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Fuertes. Parte 2

FUERTES

SEGUNDA PARTE: NOLTE

"Esos actos fueron la justificación de mi existencia en la tierra, y no un título para recibir la gloria".

-Irena Sendler.

5 de enero de 1911

Berlín

¿Que clase de horrores debe vivir el ser humano para ser fuerte? ¿Para dejar de temer? ¿Para dejar ir lo que ya no volverá? Eso, era lo único en lo que pensaba un niño de apenas diez años cuyo padre acababa de sepultar hace apenas unos minutos.

El año había comenzado con días nublados y fríos. Las calles se encontraban casi vacías y los valles desolados. En la carretera de vuelta a casa, dentro del auto de los Nolte; conducido por un chofer, una esposa recién viuda y un hijo recién huérfano se consolaban con un confortante abrazo.

—Magnus.— escuchó la voz ronca pero serena de su abuela. Sentada en el extremo de la ventana. En el asiento de atrás dónde iba el niño y su madre.— Ahora tienes que ser fuerte, mi niño. Cómo todos.

Vió a su abuelo. En el asiento de frente, de copiloto. Lo veía enjuagarse los ojos con los puños de su abrigo y mirar a la ventana cuándo lo hacía. Sentía los latidos de su madre contra su cuerpo. Oía su respiración neutra y el velo que cubría su cabeza le nublaba la vista.

Magnus Nolte, volvió su vista afuera por la ventana. Veía el bulevar antes de casa desaparecer mientras avanzaban. Los árboles hacerse más grandes mientras avanzaban para luego desaparecer también.

—Ser fuerte. ¿Cómo lo hago?— giro su cabeza y con esfuerzo tratando de quitarse a su madre dormida de encima miró a su abuela. —¿Abuela?

Mathilde Nolte vestía de negro. No le daba la cara a su nieto. Al igual que su nuera, su rostro estaba encapuchado con un velo tejido negro.

—Ya lo eres, mi niño.

No era la respuesta que esperaba. Esperaba algún consejo ganador. Algún consejo que lo hiciera hombre en cuestión de horas. Algo que lo hiciera fuerte ante la muerte de su padre tan inesperada. El epiléptico Thomas Nolte que ahora yacía eternamente bajo tierra, dentro de un ataúd de madera remachado, en el sepulcro familiar Nolte.

Volvió su rostro a la ventana y recargó su cien en el cristal.— No lo soy.— susurró para sus adentros.

11 de junio de 1938.

Su control de emociones se limitaba a la situación en la que se hallaba. Por dentro, el perdia la serenidad de miedo, pero por fuera, se mostraba como un hombre de su clase y posición militar debía. Dos puertas enormes de madera se abrierón frente a él, dentro no había más que una mesa alargada con arreglos flolares en jarros lujosos y whisky irlandes caro. Sujetos de traje militar con insignias y un gesto rudo.

—Buen día, General.—le saludó el que parece el más viejo de ellos.

El ansioso General era alto y corpulento. Llevaba puesto su uniforme militar y una placa de plata en el pecho insritó «Nolte», se veía su rápida respiración en el subir y bajar de su tórax. Presentaba un rostro serio, con ojos grandes y cejas pobladas, cabello recortado de los lados y una peculiar cicatriz que salía de su labio superior hasta la fosa derecha de su nariz.

—Tarde más en pensar si venir o no, que en llegar, me sigó cuestionando, ¿nos sentamos?

El General tomo la recargadera de la silla y se sento. Jamás en la vida algo se le había echo más tedioso que jalar esa silla y sentarse en ella como si nada.

—¿Algo de beber, Magnus. Ron, whisky?

Pregunto el más bajo de estatura de ellos, con entradas pronunciadas en el cabello, gafas de cristales rectangulares y una nariz pequeña para esas mejillas tan grandes que se extendían con su enferma sonrisa.

El teléfono de la sala comenzó a timbrar.

El bajo finjió sorpresa con la botella de whisky en la mano.—Oh, gusta atender, General. Suena que es para usted.

Se vió obligado a salir de su silla. Caminó sin quitarles la vista de encima a los de la mesa y atendió el teléfono.

—General Nolte.

Contestó. De pronto, una voz, esa voz: lo paralizo, le helo los sentidos y por inercia junto sus piernas en firmes.

