Insomnio. Parte 7
INSOMNIO
PARTE SIETE: BOHN Y RÜMPLER
"No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y dónde los ladrones minan y hurtan."
–San Mateo, 6.19.
03 de agosto de 1938
El crujir de las hojas que las ruedas de su silla rompían, erizaban sus sentidos. Carl empujó la silla cada vez mas despacio al ver dónde se dirigían.
—Detente aquí.—le dijo el anciano levantando sus dedos frente a una de los sepulcros en el centro del cementerio.
Carl suspiró.—¿Qué hacemos aquí?—preguntó impaciente.
Apuntó a las fotos enmarcadas con guirnaldas de oliva dentro de la capilla que se dejaban ver por el cristal.—Allí esta mi abuelo, el padre de mi padre. Su padre de él y así, y así. Todos los patriarcas Rümpler en un mismo lugar.
Recorrió cada foto y cada nombre de la lista grabada en una placa de oro en uno de los pilares.—¿Por que no está mi padre aquí?.
—Norbert fue un hombre estricto y egoísta, para él, no valía la pena desperdiciar dinero en dos, si solo uno tendría el honor. Así es de injusta esta vida, su error, fue tener dos hijos.
—¿Y por que no hicieron algo por él?
—Marlene y yo peleamos noche y día, pero Norbert no cambió de opinión, al contrario los hecho de casa; a ti, a tus padres—acomodó su saco—, casos así ponen a las familias en polémicas. Como los Bohn, Helene y Doris murieron; se fueron dejando la vacante de la verdadera respuesta a los prejuicios.
—Estas divagando.
—Sabías que, no solo tu matrimonio con Debra es lo que nos une con los Bohn—se ganó la atención del hombre puesto de pie juntó a su silla—, Norbert. El murió el mismo día y en el mismo lugar que Héctor Bohn.
Frunció el ceño escéptico.—Era el 01 de enero del 1900, un nuevo siglo, el mismo comienzo. Todo el bufet de abogados, empresarios, comerciantes y todo hombre importante de Berlín reunido a una sola mesa; sin esposas, y sin hijos.
[...]
Una carcajada rompió entre toda la congregación de hormonas machistas y olores a lociones masculinas.
—¡Señores, hagamos un brindis!—todos alzaron sus copas medias vacías con Norbert ebrio entre la multitud—, ¡camareros, mas brindis!
En la cocina, uno de ellos sacó de la alacena tres embaces de vidrio con tapas de corcho. Destaparon las pequeñas botellas y agregaron los granos de arsénico a veintiséis botellas. Las dividieron en charolas y las llevaron a la mesa dónde los más de cuarenta y cinco ebrios ricos esperaban con saliva corriendo por sus labios.
—¡Balthazar, sírvenos quieres!—mandó Norbert al señor Häusler.
Obediente, Balthazar destapó la botella con el corcho ya flojo. Sirvió a Rümpler, a Bohn, Müller y a los más cercanos.
—¡Brindis!—gritó Thomas a gran voz y de un solo trago vaciaron las copas. En menos de un minuto, decenas de moléculas arsénico circulaban por su sistema.
Los meseros empezaron a quitarse los mandiles y uno a uno salían de la cocina, mientras el salón pasó a oler a licor a un hedor de vómito. Inclinados, retorcidos y muchos de ellos convulsionando en el suelo morían y agonizaban lentamente.
[...]
—Treinta y nueve, de cuarenta y cinco, solo seis de ellos sobrevivieron—proseguía mientras recordaba en su mente la catastrófica escena que había en el salón—... con males fisiológicos claro. Epilepsia, cáncer... a Norbert y a Héctor les tocó morir.
—¿Los responsables?
—Los trece meseros fueron ejecutados, no revelaron quién fue quien los mandó; ni tiempo les dio. La familia Rümpler estaba por encima de todo eso, una muerte injusta e inesperada. Los herederos empezaron a tomar sus lugares, casi al mismo tiempo, el cementerio estaba lleno y muchos de ellos compartían parientes.
—Y yo soy tu heredero.
—La nuera de Balthazar Häusler nos vendió sus residencias para rentar luego de que su hijo muriera. Tú lo conociste; Augusto.—dijo Alfred recordando todo muy rápido en su mente.—Siete viviendas bien edificadas y hermosas demolidas, sobre sus escombros erguimos los almacenes.
—Hiciste leña del árbol caído.
