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Der Seele

Der Seele

14 de julio de 1943

Roma

El humo subía a toda prisa hacía el cielo, la nube apestosa y gris invadía todo a su alcance. Los soldados y altos rangos se cubrían la cara con paños húmedos, para evitar inhalar el humo de nada más que papeles incinerados, portafolios completos de cuero y cajas de madera enteras con más archivos, algunos hechos trizas por la maquina trituradora.

Esa enorme maquina de voráz apetito, tragaba los papeles que los soldados a los pies de Fuhrmann introducian. Cajas y cajas llenas de papeleo comprometedor, ahora ilegible, eran transportadas a mano a cualquiera de las cuatro fogatas para darles irremediable fin. Reducirlas a cenizas.

—¿Esto tambien, General?—preguntó uno mostrandole un portafolio color verde.

—¡Que parte de todo no entendieron!—grito Nicolas alejando el paño de su cara para ser escuchado. Nicolas alzo la cabeza y presto atención al folder verde que el cadete le llevo y ahora iba rumbo a la fogata.

—Espera.—retractó—Traeme eso.

El cadete le entrego el portafolio con la documentacion mas valiosa dentro, cartas, papeleo, mapas, toda su vida militar confinada tras esos pliegues de cuero grueso color verde pantano.

—Trituren todo lo demás.

Las llamas del avivado fuego iluminaban sus rostros, el calor se encerraba bajo sus trajes. Nicolás solo miraba con su ojo funcional los trozos del papeleo triturado se envolvían en llamas ante él, hasta dejarlos cenizas. Dió un suspiro y sacó del bolso de su pantalón un dije en forma de ave de plata, no lo pensó y lo aventó dentro del fuego.

19 de noviembre de 1919

Academia Militar de Dresde.

Nicolás sabía que no era el único incomprendido o abnegado en el mundo. Había tantos jovenes aspirantes a ser maquinas de asalto como él que no podía contarlos. Estaban ante dos sargentos de la Academia, el mas viejo de ambos dio un paso al frente, usaba lentes, barba prominente, con alopecia y a Fuhrmann le recordaba a los pavos de Italia con un pliego de piel en el cuello que se sacudía cuando hablaba.

—¡Soy el Segundo Sargento Attila Leeb!—se presento alzando la voz para imponer su lugar.—Soy Sargento de esta Academia y por lo tanto tendran que obedecerme tanto a mi... como a nuestro Sargento: ¡el Primero Wolfran Meyer!

—¡Si, sargento!—declararon todos a una sola voz. Inflando sus pechos y expulsando las palabras por sus labios.

Meyer le tomo el hombro a Leed para agradecer la presentación y el tomo el lugar. Se trataba de un hombre de edad adulta con semblante rudo, cabello negro y el tabique de la nariz dislocado. Aclaro su garganta frente a todos y llevo sus manos a la espalda para erguir su postura y verse más alto de lo que ya era.

—¡Maravillosa mañana, cadetes! Soy el Primer Sargento Wolfran Meyer, encargado de este cuartel y por lo tanto de ustedes, pero no se confundan; no soy su niñero ni nada que se le parezca. ¡Soy su sargento, ¿quedo claro?!

—¡Si, sargento!

—¡Cuándo escuchen su nombre avancen al frente y no se retracen!

Uno de los internos de la academia sostenía una lista muy larga en sus manos y comenzo a llamar. Nicolás solo veía pasar jovenes al frente, tomar su uniforme y pertenencia e irse agrupando a unas filas de alado apartadas de los que no habían sido nombrados.

—... Egger, Penrod. Falkenhayn, Clovis. Fuhrmann... Nicolás.

Incluso el sargento Meyer quedó congelado. No pudierón evitar torcer sus cuellos y seguirle el paso a Nicolás mientras rompía fila y se diriguia a por su uniforme. Una brazo muy grande le detuvo del pecho.

—¿Eres hijo de Gustav Fuhrmann?—pregunto el mismo sargento en tono bajo.

