Entré en la biblioteca de la universidad, el olor familiar de los libros viejos y el polvo llenando mis fosas nasales mientras me dirigía a una de las mesas vacías. Miguel me seguía de cerca, su presencia era reconfortante en medio de la tensión persistente que flotaba en el aire entre nosotros.
Mientras nos acomodábamos en nuestros asientos, no podía deshacerme de la sensación de malestar que me carcomía la boca del estómago. Los acontecimientos de la noche anterior se repetían en mi mente como un disco rayado, con el recuerdo de las acusaciones de Andrea y la mirada hiriente de Hugo aún fresco en mi memoria.
Y entonces, justo cuando empezaba a relajarme en la tranquila soledad de la biblioteca, sentí una presencia que se cernía sobre mí. Levanté la vista y vi que Hugo se acercaba, con expresión cautelosa e ilegible, mientras tomaba asiento en la mesa frente a la nuestra.
Nuestras miradas se cruzaron a través de la mesa y, en ese momento, me invadió un torrente de emociones. Culpa, por el dolor que le había causado con mi supuesta traición. Ira, contra Andrea por difundir mentiras y crear problemas donde no los había. Y debajo de todo eso, un destello de algo más, algo que no podía nombrar pero que latía con una intensidad innegable.
Hugo me miró durante un largo rato, sus ojos buscaban en los míos respuestas que yo no estaba segura de tener. Quería acercarme a él, decirle que todo lo que Andrea había dicho era mentira, que mis sentimientos por él eran reales y verdaderos. Pero las palabras se me atascaron en la garganta, sofocadas por el peso de mis propias inseguridades y miedos.
En lugar de eso, le ofrecí una pequeña y tentativa sonrisa, esperando que fuera suficiente para transmitir la multitud de emociones que se arremolinaban en mi interior. Sin embargo, Hugo no me la devolvió. En cambio, me envió una mirada vacía, de esas que no sabes qué es lo que está pensando la otra persona. Y eso es lo que ocurría. No tenía ni idea de en qué punto estaba mi relación con Hugo.
Al ver cómo se desataba la ira de Hugo en sus ojos, se me hizo un nudo en el estómago, mezcla de confusión y dolor. ¿Cómo podía pensar algo así? La mera idea de que Miguel y yo compartiéramos un beso me parecía ridícula, casi irrisoria, pero la intensidad en los ojos de Hugo era inconfundible.
Su suposición reveló una grieta en nuestra amistad, una grieta de la que no me había dado cuenta hasta que amenazó con abrirse de par en par. Quise tenderle la mano, explicarle, hacerle comprender que entre Miguel y yo no había nada más allá de la amistad. Pero su mandíbula apretada y su ceño fruncido me lo impidieron, como una barrera de acusación silenciosa.
En ese momento, sentí una punzada de tristeza, no sólo por su incomprensión, sino por la fragilidad de nuestro vínculo. ¿Había pasado por alto las señales de su inseguridad? ¿Había contribuido a ello sin saberlo? Estas preguntas se agolpaban en mi mente, ensombreciendo la calidez de nuestra relación. Si es que había una.
Cuando Hugo desvió la mirada, con los hombros tensos por la frustración, no pude evitar desear una oportunidad para arreglar las cosas, para reparar la brecha antes de que se ensanchara sin remedio. Pero, por el momento, lo único que podía hacer era verle alejarse emocionalmente de mí, esperando que el tiempo y la paciencia nos volvieran a unir.
—Aurora —la voz de Miguel me sacó del trance en el que estaba—. ¿Estás bien?
—¿Qué? —pregunté antes de sacudir la cabeza—. Sí, sí, estoy bien.
—¿Segura? Haces mala cara.