—Mi führer.—pronunciaron sus temblantes labios mientras todos en la mesa sonreían con sus tragos.—Si, mi führer.

Seguía contestando a las palabras tan rudas del propio Führer al otro lado de la línea.

Sé que hará lo correcto, General Nolte. El tiempo corre, y muy a prisa.

Fue lo último que el le dijo para luego colgar. Magnus colgó y mientras su mundo se le venia abajo y su piel tomaba un tono pálido, volvío a sentarse.

—Te dió una salida.—dijo el más viejo de todos ellos. Un hombre de semblante serio, blanco, cabello canoso, con bolsas bajo los ojos cuya mirada bajo unas pobladas cejas daba una apariencía de que estaba siempre pensando en algo.—Una salida que a muy pocos se les da.

Magnus sudaba frio desde su silla.—¿Llamas a eso salida? ¡Me esta dando a elegir entre dos cosas que no deben ser negociables!

—Les dije que comenzaria a lloriquear.—alardeo el bajo.

—¡Inspector Stumpf, podría callarse!—salto con temperamento humeante Magnus.

—Así las cosas ahora, Magnus. La empatía de nuestro Führer con los parentescos desleales de sus miembros de alto mando se estan acabando.—decía el viejo Coronel Claudius Tiel con un serio tono.—Sin excepciones.

—¡Dejame pensar. Deja de hablar y por que demonios hay tanta mierda en esta sala! ¡Salgan-todos!

Claudius alzo sus manos y con ademanes echo fuera a los demás.—Salgan.

Abandonaron sus sillas y ordenadamente salierón de la sala dejando a Claudius Tiel a solas con Magnus Nolte. Ambos completamente con emociones diferentes. Claudius cerro las puertas luego de cersiorarse de que hasta el pasillo quedo vació.

—Dos semanas. En dos semanas puedes hacer cualquier trámite.—suguería volviendo a su silla, ambos en cada extremo de la mesa.—Dos semanas tiene tu familia asegurada la vida.

—Que fácil se oye. ¿No es así?—alegó desesperado.—¡Pues no es fácil!

—No necesitas gritar. Ya estamos solos y te oigo perfectamente.

—¡Gritare y seguiré gritando porque lo que esta pasando es inhumano e injusto!

—¡Por Dios, Magnus. Baja la voz, mide tus palabras cualquiera puede oírte y eso es considerado traición!

—¿Cómo puedes estar de acuerdo? Tú, Claudius Tiel, quien juro ayudarme siempre. Siempre.

Magnus no soportó más y comenzó a gemir en llanto.

—Conozco esa cara. Tu cara, te conozco desde antes de que te hicieras hombre. Es la misma que ví cuándo escuchaste la primer bala; la misma que pusiste cuádo viste al primer hombre fallecido que no fue tu padre; la misma cara de pabor y horror al sentir el olor a pólvora y muerte en tus narices. Lo siento tanto, Magnus.

—No mientas, no lo sientes. ¡No es tu esposa y tus hijas quién estan en las paredes con un cuchillo en sus frentes!

—Cierto, no puedo comprenderte. ¡Porque en primer lugar yo no me casé con una judía!

Hartó, Magnus se lavanto, saco su pistola de su funda del cinturón y avanzó a Tiel apuntandole con ella. Su dedo estaba listo para tirar.

—No lo hagas.—dijo Tiel muy sereno.—No lo harás, lo sé. Me aprecias tanto como yo a ti.

—¡Demuestrelo. Ayudeme!

Negó rotundamente.—No puedo. Nadie puede. Tu familia fuera, o tú con ellos. Creemé que les eres más de ayuda contigo aquí, que con ellos. Baja esa arma. Bajala, hijo.

La mano le cosquilleaba y cada musculo de su cuerpo le provocaba temblor. Bajo la pistola incorporando su mano.

—Jürgen. Tu hijo tiene oportunidad hasta dónde alcanzen sus posibilidades, inscribelo a un programa militar o las Juventudes. Es mitad ario, puede acompletar ese porcentaje faltante si se interviene la mente. Pero... Helga, por sus venas no corre más que sangre judía.

Magnus se quedo inerte y lleno de rabia, con sus ojos humedecidos junto a la mesa.—No me alejaran de ellos.