—Yo soy, sargento.—respondío muy orgulloso.

Meyer lo dejo avanzar. Regreso con la mirada de todos ahí sobre él. Meyer le llamo una vez en su fila.

Todos los miraban, el sargento Leeb, los cadetes, todos parecían esperar alguna clase de movimiento de parte del sargento Meyer, alguna palabra, pero el sargento era astuto.

—Ve a tu lugar.—ordenó Meyer en voz baja.

—Si, sargento.

Nicolás se despidió como debía y volvió a formarse. Todos volvieron a sus asuntos, pero los cadetes parecían no poder dejar de despegar su atención del cadete Fuhrmann.

19 de noviembre de 1919

El comedor estaba infestado de cadetes, todos con sus cabellos cortos como un auténtico militar de las tropas del Imperio alemán debe lucir. Había mucho alboroto; risas, chistes de doble sentido, algunos golpes amistosos y gritos.

En una de las mesas, el cadete Fuhrmann disfrutaba de su comida de cuartel a solas. Veía a todos por encima de su plato; tenía la sensación de que no encajaba en ese lugar. No se sentía acomplejado, había muchachos mucho más flacos y lerdos que él por ahí, pero esos muchachos flacos y lerdos estaban esparcidos por ahi, entre grupos de conversación y siendo cálidamente integrados.

Nicolas veía a uno en especial, uno que estaba a dos mesas de él; un rubio de ojos marrones, muy atractivo a su parecer. Tenía a todo un grupo de muchachos prestándole atención, algo interesante les debería estar contando pues todos reaccionaban de la misma manera cuando el hacía pausas o se reía un poco. De pronto, aquel muchacho, Egon Cordes giro la cabeza e hizo contacto visual con Fuhrmann, ambos se quedaron congelados un rato. El compañero que tenía Cordes a su lado le tomo el hombro y siguió su vista y también miro a Fuhrmann, y de pronto, todas las miradas del grupo estaban sobre él. Una incomodidad se apoderó de Nicolás y bajo la mirada para que ellos perdieran interés; escuchaba sus cuchicheos y veía como los del grupo se iban esparciendo por todo el comedor e iban difundiendo algún tipo de mensaje por las demás mesas. Dominik Ulbrich, el amigo de Cordes, le apretaba el hombro mientras le contaba algo muy imperativo, Cordes solo se mostraba neutro mientras miraba a Fuhrmann de reojo.

—¿Puedo sentarme?

Fuhrmann volteó hacía su derecha y estaba otro cadete de su misma edad, de pie con su charola en las manos.

—Am...

—¡Fuhrmann!—El Sargento Attila Leeb lo llamo a gran voz. Llegó al comedor junto con dos alguaciles y se detuvo ante la mesa de Nicolas.

Fuhrmann se puso de pie y todos guardaron silencio.

¡Expúlselo!

Grito una voz que pudo provenir de cualquier rincón del comedor. Después vinieron las risas y los gritos de apoyo. Ya era más que claro, no debía estar ahí.

—El Sargento Mayer quiere verte. Ya mismo... en su oficina. Nosotros te llevaremos.

Fuhrmann asintió. Miro de reojo a Cordes y él solo le sonrió, no una sonrisa amable, una de desafío. Fuhrmann se unió al Sargento y a los dos alguaciles y los siguió.

—¡Apestas, Fuhrmann!

Grito Ulbrich antes de que la escolta y Nicolas atravesaran la puerta del comedor.

—¡Ulbrich!—grito un guardia.

¡Fuhrmann, Fuhrmann, Fuhrmann, Fuhrmann...!—gritaban repetitivamente todos en el comedor ante la salida de Nicolas.

