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Dominio

DOMINIO

21 de julio de 1935

El régimen nazi que gobernada Alemania con puño de hierro y mazo, había modificado más leyes en la primera mitad del año. Los Testigos de Jehová, gente pacífica y devota, se habían negado a jurar lealtad al canciller, Adolf Hitler, y Hitler tomo represalias contra ellos. De la misma manera, las normas para perseguir y condenar la homosexualidad, se habían intensificado, las medidas contra cualquier contacto entre personas del mismo sexo pasaron al siguiente nivel.

Mientras tanto, en Gutenbergstrase 95, las cosas no pintaban nada bien dentro de las paredes de caliza. Edna Tiedemann, había acudido al médico las últimas dos semanas por problemas respiratorios, se fatigaba mucho, se esforzaba en exceso por respirar, y se había desvanecido en dos ocaciones. Para la última, el médico le recomendó postrarse en cama hasta que se sintiera mejor. Y así lo hacía, llevaba desde el día 19 en cama, sintiéndose inútil y muy fastidiada. Le llevaban de comer a la cama y solo se ponía de pie para ir al baño o sentarse en una silla junto a la ventana. Le habían recomendado a la familia el uso de un respirador de hierro, manual y poco estorboso: que le ayudaría a Edna cuándo presentara disnea. El respirador llegaba en dos días hábiles más.

En la noche de ese 21 de julio, Rudolf llegó del internado. Tenía un corte en una mejilla, estaba seguro que su abuela se preocuparía si lo veía así, pero no podía irse a dormir sin antes visitarla. Abrió la puerta, y entro a la cueva esterilizada de su abuela. Olía a humedad, a comida, y hasta a orín y purgantes.

—¿Cómo te sientes abuela?—le preguntó Rudolf mientras se acercaba con mucha cautela, para evitar exaltar a su débil abuela.

Ella leía la biblia, en el libro de San Lucas. Bajo la vista y puso la biblia boca abajo sobre su pecho.—Ya llegaste. ¿Cómo te fue?—Rudolf se acercó tanto que la lampara sobre el buró le iluminó su rostro aterciopelado.—¿Que te paso en la cara?—Edna estiró su mano y le acarició sobre su herida.

—No es nada.—respondió y le tomo la mano a su abuela.—¿Necesitas algo?

Ella sonrió.—Estoy bien.—tomó la biblia con su otra mano.—Déjala junto a la lampara.

Rudolf la tomo con la mano que tenía disponible y dejo la biblia dónde su abuela le indicó y donde después podía tomarla sin problema.

"Bueno es el hombre que aprende a llevar el yugo desde su juventud".—citó la abuela un pasaje bíblico que memorizo especialmente para su nieto.—Libro de las Lamentaciones; capítulo 3, versículo veintisiete. Grábalo en tu corazón.

Rudolf sentía que su abuela ya deliraba, así que cada cosa que la pobre mujer decía, la guardaba bajo llave en algún rincón de su pecho.

—¿Ya llegó tu tía Mara?—preguntó Edna por su hija menor.

Rudolf asintió.—Esta preparando tu desayuno para mañana.—respondió.

—Esa mujer. Se le hace tarde, ¿planea ir a planchar los hábitos de los padrecitos el resto de su vida?

Rudolf sonrió y Edna apenas pudo mantener una sutil carcajada. Comenzó a toser y poco a poco recobró el aliento.

—¿Y tu mamá?—preguntó por Miriam.

—Duerme.

Edna dio un respingo. Rudolf le apretó con poca fuerza su mano y recargó su cabeza en ella. Edna se contuvo, y le acarició el cabello.

—¿Estas cansado?

—Un poco.—respondió y alzó la mirada para ver a su abuela a los ojos.—¿Tu si, cierto? Hoy vimos algo respecto a la familia. ¿Crees... que en cuanto puedas, puedas darme los nombres de mis ancestros?

Edna asintió.—Si, mi niño.

Rudolf le sonrió a su abuela y le besó la mano.—Te dejo descansar, abuela.—se acercó al rostro de Edna y le besó muy delicadamente su frente.—Hasta mañana.

Soltó su mano y comenzó a alejarse.

