Histeria
HISTERIA
15 de enero de 1920
Ya se habian tocado las trompetas en la academia, los cadetes ya estaban haciendo su ronda diaria de trote en el campo. Fuhrmann decidió faltar a aquella practica, solo tenía que limpiar los baños después de que los Sargentos notaran que no había asistido. Mejor para el, así no tendría que convivir con los otros cadetes, ya que según sus sospechas, era el único que se había tomado el atrevimiento de irse de la formación.
Entro a los baños de la Academia para orinar, se acercó al mingitorio y antes de poder bajar su cierre escucho mucho ruido en la bodega que estaba junto al último cubículo. Escuchaba los baldes sonar y mucho escándalo provenir de allí. Quizás se tratara del conserje pero al conserje lo acababa de ver hace unos minutos en el área verde. Completamente intrigado se acercó a la puerta de la pequeña bodega y vio que estaba entreabierta; a hurtadillas se acercó más y pudo ver que sucedía por el espacio vacío entre la puerta y su marco. La escena era de locos. Se trataba de una de las nuevas cocineras, una muchacha de al rededor de unos veinte años y dos de los cadetes, ambos acariciando el cuerpo de la chica. Era Egon Cordes, el rubio que la embestía por el frente mientras le besaba el pecho y Dominik Ulbrich por detrás mientras ella doblaba su brazo para rodearle el rostro y le besaba la cara. Fuhrmann estaba petrificado. Los colores se le subieron al rostro y comenzó a retroceder. Al parecer no fue el único que decidió faltar al calentamiento en el campo. Despego su vista de la bodega y corrió hasta el pasillo y luego a las literas dónde se quedo recostado sobre su costado con la mirada bien alerta y tratando de borrar de su mente tan perturbadora escena.
Ahora su plan ya no resultaba tan buena idea después de todo. El Sargento Leeb puso a los muchachos a asear los baños en la hora del almuerzo, ellos comerían algo al terminar y si les iba bien. La incomodidad de estar con esos dos era descomunal, para su suerte había un cuarto muchacho, no recordaba su nombre pero si que le conocía. Era de los pocos en toda la Academia que no le había dedicado una mirada de odio o gritado alguna maldición por los pasillos. Nicolas termino de tallar una de los inodoros y tenía que ir por un paño seco a la bodega para secarlo. Entro a ese recóndito y oscuro lugar y vislumbro la espalda desnuda de Cordes ante él yendo y viniendo sobre la chica. Sacudió su cabeza y tomo el primer pedazo de tela que encontró.
—¿Todo en orden, Fuhrmann?—le pregunto Egon, recargando su brazo en los retazos de un trapeador viejo.—Te ves mal.
—Más de lo normal. Pareces asustado.— decía Ulbrich colocándose junto a Cordes.—Dinos, ¿que te pasa?
Fuhrmann aclaró la garganta y negó con la cabeza.—N... no. Estoy bien.
—¡Vamos, hombre, somos amigos!—repuso Ulbrich dirigiéndose a Fuhrmann y puso su brazo sobre sus hombros y lo hizo caminar a los cubículos.—¿De que se trata? ¿Es una chica? Nunca has mencionado a una. ¿Eres maricón, Fuhrmann?
Nicolas negó con enfado.—Claro que no.
—¡Eso es! ¡Si es una chica! O... o es una mujer. Una mujer, experimentada y de senos grandes... anda, Nic, dinos.
Egon se rió.—Ya déjalo, Dom. No tiene que decirnos nada. No sabría ni que hacer con ella así la tuviera bien puesta ante él.
Ulbrich soltó a carcajadas.
—Son un par de imbeciles.—repuso Fuhrmann lleno de coraje.—Ambos. Vi lo que hicieron, sé porque no fueron al campo en la mañana. Se revolcaban en ese sucio agujero los dos juntos con una chica porque uno solo no daría la talla...
Egon tiró el trapeador al suelo y se fue sobre Fuhrmann. Lo tomo del cuello de la camisa y lo aplastó contra la pared del cubículo.
