Bajo la Piel
BAJO LA PIEL
12 de noviembre de 1917
Kobarid
Aún se podía sentir el temblor del suelo en las piernas, se podía percibir el olor a piel quemada y hasta dónde la densa nube gris dejaba ver, solo se veía miseria. Después de alguien le revisara la pierna herida, y acumular caídos en una pila y armamento en otra, Nolte fue llamado por uno de los sargentos hasta un hangar de mantas, redes y tubos de acero. Solo estaba él ante la mesa, dentro, solo se escuchaba el zumbido de unas moscas y el ruido que hacía su pie nervioso contra la tierra del suelo.
—Me dicen que ahora debo llamarte: Mayor general Nolte.—pronunció una voz que provenía de la entrada.
Nolte la reconoció casi de inmediato, no fue hasta que se puso de pie y en firmes cuándo reconoció a su tío, el general Gunther Nolte. Se mantenía en su figura, había perdido más cabello y ahora cojeaba también.
—Mi general.—respondió Nolte.
—Descanse, soldado.
Gunther fue hasta su asiento y se aplastó en la silla, las lonjas de sus piernas y panza se desparramaban por los bordes de la silla.
—Estaba de servicio en Duala, hace unos meses...—saco una pipa de alguno de los cajones de su escritorio junto a una cajita con fósforos.—¿Has oído de Duala?
—E-el protectorado en África.
—La capital de unos de los protectorados de África, si. Que listo.—encendió el tabaco en su pipa y comenzó a fumar.—Cuándo recibí la noticia de que alguien con apellido "Nolte", y de mi familia estaba en el combate. En el frente.—decía el hombre.—Al principio creí que era Nachschon, tu primo, pero Dina jamás lo dejaría hacerlo, además es menor de edad... y no es tan brillante como tú para falsificar una cédula de identidad, hacerse pasar por adulto y alistarse porqué cree que la guerra es divertida.
—Mi general...
—Me sorprendió saber que eras tú el que estaba aquí. Lo esperaba de todas formas. Solicite venir a verte antes de que te regresen a Berlín...
—¿Regresar a Berlín?—interrumpió.—Mi general... ¿regresar a casa, ahora, que estamos tan cerca?
—No eres quién para decidirlo.—repuso.—Hable con el comandante Tiel y otros de la división y todos acordaron que, por tu bienestar, lo mejor es que regreses a Berlín cuanto antes.
—¡No entiendo, ¿mi bienestar?! ¡Ahora les preocupa el bienestar de los soldados! ¿Usted abogó por mi? No necesito que nadie abogue por mi...
—¡Es la última palabra, mayor Nolte! Un soldado debe y tiene que seguir ordenes. Si la orden pide avanzar, avanza; si la orden es retroceder, retrocede; si la orden es irse, debe obedecer.—insistía Gunther Nolte. Dejo su pipa sobre la mesa y suspiró.—Sé que has hecho un gran servicio a la patria, Magnus. Pero tú lugar no es aquí. Debes irte.
—Es injusto. ¡Estoy aquí, quiero estar aquí, ¿cuál es el problema?
—El comandante Tiel te explicara todo al respecto.—respondió.—Yo ya dije todo lo que tenía que decir. Fuera de aquí. No necesito que tu madre tenga más razones para odiarme y ponerme en contra hasta de mis propios padres. ¿Entendió, soldado?
Se puso de pie, se despidió del general Gunther Nolte y se fue del hangar. Solo hacía falta una chispa para estallar, Magnus humeaba, se sentía tan frustrado y lleno de odio. Se alejaba torpemente de las carpas, mientras Tiel le seguía el ritmo.
—Magnus, de nada sirve enfadarse. La decisión ya fue tomada.
Magnus se quedó quieto. Giró la cabeza y tomo aire.—Me quedaré.—sentenció y encaro al Coronel.—No me iré, me quedaré, lo haré.
—No lo harás.—demando.
—¡Les conviene que me quede! ¡Y no es presunción!
—No puedes quedarte, Magnus, debes irte.—insistía.—Debes irte.
—¿Por qué? ¿Por esta maldita pierna? Se curará, estaré mejor, me recuperaré aquí.
—No es solo eso, Magnus.—Tiel se acercó sin quitarle la vista de encima.—Te alistaste a los diecisiete años.