Por los pasillos Nicolas Fuhmann no dejaba de preguntarse por que todos sabían su nombre desde antes de que el llegará, o al menos ese era su presentimiento. No entendía como es que nadie se le había acercado, no si no era para chocar su hombro con el de él de manera desafiante o para cruzar miradas llenas de odio. No entendía el porque de todas esas actitudes, quizá Meyer tampoco. Quizá así era en todos los años; escogían a uno para ser el chivo expiatorio de todo el pelotón para divertirse o crear atmósfera de union; todos contra uno, y lamentablemente fue el nombre de Fuhrmann quien salió en la tómbola.

Llegaron a la oficina de Meyer y el Sargento Leeb hizo entrar a Nicolas.

—El cadete Fuhrmann, Sargento.

Meyer estaba firmando unas responsivas en su escritorio, se quito sus lentes y miro a Fuhrmann.

—Gracias, Sargento Leeb, puede retirarse.

El Sargento Leeb abandono la oficina y se fue cerrando la puerta al salir.

—Puede sentarse, cadete.

Fuhrmann inspeccionó la oficina, estaba llena de retratos, fotografías y planas de periódicos viejos con momentos históricos en él enmarcados en las paredes. El escritorio de Meyer estaba lleno de estatuillas de plata y bronce, muchas plumas, sellos y hojas con las iniciales del Sargento en el encabezado de todas ellas.

—La última vez que despate una de estas fue cuándo me dijerón que la guerra había acabado.

Dijo Wolfran Meyer sirviendo whisky en dos copas. Nicolás la tomo y la bebío, sentía sus grados de alcohol raspar su garganta y el ardor es el esófago hasta su estómago totalmente incierto en las bebidas.

—¿Sabías que tu padre estudió en esta misma institución?

—Si, sargento. Me hablo nuy bien de este lugar.

Sonrío.—Fuímos muy buenos amigos. Competiamos con y por todo. Ambos eramos muy poco conformistas, nos hicimos amigos en el circuito de velocidad. Le gane por microsegundos.  De verdad que eramos buenos... de los mejores.—recordaba en voz alta sin modestia.—Creí que seguiríamos con esa amistad al salir de aquí, pero tomamos rumbos distintos. Me casé en Hamburgo, un pueblo junto al Elba. Luego supe que él también había formado una familia y yo estaba muy feliz por él. Físicamente te... pareces a él.

—¿De verdad?

—Ahí esta.—señalo al fondo una pared llena de fotografías, diplomas, reconocimientos y marcos de todas formas.

Nicolás no pudo ubicar a su padre asi que Meyer fue y se lo mostro. En una foto enmarcada, había muchos jovenes ahí, posando después de un partido amistoso en la cancha de la academia.

—Ese soy yo.—los señalaba con su dedo.—Y por acá...—arrastro su dedo unos jovenes más a la izquierda y lo detuvo sobre un joven en cuclillas sosteniendo el balón entre las manos.—Tenemos a tu padre.

Nicolás sabía que era él pero no lograba reconocerlo del todo. Meyer volvío a su silla.

—Tú y el, en realidad, dudo que se parezcan mucho.

—Creame que sí.

—¿Enserio? Eso es lo que me preocupa.

Nicolás dejo la foto en su lugar, confundido regreso a su silla pero no se sento.

—¿A que se refiere?

—Te noto tenso. Siéntate por favor, señor Fuhrmann.

Nicolás hizo caso.

—Durante muchas batallas, tu padre se ofrecío como portador del botiquín para heridos en el campo. Su única labor en ese momento, era darles a tragar una píldora de fenacetina como esta.—tiro las pildoras del frasco sobre el escritorio.—Era todo, agua y listo.

Nicolás quedo en silencio.

—Y tu padre, del que tanto te enorgulleces, tiro estas benditas pastillas en su baúl y las intercambio por ciánuro.—Alzo la voz. Recordarlo lo enfurecia. Nicolás quedo absorto.—Nos dimos cuenta ya cuándo se había cobrado cuarenta vidas que pudieron salvarse, cuarenta hombres que pudieron volver a casa, cuarenta hombres que quisierón volver con sus esposas e hijos, ¡pero fue tu padre quién los condeno!