Una chica nos mandó a callar, por lo que obedecimos y nos sumergimos de nuevo en nuestros apuntes. Le hice un gesto con la cabeza, para salir de la biblioteca. Torpemente me levanté de la silla, notando la pesada mirada de Hugo sobre mí. Observé cómo nos seguía con la mirada hasta que desaparecimos por la puerta. Si la otra noche no le había dado motivos suficientes para desconfiar de mí, esta vez sí.
—¿Qué ocurre? ¿Es por lo de anoche?
Asentí con la cabeza, con la mirada gacha.
—¿No has podido hablar con Hugo todavía?
—No —negué—. Pero, de todas formas, ¿qué iba a decirle? La única explicación que puedo darle para que me crea es que eres... gay —susurré, mirando a mi alrededor, temiendo que alguien me oyera.
Miguel se tensó ante mis palabras y negó reiteradamente con la cabeza, casi suplicándome con la mirada porque no lo hiciera.
—No lo haré, tranquilo —le aseguré sacudiendo las manos en el aire—. Por eso mismo, no sabría qué decirle.
—¿Y por qué no le cuentas la verdad?
Le miré sorprendida.
—No la mía —aclaró—. La tuya, tus sentimientos por él.
—No, no podría —contesté rápidamente.
—¿Por qué no?
—¿Y si me rechaza? —pregunté, un nudo formándose en mi garganta solo de pensar en ese posibilidad.
—Pero te ha dicho varias veces que quiere besarte, ¿no?
—Sí, pero eso no significa que le guste.
—¿Qué significa entonces? —alzó una ceja.
—Pues que quiere besarme, punto.
—¿Alberto? ¿Estoy hablando contigo? —bromeó.
—Hablando de Alberto, ¿tú y él qué, eh? —le codeé, subiendo y bajando las cejas.
—Él y yo nada, estoy comprometido, ¿recuerdas? —rodó los ojos, elevando la mano y enseñándome el anillo en su dedo anular—. Además, ¿cómo sabes que le gustan los chicos?
—Cómo no lo sé, querrás decir —reí, pasándome una mano por el pelo, desenredándolo—. Es más que obvio.
—¿Obvio? —preguntó arrugando las cejas con confusión.
—Por cómo te miró la vez que os presenté —expliqué—. Que, por cierto, ya os conocíais de antes, ¿no?
Él asintió—. Nos conocimos la noche que me anunciaron mi propio compromiso.
—Qué romántico, un amor prohibido.
—Trágico, más bien —esbozó una sonrisa triste—. Nunca vamos a poder ser.
—Lo siento mucho, Miguel —lo miré con lástima, sabiendo que odiaba esa mirada, y me acerqué a él, agarrando sus manos—. Tienes que hablar con tus padres ya.
—No es tan fácil, ya lo sabes. Si se lo digo me quedaré solo.
—Eso no es cierto. Tienes a Lucía, a Alberto y a mí.
—Sí, porque a Hugo no, ¿no? —bromeó—. Creo que me odia.
—Créeme, no sé a quién de los dos odia más ahora mismo —apoyándome en una de las puertas de la biblioteca, solté un suspiro que salió de los más profundo de mi obsesa preocupación.
—Es imposible que a ti te odie.
—¿Por qué?
—¡Porque le gustas! —exclamó.
Le dirigí una mirada dura—. No empieces.
—A veces me pregunto si tu ceguera es reversible, porque vaya maldición, amiga —me dio un leve empujón con el hombro, riendo.
—Oh, cállate.
Cuando abrí las pesadas puertas de madera de la biblioteca, el aroma familiar de los libros viejos y los susurros me envolvió como un abrazo reconfortante. Llevaba semanas evitando este lugar, pero hoy, el peso de las tareas pendientes y los plazos inminentes me obligaron a buscar consuelo entre las hileras de estanterías.
Mientras me abría paso por el laberinto de estanterías, mis ojos escudriñaban la habitación en busca de nuestra mesa. Fue entonces cuando los vi: Hugo y Sandra, sentados juntos en una mesa cerca de la ventana.