—¡Con que si tienes huevos, Nicolas! Que bien los escondes, pedazo de mierda.
—Mátalo.—sugirió Ulbrich con mucha seriedad. Incluso Fuhrmann creyó que si iba a hacerlo, pero Egon lo callo con un "shh".
Cordes lo vio fijamente a los ojos.—Si dices algo... lo vas a pagar. Pagaras un alto precio, desearas que te maté, así será. Si sabes lo que te conviene te sugiero mantener ¡tu maldito hocico bien cerrado, imbécil!
Cordes le dió un violento golpe con su puño en el estómago de Fuhrmann y el se dejo caer de costado junto al inodoro.
—¡Ya basta, Egon!—al fin el cuarto ahí despertó.
—Esto no te incumbe, Kraft.
Kraft, ahora Nicolas lo recordaba, sabía que empezaba con "K".
—Oh si, yo creo que sí me incumbe, Dominik. Ya déjenlo en paz.
—No querrás estar de su lado. Créeme te lo digo... a este le irá mal todo el entrenamiento y no quieres hacerle compañía.
—Te dije que no fastidies. ¡Termina de fregar los malditos pisos que muero de hambre!—le grito Kraft a Cordes.—¡Muévete o digo lo que sé!
Cordes se alejo un poco y levanto el trapeador mientras maldecia a Kraft entredientes. Ulbrich tomo sus baldes y siguió a Cordes.
Kraft volvió a Fuhrmann y le estiró la mano. Nicolas la tomo y lo ayudo a ponerse de pie y a salir el cubículo.
—N-no necesitaba tu ayuda.—espeto Nicolás.
—Ah, yo creo sí. Si no te has dado cuenta... no le caes bien a mucha gente por aquí. Sin alguien a tu lado cómo... amigo, todo lo que resta del curso será un verdadero infierno, sobretodo con Egon.
Nicolás trago saliva y volteo a ver a la cara a aquel joven.—¿Y que? ¿Tu no me deseas la muerte?
—No hiciste una cosa mala cómo para tenerte tal deseo... los hijos no deben pagar por los p...—cortó la frase de golpe.
—Sí. Dilo... pecados de sus padres. Y lo peor esque yo fuí el último en saberlo.
Kraft suspiró .—Seguro que Egon te dejo un hueco en el estómago ¿no quieres llenarlo con algo de la cocina? Se de un atajo.
Nicolás tomo aire y negó no muy seguro de su respuesta.
—Anda.—el joven lo jalo y cruzo su brazo sobre los hombros de Nicolás.—Soy Werner, por cierto, Werner Kraft.
20 de mayo de 1940
Pescara, Italia.
La invasión de Yugoslavia resulto una gran victoria para el ejercito italiano. Cuerpo reducido militar y político, al igual que amigos y familia; se reunierón en la casa Fuhrmann. Todos esperaban ansiosos desde que el sol salió a que se ocultara y diera bienvenida la noche al General Nicolás Fuhrmann. El hombre esperado llego en un lujoso Alfa Romeo 8C último modelo color negro y reluciente bajo la luz lunar; atravesó la verja con mucha decencia y entro a su casa. Rápidamente las miradas se enfocarón en él y lo resivieron con aplausos y el simbolico saludo fascista, el pianista comenzó a entonar una deliciosa canción que sonaba a bienvenida.
La familia del general le esperaban con añoranza tras toda la multitud. Les abrieron paso y quedarón atónitos. Ahí estaba Charlotte, aquella mujer tan hermosa, de una piel clara, cabello castallo oscuro con una trenza por diadema, ojos azules tan puros como su alma y varios collares con cuentas blancas y joyeria que jugaba con su atuendo tan sofisticado dónde prevalecía el color azul verdoso.
Aquella perdío el aire al verlo con un parche que cubría su ojo, su hijo quedo igual de sorprendido. Nicolás le dio su gabardina a uno de los invitados, metió su mano al saco y saco de el un Hawker Hurricane a escala, se lo presento a su hijo mientras se arrodillaba.
