Capítulo ocho
Todavía no había hablado con Hugo, pero me encontraba en su casa.
O sea, no en su apartamento, en la casa de sus padres. Donde vivía Alberto.
Bueno, todavía seguía en la puerta, decidiéndome si llamar al timbre o volver sobre mis pasos y darle una pobre excusa a Alberto.
Por un lado, anhelaba la posibilidad de ver a Hugo, de mirarlo a los ojos y confesarle lo que sentía sobre la situación. Había pasado días enteros pensando en él, deseando estar cerca de él y sentir la calidez reconfortante de su presencia. Pero por otro lado, la imagen del beso con Sandra seguía atormentándome, como una sombra oscura.
Sabía que no podría enfrentar a Hugo sin enfrentarme también a mis propios sentimientos. El dolor y la confusión que todavía sentía me mantenían atrapada en un estado emocional abrumador, y no estaba segura de si alguna vez podría superar lo que había sucedido entre Sandra y Hugo.
Con un suspiro pesado, coloqué mi tembloroso dedo índice en el timbre y toqué, sintiendo mi corazón en la boca. Pocos segundos después se abrió la puerta y detrás de ella apareció una mujer extremadamente parecida a Hugo. Era su madre.
Abrí la boca queriendo decir algo, pero las palabras se quedaron atoradas en mi garganta. ¿Por qué siempre me ocurría lo mismo? ¿Por qué no podía relacionarme con los demás de una forma normal?
―¡Hola! ―dijo con una sonrisa, colgando el trapo con el que se había secado las manos en el hombro.
―Hola, vengo a estudiar con Alberto.
―Debes ser Aurora, entonces ―la madre se acercó a mí y me dio un abrazo rápido.
«Ya sé de dónde saca Hugo su fogosidad», pensé.
―Pasa, pasa ―se hizo a un lado―. Soy Inma.
―Encantada ―sonreí.
La casa parecía sacada de un cuento de hadas, con su fachada de ladrillo envejecido y enredaderas de hiedra trepando por las paredes. Al abrir la pesada puerta de madera, un suave tintineo de campanillas recibía a los visitantes, anunciando la llegada a un lugar especial. Al entrar, un cálido abrazo de aromas envolvía los sentidos. El aire estaba impregnado con la fragancia dulce de las flores frescas que adornaban cada rincón, desde las elegantes rosas hasta las modestas margaritas, creando un festín para los sentidos. Los colores brillantes de las flores contrastaban con la paleta de tonos suaves que decoraban las paredes, creando una atmósfera de serenidad y armonía.
—Tenéis una casa preciosa.
—Muchísimas gracias, cariño —agradeció Inma, haciéndome un ademán para que la siguiera hasta el salón―. Aunque supongo que la tuya será muchísimo mejor.
Me removí incómoda en mi sitio al ver cómo observaba el bolso de Guess que me había comprado mi madre hacía un mes.
En el centro de la sala de estar, un cómodo sofá de terciopelo invitaba a relajarse y sumergirse en la lectura, mientras una chimenea crepitaba suavemente en las noches frías, esparciendo un calor reconfortante por todo el ambiente. Al lado, una mesa de madera maciza estaba adornada con tazas de té y pequeños botes de mermelada casera, listos para recibir a los invitados con una cálida hospitalidad.
En cada esquina, montones de libros se apilaban en estanterías de madera tallada, sus lomos desgastados y sus páginas amarillentas testigos del paso del tiempo y del amor por la lectura. Desde clásicos atemporales hasta obras de ficción contemporánea, cada libro era una ventana a un mundo de aventuras y fantasías esperando ser descubierto.
―Créame que no ―susurré.
Inma cogió su móvil que estaba encima de la mesa de centro y escribió algo en él, para después invitarme a sentarme en el sofá.
Me hundí en el suave abrazo del sofá, sintiendo cómo cada fibra acogedora envolvía mi cuerpo con una calidez reconfortante. Era como si el mueble me hubiera estado esperando todo este tiempo, ofreciéndome un refugio seguro en medio del ajetreo del mundo exterior. Con un suspiro de satisfacción, me dejé llevar por la sensación de tranquilidad y confort que inundaba mi ser, saboreando cada momento de esa bienvenida tan necesaria mientras esperaba a Alberto.
