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Capítulo 2

León

Hemos recibido un encargo.

—En media hora bajarán del furgón tres de mis hombres. Un empujón, y meterán al muchacho en el vehículo.

A veces un buen baño es todo cuanto necesita un hombre. Abrí la mampara y salí de la ducha del piso en el que llevaba apenas un par de meses viviendo. Después el vaho se adueñó del resto. Pillé la toalla y envolví la parte baja de mi cadera, justo en el preciso momento en el que escuché a la conejita en la habitación. 

—¿Vamos a por el segundo asalto, campeón?

Después oí sus pasos aproximarse.

Debimos conocernos alguna vez en un sueño, porque solo me puso ojitos y la subí a casa. Su nombre me importó una mierda, tampoco la oí hablar, por eso el resto de sus cualidades resultaron ser una delicia.

—Creí haberte dicho que te fueras.

—¿Y desaprovechar esos abdominales?

La forma juguetona con la que repasó mi cuerpo, dejó claro dos cosas. Uno. Hacía tiempo que no echaba un buen polvo. Lo que le llevó a dar la retaguardia solo con jalarle un poco del pelo, ya fuese en pleno recibidor o sobre la encimera de la cocina. Hecho que ahora le hacía rebajarse de esa manera. Y dos. Había olvidado para lo que había venido, y eso había terminado hacía ya tres minutos.

Coloqué mis manos sobre el lavabo, llenándome de paciencia, y cogí la máquina para recortar mi barba.

—Lárgate.

El entrecejo rubio de la conejita se arrugó al instante, yo me sequé el rostro con eso.

Sabía que hacía lo mismo un día sí y otro no. Tiene edad y cuerpo para ello, y seguro que no lo desperdiciaba, pero lo más digno era hacerse la cándida. Así que clavó su mirada sobre el reflejo de la cicatriz que atraviesa mi ceja derecha, y optó por una postura recta para darme una respuesta que nadie la había pedido.

—Dios da ojos bonitos a los cabrones como tú para que podamos distinguiros del resto.

Un portazo fue lo último que supe de ella. Encendí la maquinilla y seguí a lo mío. Hacía escasos cuarenta minutos me encontraba conduciendo con el manos libres de fondo.

—¿Cómo ha ido?

—Aprenderá...

—¿A follar mejor? Vamos, Franklin...

—Tom le dio una charla de las suyas sobre la gonorrea, reclinado sobre su modesto sillón de cuero. Compré té afgano como para adoctrinar a una legión y un tarro de miel. Te aseguro que merecerá la pena, una tortura así no se olvida ni aunque vivieras cien años. La loca de su madre no volverá a molestar porque el chico quiera aliviarse en el sofá de casa con alguna amiguita.

—Franklin...

—Descuida. Puso el grito en el cielo por arrastrarlo hasta la pequeña casita de campo a la fuerza. Tanto tinglado por un polvo... No tardó en darse cuenta de que la charla no terminaría hasta que jurara que el próximo desahogo sería en un hotel, y te juro que pudo imaginarse lo que podría pasar si no se porta como corresponde. Puedes estar tranquilo, Franklin Junior no traerá más problemitas de esta índole.

Terminé con mi barba, y acomodé mi pequeño tupé en un intento por arreglarlo. 

«Ya empiezan a notarse los rizos».

Una vez casi vestido, comprobé mi imagen ante el espejo. Pantalones negros adornados por el cinturón y camisa elegante. Todo un clásico. A continuación ajusté el chaleco a mi torso, anudé la corbata, y dejé caer el cachemir de la chaqueta sobre mi cuerpo.

«Como un guante».

Los ceros que pagué por el traje desde luego merecieron la pena. Maximiliano —el sastre de la familia— lo confeccionó para una ocasión especial, y esta desde luego lo era. 

Por último, antes de partir, un selecto reloj en mi muñeca y una ojeada a mi amuleto de la suerte. Un puño americano. Lo roté entre mis dedos y la intensidad de una mirada grisácea se proyectó contra ese mismo cristal.

Era hora de irse. Así que guardé una pequeña navaja en el bolsillo, también el puño.

¿Próxima parada? Closer. Una de las discotecas de la ciudad de las que soy socio.

Poseo el cincuenta por ciento de los derechos del lugar, inversión por la que desembolsé unos cuantos de cientos de miles y de la cual obtengo grandes ventajas. En esta ocasión no tenía ningún afán por aquel encuentro, pero no me quedaba de otra. Tengo un defecto, soy un hombre de palabra.

Llegué esquivando la medianoche. Para entonces una multitud se congregaba en la entrada principal como de costumbre, por eso escogemos siempre ese otro camino que nos conduce directamente a la parte trasera del edificio. El sendero es árido y peor iluminado, pero también más discreto. 

Elegí una zona momentánea donde dejar el Lamborghini. Bajé y contemplé el edificio.

