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Capítulo 13

León

Vynce se empeñó esa noche en conducir su Bentle plateado. El coche de diseño clásico con líneas limpias y sofisticadas, avanzó despacio entre los maizales. Sorprende que esos terrenos sigan aún sin urbanizarse. Sin embargo, nosotros habíamos metido la mano también en ese asunto, nos interesaba que siguiera siendo así. Era la entrada de malos y maleantes, y de eso se trataba el negocio.

Los terrenos que rodeaban el estómago de la familiaCloser—, pues era eso lo que nos daba de comer; pertenecía a una red privada del distrito, que a su vez había sido tomado prestado por el Gobierno y, desde hacía unos años, era controlado por unos cuantos maderos. Los cuales también estaban metidos en el ajo, por lo que resultaba sumamente fácil que comieran de la palma de nuestras manos.

Le eché una miradita a Vynce. Sabe perfectamente que el auto es demasiado cantón, y también que debe guardar discreción cuando acudimos a ciertas reuniones, sobre todo si es en Closer; pero eso él no sabe hacerlo o acaba pasándoselo por el forro de los cojones. Así que me dedicó un bailecito de cuello y soltó una carcajada, esta vez se había salido con la suya.

—Te preocupas demasiado, blanquito.

Rodé mis ojos hacia el cristal, Vynce a veces olvida que cuando vas dejando evidencias de tus actos te acaban pillando.

—Piensa lo que te diría Rachael —su mujer —, si se entera. En su rostro atormentado cuando tenga que ir a follarte a la cárcel, pero sobre todo, en la mirada de tu hijo cuando sepa que no podrá ver a su padre en una larga temporada. Si es que no nos espera antes una caja de pino.

Sé lo que pensó Vynce, lo que hubiera pensado cualquiera. Así de fácil es conectar el corazón con la cabeza. Por eso cambió su expresión y apagó las luces para evitar ser vistos hasta por los insectos; conducir así requiere de gran habilidad, pero sobre todo práctica. Afortunadamente todo aquello ya era una lección aprendida, o eso quise pensar. Aun así, mi deber era asegurarme de que nadie metiera la pata. Por eso antes de salir de casa ordené a Oliver que eligiese los caminos a conciencia para no ser perseguidos por lenguas viperinas.

Justo delante de nosotros teníamos otro coche oscuro de asientos de cuero, aunque lo cierto es que desde donde estábamos apenas conseguíamos verle el trasero. Supuse que el pelinegro de ojos esmeralda y dentadura perfecta andaría envuelto por una cancioncilla de las suyas, cantándola a todo pulmón ante la fiel compañía de Chris.

Lideraban la cola y les estábamos perdiendo.

—Mucha exhibición, pero eres más lento que un desfile de cojos.

Vynce me fulminó con la mirada, pero no se atrevió a decir ni una jodida palabra. Puede que porque aún tuviera a su mujer instalada en su cabeza.

Entramos a la amplia explanada controlada por los sabuesos, y nada, ni un alma. La verja abierta, así que pasamos sin hacernos preguntas. Al doblar la curva que rodea las grandes dimensiones de Closer, aparcamos frente a la puerta trasera. Oliver y Chris hicieron lo mismo hacía ya unos largos minutos, y ahora nos esperaban refugiados del frío bajo la cornisa, por eso pudimos ver el vaho salir de sus bocas.

—Ese no subirá al jet privado, pesa demasiado como para volar —suelen hacer bromas entre ellos, por lo que no resultó extraño oír el comentario del pelirrojo. Tampoco las risas —. Así que me ahorraré el trabajo de colapsar el sistema para que no despegue. Sea como sea, no acudirá a esa cita a tiempo.

—Hablando de llegar a tiempo... —Oliver utilizó la cabeza para señalarnos con una sonrisa de oreja a oreja.

Chris se giró.

—Por fin aparecéis.

Paramos en el mismo círculo y todas las miradas le apuntaron a él, metro noventa de musculatura.

Sonreí a medias.

—Un desfile de cojos, Vynce.

—¡Los cojones!

Reímos viéndole cómo pasó totalmente indignado por la parte trasera de Closer. A veces parece un niño pequeño, por eso se ofende con tanta facilidad.

Un gesto. "Al tajo".

Cambiaron su expresión por caras serias y seguimos ese mismo camino. Dentro nos esperaban Franklin y Tom, en pie, cerca de la entrada. Probablemente contando los segundos que faltaban para que apareciésemos.

—¿Estás mejor?

Asintió y se acoplaron a la marcha. Yo a la cabeza, junto a Vynce. Detrás Tom, Chris y Oliver. Por último, Franklin, flanqueando nuestros pasos. El fisioterapeuta le había dicho que mascar chicle ayudaría a fortalecer los músculos faciales, así que llevaba tres semanas comprando cinco paquetes al día.

—Una y cuarenta del amanecer es la hora pactada.

