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Escalofríos

ESCALOFRÍOS

24 de Junio de 1907

Era una mesa que sin duda alguna su suegra no toleraría ver ni un segundo amueblando su enorme y tan sofisticada casa de mesas lujosas y detalladas hasta en las patas. Pero a ella le daba igual, después de todo, estaba en su casa. Pasaba una franela húmeda para limpiarla, levanto el salero y paso la franela. Alguien llamo a la puerta. Que raro; nadie jamás llamo a su puerta desde que llegaron.

No le dio importancia y volteo para enjuagar la franela el el balde con agua pero volvieron a insistir en la puerta. Esta vez fueron mas de dos golpeteos.

—V-voy.

Llamó la mujer. Se limpio sus manos, salió de la cocina, giró a la derecha y tres pasos llego a la puerta, giró la manija y la abrió. Había dos personas, su cuñado, y su hijo.

—Ida.—le llamo su cuñado al verla.

Ida quedo boquiabierta.—¡Carl!—expreso ignorando la mano de su cuñado esperando ser estrechada y corrió a abrazar a su hijo.—¡Por Dio que sorpresa!.—le beso la mejilla a su hijo.

—¿Podemos pasar, Ida?

Ida no pudo evitar negarles la entrada. Los sentó en las sillas de la mesa que limpiaba. Ella seguía acomodándose (discretamente), su cabello despeinado.

—Estaba, haciendo algo de guisado. Rod Rümpler llega muy irritado y con mucha hambre de la ciudad.

—Ambos saben que no hay necesidad de que Rod trabaje.

La mujer se sobo el brazo en su timidez.—Lo sabe, pero... dice que necesita algo, para distraerse.

Se hizo un pacífico silencio del que Carl sentía la necesidad de decir algo.—Mi abuela Marlene me ha dado permiso de venir acá mas seguido. Con compañía claro.

Ida sonrío alegre y le tomo las manos a su hijo. Enseguida se escucho la puerta abrirse y cerrarse. Ida incorporo sus manos, y como su estuviera entrenada fue al pasillo para recibir a su esposo que como de costumbre, no venía solo.

Alfred y Carl escuchaban la voz de Rod pero también la de otro hombre un poco menos grave.

—¡Siete jarrones de miel, en verdad, Ida. Quizá es alguna clase de azucarero o yo que sé. Lucía un sujeto agradable!

La sonrisa de Rod se borró al entrar a su cocina junto a compañía y al ver a sus indeseables parientes sentados en sus sillas.

—Ida.—llamo a su mujer que llego de inmediato sin explicación alguna.—¿Por qué están ellos aquí?

Ida tartamudeo y se rasco la nuca.—B-bueno Rod, ellos llegaron y sabes que Berlín esta lejos y bueno... los deje p-pasar.

Engreído, Roderich Rümpler dejo su costal de dinero sobre la mesa y se recargo en ella.—¿Recuerdas cuál fue la condición con la que logre que te quedaras con él?

—Que no te lo devolviera. ¡Y no lo estoy haciendo, no vino para quedarse. No venimos a eso!

—No me interesa. Sea lo que sea regrésense por dónde vienen, a tu casa de cinco pisos y comedores más grandes que mi casa. Dónde se bañan en dinero y nóminas vencidas...

—¡Roderich, basta!—grito Alfred.

—¿Te atreves a gritarme en mi casa, Alfred?

Alfred tomó a su sobrino del brazo.— Vámonos, Carl.

—¿Quién es él?—preguntó el joven por el acompañante de su padre.

Rod lo tomo enorgullecido por el hombro y palmeo su pecho.—Este, es el segundo hombre de la casa. Jamás tuve uno, el lo es.

—¿Y ellos quienes son?—preguntó el otro.

—Gente sin importancia.

—Soy Carl Rümpler. Hijo de Ida, y de Rod.

—¡Miente!—grito Rod golpeando sus puños contra la mesa.—¡No le creas, Joel. Nunca tuve hijos y menos un depravado cómo él! Enfermo. ¡Lárguense de mi casa! ¡Ahora!