Se me encogió el corazón al verlos. No era la primera vez que los veía juntos, pero cada vez era como si se reabriera una nueva herida. Hugo, con su pelo alborotado y su sonrisa relajada, parecía completamente absorto en lo que Sandra estuviera diciendo. Y allí estaba ella, con la mano suavemente apoyada en la mesa, la palma hacia arriba, mientras los dedos de Hugo trazaban perezosos círculos sobre su piel.
Sentí una oleada de ira y celos burbujeando en mi interior, amenazando con desbordarse. ¿Cómo podía ser tan ajeno a mis sentimientos? ¿No se daba cuenta de cuánto daño me hacía con sus coqueteos y sus gestos descuidados?
Me entraron ganas de dar media vuelta y salir de la biblioteca para escapar de su presencia. Pero algo me retenía: una curiosidad morbosa, tal vez, o un deseo masoquista de torturarme aún más.
Así que di un vacilante paso adelante, sin apartar los ojos de la escena que tenía ante mí. Y a medida que me acercaba, pude oír sus risas mezcladas con el susurro de las páginas y el suave murmullo de las conversaciones a nuestro alrededor.
Por un momento, pensé en enfrentarme a él, en dejar que mis emociones reprimidas se desbordaran en un torrente de acusaciones y lágrimas. Pero entonces me acordé de la humillación y la vergüenza que me habían atenazado la última vez que intenté intervenir.
Así que me tragué mi orgullo y me obligué a mirar hacia otro lado, a enterrar mis sentimientos en lo más profundo, donde nadie pudiera verlos. Y con una última mirada a Hugo y Sandra, me retiré a mi mesa, que se encontraba enfrente de la suya, intentando ahogar mis penas en el libro de Histología.
Mientras fingía concentrarme en el libro de texto que tenía delante, no pude evitar oír la suave voz de Hugo. Sus palabras estaban llenas de encanto mientras flirteaba sin esfuerzo con Sandra, y su risa me provocó una punzada de celos. Pude sentir sus ojos clavados en mí, aunque mantuve la mirada fija en mi libro.
—Hugo, para de distraerme —rió Sandra, con voz suave y juguetona, un sonido chirriante que me crispó los nervios.
Él respondió con una risita, en un tono bajo y seductor—. No puedo evitarlo cuando estás aquí sentada tan guapa.
Agarré con fuerza el libro, sintiendo una gran frustración mientras escuchaba su coqueteo. ¿Cómo podía Hugo ser tan descarado, coqueteando abiertamente con Sandra delante de mí? Pero entonces, cuando me disponía a ahogar sus voces y refugiarme en mis propios pensamientos, las palabras de Hugo me detuvieron en seco.
—¿Sabes? —murmuró, su voz repentinamente seria—. No puedo dejar de pensar en la noche de la fiesta.
El corazón me dio un vuelco cuando los recuerdos de aquella fatídica noche inundaron mi mente: la habitación en penumbra, la música palpitante y mis lágrimas bajando por las mejillas al verlos flirtear como lo estaban haciendo ahora.
La voz de Sandra era ahora más suave, teñida de incertidumbre—. Fue inesperado, pero... No puedo decir que no lo disfrutara.
—Lo volvería a repetir aquí mismo.
Sus palabras me revolvieron el estómago, al darme cuenta de que yo no había sido más que un juego para Hugo.
Incapaz de soportarlo por más tiempo, empujé hacia atrás mi silla y me levanté, mis pasos resonando con fuerza en la silenciosa biblioteca. Ignorando las miradas curiosas de otros estudiantes y los llamados de Miguel, me dirigí hacia donde estaban sentados, con el corazón latiéndome con fuerza en el pecho.
—Hugo —le llamé, con la voz ligeramente temblorosa—, ¿podemos hablar?
Hugo me miró, su expresión era indescifrable.