—Rudy.—le llamó ella. Rudolf volteó enseguida.—Te amo, hijo.

—Yo también, abuela.—le sonrió.—Hasta mañana.

Rudolf se fue, Edna solo le sonrió de vuelta. El chico desapareció del otro lado de la puerta.

A la mañana siguiente, Mara se levantó muy temprano para que le diera tiempo de preparar el desayuno de su madre y luego irse a su trabajo en la estación férrea como vendedora de boletos. Llevaba en la bandeja unas pastillas, unos purgantes y su balanceado desayuno: huevos cocidos, algo de pan, jugo de naranja con arándanos y un poco de melón. Abrió la puerta de la habitación, estaba oscura, las cortinas seguían cerradas.

—Buenos días, mamá.—saludó Mara sin esperar en realidad una respuesta. Dejo la bandeja en una cómoda junto a las ventanas y comenzó a abrir las cortinas.—Amaneció soleado. ¡Te quería contar, anoche ya no quise molestarte, pero ¿recuerdas al tipo del que te hable? El que estudia leyes! Ayer volví a verlo y esta vez me miró muy fijamente mientras le sellaba el boleto, fue, fue muy lindo...

Suspiró, y se giró hacía el lecho de su madre.

—¿Mamá?—le llamó con un mal presentimiento.—¿Mamá?—se acercó muy precavida.

La mujer estaba pálida, inmóvil, con una leve sonrisa en sus labios. Las manos sobre su vientre y con la cabeza ladeada hacía la ventana. Mara le tomó sus manos, frías y rígidas.

—Mamá... no.—comenzó a llorar.—¡¡No!!—y el llanto se transformó en desgarradores gritos.—¡¡Mamá, no, no me dejes!!

Sus gritos despertaron a Miriam y a Rudolf. Miriam corrió de inmediato hacía la recamara de su madre, abrazo a su hermana Mara, que ya estaba de rodillas junto al lecho de su madre. Ambas comenzaron a llorar y tratar de consolarse. Rudolf por otra parte, estaba intentando despertar de la pesadilla en la que se encontraba. Se levantó de la cama, descalzo y con la mirada perdida, salió de su habitación en dirección a la de su abuela. Se detuvo estando a la puerta, sólo contemplando la siniestra escena. Su abuela yacía sin vida en la cama, y a Miriam y a Mara, destrozadas en llanto en el suelo.

Rudolf sintió un golpe seco en el pecho, el corazón estrujado y los nervios retorcidos. Abandonó todo entrenamiento y corrió, saltó a la cama de su abuela y abrazo el cuerpo sin vida de la mujer.

Con el rostro empapado y con cada músculo temblando, la aferró entre sus brazos.—No me dejes. Dijiste que nunca me ibas a abandonar...—le suplicaba entre dientes.—No lo hagas... ¡No lo hagas!

8 de abril de 1941

Línea Metaxas, Grecia

Se cumplían dos días de intensa lucha y fuego cruzado entre el atacante despiadado del ejército Aliado, y el valeroso y muy resistente fuerte armado del ejército griego. La línea Metaxas fue rodeada tan pronto el sol toco el alba. El lago Dorian fue bombardeado, y se aprehendieron varios integrantes del cuerpo militar griego. Para este punto, la línea defensiva de los griegos, estaba por ser derribada en su totalidad. La infantería dominó fuertes y comunidades. La 5ª división de montaña se apodero de uno de los fuertes de la línea, y la 6ª división retomo hacía Kildi, en dirección a Kilkis.

Los soldados de la 6ª división penetraban el bosque con cautela, su destino era la comunidad de Kilkis, su última parada antes de emprender el viaje directo a Salonica. Apenas un grupo pequeño, de unos veintitrés hombres, avanzaban tratando de hacer el menor ruido posible, alertas con sus armas y siguiéndole el paso al mayor. El humo que se elevaba de alguna fogata o chimenea de Kilkis comenzaba a vislumbrarse entre el follaje de los árboles, al igual que el olor a madera quemada. Un disparo proveniente del frente, rugió y penetro en el pecho de uno de los veintitrés soldados alemanes.

—¡Fuego, fuego!