Los ojos de Nicolás comenzaron a humectarse con lagrimas y no parpadeaba. Quedo con una cara de atrocidad.

—Es mentira.—dijo sin aire.—Una... una que de verdad creyó, ¿que iba a creer? 

—Inclusive. Jóvenes que ahí alla dentro, son huérfanos a causa de tu padre. Probablemente ya hasta los saludaste. ¿Notaste como te miraban desde la entrega de uniformes? Todos conocen a tu padre, y su... su pecado inperdonable.

—Miente...

—Cuándo lo descubrimos, no lo dudamos, arremetimos contra él.

—¿Por que hicieron eso?—cuestionaba aún más aterrado.—Se supone que existe un juzgado, y ese juzgado se delimita una pena adecuada...

—¡En la guerra!—interrumpió.—¡En la guerra no existe tal cosa! En la guerra solo dependes de dos cosas, de ti, y de tu escuadrón. Sin esa última núnca podras salvarte, y todos confiarón en Gustav y que recibieron acambio: ¡La muerte!

Nicolás estaba abatido. Agacho su cabeza y apreto sus puños. Meyer se levanto y le apreto el hombro.

—¿Ya no eres cómo él, o si? Las desiluciones son parte de la vida. Y cada que avanza te hace más infeliz. Asi es cómo funciona. De las fracturas se forja un hombre. Lamento todo esto, pero solo es para que no te extrañe los futuros comportamientos de la academia contigo.  Trataremos de... minorizarlas.

Nicolás ya no tenía voz para agregar algo más.

—Puedes irte, cadete.

Nicolás se fue completamente atrofiado. Se escuchaba a sí mismo respirar y cada paso era un desafio. De camino a las duchas, un grupo de internos lo detuvo en el corredor. Nicolás sabía a lo que se afrontaba pero aún asi temblaba de miedo.

—¿Con que Fuhrmann, eh?—pregunto uno con tono altanero.

—Sí es él.—confirmo uno.—Mi tío incluso me mostro una foto familiar de él, con su adinerado abuelo zapatero, su estúpida madre y padre; salió en el periodico.

—No hables de mi madre.

—¿Porque no?—cada vez más cerraban el círculo dónde lo tenían rodeado y Nicolás intentaba alejarse hacía atrás.—La mia se quito la vida, nos dejo solos a mi y a mis tres hermanos, nuestra única esperanza era mi padre... ¡y fue el tuyo quien lo mató!

Golpeo con su puño la cara de Fuhrmann, lo hizo caer debil al suelo y los internos comenzarón a patearlo y golpearlo en pleno corredor sin descansar. Fuhrmann no podía defenderse, estaba vulnerable, solo se protegia la cara con sus brazos pero solo eso. Patadas, arrastradas y golpes con puño cerrado impactaban su cuerpo. La noche se hizo eterna. Igual que el resto de sus días en la academia.

25 de junio de 1943

Hadamar, Hessen, Alemania

El doctor a cargo del sentenciado Martin Fellner, Hahn Winter, ordeno que el hombre no pereciera en las cámaras de gas como se acostumbraba hacer para ahorrar tiempo, suministros y papeleo. Martin Fellner fue recostado sobre una camilla semidesnudo, solo usaba un calzoncillo de algodón y estaba atado de pies y manos contra las bases de la camilla. Erna Fellner fue retirada a la fuerza de la habitación donde su hijo estaba por morir y fue confinada a una horrorosa sala de espera, «Todo va a estar bien, señora Fellner», le aseguraban.

Dos enfermeras preparaban en un carrito de acero la inyección con la que acabarían con la vida de Martin.

—¿Y mi mamá?—preguntó Fellner mordiéndose la lengua.—¿Dode está?

—La verá muy pronto, señor.—dijo un médico que usaba guantes y cubreboca.

—¿Que hace?—preguntó con inocencia mientras el médico le tomaba el brazo y le aplicaba alguna especie de alcohol sobre la piel con un algodón.

