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Fieras


FIERAS

19 de junio de 1917

Berlín

El Leberstrasse 20 recibía a un viejo residente. El comandante Gunther Nolte estaba de visita, había solicitado unas vacaciones después de casi un año de servicio. Primero visitó a su celosa y aislada esposa, Dina, en lo más recóndito de Sajonia, junto a sus dos hijas y un hijo. Después salió de la cueva que llamaba hogar y visitó a su familia en Berlín: a sus padres, su cuñada y su único sobrino.

Cenaban cordero y codornices en salsa de durazno. Degustaban de una variedad de vinos selectos, postres y aperitivos. El candelabro de araña que pendía del techo e iluminaba cada rincón del comedor, era testigo de la calidez con la que Gunther Nolte era recibido. La cena fluía, y no pasó mucho tiempo de que empezaron cuando el comandante tuvo a bien compartir con todos sus hazañas en el frente, el heroísmo que presenciaba y el patriotismo del que se sentía orgulloso pertenecer.

—Hijo, estoy muy orgulloso de ti.—declaraba muy feliz el abuelo Nolte, apretando el brazo de su hijo.—El honor que traes a nuestra familia, no se puede compensar.

—Gracias, padre.—agradeció el comandante Gunther Nolte.

—Pero ni con todas esas medallas, creas que estoy más tranquila, hijo querido.—dijo Mathilde Nolte.—Todas las noches estas en mis oraciones. Estar en ese lugar no debe ser nada sencillo.

—Y eres escuchada, madre.—respondió el hombre.—De no ser así, estaría con Dina comiendo sus estofados quemados.

Todos se rieron. Gunther Nolte era el primogénito de Felix y Mathilde, y el hermano mayor del difunto Thomas Nolte. Gunther siempre destaco en actividades de fuerza física, y era muy inteligente también. Carismático, elocuente, pero feo. No era tan alto como hubiera deseado, tampoco era un rostro de revista, pero había cierto encanto en él y se valía de eso. Estaba casi calvo, tenía verrugas en el cuello y unas cejas muy gruesas.

Magnus contemplaba la indumentaria de su tío: ese uniforme militar lleno de medallas en el pecho, lo imaginaba con una corona de laureles y sobre un trono de espadas y cráneos.

—¿Todas esas medallas las obtuvo allá?—preguntó Magnus a su tío.

Gunther dio un trago a su vino añejo y asintió.—Correcto. Medallas otorgadas a varios y algunas a muy pocos. ¡Se necesita mucha fortaleza, valentía y hombría, si quieres tener una!

—Se ven increíbles.

—Pero lo que importa, en realidad, no son estas baratijas, Magnus.—Gunther arrancó una de las medallas de su colección del pecho y la arrojó a la mesa.—Es la razón por la que las tienes. Puedo quitarme el uniforme y quedarme en ropa interior, y mis esfuerzos y dedicaciones siguen viéndose reflejadas. ¡Esas son solo para presumir, algunos para alardear! Pero la verdadera medalla es la que cuelga del estandarte por el que luchas.

—Tienen mucho significado.—repuso Magnus, quien había tomado la medalla que su tío arrojó a la mesa cómo un hueso y la admiraba en su mano.—Siento el poder de esta medalla.

Gunther asintió.—"Poder."—repitió.—Es una buena manera de decirlo.—le estiró la mano a su sobrino para que le devolviera su medalla, el joven de la entregó y no dejo de mirarla mientras su tía volvía a colocársela.

—Es, cómo dice mi padre, un orgullo salir a pelear por mi patria. Detestaría tener todo a mi alcance y no hacer nada.—se cruzó de brazos y se reclinó en la silla.—Cruzarme de brazos y atascarme la boca con pollo. ¡No, señor! ¡No puedo con la indiferencia y la ineptitud!

La mesa se quedó silenciosa entonces. Las palabras de Gunther sonaron a un bochornoso regaño. Magnus estaba maravillado con la voz y las enseñanzas de su tío.

Sylvia lo notó y tartamudeo antes de hablar claro.—M-Magnus, creó que es hora de que vayas a dormir. Mañana tienes tu presentación y tienes que llegar antes para practicar.

—¡Es verdad, lo había olvidado!

Magnus se limpió los labios, apartó su plato que ni siquiera puedo terminar, bajo de la silla y comenzó a despedirse de todos en la cena. De beso en la mejilla a sus abuelos, a su madre, y sin saber como hacerlo con su tío, se llevo el dorso de la mano a la frente. Gunther sonrío y le golpeó amistosamente el hombro.

—Descansa, jovencito.

Magnus se fue. Y la cena continuó. Pero Sylvia estaba molesta, tenía mucho que decir, pero poca voluntad para hacerlo.