—Marco—le llamo su madre—, es tu padre.
Marco era de buen parecer tanto como ellos, tenia los ojos almendra igual que su padre, y una piel poco mas morena que él. Un cabello rubio oscuro y unas cejas pobladas.
Él se soltó de las seguras manos de Charlotte y camino nervioso hacía él. Una vez frente a frente, Marco tomo el juguete y luego abrazo a su padre lo que desemboco un momento conmovedor que lleno el salón de lagrimas y aplausos. Charlotte camino a ellos y se abrazón.
—Trate de contactar a tu madre—le dijo Charlotte, en la íntimiad de la cocina—, al último de sus domicilios conocidos, pero nada. No hay nada de ella, ni de tu hermana.
Miró por las ventanillas de la puerta de la cocina a Marco y demás niños correr por el salón y viendo en especial a la hija Benedict entre ellos.
—No te preocupes por Sabine.
—Hay algo más que no te dije. Unos hombres del Reich vinieron a la casa.
Fuhrmann miro a Charlotte con conmoción.—¿Les hicieron algo?
—M-me preguntaron por mi tía; mi primo, Daniel, por su esposa e hija.
—¿Que hay con ellos?
—Son judíos, ¿lo recuerdas?
Nicolas había olvidado ese lado de la familia. Recordó las pocas veces que había visto a la familia Angerer y sus rostros ya no eran muy lucidos para memorizarlos.
—¿Que querían saber?
—Nada en cuestión. Ellos lo saben todo. Creo... creo que los tienen...
Charlotte iba a comenzar a llorar pero Nicolas le tomo la mano y ella recordó que no era buen momento. Jalo aíre hacia sus pulmones y mantuvo la postura.
—No dejo de pensar en mi tía Alberta, en Daniel y su mujer, en su hija. Nic... Erich me dijo que Marion estaba embarazada, fue lo último que supo.—expresaba angustiada.—Y Jenni, su hija, es menor que Marco. Pobrecita, lo que debe estar pasando...
—Creo, Charle, que debes guardarte esos comentarios.
—Solo estoy platicando contigo...
—Aún si es conmigo.—repuso muy firme.
Charlotte no reconocía al hombre que tenía enfrente, pero por la manera en que Nicolas lo dijo parecía muy serio.
—¿Para te esto fue lo único que le alcanzo con el dinero que mande?—preguntó Nicolas desviando de tema.
Charlotte aclaro su garganta.—Los gastos son exesivamente más grandes. Pasajes, los viajes que nos organizas, los tutores de tu hijo.
—Mande para eso y más, Charlotte.
—Yo...—estaba dispuesta a confesar—, mi hermano me pidió prestado un dinero.
—No me digas—interrumpió insolente—, ¿no presumía mucho el negocio?
—No seas egoísta Nicolás. Por favor.
Nicolas bebió su copa sin despegar su vista de la ventanilla.
—¿Que te pasó... ahí?—preguntó Charlotte por el misterioso parche que Fuhrmann ahora llevaba en el rostro.
Fuhrmann se llevo la mano al rostro y especialmente al parche color negro.—Sacrificio.—volteó a Charlotte.— Es lo que sucedió. Es mi sacrificio para con Italia.
Charlotte sonrió. Le tomo la mano a su marido y le beso el dorso con sus labios.—Te eche de menos. No sabes cuanto.
Nicolas se acercó a ella y le dió un cariñoso y discreto beso en la frente, aunque ella lo esperaba en los labios.—Volvamos adentro.
Charlotte le tomo el brazo, el general se alisó su traje e insignias y volvieron al salón para seguir disfrutando de la bienvenida.
Al recostar su cabeza sobre la almohada, una sueño atenudado de luz se presento frente a el.
Un grupo de jovenes se amontonaron junto a la cama de uno de sus compañeros. Uno de ellos chupo su dedo para luego meterlo en la oreja del cadete.