Esa noche recibiríamos la visita de McKoy y sus más fieles esbirros. Gente con tanta pasta que podían permitirse comprar un buque portacontenedores con toda su tripulación dentro. De los que te dan un billete de los gordos como propina para no ver mermada su hombría y después te dan una paliza, por si no lo has pillado. Suelen moverse por libre, por eso devuelven pocos favores.

—¿Para qué vamos a reunirnos?

Ladeé ligeramente la mirada hacia él.

—Dudo que te sorprenda mi respuesta, Franklin.

Ascendimos por las clásicas y amplias escaleras vestidas por un mármol en un tono arena. Veintiocho escalones.

—McKoy y sus hombres vendrán con la misma cantinela de siempre, algún idiota estará entorpeciendo su camino —advertí —. Nos conocemos desde hace ocho largos años, por lo que sé que es partidario de zanjar los problemas por lo sano. "Muerto el perro, se acabó la rabia". Así que si no lo ha hecho ya, significa que se trata de algún pez gordo.

Es un tipo inteligente. No hacen falta infraestructuras de la leche para mover aviones y coches de lujo, basta con conocer a alguien que te tape y conseguir un buque de carga rodante; aunque sé que McKoy prefiere otro tipo de trabajitos donde solo tiene que encargarse de callar la boca al guardia de turno, sobre todo porque lo único que tiene que hacer es recoger la pasta.

—Sí, ya, buscan que le allanemos el terreno.

Lo de siempre. Vivir en un territorio con costa ofrece grandes ventajas. Por lo que mantenemos una amplia red de contactos, también con aquellos que se encuentran al otro lado del charco. Por eso y otras tantas muchas razones es frecuente intercambiar favores con personas de diferente índole.

—Pues más vale que dejen sobre la mesa un buen fajo de billetes, he dejado a Rachael con el niño.

Entramos en uno de los privados de Closer a la una y media de la madrugada, y nos acomodamos. Vynce prefirió quedarse en pie, apoyando su espalda sobre el muro con la mejor perspectiva de la sala. Franklin dejó a mano, y medio oculta, un arma corta. La munición la traía preparada de casa. Oliver y Chris se sentaron al fondo con Tom, quien fue a preparar lo de siempre.

—En serio, Tom, esa mierda que te metes debe ser buena.

—Deberíais probarlo.

—No, gracias.

Doce minutos más tarde aparecieron por la puerta tres hombres ocultos bajo la largura de un abrigo negro y un sombrero hortera. Les reconocimos enseguida, siempre visten igual.

—Buenas noches, señores —McKoy, haciéndose el gracioso —, venimos a amenizar la velada —el de rostro marcado por cicatrices y un ojo de cada color, acudió a la cita acompañado de sus dos inseparables camaradas.

Recibió caras serias, clara señal de que no estábamos para gilipolleces. Franklin se quedó de pie junto a la puerta, con lo que quiso decir que "no estaba el horno para bollos" y la cerró.

—Llegas tarde.

Es metódico, frío y astuto; por lo que, aunque no reciba órdenes con agrado, rara vez pierde los estribos. Ocho años dan para mucho, sabe que si pretende que nos llevemos bien debe cumplir con ciertas pautas, y hacerme perder el tiempo no figura entre ellas. Tal vez por eso dibujó una amplia sonrisa.

—Tuvimos un pequeño desacuerdo con Evans —comentó jocoso, mientras se deshacía de su abrigo —, está perdiendo la cabeza.

Sus dos acompañantes le rieron la gracia. Sé que es un hombre complicado, por lo que pudo referirse a cualquier cosa. No me importó lo más mínimo, pero sí me molestó tener a Evans hasta en la sopa últimamente. Sus característicos zapatos de charol avanzaron hasta que llegó frente a mí, y se tiró a uno de los sillones tapizados como si estuviera en su casa.

—¿Así es cómo tratas a tus invitados?

Alcé la vista. Un gesto y Oliver asintió —en el fondo a regañadientes—, pero le serviría lo que quería.

McKoy retiró el sombrero de su cabeza y lo dejó a un lado de la mesa.

Las cicatrices de su rostro.

Corría el rumor de que cuando era pequeño faltó poco para que su tía abuela le matara a palos intentando encauzarlo después de haberle responsabilizado de la muerte de su propia madre, quien murió en el parto. Y como el chico se resistía, utilizó el filo de un plástico afilado para que al menos lo recordara para siempre. Otros cuentan que su hermanito amaneció un día con la mujer de McKoy en la misma cama, lo que les llevó a una confrontación de las gordas. Cada uno cree lo que quiere creer. Lo cierto es que nadie les ha vuelto a ver. Ni a la vieja, ni al hermano; tampoco a la mujer.

Ahora tiene cincuenta y tantos, y el cuerpo como una bombona de incendios. Todavía levanta ciento diez kilos de peso muerto, un día sí y otro no. Por lo que tiene el cuello de un toro y los hombros de un buey. Además se permite el lujo de dar lecciones a los más jóvenes. Sus "pupilos" como él les llama, dice que llegarán muy lejos.