Magnus no podía conciliar el sueño. No entendía si era por su presentación de mañana, o si era por todo lo que el tío Gunther Nolte hablo durante la cena. Se sentía tan ansioso, ¿sería él el indiferente del que su tío hablo? Mientras se retorcía en su cama, buscando alguna posición que lo hiciera dormir, escuchó ruidos en el pasillo. Se levantó tratando de no hacer ruido, y se acercó a la puerta.

—Sylvia, ¿todo en orden?—preguntó Gunther a su cuñada quien iba saliendo de una recamara de servicio con sabanas limpias.

Sylvia suspiró.—Si, Gunther. Dame permiso, estoy arreglando tu habitación.

—De verdad, ¿te sientes bien?—insistió.—Parece que no estas del todo contenta conmigo aquí. En mi casa.

—¿Por qué tuviste que decir todo eso?—alzo la voz.

Gunther frunció el ceño.—¿Sobre que cosa?

—¡No te hagas el "que no entiende"! ¡Sobre la guerra!—refirió y Gunther asintió.—La hiciste ver cómo la mejor cosa que hay en el mundo. ¡Te largas de esta casa y cuando regresas, le llenas de ideas suicidas y oscuras la mente de mi hijo!

—Veo que te volviste más insoportable que antes, cuñada.

—¡Y tu sigues siendo un presumido, pedante y patán!

—No vuelvas a alzarme la voz en mi propia casa.—amenazo apuntándole con un dedo.

—Esta no es tu casa.—refunfuñó.—Es la casa de mi difunto esposo y en cuanto Magnus cumpla la mayoría de edad, será suya.

—¡¿Cuándo lo sacaras de tu falda y dejaras que el chico aprenda por sí solo de la vida?!—cuestionó y eso solo la hizo enfadar más.

—¿Te refieres a dejarlo ir para que lo asesinen en el frente?

—No hablo de eso. Y la guerra significa más que eso. Pero que vas a saber tú, eres una ama de casa con, apuesto, muchos verdaderos problemas y más importantes que defender a la nación.

—¡Si crees que la guerra solo le libra allá afuera, estas muy equivocado! ¿Tienes idea de cuánto nos esta costando mantener el negocio?—preguntó perdiendo la paciencia.—¡La cena que tanto disfrutaste se disparó de nuestro presupuesto diario! Nuestras ventas de la siguiente semana deberán duplicarse si queremos recuperar todo lo que invertimos para que el comandante Gunther Nolte cenara cómo si fuera el káiser.

Nolte se quedó sin palabras. Sylvia cerró la puerta del cuarto de servicio que había dejado abierta y con las sabanas en las manos se acercó más a Gunther.

—No quiero volver a escuchar algo sobre la maldita guerra en esta casa.—indicó a regañadientes.—No quiero escuchar cómo la ensalzas y la glorificas.

—Sylvia...

—Magnus de por sí ya estaba muy emocionado desde que un gran amigo de la familia se enlistó hace meses.—interrumpió.—Cómo para que su loco tío llegue a turbar más las aguas con sus "heroicas" y "valientes" hazañas. Mi hijo no será carne de cañon ni escudo humano de nadie. Mientras yo viva, Magnus tendrá a alguien que se preocupe por él. Eso que te quede bien claro.

Sylvia le entregó las sabanas a Gunther en sus manos. El hombre las sostuvo y solo se dedicó a observar cómo Sylvia se marchaba por el pasillo hasta su habitación.

Magnus escuchó toda la discusión, en silencio. Enojado, emocionado, preocupado: un huracán de emociones golpeaba su pecho. Volvió a la cama, y cerró los párpados.

10 de noviembre de 1938

La fotografía del arresto Herschel Grynszpan, daba la vuelta a todo el Reich. El deportado judío atento contra la vida de un diplomático francés quién se reportó como muerto a causa de sus heridas la tarde del día anterior, 9 de noviembre. Los alemanes estaban enfadados. El pueblo alemán estaba indignado, estaba decidido. Necesitan solo un motivo para reprender al pueblo judío: tenían toda excusa para reprenderlos cruel y directamente.

Desde la tarde del 9 de noviembre, después del anuncio de la muerte del diplomático, miembros de las SA y las Juventudes Hitlerianas, así como civiles, se lanzaron a las calles y por todo Berlín iban causando destrozos. Rompiendo, quemando y saqueando patrimonios judíos.