—Fuhrmann.—le susurró Cordes en tono burlesco y muy bajo; mientras los demás se mofaban, Nicolas cubria su cara con las delgadas sabanas. Egon le quito la sabana he hizo que sus compañeros le sujetaran los brazos.
—¡Dejenme!—gritaba desesperado Nicolas ondulando su cuerpo tratando de soltarse de las seis manos que le sujetaban. Egon se desabrochaba su pantalón sin quitar su deseosa mirada de Nicolas.
—¿Que te pasa Fuhrmann? ¿Te encanta ir de soplón verdad? Por que no vas y le cuentas a Meyer esto ¿Dónde esta ese imbécil de Kraft para protegerte ahora?—decia mientras golpeaba la cara de Nicolas con su miembro repulsivo.
—¡Yo no le dije nada a Meyer!—gritaba justificandose pero Cordes no le hacía caso.
Nicolas trataba de patear al infeliz pero le quedaba muy lejos. Egon acentio y mas compañeros le sujetaron las piernas y las abrieron, Cordes se puso frente a él.
—¡No, no, no! ¡No!
Y abrio los ojos. Nicolas desperto jadeante. Se sento en la cama y paso su mano por su rostro, respiraba por la boca y sudaba frio. Trago saliva que se sentía como ácido por su garganta y volteo a ver a Charlotte que dormía tranquila.
20 de julio de 1943
Pescara
El río estaba a unas cuantas cuadras de la grandiosa casa Fuhrmann. Un edificio de estilo barroco pero de amueblado sencillo; pocos muebles, pinturas, tapices y decoraciones se mantenían como en un principio. Lo más preciado de la casa era el jardín trasero, dónde Charlotte Fuhrmann pasaba la mayor parte del día, la
otra parte la ocupaba en labores del hogar, y muy en ocasiones ejerciendo sus habilidades de fisioterapia con pacientes ya establecidos.
Charlotte regaba algo de agua con una regadera sobre sus preciadas alcatraces, mientras les sonreía y entre dientes les recordaba lo preciosos que estaban.
—¡Mamá!—le llamo su hijo, Marco, desde la puerta doble que conectaba el jardín con el resto de la casa.—¡Hay una mujer en la puerta que busca a papá, ¿quieres salir a ver que quiere?!
Sabía que su marido le amaba, y que su trabajo estaba antes de cualquier otra distracción. Pero, es un soldado, un bulto de carne, hueso y virilidad. Sus viajes estaban tan llenos de acción cómo de placeres; conocía cómo era la vida de esos hombres importantes. Un sentimiento horrendo se apoderó de Charlotte, algo entre el miedo y la sospecha. Dejo su regadera en el suelo y se apresuró a la puerta principal. Entro a la casa y vio que su hijo ya había vuelto a tomar el teléfono.
—¿Con quién hablas?—preguntó torciendo su cabeza sin detener el paso y curveando las cejas.
—Sophie Benedict.—respondió dando el nombre.
—¿Quién?—no recordaba a nadie con ese nombre y apellido en esos momentos, pero si que le conocía.
La puerta blanca con mirilla dorada en el centro superior, estaba medio abierta, apenas una grieta por donde la luz del día irrumpía como una especie de barrera blanca por dónde el polvo y virutas del aire se hacían presentes. Charlotte la tomó y la abrió por completo, tapando el hueco con su cuerpo, vestida de una falda marrón y una blusa coral con perlas de fantasía en el cuello y puños. Llevaba puesta una cadena de plata y un reloj discreto de oro le enredaba la muñeca. No traía zapatos, estaba prácticamente descalza, se quito sus botas de jardinería al entrar a la casa.
—Buen día.
Saludo lo más cordial que pudo a la visita. Una mujer de pelo negro hasta los hombros, lacio y bien cuidado. Flequillo a media frente. Vestía ella de gris y azul, se le veía elegante. No venía sola, junto a ella estaba un muchacho que se antojaba entre la edad de Marco Fuhrmann, solo que él era rubio, vestía de negro, y se le veía curioso.
