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Juramento

JURAMENTO

7 de septiembre de 1931

La señora Paula Häusler, falleció de un infarto mientras almorzaba a solas en su habitación. Tenía sesenta y uno años. No presentaba problemas de salud anteriores, su deceso había sido un misterio. Algunos amigos de la familia aseguraban que Paula, ya no soportaba andar por ahí con las fibras del corazón desmenuzadas. Murió de tristeza, aseguraban. Quedó viuda, y cinco años después perdió a su único hijo. Su suegra, Raffaela, un gran sostén en su duelo, falleció en 1920, y seis años después de eso, su madre, Marcel.

La mujer llevaba apenas casi dos horas de ser sepultada junto a sus suegros, su marido y su hijo, cuándo Miriam Häusler, junto a notarios y abogados de la familia Häusler, discutian el testamento que Paula Häusler había concluido sin más cambios en primavera de 1927, un año después de que Miriam y su familia abandonaran Linienstrasse 103.

—Según el testamento y última voluntad de la señora Paula Dupay Häusler, esposa y luego viuda de Augusto Häusler, los bienes de la familia Häusler quedan en manos de las últimas dos personas, hasta ahora existentes, con el apellido: Miriam Martha Tiedemann Häusler, y su hijo, nieto de Paula, Rudolf Ademar Häusler...—recitaba el notario.

Miriam no esperaba que su suegra depositara todos los bienes de la familia de su difunto esposo en sus manos. Mientras el notario daba lectura a las cláusulas del testamento, Miriam fumaba su tercer cigarrillo. Rudolf estaba sentado afuera de la sala de juntas de la Linienstrasse 103. Había un reloj de pared suizo fabricado con nogal que nunca había notado. Había vivido en esa casa sus primeros once años de vida, y ya había olvidado muchas cosas de ahí. A su abuelo Aurelian, quién falleció en esa misma casa, apenas lo recordaba, el tenía unos siete u ocho años cuándo murió por una complicación en los riñones. Solo recuerda que su madre se volvió aún mas evasiva y viciosa que antes, su alcoba siempre apestaba a alcohol y a humo de tabaco. El mismo hedor que salía de por debajo de la puerta de la sala de juntas. Escuchaba voces huecas provenir de dentro de la sala, no reconocía las voces. Miriam se mantenía callada todo el tiempo y solo hablaba para hacer una pregunta ocasional.

—¿Te gustaran volver aquí?—le preguntó su abuela Edna, quién llegó por el pasillo, había estado recorriendo la casa, reviviendo momentos que se quedaron encerrados en esas paredes llenas de cuadros y esos pisos bien pulidos.—¿Rudolf?

Rudolf se encogió de hombros y se rascó las rodillas.—¿Porqué es tan mala, abuela?

Edna fingió no comprender a quien se refería. Pero ella se había estado haciendo la misma pregunta sobre la misma persona desde hace años. Conmovida, se acercó y se sentó junto a su nieto para abrazarlo.

—Ha sufrido mucho, hijo...

—Tu perdiste a tu hijo, abuela.—recordó Rudolf en voz alta, el corazón de Edna se estrujó.—Y quizás, si te dolió, pero, tú... tú me cuidaste, abuela. Tú estás aquí, ella no.

Edna lo abrazo sobre los hombros y le beso la frente al muchacho mientras le acariciaba la cabeza.—Y siempre estaré contigo, mi niño. Rudy, mi niño.

—No me dejes nunca con ella, abuela.—suplicó con la voz rota, apunto de llorar.

Edna volvió a besarle la frente y lo acercó más a él en un consolador abrazo. Tampoco pudo evitar sentirse abatida y comenzó a llorar en silencio para tratar de no alterar más a su ya sensible nieto.

10 de abril de 1940

Egeraund, Noruega

La victoria era inminente, otros suceso desafortunado entristecio Noruega, trajo el caos y la desolación. Mientras los combatientes distrutaban su merecida cena en el campamento instalado, calentandose con fogatas, uno de ellos se alejo del campamento para cenar solo junto a una casa de campaña y una pequeña fogata.

Un hombre de porte distinguido, blanco, cara seria brusca, sin cabello y nariz fea se acercó al reservado hombre por la espalda. El joven peli negro admiraba su mutilada mano ya vendada; había perdido el meñique, gran parte del anular y la punta del dedo medio de la mano derecha. Una bala perdida del batallón enemigo le voló los dedos y lo hizo tirar su rifle al suelo, pero eso no lo detuvo, la tomo de prisa y con la sangre escurriendo por la mano cargo el cartucho y disparo con mucha precisión y sin tregua.