Grito el mayor que iba al frente. Los soldados desfundaron sus rifles K98 y comenzaron a abrir fuego contra los atacantes. El fuego cruzado perduró por dos minutos. Los cartuchos se enterraban en el suelo y los árboles eran astillados por balas perdidas. Los griegos fueron rodeados en un claro, tenían las bocas de los rifles alemanes amenizándolos.

—¡¡Bajen sus armas!!—gritó el mayor Rudolf Häusler aunque ninguno de esos hombres podrían entenderle.

Los griegos se quedaron a la defensiva. También apuntando con sus rifles, sin cobardía percibida. El mayor no esperó más y disparó a matar contra uno de ellos. Los griegos, intimidados, no jalaron el gatillo, solo veían como su compañero se desplomaba sin vida a la tierra.

—¡¡Bajen las armas!!—volvió a gritar.

Los griegos entendieron lo que quería decir y uno a uno comenzaron a deshacerse de sus armas, lentamente. El mayor les hizo una señal a sus hombres y los soldados se acercaron a los griegos, los tiraron de rodillas y los ataron de manos. Tomaron Kilkis, y se hicieron los arreglos pertinentes para ponerse cómodos en lo que esperaban instrucciones directas del ejército. Irrumpieron en una gran casa de la comunidad y la convirtieron en si cuartel temporal. Bebían el vino y comían el pan, el queso fresco y la comida de los habitantes. Muchos de ellos se las ofrecían a los alemanes con intenciones de que les perdonaran la vida.

El tiempo avanzo y por ahí comenzaron a escucharse ciertos rumores entre los griegos: "Salonica se ha rendido", "Han matado al general Rangavis", "¡Moriremos todos!"

Los rumores llegaron al oído e idioma de los alemanes, quienes muchos se apresuraron a festejar antes de noticias oficiales.

Los rayos del sol comenzaron a teñirse naranjas sobre las colinas. El clima en el mediterráneo era fresco y húmedo, algunos soldados ya dormían y otros seguían disfrutando de los placeres que Kilkis ofrecía. Una nota se le hizo llegar al mayor Häusler por medio de un corredor. Venía directo de Salonica con noticias importantes. El mayor reunió a todo su pelotón en su cuartel temporal, algunos curiosos y preocupados griegos también se unieron.

—¡Hemos recibido noticias directo de Salonica!—voceó el mayor Häusler, blandiendo la nota que tenía en su mano. Todo su pelotón estaba efusivo.—¡Las noticias nos favorecen! ¡Después de una intensa batalla, Salonica es nuestra!

Todo el pelotón festejo dando gritos, levantando sus copas y algunos sus armas. Los griegos sabían por la expresión de felicidad en los rostros de sus invasores, que estaban perdidos.

—¡Salonica es nuestra! ¡Grecia sería nuestra! ¡Vamos ya, nuestros hermanos necesitan todo el apoyo!

—¡¡Si!!

—¡Heil Hitler!—gritó Häusler izando su brazo derecho y todos sus soldados hicieron lo mismo.

—¡¡Heil Hitler! ¡Heil, Heil, Heil, Heil!!

El grito de guerra sacudió las paredes de la casa y la tranquilidad de los pobladores de Kilkis, muchos llorando sin esperanza o consuelo. Häusler y sus hombres salieron inmediatamente de Kilkis hacía la ciudad conquistada, Salonica.

30 de agosto de 1935

NPEA Potsdam

Mientras esperaba de pie y erguido contra la pared, con los puños rojos y adoloridos, su mente lo transportó por enésima vez al recuerdo de la mujer que abandonó su mundo, su mundo imperfecto y ruin.

Edna Tiedemann llevaba sepultada más de un mes y Rudolf seguía creyendo que un gran pedazo de él fue enterrado bajo tierra en una caja junto a ella. De nuevo estaba ante el agujero, profundo y oscuro, con raíces saliendo de las paredes y gusanos y bichos caminando sin rumbo. La caja que contenía el cuerpo de su abuela Edna, estaba junto al hoyo, con flores blancas sobre él. Había muy poca gente, Rudolf estaba bien con la privacidad, así no le daría vergüenza llorar. Sostenía a su tía Mara, ambos se consolaban mutuamente. Miriam tenía el rostro cubierto con un velo y tenía un pañuelo entre su mano. Ella había hecho la elegía antes de llegar al panteón, pero Rudolf se quedó con ganas de decir unas palabras en memoria de la mujer que lo crió y cargo en brazos. Cuando la caja descendió al agujero, Miriam fue la primera en arrojar un puñado de tierra sobre la tapa. Seguida de Mara, y finalmente Rudolf. Era la peor cosa que había hecho, la más frustrante, la más valiente.