El rostro de Nolte se transformo a uno de miedo. Había sido descubierto. Su tío lo dijo en el hangar, lo recordó entonces pero en el momento no le dió importancia.
—Lo saben, y te metiste en un enorme problema por eso. Se sintierón ofendidos, burlados. Nadie entiende cómo fue que lo hiciste, cómo burlaste el programa, pero no les gusto.
—¡Que más da eso! ¡¿Un hombre más en sus tropas?, eso les ofende!
—Les mortifica que lograste burlarlos. Magnus, te iban a custodiar, una audiencia y luego a un internado mental.
—¿Internado mental?
—Fue lo que dijerón. No encuentran otra razón: un joven incomprendido, sin identidad ni propósito a la vista. Vierón tu acto cómo deseo suicida.—Magnus respiraba lento.—Ven a los suicidas cómo enfermos mentales, castigo de Dios, y a esos estorbos los matan. Magnus, no te irás a casa por un hueso roto, te vas por que ese fue el acuerdo.
—P-pero...
—Es a casa, o al internado.
—¿Y porqué me nombro Mayo general, entonces?
—Por que te lo mereces, Magnus. Pero no debes seguir aquí. Sé que quedo claro.
—Muy claro.
Tiel asintió y se acercó.—Te van a vigilar.—le susurró.—Por eso iré contigo. Por favor, Magnus, no intentes volver. Que si nisiquiera pase por tu mente esa idea.
Se separó y se puso en firmes. Magnus suspiró y asintió.—¿Por qué lo hace? ¿Por qué le interesó tanto?
Claudius suspiró ahora.—Magnus, soy el padre de cuatro mujeres maravillosas: Leonore, Veronika, Chloris y Ortrud, maravillosas en verdad. Pero siempre desié un varón. Magnus tu eres cómo ese hijo que núnca tuve.
—Sabe de mí, ¿verdad? Sabe que mi padre murió cuándo tenía diez, que mi madre me cuido tanto después de eso que me hizo casi un inútil. ¿Trata de comprarme por mi pasado? ¿Cree que todo esto lo hice porque no tuve un padre cuándo debí tenerlo, eh?—decía desesperado.
—Y entonces ¿por qué fue, eh? Dímelo.
Magnus negó soportando un llanto sepultado en su hombría y volteo su rostro a cualquier dirección que no fuerá el rostro de Tiel.
—Quiero dejar de tener miedo—respondió mientras la voz se le quebraba.—Quiero... quiero dejar de ser un niño que... q-que necesita a sus padres...—se derrumbó en llanto.
Tiel fue y lo abrazo. Todos los veían, pero eso no importaba. No importaba.
02 de junio de 1941
Una horda de gente se manifestaba a lujo de violencia a las afueras del ayuntamiento del pueblo dónde se asentaba el Weiße Rossen. Los disturbios se hacían sonar más fuerte y el alcalde mostraba ninguna señal de querer dar la cara.
Escoltado por sus guaruras, camino por el pasillo alfombrado hasta la oficina del inspector Erdmann que miraba todo el complot desde la ventana.
Cerró la puerta y dejo a sus hombres afuera.—¿¡Se puede saber que esta pasando, señor Erdmann!?
Caló a su cigarro, soltó un vaho y entrecerró los ojos.—Son sus acciones, alcalde, son sus acciones.—respondió con el brazo levantado y recargado en el cristal.
—¿¡Pero que esta diciendo!?
Cerro la cortina y se dirigió a él.—No ha abierto el hotel de Fransizka Klaine, además de que cerro la cooperativa para convertirlo en el cuartel nazi del pueblo, y obligo a los padres llevar a sus hijos a un estudio de eugenesia.
—¡Es lo que ellos quieren, Humbert! ¿Qué querías que hiciera? ¿Negarme? Eso sería suicidio, Dios santo, te creía más listo.
—¿Y el hotel de Klaine? ¿También lo desaprueban?
—¡Claro que lo desaprueban! ¡Conocen las causas! Cremé Humbert, estamos haciendo lo correcto.
Humbert negó.—¿Para quién, Lucian? Oh sí, para ti. Tu vida siempre se ha tratado de tí. No ves todo el daño y estragos que causas, solo te sacudes el polvo y sigues adelante.
—Creo que a eso se le llama coraje.