Desde que el caos se desato, Magnus volvió a casa de inmediato y se refugio con su esposa y su hijo en el sótano de la casa; donde guardaban la despensa y periódicos viejos. El amplio y frío sótano era aterrador. Ya pasaba de media noche y el escándalo seguía, cada minuto era más intenso que el anterior. El ruido de afuera era más fuerte allí abajo. Magnus solo esperaba que nadie rompiera las ventanas de la casa e ingresará con intenciones de lastimar a su familia, podrían llevarse cualquier mueble o joya, pero no permitiría que nadie se acercara a Helga o a su hijo. Helga abrazaba a su hijo, estaban sentados sobre cajas de madera. Helga lloraba y susurraba sus oraciones. Jürgen trataba de calmar a su madre mientras observaba a su padre solo estar atento a los sonidos sobre sus cabezas.

—¿E-el teléfono ya funciona?—preguntó Helga con un hilo de voz.

Magnus se cercioró.—No hay línea.—respondió y colgó el teléfono.

Helga se puso de pie y se acercó a Magnus.—Ve a casa de mis padres. Asegúrate que estén bien.

—Helga...

—No... deben estar en la relojería.—corrigió ella angustiada.—No han de haber podido salir de ahí. Por favor, Magnus, ve y averigua cómo están.

—No puedo hacer eso.—respondió abrasivo.—Helga, lo siento, no puedo dejarlos solos aquí.

—¡Nosotros estamos bien! ¡Te lo pido, solo echa un vistazo!

La tomo por los hombros y la hizo verlo a los ojos.—No-puedo-hacerlo.—sentenció.—Ahora cálmate, ¿quieres? Por favor.

Helga cerró los ojos. Desanimada, se dejo caer en los brazos de Magnus y él la abrazo.

—¿Cuándo terminara?—preguntó Jürgen, nervioso y alterado.

Magnus no tenía respuesta para eso.—No lo sé, hijo. Solo hay que esperar. Aquí estamos seguros.

Continuó abrazando a su mujer y acariciando su cabello. Le beso muy cerca de la frente y se mantuvo de pie con ella.

Helga y Jürgen consiguieron dormir pasando unas horas más. Cuándo la calidez de la mañana ya se sentía en el sótano de la casa Nolte, Magnus decido que era buena hora de salir. Arropo a su esposa e hijo, y salió del escondite. Llegó al recibidor de la casa, había humo y ceniza afuera. Se asomó por una de las ventanas, habían pintarrajeado la fachada de la casa. Magnus pensó en sus suegros, tomo las llaves del auto y lo abordó en dirección a la vieja casa de Helga.

Mientras conducía, se enfrentaba con el tráfico, calles bloqueadas por escombros y autos volcados; con establecimientos y casas reducidas a añicos; con una o dos sinagogas quemadas hasta desaparecer; y algunos cadáveres en el suelo. Matuvo las manos en el volante hasta llegar a Friedrichstadt, se detuvo frente a la relojería de la familia Unger, y estaba tal como sospechaba: en brazas. Descendió del auto y trato de localizar, sin acercarse mucho, alguna señal de sus suegros. Suspiró y con esperanza, regreso a su auto y avanzó hasta llegar a Jerusalemer Strasse, dónde estaba la vecindad en la que vivían los Unger. No pudo avanzar más cerca, la calle estaba bloqueada, y solo había furgonetas de las SA estacionadas afuera. Bajo del auto al escuchar los alborotos. Paso las vallas de alambres con púas y señalamientos, y llegó hasta la escena. Soldados de las SA desalojaban con todo y pertenencias a las familias judías que ahí vivían. Con fuerza, gritos y macanas.

—¡¡Magnus, Magnus!!—gritó una mujer desde una de las furgonetas.

Era su suegra. Magnus reaccionó de inmediato y se acercó a la furgoneta. La capacidad estaba en su límite.

—¡Magnus! ¿Cómo esta mi hija?—preguntó la mujer.

Hannelore Unger, la madre de Helga, tenía un ojo morado, la nariz rota por un golpe, sangraba por sus fosas y por la coyuntura de su labio.

—¡Señora, ¿que le hicieron?!—preguntó angustiado.

—Yo estoy bien, estamos bien.

—¿Dónde está el señor Unger?

—También esta bien.—afirmaba, pero Magnus no veía a Cristoph Unger por ningún lado que lo confirmara.—¿Cómo esta mi hija? ¿Dónde esta Helga, Jürgen?

Magnus tartamudeo antes de responder.—E-esta bien, señora.

—¡Protégelos! ¡No dejes que les suceda algo malo, Magnus, promételo!—suplicaba Hannelore aferrándose a las varillas que estaban por puertas en la camper de la furgoneta.

Magnus escuchó a soldados de la SA que gritaban hacía su dirección pidiéndole que se alejara de los prisioneros.

—Lo prometo, Hannelore.