—Charlotte.—dijo aquella su nombre.
Charlotte ladeo la cabeza y sacó un pie de la casa.—¿Le conozco?—preguntó.
—¿No me recuerdas?—Charlotte negó totalmente con un silencio.—Soy Hermine. Tu cuñada.
De pronto ese rostro se hizo pequeño, suave e infantil en la mente de Charlotte. Claro, era ella. No se explicaba cómo, pero era ella. La hermana de Nicolas en el pórtico de su hogar en una ciudad costera de Italia, a tantos y tantos kilómetros de Alemania.
Charlotte caminó a ella y una vez frente a frente, se abrazaron. Segundos después, Charlotte le arrebató el teléfono a Marco y llamo de inmediato a Nicolas, tenía que estar en la casa cuanto antes, no sabía por cuánto tiempo estaría Hermine ahí.
Nicolas llego apenas treinta y tres minutos después de colgar la llamada. Se encontraba en alguna clase de reunión, o por el estilo, mantenía ese aspecto muy privado.
Se reunieron en la sala de estar. Nicolas se sentía en su predilecto sillón y el resto se distribuyo por el resto de sofás o sillas acolchadas.
—Marco, por que no llevas a Killian a tu recamara para que conozca tu.... colección. —propuso Charlotte.
Marco accedió.—Bien.
Marco se levanto de su silla acolchada y rodeo la sala.—¿Vienes?—le pregunto a Killian, quien le lanzó una mirada a su madre buscando su aprobación. Ella asintió. Killian se levantó de inmediato y siguió a Marco.
Su charla se oía aún.—¿Te gustan los aviones?—pregunto Marco.
—¿Aviones? Si, son geniales...
—Yo los adoro. Papá me ha comprado cientos en sus viajes...
Las voces de ambos fueron desapareciendo mientras se alejaban. Se escuchó el golpear de sus pasos en los escalones y luego se dejo de oír ruido de ellos.
—Quiere ser piloto. Piloto aviador.—le dijo Charlotte a Hermine.—Nicolas lo consiente mucho. Le trae de esos aviones a escala cada que llega de un viaje.
—Es estupendo que desde esa edad sepa lo que le gusta y lo que aspira.—sonrió con una historia en la cabeza que estaba por contar.—Killian no es así. Un día despierta y quiere ser granjero, y al día siguiente su meta es ser oftalmólogo.
Ambas se rieron. Nicolas, como de costumbre, estaba callado, haciendo quien sabe que cosa con esos momentos de disociación que se toma antes de hablar. Quizás, analizando a la persona que tiene enfrente, en este caso su hermana Hermine, tal vez formulando todo un pliego de preguntas para hacerle, o solo este impacto. Quizás solo esté asimilando lo que esta viviendo en ese momento, aquel reencuentro.
—¿Cómo nos encontraste?—fue la segunda.—¿Hermine?
En su rostro. No se le veía enfadada por comenzar a contestar preguntas. Se lo veía venir.—¿Esta aquí, no? ¿Erna?
La infeliz, divorciada, miserable y obesa tía Erna. La tía Erna, la hermana de Sabine, dormía en la habitación consiguiente a la de Marco; entre la recamara de él y e baño. Nicolas se recargó en su sillón, implorando que hiciera más larga su respuesta. ¿Que tiene que ver la tía Erna?
—Sabine y ella guardan comunicación desde que salimos de Dresde, ¿ya lo olvidaste? Bueno, pues eso nunca cambio. Me enteré de su divorcio, de la muerte de Martin, de cómo fue que llego aquí con ustedes.—miró a Charlotte.—Cómo fue que Charlotte abogo por ella porque tú.—devolvió la atención a su hermano.—... no la querías. Erna y Sabine se escribían con frecuencia. Era Marco, tu hijo, quien entregaba esas cartas, a él le daba igual. No se molestaba en preguntar o curiosear.