—¡Egoísmo!—alzo la voz.—Desde que somos niños, Lucian, tú, tú, y solo tú. Nadie más.
—¿De que otro modo se sale adelante, Humbert?
—¡Pues pisoteando gente no, no es el modo! Afuera hay muchos que desean arrancarte el cuello, Lucian, muchos indignados por tus ¡Complacencias! Muchos, que igual a mi, no toleran verte ni un segundo más.
Frunció el ceño.—Quiere decir. ¿Qué todos los que están allá afuera, son desleales?—preguntó con un siniestro tono de voz.—¿Fue eso lo que quiso decir?
Humbert, que era levemente más alto que el alcalde, asintió con un meneo de cabeza y al alcalde le llegó una espantosa idea.—Inspector creó que podemos sacarle provecho a esto...
—Lucian, piensa bien.
—Solo un tonto con dos dedos de frente dejaría pasar esta oportunidad, señor Erdmann. Y yo no soy ningún tonto.
Humbert trago saliva.—No sabes lo que dices.
—Humbert, Humbert, Humbert.—comenzó a oscilar al rededor de Erdmann.—De entre todos los pretendientes que mi hermana pudo tener eres el único que me agradaba. ¿Sabes porque ella... te admiraba tanto? —sonrió con frivolidad—Por esa armadura. Tan rudo, letrado y... poco necesitado de afecto por fuera, pero sensible y empático por dentro. Puaj. Lastima que nada de ese amor pudo salvarla.
Humbert se redujo solo a fulminarlo con una mirada impaciente.—El tiempo de vanagloriarte a ti mismo se va a terminar, Lucian. ¿Y que te quedará entonces?
Vautours suspiro erguido, muy firme. La puerta se abrió una vez más y esta vez, su asistente e Isabelle entraron.
—Señor Vautours.—dijo el asistente.—¿Q-qué quiere que haga?
Lucian detuvo el juego de miradas entre él y Humbert y miró a ambos. Isabelle negó con la cabeza y Lucian la ignoró.
—Llama a Gestapo.
—¡Lucian!—alzo Isabelle la voz dando un paso al frente.
—¡Hazlo! ¡Ya!
El asistente asintió y se fue. Humbert se froto la cara y salió de la oficina sin nada más que decir. Isabelle lo veía con desdén. Lucian dió vuelta a su escritorio y se sirvió un trago de whisky en su vaso de vidrio.
Autos con camper mas grande que la cabina rodearon el ayuntamiento, soldados de Gestapo salieron de sus autos con cascos, fustas y rifles. Empezaron a golpear a los manifestantes sin piedad, ellos tampoco se dejaron arrestar en calma enalteciendo el tumulto. Fransizka golpeo a uno de ellos con un madero, la tomaron de los brazos y la sometieron.
Un balazo resonó en el aire, todo se silencio. Humbert guardó el arma y Lucian alzó las manos con una cínica sonrisa.
—Querido pueblo, les habla el alcalde.—se presentaba con una cruda sonrisa.—Veo que les apagaron su fiesta muy temprano
—Este no es asunto suyo, alcalde.—interfirió un oficial con Fransizka en sus manos.
Elon se acerco y leyó su placa.—Oficial Münch, ¿Quién cree entonces que les dio el llamado?
Fransizka y Humbert intercambiaron miradas. Los soldados siguieron con su trabajo.
—¡Alto, Oficial!—le llamo el alcalde—¡deme a esa rebelde, quiero hablar con ella personalmente!
Münch soltó a Fransizka y la hizo subir a las gradas para entrar al ayuntamiento. La tomo de la espalda y la escolto a la entrada, justo antes de abrir la puerta, una bala más crujió de entre la redada, el acelerado plomo entro por la pierna de Lucian, derrumbándolo a las gradas y rodándolo a la planta, una vez al alcance de la gente, comenzaron a golpearlo y patearlo con palos y rocas, hasta dejarlo muerto sobre un charco de sangre. Fransizka cubrio su cabeza y se dejo caer sobre sus rodillas.
Isabelle fue a ella y la levantó a forcejeos, con desesperación entraron al ayuntamiento y caminaron con frenesí por el pasillo. Los rebeldes no se quedaron en calma y entraron, al ayuntamiento, por reojo, Isa los vio y se dibujo el miedo en su rostro al ver a uno de ellos apuntarle con un rifle.