El acompañante de pelo negro repeinado hacia atrás, se sentó a su derecha y prendió un puro. Es más italiano que la salsa carbonara, pero casi nunca abre la boca. Es un sicario profesional, de los que apuntan a kilómetros de distancia, por lo que tampoco le hace falta. Trabaja desde hace años a tiempo completo para McKoy, cubre sus espaldas y se encarga de hacerle los trabajos más sucios. Como si a este le hiciera falta.

El tercero en discordia, a su izquierda. Un hombre de pelo blanco, cara ancha y hocico de hurón. Es su consejero, el que vela por los intereses de Mckoy. Por eso le acompaña siempre. Cuando me estrechó la mano, pude ver una pistola 35 —una de esas semiautomáticas de nueve milímetros —, que llevaba en la zona baja del costado. El viejo, gordo y amargado se sentó en el sillón en cuanto lo hizo su jefe. Es como un perro faldero.

El sonido de la copa de cristal cayó sobre la mesa, después el vaso se llenó de Whisky.

—Y bien, ¿de qué se trata?

Para algunos no hay nada más que hacer cuando ya tienes los bolsillos llenos, salvo beber y ver cómo te llueven las mujeres. Otros, como McKoy, parecen ser los creadores del infierno. Por eso ladeó la comisura de sus labios.

—El ambiente está tenso y no quiero sorpresas.

—Tú dirás.

—Ya sabes cómo es Evans. Esta mañana estuvo en la oficina haciendo el paripé durante hora y media en un interrogatorio, como de costumbre. Es un tío listo. Primero se asegura de que su testigo diga lo que debe, y después le deja irse a casa de rositas para que continúe colaborando con él. Así de fácil. Los delitos desaparecen como si fuera un jodido truco de magia. Por eso mira al resto como si fuesen unos completos imbéciles de tres pares de cojones. Cómo para darse cuenta, cuando es el mismísimo inspector jefe de la científica en persona quien está eliminando pruebas.

—No fastidies, McKoy, ¿has venido hasta aquí para hablar de Evans?

Él lo negó pausadamente y tomó un trago. Después devolvió el vaso a la mesa.

—Tantos años batallando, me han enseñado una cosa, León. Todo el mundo tiene un secreto que nadie quiere que se descubra. Por eso hay varias organizaciones detrás de Evans, claro está que les ha mandado a hacer fila para que se la chupen.

—¿Y quieres que él te deba un favor para solventar tus errores? —McKoy había perdido el único tornillo que le quedaba.

—Es algo más complicado que eso, pero sí, puede resumirse así.

—¿Y dónde entro yo en eso?

—Queremos joderle desde dentro. Ya lo hemos intentado con su hijita. Esa belleza tiene las tetas pequeñas, pero seguro que se dejaría dar por el culo. El problema es que el cabrito tiene a un madero al que le paga para que sea su sombra.

Noté cierto ardor por mis tripas que me llegó hasta los puños. No sé por qué en ese momento me sentí agradecido por las acciones de Julliam, tampoco entendí que quisiera terminar el trabajo de la tía abuela de McKoy. Un estúpido beso no significa una mierda.

El de las cicatrices tomó la copa y dio un largo trago.

—Por eso debemos probar que estamos de su parte. Ya sabes lo que dicen, "si no puedes con tu enemigo, únete a él"—dejó el vaso sobre la mesa —.Verás, hace mucho tiempo que Evans pretende dar el salto a la política y eso implica mover muchos hilos. No necesita ingresos, pero sí nuevos contactos que lo catapulten a la cima de la gloria. Según él, ese hombre es Kolin —el capo ruso—. Por toda esa implicación política con su país de origen. Sin embargo sabe que este no se prestará fácilmente.

—¿Y qué pretende el lunático ese, que le sirvas el negocio de Kolin en bandeja envuelto en un lacito?

—Es posible...

—¡No jodas, McKoy! ¿Acaso queréis adelantar la Navidad un poco este año y habéis decidido que hoy sea el día de los Santos Inocentes? —Vynce llevaba razón, debía tratarse de una puta broma.

Otra sonrisita.

—La madre que te parió, McKoy.

—Antes de venir hasta mí, sabías mi respuesta.

El de la cara llena de cicatrices, volvió a coger el vaso de alcohol y se acomodó aún más al asiento.

—Rechazar la oferta sería un error, también para ti —un largo sorbo y dejó la copa—. Dicen que Kolin intentó pasarte por la retaguardia. Ya sabes cómo funciona esto. En nuestro mundo, no hay deuda que no se devuelva y lo más justo es que pague por sus errores. Si te compensa por ello, ganaremos todos.

—Eso no pasará. Kolin tiraría al mar toda su mercancía antes de colaborar con esa bazofia. Y yo también. Si seguís adelante, os lloverá demasiada mierda por eso.

—Piénsalo, León.

Una negativa es suficiente como para entender el mensaje, y este ya llevaba un buen rato calentándome los cojones.

—A ver si eres capaz de repetir eso con la boca llena de tierra. No pienso meter a la familia en esto, McKoy. 

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