Nicolas comenzaba a enfadarse. Se le veía en su único ojo funcional y visible. Hermine dejo de hablar, y se rompió un respiro.
—¿Sabe dónde estoy? ¡Va a venir!
—No.—respondió muy firme.—No lo hará. Viajar, para ella es... imposible.
—¿A que te refieres?—pregunto Charlotte acelerada.
—¿Murió?—pregunto Nicolas sin que tan siquiera pensarlo le raspara la garganta.
Hermine sacudió la cabeza en negación.—N-no. No murió. Esta internada en un asilo.
—¿Un asilo?
—Se especializan en el cuidado de ancianos. Sabine ya no es nada de lo que solía ser. Apenas y habla, o se mueve. No puede caminar. Ni escribir. Yo aveces respondía las cartas de la tía Erna pero ya no más. Yo la lleve allí.
Nicolas no sabía que decir. Concordaba perfectamente con ella. El en su caso hubiera hecho lo mismo, pero a diferencia de Hermine, Nicolas no hubiera esperando a que se quedara sin movilidad, no se hubiera tomado tanto paciencia con una mujer así tal y cómo la recuerda.
—No habla. No se mueve. Es inútil.—dijo con un nudo.—No durará mucho así.
Hermine pensaba lo mismo, pero parecía serena, resignada a que en cualquier momento su madre muriera o fuera ejecutada.
—No sé que decir...
—No esperaba que dijeras nada. Hasta donde sé, ja, eres un hombre que se guarda sus argumentos para sí.
—Vaya boca la de Erna. Mientras no prueba ni un bocado en la cena, apunta cada palabra que se dice en una libretita bajo el mantel.
—También me imaginé algo así.
Hermine se rió. Nicolas incluso dibujo con sus labios una sonrisa convincente. Bajo su vista y cubrió con su cabeza sus ruborizados pómulos.
—¿Cómo es que llegaste? ¿Vives muy lejos?
—Mi marido, Anatol Wirth, es Curador de arte, o no recuerdo bien el nombre, pero...
—Si, es correcto.
—Si. E Italia esta repleta de arte. Lo enviaron a Florencia hace unas semanas, y bueno, fue él quien me trajo.
—¿Dónde lo dejaste?
—En el hotel. Descansando.
—¿Es un buen hotel?—su pregunta sonó extraña. Cómo si se dirigiera a una propuesta esplendorosa.
—Am, de hecho, si. Esta muy cerca de la playa. Killian la admiro todo el rato desde que llegamos. Me insistió que fuéramos, pero no conozco a los italianos tan bien como tú. No sé cómo se hacen aquí las cosas.
Nicolas y Charlotte cruzaron miradas. Y Charlotte no podía recordar cuando fue la última vez que vio en ese ojo tuerto un brillo de bondad, una luz. Un cariño.
—Podríamos acompañarte.—propuso Nicolas.
Charlotte quedó completamente conmovida. Emocionada era una palabra corta. Una sonrisa irradio su rostro y para tratar de no hacer ese momento un episodio dramático, se limitó a solo estirarse y sonreír muy fuerte, cómo una niña pequeña que estaba viendo un cachorro regalo suyo.
—¿De verdad?—la impresión también se apodero de Hermine.
—Si. Tengo el resto de la mañana libre. Hace mucho que no vamos a la playa, ¿o no, Charlotte?
—¡Si!—alzo la voz.—¡Iré por los muchachos, y por Erna!
—Erna no va.—demandó Nicolas.—Erna se queda.
Ya era un exceso de atención tan solo salir con su familia como para siquiera pensar que la tía Erna los acompañará después de conocer los hechos.
En menos de media hora, los Fuhrmann y Hermine y su hijo, llegaron al hotel donde se hospedaban. Conocieron al esposo de Hermine, Anatol Wirth, y se conocieron mejor tomando el sol de medio día en las relucientes playas de Pescara. Dónde el agua es azul, y el tiempo es lento.
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