—Adiós, Fransizka.—le dijo.
La aventó al suelo aún de espaldas y la bala penetró su cuerpo, se desplomó a los pies de Klaine y ella corrió para abrazar su cuerpo.
—¡Isabelle!—gritó ultrajada dándole vuelta para ver su rostro, —¡no, Isabelle!
5 de junio de 1941
Ciechanów, Polonia
Si se toma la ruta 7, y se atraviesa el Vistula, se adentra en las entrañas de los bosques, valles y praderas para llegar a Ciechanów, una ciudad muy antigua e invisible, dónde estaba erguida una fortaleza de ladrillo rojizo, y en la torre más alta estaba izada la bandera de la Alemania Nazi en todo su esplendor. Si se ignora la belleza natural de la ciudad, y se adentra en un cendero traicionero para cruzarlo, se llega a la orilla del monte, dónde se azoma una gran chimenea que solo humea por las noches, y se alumbra apenas dos horas cuándo se oculta el sol. Un refugio. Uno construido de ladrillo, tan viejo cómo la ciudad. Siempre fue usado cómo tal, cómo un refugio. Pero por alguna razón, era ignorado. Un edificio viejo en riesgo de colapsar en cualquier momento no causaba ruído a los oídos de Gestapo. Era perfecto.
Era de tarde, y el sol dejaba brillar sus últimos rayos vespertinos. Magnus entró al edificio, y se escuchaban llantos y muchas voces. Se quitó sus zapatos y los dejo junto a la puerta. Alma se azomó por el salón.
—Magnus.—lo llamó. Tomo las puertas y las cerró para ir a recibirlo.—¿Nadie te vió?
Magnus negó.
—¿Estas seguro de eso?
Asintió. Alma lo notó inquieto y le tomo el brazo.—Ven. Tienes que ver algo.
Subierón las rechinantes escaleras de madera y entrarón a una oficina, la habitación en la casa que se cerraba bajo llave. Alma entró y sacó de una gaveta una carpeta gris.
—Han llegado.—dijo con un discreto grito de alegría en su voz.—Lograrón zarpar sin ningún obstáculo. En unas horas, estarán en tierras inglesas, y vivirán. Viv-vivirán.—conmovida le dió a Magnus la espalda y recobró su firmeza.
Magnus comenzó a caminar y se azomó por la ventana.
Alma lo miró con extraseña.—¿Que te pasa? ¿Magnus?—él le dió la cara.—¿Por qué estas así? Habla, me asustas.
Magnus bajo la vista y despertó sus labios.—He estado recordando el pasado. Vaya que el tiempo es... un cruel amigo.—pronunció depresivo.
—Núnca está del lado de uno.
—Mi corazón, se retuerse cada que un niño entra por esa puerta, Alma. Un alma inocente.—suspiró.—Los padres de los niños que lograrón escapar de aquí, ja, ya quiero ver sus rostros iluminarse cuándo lo sepan.
Alma sonrió y le tomo la cara al General.—Es la mejor parte. Dar buenas noticias.—se alejo y volvió a su escritorio con una enorme sonrisa.
—Volveré a Viena en unas semanas. Necesito tener un bajo perfil.
Alma asintió tamborileando su lapicero sobre la mesa.—Bien.—sacudió su cabeza en aceptación.—Seguiremos aquí. No olvides que también es tu meta, General.
Nolte asintió y le entrego unos papeles dentro de una carpeta.—Formas limpias para inducción a los Lebensborn. Las... cambiarón.
Alma las tomó.—No lo sabía.—dijo preocupada.—Dios, que error, pero no he pensado en otra cosa que no sean los del barco.
—Tranquila, aquí están.—Magnus y Alma se sonrierón.—Me voy, Alma. Cuidense.
—Nos vemos, General Nolte.
Magnus se fue. Camino por el bosque hasta llegar a su auto y partir de vuelta a Varsovia y después a Viena de regreso.
Alma regaba las flores que tenía en el pasillo cuándo dos personas se aproximaban, una joven mujer que usaba mandil a cuadros y red en la cabeza, y detrás de ella venía otro hombre, con barba de candado, alto e imponente. Con un gesto rudo y sosteniendo una manzana roja en su mano.
—Alma.—le llamó la joven.—Necesito las llaves. Se acabó la levadura.