—La oportunidades siempre caen de sorpresa y por ello que la mente tibia siempre acierta. Hay cosas que nos convienen... unas que no tanto. La decisión de los herederos requiere años de pensarlo, uno vive preocupado en eso antes que en los negocios, los negocios vienen y van, pero la muerte, esa no siempre avisa.
—¿Entonces? ¿Soy tu heredero, o no?
—Tú eres el que sigue, es tu deber que no se pierda. Debes ser rápido, Carl, no sabemos cuándo llegará la hora.
25 de septiembre de 1903
Las lavanderas de la casa tenían las manos heridas por el uso de agua caliente y fregar en esas tablas incómodas con relieve. La señora de la casa inspeccionaba la sala de la lavandería y se acerco a una cesta.
—¿Y estas sabanas?—preguntó levantado una de un extremo.
—Son de la niña Debra, señora.—respondió una de ellas con sus mangas remangadas y con sudor corriendo de su frente.
—Pero si se las acaban de cambiar ayer...
La lavandera hizo una mueca y ella entendió todo. Dejo caer la sabana y corrió a ver a su nieta.
—¿Qué es lo que te pasa? ¿tienes cuatro años acaso?—regañaba la mujer.
Debra tenía la cara abajo, avergonzada e intimidada, no tenía el valor de darle la verdad a su abuela.—Lo siento...
—No permitiré esa clase de desplantes dentro de esta casa, Debra, no lo permitiré ni lo soportaré—insistió y se dio media vuelta, tomo las nuevas sabanas y las dejo sobre la cama de la niña.
—¿Qué te he enseñado sobre los modales, Debra?
Ella seguía viendo sus pies.—Mi madre dice, que soy muy pequeña para cosas de adultos.
—¿Te quedaras como niña toda la vida, según tu madre?—quejo.
Ella negó con su cabeza, haciendo menear sus cabello mientras lo hacía.
—Vístete con algo mas adecuado que esos harapos y luego enviare a alguien a que arregle esta cama. Te lo advierto, Debra, vuelvo a ver orinadas las sabanas y haré que duermas sobre ellas.
Amenazo tensando el mentón. La mujer salió de la enorme alcoba de la niña y llego a la de su hijo, quién lustraba sus zapatos mientras su mujer se arreglaba frente al tocador.
—¡Anton!—alzo la voz la molesta madre, con los brazos cruzados frente a la puerta.—Parece un patrón, nuevamente tu hija haciéndome encima en las madrugadas. ¿En que lugar cree que estamos?
—Buenos días para tí también.—respondió Anton apático.—Y este es tu patrón, mamá, las últimas semanas sin falta cada mañana. ¿No habíamos tenido ya esta conversación?
—¡Y espero, nuevamente cómo en las últimas semanas! Que hagan algo para controlar los... indecorosos modales de su hija. O lo haré yo misma.
—Eso te haría feliz ¿No es así?—se puso Anton a la defensiva.—Mamá, pero si siempre has hecho las cosas a tu antojo.
Doris endureció su rostro y bajo sus brazos.—No le hables así a tu madre, Anton.
—Descuide, suegra.—intervino la mujer de Anton.—Y-yo hablaré con Debra.
Doris le sonrió ingenua.—Si, por supuesto, que gran idea.
Se fue luego de rociar su veneno, amargándole nuevamente a Anton la mañana.
04 de agosto de 1938
Después del desayuno, la mujer decidió visitar a su madre en su antigua casa. La mujer ya era vieja y su vista no era la mejor. Constantemente era atormentada por su otra hija, quien vivía con ella y su familia.
Entro al vestíbulo y todo esta tan diferente, las cortinas eran las mismas desde hace ya cuatro meses, el polvo se había acumulado en los muebles y sillones. Los retratos y pinturas estaban descuidadas, y la casa ya no sentía cómo el nido elegante y cálido de hace años.
—Sra. Bohn-Rümpler.—la recibió la mucama con un cabeceo, como si se tratara de un miembro de la realeza, pero si que lo era, honorable miembro de la dinastía Bohn.—¿Quiere que la anuncié?
Debra negó severa y sin desperdiciar sus palabras. Comenzó a subir las escaleras dónde sabía que su madre estaría en el mismo rincón, junto a la misma ventana en la misma habitación.
—Esto es árnica, ayudará a tus huesos. En cuánto sientas que un dedo esta terco... Diles que te pongas de esta pomada y, ¡cómo magia! Ya no te dolerá.