Ambos se fueron. Ida alcanzo a tomarle la mano a su hijo con melancolía antes de que caminaran lejos del valle dónde su carruaje los esperaba y partir. Carl no dejaba de ver atrás.

25 de Enero de 1920.

La cena estaba en pleno apogeo, se oían los cubiertos chocar con los platos y el sorberla sopa de Anton por su boca. Debra no quitaba su vista de la cabeza de ciervo rojo clavada en la pared, y veía en sus ojos sin luz que no fuera la de las farolas, un desgarrador grito de auxilio. Lo comprendía. Tampoco era escuchada.

Alejó la cuchara dando a entender a la sirvienta que parará.—¿Sabe mal, Anton?

Limpio sus labios con una servilleta.—Nada de eso, Alfred, solo que ya es hora de discutir lo importante.

—Pues en ese caso—quitó la servilleta del cuello de su camisa y también limpio sus labios mientras las sirvientas le quitaban los platos de enfrente—, hablemos.

—No es ofensa, Alfred, no lo tomes a mal pero—rechistó circulando su dedo por el aire—últimamente tus activos han estado muy por debajo de dónde los tenía el respetable Norbert. Y aunque mis ojos no me dicen nada puedo percibir que no te ha ido muy bien...

Alfred suspiró, no podía con tal comentario que fue directo a su ego. Kitty Rümpler le tomó la mano al verlo fruncir el ceño.

—Lamento mi sinceridad, Alfred pero sabes que en estos negocios la amistad no siempre se conserva.

Alejó la mano de Kitty y cruzo sus dedos.—No te preocupes, Anton, me agrada haberlo escuchado de tí, que tienes un muy bien informado para este tema, y de mi vida privada.

El ambiente comenzó a tornarse hostil y un vacío silencio era corrompido por la respiración nerviosa del señor Rümpler.

—Creó que será mejor que nos vayamos—saltó Helene y tomó del codo a Debra—gracias, por... la invitación.

Alfred golpeó ambas manos sobre la mesa.—Por favor, quédense. Que grosero de mi parte haberlos invitado y que se vayan de esa manera.

—Helene.—le llamo Kitty y con la cálida mirada hizo que volvieran a sus asientos.

—Verás, eh, Anton—prosiguió tratando de calmarse—, estoy de acuerdo que mi padre hizo un excelente trabajo. Pero por ahora, invertir en un negocio no me parece buena idea. ¿Sabes que atravesamos una crisis verdad?

Kitty gorgoteo y alejo las manos del plato.

—Estoy enterado.

—Estamos en problemas.— prosiguió Rümpler con tono melancólico.—Verás, no hemos sabido manejarlo bien y bueno, necesitamos ayuda.

—¿Nuestra ayuda?—cuestiono Bohn.

—Más que su ayuda, Anton, Helene.— miró a la joven Bohn de reojo.—Debra. Sé que lo que pedimos no es sencillo, sobretodo para ustedes, Carl.— miro a su sobrino. Apretó los labios y regresó la vista a la mesa.— Sé; de corazón, que si nos unimos, que si persistimos, saldremos adelante. Hace falta unir fuerzas porque solo así, prevaleceremos.

Los Rümpler intercambiaron miradas, Kitty negó con un sutil meneo de cabeza. Alfred rechistó.

—Admito, Alfred.— tomo Anton la palabra.— Que me he tenido sentimientos similares. Mis asesores no dejan de hablarme al oído y es muy molesto. No he dormido bien, mi cabeza estalla y Helene es testigo. Esta maldita crisis; como la llamas y creo que es correcto nombrarla así, ha venido a turbar nuestras vidas y nuestros negocios. Mis obreros del puerto están más que enfadados por los recortes, lamentablemente he tenido que despedirme de tres sucursales en lo que va del evento y... Después del asesinato de Jogiches; y los obreros manifestantes, me preocupa que algo familiar pueda pasarme.

—Tener miedo es natural. Nos hace intentar locuras que creemos correctas.—dijo muy firme Debra. Helene le tomó la muñeca en negación.