Alma asintió y le dió el llavero. Ella se fue. Y el joven se quedó, Alma se le quedo viendo y dejo la regadera en el suelo.
—Si tienes un problema solo dilo, deja de verme así.—demandó.
El joven apreto la manzana con ambas manos.—Lo trajiste, Alma. Le dijiste dónde estamos.
Alma lo ignoró.
—¡Alma!—le llamó.—¿Tu núnca escuchas, verdad? Siempre llendo contra corriente. Desde niña los problemas te siguen, cuándo aprenderás a tomar buenos malditos consejos.
—¡Siempre quejandote!—alzo la voz.—¡Quejandote de todo lo que hago! ¡He hecho mucho por esta causa!
—¿¡Que hay de mí!?
—No es una bendita competencia, Silo.—dijo apretando los dientes.—Confió en él. Veo el dolor en sus ojos, veo sus ansías por llenar ese vació.
—¡Es de ellos, Alma! ¡Come, bebe y convive con ellos! Es culpable también. Les juro lealtad.
—¡Y su lealtad se rompió cuándo matarón a su familia!—carraspeó su nariz.—Igual que a nosotros.
Silo volteo el rostro por recordar. Mordió a su manzana y volteo a ver a su hermana.
—Confió en él, en sus intenciones. Y ya no hay manera de revocarlo, ya vió y sabe demasiado, no puedes hacer nada con eso.
—Cómo quiéras.—fulminó y se fue antes de que Alma le tomará la mano.
Alma incorporó su mano e inhalo.
Y Mientras Magnus conducía, un recuerdo le llegó a la memoria. Uno muy lúcido, y muy claro.
Era la noche de un domingo, el último de septiembre de 1938. Magnus hojeaba un olvidado albúm de fotografías, usando su pijama a cuadros, sentado en un extremo de la cama.
—Magnus.—susurró la voz más dulce, la voz que a diario despertaba el corazón de aquel hombre, la voz que lo hacía sonreír.
—Buenas noches.—saludó él.
Su baja calidez hizo a Helga dejar la bandeja con la cena en una comoda junto a la puerta y camino hacía su esposo.
—¿Que ves, eh?
Se sentó junto a él y llevo un mechón de su ondulado cabello tras su oreja.
Magnus sonrió.—Otros tiempos. Tiempos mejores.
Ella sonrió, ambos lo hicierón, con algo de nostalgia en sus rostros.
Helga apuntó con su dedo una de las fotografías.—Recuerdo ese día. El primer cumpleaños de Jürgen.
En aquella, estaba un Magnus y una Helga mucho más jovenes. Y Helga tenía en sus brazos a un pequeño Jürgen, usando oberol y con la cara embarrada generosamente de pastel.
—Devoró todo el pastel.—añadió Magnus.
—Ni una migaja, ahí supe que serían iguales.
Magnus soltó una risa. Helga se ruborizo al ver ese rostro que no se cansaba de admirar desde que era niña y le tomo la mano.
Bajo su mirada y abrió un poco sus labios.—E-en estos momentos, mi madre ya debió de haber llegado a Innsbruck. Y mañana, si Dios quiere, aterrizará a salvo en Zug.
—E irá a ezquiar y pastoreará cabras. Tendrá frío, y beberá agua helada por siempre.—añadió Magnus tratando de calmarla.
—Si mi hermano no fuera tan terco, Zeppora y los niños estarían con mi madre, asalvo.
Magnus la miró con una vista cansada y le tomo la cara.—Helga.—susurró.—¿No te irás?
—¿Dejarás que me vaya?
Magnus dejo escapar un suspiro, y entendió que, después de veintiseis años, los ojos acuosos de Helga, le seguían causando escalofríos al ver los suyos fijamente. Abrió sus labios y pronunció un profundo:
—Jamás.
—Entonces... jamás me iré.—respondió sin soportar más el llanto y lo abrazo por el cuello.
Y se abrazarón. Y el albúm cayo de las piernas de Magnus. Se aferrarón, llorarón y lo último que deseaban era soltarse.
Volvió su vista al camino, alzo su mirada un poco y noto en el retrovisor no solo que ahora veía únicamente la chimenea del refugio, si no también veía sus ojos enlagrimados. Se seco los ojos con el puño de su saco y continuó alejandose.
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