Claudius suspiró resignado.—El tiempo corre. Y muy de prisa. No te puedo ayudar, pero ayudalos tu a ellos. Piensalo; no con el corazón.—llevo su dedo a su sien.—Con la cabeza.

30 de marzo de 1914

Cada lunes, desde hacía once meses, después de clases, Magnus Nolte se subía al auto de su familia junto a su madre, y se dirigían al centro poniente de la capital, hasta la antigua y prestigiosa Universidad de Artes de Berlín: dónde Magnus y más jovenes, tomaban cursos privados de música.

Magnus estaba ante su piano de madera de palisandro. Sentado en su banquillo acolchado y sin tocar ni una tecla; solo admirando, sobre el panel y la tapa, la vista de afuera que disfrutaban por el ventanal. Sus oídos y los de los presentes, se deleitaban con el compas de 3/4 y ritmos regulares de la Gymnopédies No.1 "Lent et douloureux", obra que el compositor francés Erić Satie, grabo en partituras algunas décadas atrás. Magnus estaba invadido por, precisamente, los sentimientos que la sonata quería provocar: nostalgia, melancolía, dolor quizás. Cuando se llegó a la cadencia, no hubo un solo aplauso, todo se quedó en silencio. Helga Unger apartó sus manos de la teclas y quitó sus pies de los pedales. Cerró la partitura y dió una reverencia a su maestra de piano, la señora Emerenz Renner, que usaba un vestido negro, largo que le cubría hasta el cuello, parecía un florero y su cabeza eran los azahares.

Se tomo un segundo para seguir escuchando cada nota en su cabeza y luego abrió sus ojos.—Bien, Helga, muy bien.—felicitó, complacida.

Helga asintió. Ante Renner había ocho pianos más, todos dispuestos a ocho jovenes entre señoritas y varones. La iluminación a esa hora era perfecta, la luz del sol vespertino irrumpía por el ventanal y los abrigaba con su calidez, el resplandor le daba a Renner un aura y su figura se perdía en los destellos.

—Es tu turno ahora, Magnus. Desde abajo.—indicó la señora Renner, pero Magnus seguía inerte en sí mismo.—¿Magnus?—todos giraron a ver al muchacho que parecía haber muerto con los ojos abiertos.—Magnus...—la señora Renner presionó una tecla del piano de Nolte.

El ruido del do hizo a Magnus reaccionar. Parpadeo y miró a su maestra. Parecía preocupada, no molesta.—¿Estas bien, Magnus? ¿Todo en orden?—preguntó la mujer con su voz melódica.

Magnus asintió y guardo sus manos entre sus piernas. Sabía que movía los dedos, inquietos, cuando le hacían esa pregunta, era delatado, o al menos eso ocurría con su madre.

—Es tu turno, muchacho. Sigamos practicando con la Número uno, desde abajo.—se alejó para que Magnus pudiera comenzar.—Cuándo estes listo.

Magnus preparó su partitura, calentó sus dedos, y trato de concentrarse. Comenzó correctamente, y fluyo por unos acordes más, pero antes del segundo tiempo, desafinó la nota y perdió el ritmo. La señora Renner, quién comenzaba a medir el tiempo con su mano con gracia, bajo los brazos y noto como Magnus se quedó acojonado en su banquillo.

Emerenz Renner suspiró y miró a la clase, todos observaban con convalecencia al joven Magnus Nolte y algunos con desdén, por encima o por lados de sus respectivos pianos.

—Tomaremos un descanso, jovenes.—anunció Renner.—Veinte minutos y volvemos.

La clase se disperso por los jardines de la Universidad. No podían ir muy lejos, solo en una determinada área. Magnus tenía su manzana amarilla en la mano, pero no tenía fuerzas para comerla. Helga Unger, la joven prodigio, hija de judíos, de apenas catorce años recién cumplidos: estaba rodeada de compañeros de clase, interesados en recibir clases privadas de ella. Helga notó a Magnus, sentado en una banca de concreto, viendo al suelo y jugando con su manzana en las manos.

—Disculpen. Los veo luego.—se despidió Helga de sus admiradores y caminó hasta Magnus.

Aclaro la garganta una vez en presencia del joven entristecido.—Hola, Magnus.

Magnus vió los mocasines de la joven Unger, la reconoció en seguida, últimamente era la única que hablaba con él.