—Te juzgue mal siempre, Magnus.—dijo la mujer. En ese instante la furgoneta prendió sus motores.—¡Protégelos, protégelos!—gritaba mientras el vehículo se alejaba de ahí dejando a su paso una nube de humo gris.

Magnus se quedó echo piedra en el mismo lugar. Miró de vuelta al edificio y veía, horriblemente, cómo seguían sacando judíos de las habitaciones. Niños, mujeres y adultos lanzados a las furgonetas y sus pertenencias siendo regadas por todo el suelo y algunas a las fogatas.

«Helga» «Jürgen», pensó y de inmediato corrió a su auto y se marchó.

Intento volver por las mismas calles por las que llegó a casa de sus suegros, pero había nuevos bloqueos y tuvo que tomar rutas alternas. Llegó apresurado a Leberstrasse y notó, dos casas antes de la suya, que salía humo de dentro de la número 20. Disminuyo la velocidad, y con los ojos bien abiertos se acercaba poco a poco. Noto que dónde había ventanas, ahora había huecos, y donde hubo una puerta ahora estaba un acceso sin obstrucción. Bajo del auto y camino con muy malos presentimientos. Escuchaba su corazón palpitar con fuerza y muy rápido, sentía el sudor recorrer cada poro, y sentía los pies pesados. Entró a la casa, la puerta estaba en el suelo y los cristales regados por todo el recibidor. Muchos muebles estaban volcados, había una fogata en el centro. Camino a la cocina, y para su desafortunada sorpresa, la puerta del sótano estaba abierta. Magnus se recargó contra el muro, el aire comenzaba a entrar y salir de sus pulmones sin paciencia, sus pulsaciones se aceleraron más y el simple hecho de avanzar lo destruía.

—¡¡Helga!!—gritó.

28 de agosto de 1917

La estación de trenes estaba llena de uniformados, que habían sido enlistados para la guerra y debían partir, muchos se despedían con la agonía de quizas no regresar. En una banca junto a un andén, un joven reflexionaba con la mirada al suelo y sus brazos sobre las piernas. Suspiro y se levanto, tomo su maleta y dio dos pasos.

—¡Magnus!—le gritarón y el volteo enseguida.—Magnus.—Helga llegó a toda prisa y lo abrazo.

Él no sabía cómo responder.—¿Q-que haces aquí, Helga?

—Fuí a tu casa... y tu madre me conto....—se separó del abrazo y le tomo la cara.—¡No puedes irte! No debes demostrarle nada a nadie, Magnus, tu eres ya muy valiente y has logrado salir adelante solo...

—Es mentira, Helga. Aún hay muchas cosa que no logro entender...

—¡Y necesitas estan tan cerca de morir para entendenderlas!

Encerio su rostro y asintió.—Sí.

Bajo sus manos y tomo las de Magnus, cruzando sus dedos.—Prometeme que... no te arriesgaras, que volveras ¡Que volveras, Magnus, prometelo!

—Lo haré, lo haré.

—No avanzaría sin ti.—confesó.

—Hay muchos más allá afuera, Helga, conocerás muchas y nuevas personas.

—No lo haré...

—Lo harás...

—¿O es que acaso tu ya no me quieres?

Magnus entristeció su rostro.—Siempre.

—Entonces hazlo... retrocede.

—Tampoco lo haré.

Helga se canso de insistir. Para Magnus tampoco fue una decisión sencilla, y si su semblante no lo demostraba, Nolte estaba completamente comprometido con su plan. Así que lo único que Helga Unger pudo hacer en adelante fue apoyarlo.

—Pero volverás. Lo presiento... volverás, tendremos una familia, seremos felices.

—Sería casí imposible.—respondío.—Soy cristiano y tu judía.

Helga titubeo y parpadeaba muy rápido, tomando valía para decir lo que estaba por decir.—Renunciaré a mi fe. Renunciaré a ella si eso se necesita para estar contigo. Es mas fácil.

—No es lo mejor.

—¡Si lo és! Lo es si con eso seremos felices. P-pero solo si vuelves.

La locomotora pitó y comenzarón a abordar.—Tengo que irme.—Helga seguía sin soltarle las manos, tenía que escuchar la voz de los labios de Magnus su juramento, Magnus clavo su vista en la de ella y apreto su mano.—Lo prometo.

Helga no soportó y se avalanzo sobre él. Junto sus labios con los de él y cerro con fuerza los ojos. Luego, se alejaron, Magnus abordo sin voltear mas atrás. Camino por el interior de la locomotora búscando un asiento y cuidando a Helga por la ventanilla.

—¡Magnus!

Sylvia, Mathilde y Felix habían llegado tarde. Se pararón junto a Helga y el alcanzo a despedirse de ellos con un movimiento de mano, antes de que la locomotora avanzara y se alejara.

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