—Los últimos días... muchos hombres me han demostrado, de la mejor de las maneras su lealtad.—hablo aquel mientras se acercaba más con una voz silenciosa.—Lo que me consterna, es que, todos ellos estan tan euforicos, ¿porque usted no lo está, cadete Häusler?

Häusler terminó de cenar. Dejo caer su plato sobre la piedra dónde estaba sentado y se levanto con firmeza para darle la cara al General.

—Me gozo en esta victoria, señor.—contestó agradecido.—Una victoria de la que yo fuí participe. No hay mejor honra, que llevarla a mi nación.

Leonhard Kaupish exhalo con lentitud al ver la cara del cadete Häusler. Tenía una mirada fria, más fria que la nieve bajo sus pies, tenía aún manchas frescas de sangre en su atuendo y mano derecha, botas y cara.

—¿No se aceo?

—¿Aquí? ¿Con este frío? No, ¿y usted?

Kaupish pasó sáliva.—Escuche que será ascendido. Lo felicito de antemano. Quizá yo no este presente cuándo eso pase.

Rudolf Häusler recorrió su mirada al fondo del campamento dónde todos convivían.

—¿Todos serán ascendidos?

Kaupish tartamudeo un poco.—B-b-bueno... no, no todos. Y tampoco gran cosa. Será ascendido a Brigadeführer. Algo que... casi nunca sucede.

—Y yo me alegro.

Había algo en Häusler que no motivava a Kaupish, quizá su voz tan misteriosa o su gesto tan pasivo ante tan grandes motivadoras noticias. Kaupish le estiró la mano para estrecharla.

Rudolf la estrecho con su mano vendada, luego la acercó más a él y Kaupish lo vió confunfido.

—Fue un placer, General... luchar junto a usted.

Kaupish asintió y Häusler lo solto. Le dió la espalda, levanto su plato y se diriguió al campamento. Dejando a Kaupish sin habla.

11 de septiembre de 1931

La terraza para tomar el té de la casa Stein era un espacio pequeño. Lleno de arreglos florales. Macetas suspendidas del arco de concreto, con las hojas de las hortalizas escurriendo por los bordes.

Selma Stein, la anfitriona, vestía de un azul agua esa tarde. Su cabello rizado estaba peinado hacía atrás en un molete desperfecto con cabellos necios que sobresalían. Ojos marrones y grandes, coronados con pestañas largas y cejas delgadas. Tenía a su disposición un puñado de madres de familia de la clase de su hijo.

Tenían té en sus tazas de porcelana cuya asa era demasiado pequeña e incómoda para señoras de dedos no adaptados a ese tipo de tazas. Tales cómo los de Miriam Häusler.

—Cómo madres, esposas, hijas y en general cómo mujeres... Nos cuesta demasiado encontrar un momento para nosotras.— hablaba con elocuente tono la Sra. Stein. Quién tenía una voz poco femenina, era grave y hueca.— Vivimos en nuestro mundo de responsabilidades. Trabajo, hijos y marido, muchas ni siquiera trabajan por que su día entero recae sólo sobre su hijo y esposo. Pero estoy siendo preponderante. Hay mujeres que si saben... Darse su tiempo. ¿No es así, Miriam?

Miriam dejo de pelar con el asa de la taza y alzó la vista para ver cómo Selma Stein la miraba con cierto desdén, buscó con la vista algo que no fuera ella y vió qué el resto de mujeres también la veían con confusión y de manera indiferente.

—¿Disculpa?—preguntó ofendida.

Selma la ignoró y volvió a su discurso.— Pero me alegra que hayan aceptado mi invitación...

—Selma.—insistía Miriam Häusler.

—... Aprovecharé para mostrarles el catálogo de la empresa para la que trabajó. Para que hagan sus pedidos.

—Selma...— Miriam seguía llamandola. Su rostro de enrojecia y esto a Selma parecía causarle satisfacción.

—Verán que sus maridos se los agradecerán.

—¿Porqué demonios te dirigiste a mi, Selma?—Miriam se puso de pie.

