetó tratando de recuperar más seguridad.—Él no esta aquí p-porque, porque.... m-murió.
No tenía que decir. Solo se quedo de pie y dio media vuelta.
—Pero creo que es mejor, que ella te cuente. ¡Adelante, Ida!
La puerta se abrió por segunda ocasión, y esta vez, Ida Rümpler entró por ella. Vestía de beige, tenía arrugas y ojeras, estaba más flaca y su cabello comenzaba a salpicarse de canas. Carl sintió cómo su alma ardía al verla acercarse. Ida lloraba mientras se acercaba a su hijo.
Lo encaro, ella apenas le llegaba al esternón, y le tomó la cara.—Carl...—susurró y lo abrazo.
Carl quién siempre amo a su madre sobre todo, la abrazo también y recargo su cabeza en el hombro de su madre. Ella se separó, carraspeo su nariz y le tomó las manos.
—¿Qué le paso?—preguntó Carl esclareciendo la voz y con los ojos húmedos.
Ida seco las lagrimas de su cara quitándose los lentes.—Fue, fue hace ocho años.
—¿Ocho?—repitió atónito.
Ella asintió.—De gripe española. Joel, bueno, el joven que adoptamos; y yo, nos quedamos solos. Hasta que conoció el amor de una mujer y se fue con ella. No sé cómo sobreviví. Luego trabaje en una granja que daba empleo a desamparadas, fue horrible.—narraba fijando su mirada al suelo.—Supe de la muerte de Doris Bohn, y de tu boda. Alfred me encontró, y bueno, aquí estoy.
Carl le volvió a tomar las manos a su madre y las beso.—Y aquí estarás. Conmigo, mamá.
Ida volvió a abrazarlo con todo el amor posible que restaba en ambos.
Helene Bohn subió las escaleras y abrió la vieja recamara de su hija Eugenia dónde estaba ella y su patán esposo.
Helene la vio llorar sentada en la cama y a Erich sentado en un taburete tomándole las manos.
—Em... debemos irnos ya.
—Si, mamá. Enseguida vamos.
Helene quiso decir algo pero nuevamente su instinto de baja autoridad la detuvo y prefirió irse.
—Eugie, si nos lo pidieron es por que realmente nos consideran sus amigos.
—No me digas, ¿Por qué siento que cada que te ve, Lisa desea algo más que amistad?
Erich sonrió nervioso.—Creo que alguien esta celosa.
—¡Ya basta, Erich!
—Oye, oye.—le tomo la cara y beso sus labios.—Entre Lisa y yo ya no hay nada. Si, fuimos novios pero hace muchísimo tiempo. La única mujer en mi vida ahora eres tú. De verdad.
—Di lo que quieras. No accederé.
—Eugie...
—Ser la madrina de su hija, no, ¿Por qué me pediría a mi algo así?—alegaba.—Nunca fue mi amiga, jamás nos conocimos en verdad. Siempre fue grosera conmigo.
—Por que ella ya cambió, querida, la gente lo hace y pasa todo el tiempo. Tuvo una vida familiar muy difícil. Cambio por su propio bien, deberías hacerlo tu también.
Erich le beso la mano con su boca atascada de egocentrismo y se levanto.
—Arréglate y vámonos ya. Antes de que tu madre regrese.
Pedante, abrió la puerta y se fue. Luego la cerro y Eugenia suspiró.
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