—Es hora de la siesta.—dijo el médico.

—Pu-puede hablarle a mi mamá.—pidió con torpeza, comenzaba a asustarse.—Ella siempe me canta antes de domir.

—Shh.—lo silencio. Una enfermera le pasó la inyección y el médico la tomo con sus mano sin quitarle a Martin Fellner la mirada de encima.—Cierre los ojos y ábralos cuándo alguien se lo pida, ¿entendió?

Martin Fellner asintió con inocencia, vió la punta de la inyección aproximarse a su brazo y soltó un espasmo. Una enfermera le puso una mordaza en la boca y le apretó la cabeza contra la camilla. El médico introdujo la inyección en su brazo y poco a poco libero el líquido en la vena de Martin Fellner, el letal veneno recorrió su sistema y poco a poco comenzó a calmarse, sus latidos eran menos constantes, y luego dejo de respirar.

Una enfermera bajo hasta la sala de espera donde la angustiada señora Fellner rezaba sus oraciones con lagrimas en los ojos y las uñas desgastadas por tanto mordisquearlas.

—Señora Erna Fellner.

Erna reacciono.—¡Soy yo!—dijo a gran voz y poniéndose sobre sus pies.

—Acompáñeme, señora Fellner.

La serenidad de la enfermera no le transmitía ninguna clase de confianza que quería inspirar. Subieron hasta una puerta de acero, la enfermera la abrió para Erna y la mujer se asomó, Martin yacía sin vida sobre la misma camilla donde fue ejecutado, con una camisa gris mal puesta y una sábana cubriéndolo de pies a cintura.

—M-Martin...—susurró la mujer acercándose a él, las piernas las sentía de gelatina, sus pies de plomo, su pecho apunto de detonar y el alma resquebrajadose en su interior. —Mi niño...

Erna le tomo el rostro sin vida a su hijo entre sus manos y le beso la frente. Las lágrimas comenzaron a brotar sin cesar de sus ojos mientras continuaba besándolo.

Wenn die frommen Kinder schlafen gehen...

Comenzó a entonar una melodiosa nana, con tristeza.

—...bewachen zwei kleine Engel ihre Wiege,
decken sie zu, decken sie auf, werfen
einen liebevollen Blick auf sie.
Mein Kind der Seele
das schon träumend eingeschlafen ist, ist
jetzt bei den kleinen Engeln...

Erna le tomo la mano a Martin, la beso y luego volvió a besarle la frente, lo atrapó entre sus brazos muy fuerte y lloró en su pecho inmóvil.

14 de julio de 1943

Sicilia

La angustía los consumia, al igual que el desespero y la soledad. Donald dormía en un catre dandole la espalda al resto de hombres que disfrutaban el eterno silencio en ese húmedo y asfixiante búnker.

La puerta se abrió y rechino al hacerlo. Un soldado entro.—Señores, buenas noticias. La ayuda llegó.

Tiel, Schön y Erdmann se levantarón. Erdmann despertó a Freund y él rapidamente se paro del catre y aclaro la vista. Soldados entrarón al búnker, armados y se formarón en fila.

—¿Quién los envía, oficial?—preguntó Tiel.

—El general Fuhrmann, mi coronel.—respondió el oficial.

—¿Fuhrmann?—susurró Schön.

—¿Dónde esta él?—alegó Tiel. —¡El Almirante Spinelli! ¡Exijo hablar con Fuhrmann o el Almirante en este mismo instante!

El oficial, muy serio, alto, con bigote y una cicatriz en su mejilla, tenía un acento italiano muy definido. Puso sus manos sobre el regazo y vio a Tiel con una mirada de perdonavidas.—No esta aquí. Ninguno de los dos están aquí.

—Eso no importa, Claudius, lo importante es que estamos asalvo.

Erdmann tuvo la iniciativa de avanzar hacía la puerta pero un soldado lo encaro con mucha auteridad y sin nada de temor. Fue entonces que los soldados de Tiel y ellos mismos comenzarón a intuír anormalidades.