Las mujeres se aplastaron en sus asientos y escondieron sus piernas bajo sus sillas lo más que pudieron. Cómo si abrieran espacio para una pelea de perros. Selma, que le daba la espalda, volteó a verla.

—Me preguntaba de dónde había sacado Rudolf Häusler esa expresión. "¿Cómo diablos...?"

—Ha eso he venido. Ha eso me invitaste. ¿A hablar de mi hijo?

—Lo que debería afectarte, Miriam, es que todas aquí estamos más al pendiente de tu hijo que tú misma.

Miriam torció sus labios y negó.—Pero que tontería.

—Es claro que hay cosas más importantes para todas aquí que estar todo el día al pendiente de los hijos. Ya mencioné algunas. Pero, Miriam, tú casa la maneja tu madre, y tu esposo esta muerto, ¿Que otra cosa te quita tiempo?

—¡No son de su incumbencia!

—¡Vigila a tu hijo, mujer! ¡Pervierte a los nuestros! ¡Los hace rebeldes, locos! ¡Cómplices de sus revoltijos a causa de tus descuidos!

—Ya basta, Selma.

—Una buena madre, eso es lo que deberías ser. Qué tu marido no esté no es excusa.

—Deja de mencionar a mi esposo, ¡No tienes ningún derecho!

—Tu pequeño ángel está desviando a nuestros hijos del camino. Todas aquí han planeado el futuro de sus hijos... Y él tuyo no sabe siquera que ropa se va a poner mañana. Rudolf es un caso perdido.

Miriam suspiró. Buscó inspiración. Infló su pecho poco a poco expulsó en aire. Luego avanzó un paso para estar cara a cara con Selma Stein.

—¿Quién de sus hijos es un santo? Vamos, levanté la mano quién cree que su hijo deba ser canonizado.

—No se trata de eso, Miriam.

—¡Oh, yo creó que si se refieren a eso, Selma!—alzó la voz.— Sus ángeles... Han roto ventanas a predradas, han robado en tiendas, han mentido, han... Robado las revistas de sus padres que guardan en la cajonera de su habitación. ¿Con que fin?

Selma expresó auténtica sorpresa. Miriam relajó su rostro y se agachó por su bolso.

—El té es una porquería. Pero gracias por invitarme, Selma. No vuelvas a hacerlo.

—¡Eso tenlo bien por seguro, Miriam Häusler!

Miriam se fue. Una de las mujeres trató de tomarle la mano a Selma pero ella la alejo de un espasmo y se sentó.

Cuando Miriam se dirigía a la puerta. James Stein entraba, colgaba su sacó y sombrero en el perchero cuando vió la innegable figura de Miriam Häusler acercarse.

—¿Miriam?— preguntó con algo de miedo.—¿Q-que haces aquí?

—¡Ni yo lo sé!

James se interpuso y la detuvo chocando su cuerpo contra el de ella.—¿Qué haces acá? Anda, dímelo. ¿Que le dijiste a Selma?

—Que tu hijo es un pervertido ladrón. Que los hijos de ninguna de esas mogijatas son unos santos.

James se rió con control.—Me hubiera encantado ver eso, Miriam. No sabés cuánto.—dijo con tono lascivo y jugando con un mechón de cabello de Häusler.

Miriam le quitó la mano del rostro.—¡Debemos parar!

—¿Qué?

—Desde el principio ésto fue un error. No lo haré más, Sr. Stein. Soy su empleada y sólo eso. Déjeme en paz.

Miriam dió un paso para marcharse pero Stein la detuvo y la plasmó contra la pared.—¡Eres mía, Miriam! No puedes dejarme. No puedes.

—Estas loco. ¡Toca a esa desesperada mujer! ¡Esta histérica por sentir algo que no sean sus dedos o los de su puto jefe! ¡Quiere a su marido!

—¡Al diablo con ella! Miriam... Te amo.

James le robó un beso en los labios. Miriam le apretó el rostro y lo hizo alejarse.—No me hagas arañarte para que luego Selma te haga preguntas. ¡Aléjate y déjame en paz, James! Hablo encerio.

James la soltó. Se peino el cabello y dejo a Miriam marcharse.