Alfred ladeó sus labios.— Dígame al menos que lo ha estado pensando, Sr. Bohn.

—Ya lo discutimos. ¿No es verdad, hija?

Debra se sentía sofocada. Tenía a todos los ojos de la mesa sobre ella, incluso los de Carl Rümpler, sus tristes ojos azules sobre su tembloroso cuerpo, apretando los cubiertos con los puños.

—S-si, papá.

Kitty vio la silla vacante y frunció el ceño.—¿Y Doris?

[...]

Era satisfactorio ver sus pasos simétricos y seguros aún el agua de lluvia corriendo por sus piernas vestidas de mayas finas. Un ruido extraño pero suave llamó su atención, se detuvo y miro de reojo a ambos lados; asegurada de que no era nada siguió caminando.

El sujeto contaba con deseo cada billete, ladeo una sonrisa limitándola para no hacer caer su cigarro encendido.

—¿Para cuándo lo quiere?—preguntó dándole el dinero a su colega.

—No pronto. Pero si antes de que empiece a dar problemas.—respondió.

El hombre hizo un agujero a unos de los billetes con su cigarro y sonrío.—Usted es muy precavida, Doris, me gusta eso de usted.

—Hemos trabajado muy bien juntos, sé que no me vas a fallar.

—Habla, como si fuese a morir.

Curveo una ceja.—Todos moriremos, hasta usted. ¿No es eso a lo que se dedica?

Ambos con una mirada enfermamente atípica asintieron. Doris tomo su bolso y se levantó de la silla.—Ya me voy. Confío en usted, su buen trabajo, y su silencio.

30 de Septiembre de 1925

Graz

Al entrar a la majestuosa casa señorial Bohn de Graz, y luego subir las escaleras y entrar a la última habitación al fondo del pasillo, te encontrabas con el modesto espacio de privacidad de la huésped «quizá permanente», Eugenia Bohn.

Se encontraba leyendo la novela Orgullo y prejuicio de Jane Austin. Tirada en su cama pecho abajo y sin intenciones de sacar su nariz del reconocido libro. Escucho un auto estacionarse abajo pero Eugenia no le dio mucho interés, pero había a algunas que sí, escucho dos pares de pies correr y luego dos niñas con vestidos de colores llamativos entraron sin permiso. Heidi Bohn brincó sobre la cama y distrajo aún mas a su prima de su lectura. Ella hizo una mueca y ambas niñas se pegaron cómo moscar a la ventana.

—Dios, creo que esa camisa es nueva.—comentaba Heidi apretando sus piernas.—Se le ve tan bien.

Eugenia torció los ojos. Hilma codeo a su hermana y ambas voltearon a ver a su prima muy aburrida a su parecer en su cama.

—Eugie, ¿Por qué no vienes? Esto si es divertido.

—Estoy algo ocupada.

—De seguro ya oíste de él. Lisa Kozlova, tu amiga íntima era su novia.

Eugenia frunció el ceño.—¿Era?

—Rompieron, y ahora se rumora que ella esta saliendo con su amigo, Oliver Benedict.

—Todo un escándalo, seguro.—susurro sin mucho interés.

Hilma volvió a codearla y vieron cómo el joven que codiciaban entraba a la casa con un paquete de periódicos en sus manos.

Rápidamente se alejaron de la ventana y Heidi le quitó a Eugenia el libro de las manos.

—¡Heidi, que odiosa!

Gritó Eugenia apretando sus puños. Se levantó llena de coraje y fue tras sus pedantes primas. Se quedaron junto al barandal del pasillo con vista al vestíbulo.

—Devuélvemelo, Heidi.—ordenó encarándola y estirándole la mano.

Heidi lo dejo caer al vestíbulo justo cuándo aquel joven pasaba. Ambas hermanas se agacharon, pero Eugenia se asomó imprudente. El joven volteo hacía arriba confundido y ambos se vieron al ojos. Eugenia se quedó inmóvil y ruborizada apretando el barandal, mientras se oía de fondo las molestas risitas de Heidi y Hilma Bohn.