—Hola, Helga.—saludó desanimado.

Helga se recorrió el vestido bajo las piernas, y se sentó junto a Magnus. No sabía que hablar con él en esos momentos, había entre ellos el abismo silencioso e infinito. Frente a ellos estaban dos jovenes, el hijo de la maestra Renner, y una de las estudiantes de canto: reían y se notaba el coqueteo en sus gestos.

—Apuesto que terminarán casándose.—alertó Helga con una sonrisa.

Magnus miró a todos lados y luego a Helga, confundido.—¿Quienes?

—Xavier y Ella.—los señalo con un movimiento de cabeza y Magnus los observó, luego volvió su vista al suelo.—Xavier es muy bueno con el piano, y Ella canta precioso. Harían una muy buena pareja.

—Escuche que ya lo son...—susurró Magnus.

—¿De verdad?—preguntó asombrada.

Magnus asintió solamente. No quería ahondar más en el tema. Helga lo dejo de lado, y miró al chico, con su cabello lacio peinado hacía un extremo, sus manos blancas y pequeñas, su nariz corta y la cicatriz en su labio superior hasta una fosa nasal.

—¿Aún lo echas de menos?—preguntó ella. Con un tono más gélido.

Magnus suspiró.—Mucho.—confesó.—A decir verdad... no compartimos muchos momentos.

—Pero apuesto que fueron valiosos.—espetó.—Cada uno de ellos.

—Desde que tengo memoria estuvo enfermo. —prosiguió.—Se desvanecía unas dos o tres veces al día, pero cuando estaba consciente, era el mejor. Era divertido, y... muy cariñoso. Mamá y él siempre me procuraban, a pesar de la condición de papá.

Helga asintió solamente.—Entiendo. B-bueno, no exactamente, pero, si mi papá se va... yo estaría igual que tú. Buscando razones, respuestas... fuerza.

Magnus alzo la mirada y miro los ojos acuosos de Helga Unger, un azul perfecto, que solo veía en joyas o en las aguas cristalinas de algunas fuentes. Un rostro blanco y moteado con lunares, cabello rizado y oscuro hasta los hombros, y una piel aromatizada a alguna flor que apostaba era bellísima. Inteligente, cálida y asombrosa, cualidades únicas que Magnus consideraba dignas de una persona espléndida y exitosa.

—Tocas muy bien.—reconoció Magnus.—El piano se te da muy bien. Apuesto que te darán el solo en la presentación del verano.

Helga sonrió.—¿Lo crees? Pues gracias.—respondió.—Papá me hace practicar en casa, mientras el trabaja. Dice que le ayuda a concentrarse.

—No me invites a tu casa entonces, voy a hacer que tu papá pierda mucho dinero.

Helga sonrió y sus mejillas se pintaron de rojo. Magnus se paralizó con su sonrisa y él con una similar en el rostro.

—Es buena idea, ¿sabes?—dijo Helga.—Te ayudaré con el piano, si tu me ayudas con el clarín. Lo dominas muy bien. Y a mi, la verdad, los instrumentos de viento son mi puntapié.

Magnus lo pensó unos segundos y luego accedió con la cabeza moviéndose de arriba a a abajo.—Me parece bien.

—Bien, es un trato.—Helga le estiró la mano para que Magnus la estrechara.

Magnus sonrió mas fuerte hasta que se asomaron los dientes entre sus labios y estrechó la mano de Helga. Formalizando el acuerdo. Luego bajaron las manos y volvieron su vista al frente, ahora Xavier y Ella estaban besándose, él la tenía por la cintura y Ella tenía su píe derecho levemente levantado. Magnus y Helga se miraron simultáneamente y soltaron una carcajada silenciosa.

—¿Ya volvemos?—preguntó Helga.

Magnus mantuvo la sonrisa en sus labios y miró su reloj en la muñeca.—Faltan siete minutos.

—¿Y que hacemos hasta entonces?

Magnus miró hacía al frente de nuevo, y suspiró.—Solo... esperemos.

Helga lo observó nuevamente y asintió, con su corazón latiendo rápidamente y cada nervio agitado como un tenso hilo que fue sacudido, sin razón coherente alguna, el solo tacto de estrechar manos la estremeció. Siguió la vista de Magnus y ambos observaron hacía las jardineras de la Universidad.

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