23 de agosto de 1933

NPEA, Potsdam

A finales de enero de 1933, la democracia que hablaba bien de Alemania, desapareció. Paul von Hindenburg, nombró cómo canciller del país al líder de un popular partido, nacido del descontento y la miseria por la derrota en la Primera Guerra. Adolf Hitler, llegó al poder no de forma democrática, pero si de manera legítima. Instauró su régimen en cuestión de meses, sus ideas antisemitas y de eugenesia eran transparentes. La juventud alemana, los veteranos y empobrecidos, la clase obrera, extendían su brazo, con lealtad y patriotismo, hacía la bandera roja con la esvástica negra al centro.

Durante primavera de ese año, se inauguró el coloquialmente llamado Napola, parte del programa del partido en poder, en la tan antigua mansión de estilo neobarroco sobre Saarmunder Strasse, en Potsdam.

Para ese verano, un nuevo grupo de alumnos fueron inscritos en el internado. Esa mañana, se realizaba su primer homenaje a los símbolos de la nueva escuela alemana. Las trompetas dejaron de sonar, y justo en ese momento la bandera nazi comenzóna izarse en el asta. Más de cien jovenes, todos bien vestidos con sus camisas pardas y pantalones cortos, alineados y con gallardía, contemplaban con mucho respeto su sagrada bandera que el sol naciente llenaba de poder.

Una vez en el tope, todos los jovenes soldados levantaron su brazo derecho y alzaron sus dedos, excepto el pulgar.

Juro por Dios este sagrado juramento, que yo, debo obediencia incondicional al líder del Imperio y pueblo alemán, Adolf Hitler, comandante supremo de las fuerzas armadas, y que como un valiente soldado, estaré preparado en cada momento para defender este juramento con mi vida.

Juraron todos a una sola voz, una voraz voz completamente grave de la cuál sentían orgullo. Rudolf destaco entre ellos, con un gesto sobresaliente, lleno de placer y un semblante digno, y sabía muy bien dentro de su cabeza que ese juramento no sería en vano según su caso... de ahora en adelante, esa era su vida.

Después del juramento. Y tras medio día de entrenamiento y clases, los estudiantes del Napola abandonaron las instalaciones para volver a casa, a alguna cantina, o algún parque cerca de colegios exclusivos para jovencitas con la esperanza de ganar la atención de una. Algunos de los alumnos, tenían la posibilidad de instalarse en los dormitorios del instituto, pero algunos más preferían salir de vez en cuando y algunas noches quedarse ahí.

Un solitario cadete, que vestía con orgullo su uniforme, con el emblema enredado en el brazo, y la daga guardada en su estuche a la cintura. Caminaba pavoneandose en las calles, agachando la cabeza y susurrando entre lenguas lo que había aprendido en clase sobre eugenesia y biología.

—¡Rudolf!—escuchó que le llamaban de algún lado de la calle. Volteó hacía atrás pero no había nadie con intenciones de hablarle a él. —¡Rudolf!—volvierón a llamarle y lo escucho más cerca.—¡Acá!— miró al frente y vió al muchacho Stein, acercándose a él con sus pasos torpes.

Veía en el rostro de Stein una felicidad y ese rostro, cómo de niño con dulces, llenaba el pecho de Häusler de una alegría extraña.

—Ulrich, mi amigo.— le llamó a Stein con una sútil sonrisa en su rostro —No pensé verte ahora.

—¡Yo tampoco!— apesar de ya esar a un paso de distancia, Ulrich no podía hablar mas bajo. Tenía una extraña emoción. —¿Cómo te va? Te ves... Increíble, Rudolf.

—¿Que tal?— se alejo un paso y abrió los brazos para modelar un poco su atuendo.— Creo que el pardo es mi color.

—Dime, ¿Tienes la daga?

Rudolf desfundo su daga plateada y se la extendió.—Oh, si. No es solo una daga, Ulrich.— Stein la tomó y la analizó asombrado.— Es un símbolo, una promesa, un compromiso.

—Genial.— susurró sin quitar su mirada del filo.

—Muchacho, ¿Quieres ver algo que si es genial?

Avanzaron a pie hasta las orillas del río Nuthe. Unos metros antes, Rudolf y Ulrich habían tomado un cachorro de una abandona e inocente camada de siete. La madre de los cachorros estaba en los huesos, pero sus crías estaban regordetas, tiernas y muy indefensas mientras ella salía a buscar que comer.

—¿Que hacemos aquí?—le preguntó Stein a Rudolf, contemplando el río frente a ellos.

El cachorro estaba quieto en los brazos de Rudolf.—Sostenlo.—le pidió a Stein.