El joven apuesto dejo el paquete de periódicos en el suelo y levantó el libro.—¿Es tuyo?—le preguntó volviendo a ver arriba.

—S..—las palabras no salían de sus labios.

El sonrió coqueto.—¿Es un "sí"? ¿Por que no vienes por él?

Heidi le tiró del vestido.—Ve.—incitaba con la misma mirada burlona que la caracterizaba.

Confiadas del poco atractivo que ellas sentían que tenía su prima, no se negaron a detenerla. Eugenia bajo hacía el vestíbulo con las piernas temblorosas y las manos cascabeleando.

Aquel le extendió el libro de encuadernado beige.—Jane Austin. Muy adelantada a su época.

Eugenia sonrió ocultando su nerviosismo. Heidi y Hilma veían atreves de los barrotes del barandal la escena, ambas inocentes haciendo menos las habilidades desconocidas de su prima con los hombres.

—Una mujer diferente, si.—confirmó Eugenia y tomó el libro. Entonces ambos lo sujetaban, uno de cada extremo.

Él lo soltó tras unos comprometedores segundos que estremecieron a Heidi lo suficiente para hacerla refunfuñar y ponerse de pie.

—Soy Erich Lowenstein.—se presentó.

Eugenia puso su libro bajo el brazo.—E-Eugenia Bohn.

—¿Eres del clan?

—No directamente. Wilhelm es mi tío. Vengo de Berlín.

Sonrió.—Yo de Múnich. Te pareces a él, al Sr. Bohn.

—¿Crees?

Erik tuvo el atrevimiento de dar un pequeño paso y reducir la distancia.—Tus ojos, son grises, cómo los de él.

—¿Le notas los ojos a mi tío?

Erich soltó una incómoda sonrisa y retrocedió.—No, no... llaman la atención, son...

—Extraños, sí.

—¡Erich!—le llamó el Sr. Bohn bajando las escaleras y tras él sus intratables hijas.—¿Qué hacen esos periódicos en el suelo?

Erich reaccionó y volteo a levantarlos.—L-lo siento, Sr. Bohn. Están aquí para revisión.

—Ya lo sé, muchacho. Vamos.

Erich se despidió de Eugenia con una perdida mirada. Al pasar junto a Heidi ella le pico el costado con su dedo y él, fanático de la atención, solo se rio cómo el sabe. Luego las tres volvieron a quedarse solas.

Hilma codeo a Heidi.—Creo que a Eugie le gusta.—dijo en señas, ya que Hilma es muda.

—Disparates, Hilma. No es su tipo, ¿cierto primita?

Eugenia las miró volviendo a su rabia y se fue de su presencia devuelta a su privacidad, pero ahora ya no estaba en su cabeza la novela, ahora solo estaba, aunque no quisiera, Erich Lowenstein.

Más tarde ese mismo día. La radiante Hilma Bohn daba un paseo sola por su casa, acomodando las piezas de parcela en los anaqueles y vitrinas. Ordenando rosas y quitando las marchitas. Mientras se acercaba al baño, escucho el claro sonido de alguien vomitar en el baño. Se acercó más sigilosamente y escucho cómo bajaron la palanca, se lavaron las manos e hicieron gárgaras. La manija de la puerta se movió y se abrió, por ella Heidi piso el pasillo.

—¿Qué hacías?—pregunto Hilma con desdén cuándo Heidi la notó y cambió su postura.

Heidi negó firme.—Nada que te importe.

—Te haces daño.

—No le hago daño a nadie, Hilma, porque no hago nada malo.—aseveró.—¡Y ya basta porque si me escuchan te...!—guardó sus palabras, rodo los ojos y suspiró.—Vete.

Hilma fue y le sobo el hombro.—¿Y si mejor nos vamos ambas?

Heidi le tomó la muñeca y le torció el brazo, Hilma también le apretó la mano a su hermana y se hizo un infernal juego de miradas.—Me creerán a mí. Todo; cómo siempre. No te molestes en intentar convencerlos de que tengo algo malo, porque serán mentiras. Mentiras, Hilma.