—¿Por qué la prisa, Humbert?—hablo con la misma credulidad el oficial.

Claudius pasó sáliva y se forro de valentía.—No son de Fuhrmann.

Ladeo una sospechosa sonrisa que después tendría sentido.—No, no somos de Fuhrmann. Fuhrmann es de nosotros.

Los cuatro hombres alzarón sus cejas e intercambiarón miradas.

—¡No sé que estan hablando!—alzo Freund la voz.—¡Tienen que sacarnos de aquí ahora!

—¿Y porqué la imperatividad, General?

—¡Por si no se han dado cuenta, oficial, allá afuera hay una guerra, y si no salimos de aquí ahora nos matarán a todos! ¡Comuníquenos ahora con el Almirante Spinelli, ordeno que se me comunique con él!

—El mundo tiene oídos y ojos, General, y somos pocos los que han visto la verdad tras toda esta catástrofe. Los orquestadores de toda esta miseria y muerte... son ustedes.—escupió.

—¡Exijo que hablen claro!

—¡Somos los seguidores de Pietro Badoglio! Líder de nuestra causa. ¡Causa que búsca salvar a Italia del caos, salvar esta histórica nación de las garras de bestias inhumanas alemanas! ¡No los dejaremos gobernar nuestro país, controlarlo a su antojo y matar nuestro espíritu desde adentro! ¡Estas son sus consecuencias! ¡Los italianos verdaderos no soportamos ver nuestra madre patria arder en favor de ustedes!

—¡Esto es traición! ¡Lo que Fuhrmann hace es traición, y ya lo verán, esto les costará!

—No lo creo, Claudius. ¿Cree usted que después de todo lo que dije, los dejaremos vivír?

Ahora en verdad estaban asustados. El miedo se apoderó de ellos, las manos les comenzarón a sudar y sus frágiles cuerpos temblaban de pie. Claudius miró a sus espaldas a su equipo, todos con la misma expresión de pavor en sus rostros.

—No teman.—susurró. Volvió su vista a los italianos.—No saben lo que hacen.

—Yo creo que sí. Y en unos meses, Italia asqueada  y cansada, se apartará y dejará a su miserable partido podrirse solo.

—¡Esto es inconcevible!

—Nadie sabrá de ustedes. No abrá un funeral, para ustedes, no abrá un cuerpo que sepultar. ¡Italia será liberada! ¡Viva la rebelión!

Un soldado de Tiel disparó en falso, y entonces las escopetas de los italianos comenzarón a detonar. Disparo, tras disparo, hasta vacíar los cartuchos y ver a los alemanes desangrarse y morir en el suelo.

Tiel aún se retorcía, el oficial se acercó a él, se encuclillo y le puso la boca de su arma sobre la nuca. Tiel sacudio sus labios y pronunció muy bajo.—E... es... inconcevible...

El oficial se puso de pie sin dejar de apuntar, y a quemarropa le disparo en la nuca, entonces Tiel soltó su último soplo.

—Ya saben que sigue. Levantenlos.

—Si, señor.

—¿Dónde está el hijo de Schön? Fuhrmann dijo que estaría aquí. Busquenlo.

—E-em, Tobias Schön salió de la isla, casi inmediatamente después que Fuhrmann. No esta aquí.

—¿Crees que sea un problema?

—No, no lo creo.

Los cuerpos de Tiel, Schön, Erdmann y Freund fuerón subidos a la avioneta dónde el mismo oficial viajaba. Pusieron en sus ropas plomo y piedras. Sobrevolaban el mar Tirreno, con nada más que las profundas, azules y turbulentas aguas del mar bajo ellos.

—Tirenlos.

Uno a uno, los cuerpo de los cuatro hombres, envueltos en mantas, fueron arrojados de la avioneta al mar. Dónde se hundierón, y nadie podría encontrarlos, jamás.

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