Stein sostuvo al cachorro, su pelaje delicado le daba cosquillas en sus manos. Lo tomo con solo una y con la otra lo acaricio. Rudolf sacó una funda de tela de su valija.

—Mételo aquí.—le pidió a Stein.

Ulrich no tenía un buen presentimiento, pero todo lo que Rudolf hacía: desde gritarle a su madre, hasta escupir en la calle, le parecía una total hazaña. Así que sin pensarlo demasiado, metió al perro al costal. Ulrich lo ató y lo dejo en el suelo, muy cerca de la orilla del río. Se peino el flequillo de su cabello, se arremango las mangas de su camisa parda y desfundo la daga.

Los ojos de Rudolf se pusieron brillantes, su gestó cambio por completo. La empuño y se giró con Ulrich.

—Un maestro militar dijo que lo hizo con un homosexual.—le confesó.—Pero es un secreto.

Ulrich arrugó el gesto.—¿E-el perro es homosexual?

Rudolf soltó una carcajada y de detuvo para responder, aún con la sonrisa en el rostro.—No, mi amigo. Es solo un perro.

—¿Y que le hizo el militar?

—Lo apuñalo.—contestó.

Ulrich pasó saliva tan fuerte que casi se asfixia con sus propios fluidos. Rudolf lo vio temeroso, pero también curioso, y le ofreció la daga.

—¿Quieres que yo lo haga?

—Si tu quieres.

Ulrich admiraba el coraje de Rudolf, pero no se sentía preparado para empuñar un cuchillo de esos y clavárselo a algo que no fuera un pastel o un filete. Negó con la cabeza.

—Bien.—entendió a la primera, y no insistió.—No te obligare. Si un día decides este camino, Ulrich, la de el Internado: deberas hacer esta y muchas otras cosas, por la prosperidad de Alemania.

—¿Este cachorro es ruin?

—No entiendes aún. Esto es forjar carácter. Esto es practico. Para que estes preparado en el momento que sea esencial.

Rudolf se inclinó, cálculo su puntería a una considerable distancia entre el bulto del suelo con el filo de su daga, la empuño con ambas manos, suspiró, todo su odio, resentimientos y miedos se convirtieron en adrenalina que le cosquilleaba en cada nervio de su cuerpo, recorría sus venas y arterias, controlaba sus músculos y tendones. Inhalo fuerte, y apuñalo sin piedad al bulto. La sangre brotó inmediatamente después del primer ataque, seguido de otro, y de otros dos más. Los chillidos de agonía del animal dejaron de oírse luego de que Rudolf se pusiera de pie y lo pateara con fuerza hacía las aguas del río.

La sangre escurría del filo plateado de la daga de Häusler. Se acomodó su flequillo con su muñeca derecha, y se acercó al río para lavarse sus manos y limpiar su daga. Volvió con Ulrich mientras fundaba su daga.

—¿Me ayudas?—le pidió el favor de arreglarle las mangas.

Ulrich estaba paralizado. Se quedó mirando fijamente hacía el río y específicamente al bulto que la corriente arrastraba. Ulrich obedeció sin pronunciar palabra y comenzó a ayudarle a Häusler con sus mangas. Las abotono con torpeza y dió un paso atrás cuándo terminó.

—Eso fue brutal.—sentenció Stein.

—El mundo es cruel, Ulrich.—respondió.—La primera guerra fue sangrienta. Mi padre y tío murieron y no quedo nada de ninguno, fueron desmembrados.

El estómago de Stein se revolvió.

—Lo que hacemos en el Internado, es asegurarnos que eso nunca vuelva a suceder; que hombres buenos y trabajadores, los alemanes, no vuelvan a sufrir por otros. Que la derrota no vuelva a perturbar en la memoria de los alemanes.—sermoneo con heroísmo Häusler. Le sostuvo el hombro a Stein y luego lo abrazo.

—Vámonos ya. Se hace tarde.

Se dieron la vuelta y comenzaron a caminar por el mismo sendero de dónde llegaron.

Rudolf Häusler sabía que Ulrich Stein estaba dispuesto a teñirse el cabello con tal de parecerse a él. Tenía a su disposición un muchacho inseguro y herido, uno que en poco tiempo se convirtió en su admirador y Rudolf en su ejemplo a seguir. Pero a sabiendas de esto, Rudolf Häusler no tenía intenciones de lastimarlo, ni de convencer a Ulrich de hacer algo que él no haría.

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