Los muros cubiertos de un terciopelo añil oscuro se alzan como testigos silenciosos de los asuntos que se entretejen noche tras noche en su interior, pues bailar y disfrutar de la fiesta no es lo único que ocurre tras las gigantescas puertas de metal, donde es imposible saber quién entra o sale, salvo que seas parte de la familia.

Ladeé la cabeza encontrando la silueta del pelinegro a mi espalda.

Oliver, uno de mis hombres. Siempre viste de la misma manera, trajes bien cortados y un jersey ajustado a los definidos músculos de su torso. Veintiséis primaveras con cara de golfo, barba arreglada de tres o cuatro días, y una sonrisa juguetona. Es buen chico, pero ha sido bendecido con un don, elegir mal a las mujeres.

Su cometido es custodiar todo lo que tenga ruedas, y lo hacía como si fuesen sus hijos. Por su forma de caminar, tuve la certeza de que el de ojos color esmeralda tendría la melodía de alguna canción reproduciéndose en su mente, o quizás fuera el álbum completo.

—Cuida bien del bicho.

Oliver extendió su palma, recogiendo las llaves. Si eso pasaba solo podía significar una cosa, no estoy para nadie.

Ladeó la comisura de sus labios como si dijese "descuida, como a un bebé", mientras con el motor aún en marcha, introducía su cuerpo en el interior del coche.

Sabía muy bien qué hacer, esconderlo por el recinto. 

—Bienvenido a la fiesta, León.

Mis muchachos habían cumplido, llevaron el mensaje tal como pedí. Mauricio llegó a la hora acordada, igual que el resto. En esta ocasión, estaba ahí solo por una razón, alejar a la familia de indeseables, y tal vez eso conllevara otras acciones poco ortodoxas.

Atravesé una de las puertas traseras de Closer y a partir de ese momento dos de mis hombres caminaron junto a mí al unísono, uno a cada lado, recorriendo el largo de un par de pasillos, yo con esa única idea de pocas salidas en mi mente.

—Si nuestros clientes fuesen seres misericordiosos, nos quedaríamos sin trabajo. Tenlo en cuenta, León —la extravagancia de Tom defendía la vida solo en casos excepcionales. Se dedica a la medicina, así que tiene una moral contradictoria, pero apretará el gatillo si alguno de los nuestros se viera en peligro. Eso está por encima de todo.

—Vynce ha dicho que podríamos dejarle como un tomate maduro, quiere que lo sepas.

Una mueca se escapó de entre mis labios ante las palabras de Franklin. Poco después el final de las escaleras nos conduciría al privado, donde nos uniríamos a la función.

El panorama era de lo más original. Ambiente sórdido. Luces bajas. Y cada actor ocupando su posición, tal y como dictan las buenas costumbres. Mauricio, entre ellos. Un sexagenario con renombre. Sé que tiene cerebro y dinero, por desgracia muestra más de lo segundo que de lo primero. Movía cantidades indecentes, pero eso tampoco era ninguna novedad para nadie, yo también lo hacía.

Su legión, y hasta el mismísimo Mauricio, hablaban como cotorras alrededor de una mesa. Ningún tema interesante. Drogas y armas fueron sus palabras favoritas. Sabíamos de primera mano que esconderían más de una bajo el abdomen. Fuera como fuese, me aseguré de tenerles a todos bien tratados, y distraídos con un par de putas caras por cabeza. Echa tú las cuentas. Aquello parecía un burdel.

Buonasera [Buenas noches].

Todos los presentes removieron el rumbo de sus cabezas y avancé hasta la mesa principal, donde encontré al viejo tranquilamente con un puro en la boca. Entonces gesticulé para que sirvieran un trago, me senté, y mis hombres tomaron posiciones.

—Se dice que la verdadera fiesta no comienza hasta que el gran Hugo Berone hace acto de presencia—Mauricio hizo especial énfasis en mi apellido con media sonrisa en su cara demacrada y llena de arrugas, para hacer referencia a los negocios que teníamos entre manos. Como buen idiota, pensó que estaba en posición de hacer bromas.

—Mis hombres estaban aquí —eso asegura resultados, un recordatorio para Mauricio.

Varias de las chicas de ligera ropa y senos al descubierto, agudizaron sus sentidos y abandonaron a su cliente sin pensárselo dos veces. Sé que fue poder y dinero lo que vieron. Una de ellas, la joven que escogió las rodillas del anciano para que este pudiera estrujar una parte muy concreta de su cuerpo, aprovechó la conversación para insinuarse, mientras masajeaba sensualmente mis brazos. O eso intentó.

Estás tan tenso, cielo...

Desvié la mirada.

—Largo.

Una seña y las señoritas se dispusieron a salir de la estancia, por lo que llevé mi mano a la sien con ese característico sonido de tacón de doce centímetros retumbando en mi cabeza. El viejo se echó a reír.