La infantil y alegre voz de Antonia Clerc sonaba por todo el corredor. Debra se asomó a la habitación dónde junto a su hermana no solo estaba su asfixiada madre si no también sus dos hijos.
—¡Tía!
Gritaron a una sola voz los hijos Clerc; Levin y Dorothea. Quienes tiraron las joyas de su abuela al suelo y corrieron a Debra para abrazarla.
—E-em, mamá.—seguía Antonia con su madre—Esta crema, contiene veneno de serpiente, sirve para las arrugas. Ya sabes; esas que salen... por hacer gestos.
En esa frase, Antonia volteo a ver a su amargada hermana, quien abrazaba con apatía a sus barberos sobrinos.
—Bueno, mamá.—Antonia se levanto de su banco.—Te dejo... con ella. Llámame si necesitas algo.
Antonia le beso la mejilla a su madre y se fue, y junto a ella a sus dos hijos.
—Cuándo se llevaran bien, de nuevo.—pidió la madre muy triste.
Debra resoplo.—Quizá entre sus curiosidades, mi exótica hermana tenga un té para aliviar la locura, que buena falta le hace.—alegó sarcástica y camino a su madre para darle un beso en cada mejilla.—¿Cómo te sientes?
Helene resoplo.—Cómo vegetal. Inútil.
Debra comenzó a abrir las cortinas y los tapetes y la cama volvían a ver la luz, y consigo, todo el desastre.
—Santo Dios, ¿Cómo puedes dormir en estas condiciones, mamá?
—Antonia despidió a casi todo el personal de limpieza. Los pocos que quedan limpian la casa por partes.—confesó con su suave voz.—La acaban de limpiar antier.
—Son esos molestos niños, indecorosos e igual de... exóticos.—Debra comenzó a levantar el desastre a refunfuños.—Tienes que hablar con ella, o un día reducirán esta casa a escombros.
—Si mi pobre suegra lo viera, ah.—suspiró.—Ya escucho su regaño en mi oído. Será porque ya estoy casi muerta.
—Mamá.
—"Helene"—decía siniestra—"¿Que has hecho, Helene? Mira mi casa, Helene. Yo no pedí esto, yo no quiero esto, Helene, Helene, ¡Helene!"
—¡Mamá!
Helene descanso su cuerpo en su sillón. Tamborileó sus dedos y se levanto despacio.
—No hay un solo día, en que no piense en todo lo malo que hay en esta familia.—confesó muy pensante acercándose a la ventana.—Casarme con tu padre me trajo muchas emociones; envidias, celos. Tanto. Confieso que muchas noches quise correr y aventarme por una de estas ventanas. Pero siempre tu abuela estaba ahí, "No lo hagas, Helene, piensa en la familia. Piensa en lo caro que saldrá esa reparación y tu bendito funeral, ¡Razona, Helene, que me debes tanto! "
—Basta, mamá, por favor. Ella ya... ya esta muerta.
Helene asintió.—Lo sé.—Helene sintió un mareo y se sostuvo de la cortina. Debra fue a ella y la apoyo a levantarse.
Luego la llevo a su cama.—Polio.—susurró.—Presumen que tengo... polio, por eso me duele el cuerpo, me desmayo, me canso. No tiene cura.
Debra retrocedió dos discretos pasos.
Helene accedió triste.—Si, dicen que tengo que mantener distancia. Soy senil. Se me olvidan muchas cosas, pierdo de vista en lo que estoy, todo se me olvida... menos esa noche.
La voz de Helene se rompió en medio del cruel recuerdo. Cerró sus ojos y oleo el pasado en su mente, y Debra la acompañaba en su propia mente.
—Me atormenta, tu abuela lo hace, me dice que sea fuerte pero no puedo. A diario, me fastidia.—se sostuvo la cabeza.—Creí que se iría con ella, al sepultarla, creí que se iría con ella. Pero se quedo, y me hace pensar, ¿de verdad hice lo correcto? ¿Fue necesario? Aún te atormenta, hija, lo sé, estas muy herida, no quieres hijos, le temes al contacto, le temes a los hombres. Y con razón, son bestias egoístas y... brutas.
Debra asintió conmovida.—Es lo más valiente que has hecho, mamá. Y siempre te agradeceré por eso. Más valiente aún, por lidiarlo tantos años, y sabes porque, porque hiciste lo correcto, hiciste un acto de valentía... y amor. Gracias.
Sin importar parte médico, Debra corrió y abrazo a su madre. Helene correspondió al abrazo con una enorme sonrisa en su rostro.
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