—Claro, Aurora —dijo, su tono casual—. Pero lo que tengas que decir, puedes decirlo aquí mismo.
Apreté los dientes, obligándome a mantener la compostura delante de ellos—. Bien —dije, con la voz tensa por la emoción reprimida—. Necesito saber a qué atenerme. Después de lo que pasó en el banquete, no puedo quitarme la sensación de que hay algo sin resolver
—¿Sin resolver? ¿Te refieres a la parte en la que Andrea os pilló a Miguel y a ti a punto de besaros? —sonrió sarcásticamente.
Mis ojos se abrieron de par en par con incredulidad—. Eso no es lo que pasó. Andrea te mintió, Hugo.
Hugo levantó una ceja, escéptico.
—Oh, claro, Aurora. Échale la culpa de todo a la pobre Andrea.
"La pobre Andrea" no es exactamente cómo la definiría yo en estos momentos.
—¿Por qué tienes que ser así, Hugo? —pregunté frustrada—. ¿No ves que estoy intentando tener una conversación seria contigo?
Hugo se rió de forma burlona—. ¿Una conversación seria? Por favor. Tú eres la que siempre está con jueguecitos, Aurora. Yo solo intento seguirte el ritmo.
—Vaya, qué reencuentro tan conmovedor —intervino Sandra, con un tono cargado de ironía—. Me alegro mucho de haber podido presenciar este intercambio tan reconfortante.
Le lancé una mirada fulminante—. No te metas, Sandra. Esto no es asunto tuyo.
—Oh, pero sí es asunto suyo, Aurora —me interrumpió Hugo—. Al fin y al cabo, es a ella a quien debería besar en los banquetes, ¿no?
—¡Ya basta, Hugo! —exclamé enfadada, ganándome las miradas expectantes de las personas a nuestro alrededor—. No voy a quedarme aquí escuchando cómo me menosprecias de esta manera.
Hugo se encogió de hombros con indiferencia—. Como quieras. Ya sabes dónde encontrarme cuando estés lista para madurar y dejar de jugar a estos juegos infantiles.
—¿Madurar yo? —espeté—. Yo no soy la que finge coquetear con alguien para poner celosa a otra persona porque soy demasiado cobarde para enfrentarme a mis sentimientos.
Entonces, giré sobre mis talones, alejándome furiosa, con el corazón encogido por la decepción y el dolor. Observé cómo Miguel se levantaba para intentar consolarme, pero negué con la cabeza. Necesitaba estar sola.
Mientras me alejaba de la biblioteca, mi corazón se sentía oprimido por una mezcla de frustración, dolor e indignación. Había acudido a él con la esperanza de resolver aquel malentendido, sólo para encontrarme con un sarcasmo y desdén que nunca esperé que fuera dirigido a mí. El encuentro me dejó en carne viva y vulnerable, como si hubieran derribado sin piedad todos los muros cuidadosamente construidos alrededor de mi corazón.
No podía deshacerme del persistente escozor de sus palabras, cada una de ellas una daga dirigida directamente a mi orgullo ya malherido. Sus acusaciones y burlas resonaban en mi mente, mofándose de mí con su crueldad e indiferencia.
Y Sandra... sus petulantes interjecciones no hacían más que añadir sal a la herida, un recordatorio de la brecha que nos separaba y que parecía agrandarse cada día que pasaba. Estaba claro que se deleitaba con nuestro conflicto, disfrutando de la oportunidad de socavarme y afirmar su dominio sobre los afectos de Hugo.
Pero bajo la ira y el resentimiento, había una emoción más profunda e inquietante que me carcomía: la duda. Dudaba de mí misma, de mi valía y de la posibilidad de encontrar alguna vez una solución con Hugo. ¿Había sido tonta al esperar algo más? ¿Estaba destinada a ser para siempre objeto de su desprecio e indiferencia?
No lo sabía, y no estaba lista para averiguarlo.
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