—Más vale que sea importante, León.

Alcé la vista y la centré sobre ese viejo canoso de ojos negros curtidos en más de mil batallas. Su serenidad tenía una fácil explicación, creía que teníamos su encargo listo y queríamos efectuar el cobro. Lo habitual era hacerlo por adelantado, sin embargo, su pedido exprés prohibió que eso fuera posible. Solo por eso se atrevió a ir. Lo cierto es que Mauricio necesitaba que alguien le explicara la situación.

—Nos consideran parte del inframundo —la copa de cristal sobre la mesa y un aroma impregnado en alcohol seco subió por mi sentido. Cogí el vaso y dejé caer mi espalda sobre el respaldo—, hacemos lo que sea necesario. Por dinero. Por la familia. Pero algunos hombres han olvidado lo que eso significa, Mauricio.

—No.

—"Shhh" —silencié y obedeció. Noté al viejo tenso, así que di un largo trago. Después lo devolví a la mesa —. No me gustan las sorpresas, Mauricio. Vas a tener que contarme qué pasó anoche.

Puede que por su mente pasara la ligera posibilidad de que pudiera atentar contra algún ser querido, así que habló.

—Alguien me llamó —supe que no diría algo especialmente brillante, sobre todo porque ahora sabía que había metido la pata —, me ofreció cien mil de los grandes por traicionarte.

—Cuidado con eso, Mauricio. Alguien podría pensar que cometiste el error de revelar secretos y eso no le gustaría a nadie.

—Nunca haría eso —puede que supiera lo que le convenía, o tal vez no —, un puto madero nos está jodiendo.

Mauricio acabó confesando un problemita suyo que me importaba más bien poco, y que desde luego no servía como justificación a nada.

—Quien maté anoche no era policía.

—¿Cómo lo sabes?

Alcé la vista y crucé un par de miradas con Franklin.

—Tráelo.

De inmediato dejaron sobre la mesa parte de la piel arrancada del cadáver de la noche anterior, así podría ver el tatuaje que llevaba en el cuello como si fuera un papiro.

Mauricio se asomó.

—Joder, León... —haciendo aspavientos por lo que veía como si fuera la primera vez, o no hubiera sido testigo de acciones mucho peores.

—Dime lo que sabes.

Mauricio giró el pellejo en busca de alguna pista sobre la identidad del sujeto.

—Este no era el madero.

—Vaya, cómo me apena.

El viejo musitó. Parecía que teníamos un concepto distinto de colaboración. Ahora era consciente de que debió pensarlo mejor antes de entrar en Closer.

—Nos pediste un boceto de un edificio de la ciudad para entrar sin levantar sospechas. Y eso obtendrías. Acceso a cámaras, ángulos muertos, control de las salidas y posiciones de los seguratas. El resto me importaba una mierda, hasta ahora. No cuela que todo esto sea por un puto robo, Mauricio. Dime quién añadió al tipo en el juego, o cargarás con el muerto.

El viejo soltó una humareda para darle más drama al asunto.

—Kolin —el capo ruso, un viejo amigo—, tiene un proyecto entre manos. Y yo le debía un favor, es él quien necesita esos planos.

—Así que un favor...

Toqué mi barba y alcé la vista, encontrándome con la inexpresiva mirada y llena de arrugas de un anciano que había vivido lo suficiente como para saber cómo funcionan las cosas. Entre caballeros, la palabra es un código de honor que debe respetarse. Así que solo me quedaba una cosa por hacer.

Me levanté despacio de la silla y ajusté la chaqueta de cachemir a mis hombros. El viejo dibujó una leve mueca en su rostro, se puso en pie y sellamos la conversación con un apretón de manos.

—Te agradezco la información, Mauricio —reposé el otro brazo sobre su hombro —, pero nunca debiste actuar a mis espaldas. 

Saqué la navaja y su filo dibujó una fina línea en su cuello. El viejo llevó su mano a la zona con los ojos exaltados y se desplomó, al tiempo que sus reclutas trazaron una cómplice y gustosa sonrisa en sus rostros. Sabían lo que iba a pasar. Estaban hartos del viejo, por lo que le aconsejaron que acudiera a la cita cuanto antes. Especialmente el calvo de cara ancha y aspecto prepotente, quien trabajó de la mano de Mauricio durante más de veinte años; pero ahora llegaba el momento de tomar el relevo. Demasiado tiempo a su sombra. Así que no disimuló su alegría al ver al viejo rodeado por un charco de sangre.

Mi prenderò cura della tua famiglia [Cuidaré de tu familia] —dicen que el oído es el último sentido que perdemos, así que estoy seguro de que fui su último recuerdo. Dirigí una última mirada a sus hombres —. Limpiar este estropicio y largaos.

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