—Häusler.—la secretaria del coordinador le llamó.—El coordinador lo verá ahora.

Entro a la oficina del coordinar, una oficina bien iluminada de luz exterior, con una bella vista de la enfermería, de la que Rudolf le complacía ver desde su silla contemplando al pobre alumno que acaba de golpear ser atendido y visitado por sus familiares.

—Quedara parcialmente ciego del ojo derecho.—dijo el coordinador sacando un cigarrillo de su cajetilla de aluminio.—Requirio ademas diez puntadas ¿cómo te sientes al respecto?

Rudolf no paraba de frotarse los nudillos, que estaban al rojo vivo por tremenda paliza que le propino. Volteo a ver a los ojos del obeso coordinador y se encogio de hombros.

—Si tan solo pudieras ver tus ojos... carajo, no sientes nada de vergüenza. ¿Que lo causo? ¿Que hizo para que estallaras de ese modo? ¿Que fue lo que paso para que lo dejaras casí ciego de por vida, señor Häusler?

—Estabamos entrenando.—contestó en tono sereno.—Y... simplemente no lo soporto. Lloró cómo niña... cuando se desplomo. Quize detenerme pero no pude y yo... no lo lamento si es lo que quiera que admita.

—No doy credito a lo estas diciendo.—declaro Gedeon Ehrlich volviendo a su escritorio y sacudiendo las cenizas de su cigarro.—¡Lo que acaba de hacer amerita expulsión inmediata, señor Häusler!

—¿Tiene que fumar aquí dentro?—protestó en medio de los refunfuños del coordinador.

—¿Le molesta?—preguntó arrogante.

—Si, un poco...

—¡No estas a cargo en mi oficina! ¿Escuchaste lo que te acabo de decir? ¡Con tus actitudes lo único que lograras es que seas expulsado de este y todos los Napola!

—Disculpe, coordinador... pero aquel pobre no tiene madera para estar aquí. Mirelo, y mireme a mí. El dara la cara por la patria, eso es seguro.—se burló sin descaro.—Pero, no será de mucha ayuda. Yo sin encambio, sere grande.

—Esta institución lleva un año en funcionamiento, y hemos recibido a muchachos excepcionales ¿¡Que te hace creer que tendras la gloria con la que tanto sueñas!?—regaño con la mesa de por medio entre ambos.—¿¡Necesitas ayuda!? ¡Necesitas un loquero para tratar tus severos arranques de ira!

—No necesito ayuda alguna, coordinador. Siempre he sido yo, siempre he estado solo y he estado muy bien sin ayuda.—respondió a la defensiva.

Gidion suspiró.—¿Y tus padres?

—Mi padre murio en la Gran Guerra... él y mi tío fallecieron juntos.

—¿Tu madre?

Curveo sus labios.—Viva. Pero olvidó que tenía un hijo.

—¿De ahí toda tu ira?

—Mi abuela acaba de fallecer. Ella... era la única que al menos intento entenderme, y ya no esta. Ya no hay nadie mas en este mundo a quien le importe.

El coordinador se rasco la frente arrugaba y empapada en sudor.—Hiciste... un juramento, y con ese juramento, Hitler te ha abierto los brazos, ahora el te ama, y te quiere para él.

—No le fallaré.

—Pues no falles más. Estas absuelto. Vete.

Rudolf se levanto firme de su silla, y erguido hizo el saludo nazi.—¡Heil Hitler!

Gidion levanto el suyo.—Heil Hitler.

Incorporaron sus brazos, Rudolf abrio la puerta y se fue, sonriendo. Mientras el coordinador Gidion Ehrlich quedo en verdad angustiado por tan preocupante actitud.

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