La soltó e Hilma se froto la mano. Heidi la fulminó con la mirada y se fue. Hilma entonces entro al baño de prisa, cerro con seguro y se tiró de rodillas frente al inodoro. Se hato su cabello con una pinza y levanto la tapa. Respiro con la boca viendo la escaza agua dentro del escusado y se agacho, llevando sus dedos a la boca.

30 de marzo de 1938

Graz, Austria

La casa Bohn abrió sus puertas para recibir en el salón simpatizantes y curiosos que querían expandir sus conocimientos salir reformados de aquella reunión.

El presentador se paró ante todos en una plataforma tras un pódium y sonrió.

—Daremos ahora este sagrado lugar, a la admirable anfitriona de esta reunión. Una mujer que ha echo cosas admirables al otro lado del mar... y que, ha vuelto a su hogar, para testificar, que en cada rincón del mundo, no se escucha otra cosa más que la ¡grandeza de Alemania!—rugieron los aplausos y las porras, y poco a poco fueron bajando.—¡Démosle un fuerte aplauso a Heidi Bohn!

Entre los aplausos y las ovaciones Heidi Bohn, de cabello rubio y trenzado, usando un vestido largo escarlata, guantes largos negros y joyería de plata; del brazo de un hombre de gala, subieron al pódium y se pararon ambos tras él.

La cara nefasta de Heidi mostraba una sonrisa radiante sin mostrar los dientes y calmo las ovaciones.—En, en nuestra visita a Londres, mi hermana Hilma y yo no solo encontramos «en un pub de la ciudad» el amor, si que no también, al mismo tiempo, concluimos que no importa que hablemos idiomas distintos, vengamos de diferentes países, o nos criarán de diferente forma; lo que importa, es que, al igual que la religión, las ideas políticas son subjetivas.

Se escucharon unas irrazonables risas roncas y susurros entre ellas.

—Tuve la dicha de compartir mesa y un momento agradable con nuestro colega Oswald Mosley, líder del movimiento fascista en el Reino Unido. Él y su esposa, fieles seguidores de la causa.

—¡La causa!

Gritaron en alguna de las mesas lo que detono en un alza de copas y más susurros.

—Así es. Su amistad tan cercana con la realeza, sus influencias y su exuberancia, personas en verdad muy interesantes. Platicar con aquel hombre tan privilegiado y seguido, me hizo darme cuenta, en mi visita a Londres, que en cada rincón de ese patético país, aún en el recoveco más oscuro, no se habla de otra cosa, ¡más que del poder de Alemania!

Un vocifero grito unánime estremeció el salón.

—...¡La grandeza del pueblo trabajador alemán!—las palabras de Heidi avivaban una incesante llama.—¡El glorioso ascenso de Hitler al mando!

—¡¡Hitler!!

—¡Estamos aquí, porque hemos dejado atrás las viejas costumbres! ¡Quitar los muros del camino! ¡Sacar de las casillas a los innecesarios! ¡Echar fuera a la peste de Alemania! ¡¡Fuera los judíos!!

Wilhelm Bohn, padre de Heidi, quién veía la palpitante devoción de su hija con desdén tragó saliva al escuchar aquel grito que hizo a muchos ponerse de pie y alzar su puño.

—¡Muerte a los gitanos! ¡Muerte a los testigos! ¡Muerte a todo aquel, que niegue abrir sus ojos y en su lugar intente cegar los nuestros! ¡¡Heil Hitler!!

—¡¡Heil Hitler!!

Hilma y su esposo Harry Ledfort quienes estaban sentados en la misma mesa que Wilhelm y Geraldine aplaudieron manteniéndose sentados. Heidi tomó a su marido Jason de la mano y la alzo en señal de unión y triunfo. Geraldine se levantó y se abrió paso entre la multitud para subirse a la plataforma y hacerle notar entre ellos ondeando en su mano un banderín rojo con la esvástica negra en medio.

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