―Hola, perdón por tardar ―como si hubiera escuchado mis pensamientos, el rizado apareció bajando por las escaleras de madera―. ¿Podemos estudiar aquí, mamá?
―Claro, cariño ―gritó su madre desde la cocina―. Poneos cómodos. Dile a Aurora que está en su casa.
―Aurora, estás en tu casa ―repitió Alberto―. Aunque no entiendo por qué, porque no es tu casa.
―Creo que es un decir ―reí.
―Mira que son raros.
Reí ante su confusión y empecé a sacar el libro y el cuaderno de histología humana.
―¿Por dónde quieres que empecemos?
―Mmm... por el tejido muscular ―señalé con el boli la página 117.
―Bien, el tejido muscular es básicamente un tipo de tejido conectivo especializado que se compone principalmente de células contráctiles llamadas fibras musculares. Estas fibras musculares están diseñadas para contraerse y generar fuerza, lo que permite que el cuerpo se mueva y realice funciones vitales como la respiración, la digestión y el bombeo de sangre ―explicó―. ¿Quieres que hagamos un esquema? A mí me ayuda.
Asentí, sacando mi estuche y abriendo mi cuaderno, poniéndolo en forma horizontal y escribiendo en grande "Tejido muscular".
―Yo te explico y tú vas escribiendo las palabras claves, ¿vale? ―sugirió. Volví a asentir―. Existen tres tipos de principales de tejido muscular: el esquelético, el liso y el cardíaco.
La habitación estaba iluminada por la tenue luz de la lámpara de escritorio, creando un ambiente acogedor y concentrado que nos envolvía mientras nos sumergíamos en el estudio.
Con paciencia y dedicación, Alberto me explicaba cada concepto con claridad, utilizando ejemplos y analogías que facilitaban mi comprensión. Juntos, repasamos cada tejido, cada célula, sumergiéndonos en el fascinante mundo de la estructura y función del cuerpo humano. Algo que nunca me había interesado, pero que empezó a hacerlo gracias a Alberto.
A medida que avanzaban las horas, me sorprendía de lo rápido que pasaba el tiempo. A pesar del agotamiento físico que comenzaba a sentir, mi mente estaba más despierta que nunca, absorbiendo cada palabra de Alberto con avidez.
―Chicos, siento interrumpiros ―Inma salió de la cocina con una bandeja―. Pero os he hecho unas cuantas galletas de avena.
―Muchísimas gracias.
―¿Te vas a quedar a cenar, Aurora? ―preguntó.
Me sorprendí ante tal propuesta. Miré a Alberto en busca de confirmación, pero él no pareció entender mi mirada. Entonces recordé las dificultades que tenía y decidí aceptar la oferta de Inma.
―Perfecto ―exclamó―. ¿Te gusta la lasaña?
―Sí.
Sonreí, hacía tiempo que alguien que no fuera una asistenta cocinaba para mí.
―Genial, hoy tu padre no viene a cenar, así que en unos minutos empezaré a hacerlo mientras esperamos a Sofía y a Hugo.
―¿Hugo?
―¿No te lo había dicho? ―Alberto ironizó. Le fulminé con la mirada.
Quise salir corriendo en ese momento, ¿cómo me había podido ocultar Alberto que Hugo vendría? Esperé a que su madre se fuera para girarme hacia él.
―Eso ha sido una puñalada trapera.
―¿Lo siento?
―Sabes que no estoy lista para verlo.
Entonces sonó el timbre. Ambos giramos nuestras cabezas antes de volver a mirarnos.
―Pues vas a tener que estarlo.
―No.
Me levanté del sofá y aparté la mano de Alberto de un manotazo cuando intentó detenerme, pero fui más rápida y me escabullí hasta la cocina. El aroma tentador del asado a medio hacer llenaba el aire, mientras una tetera de porcelana silbaba alegremente en la estufa. Los muebles de estilo rústico y los azulejos pintados a mano añadían un toque de encanto antiguo a la habitación, creando un ambiente acogedor y hogareño.
Inma me miró un poco extrañada, pero pasó de largo en dirección al recibidor. Cuando escuché la voz de Hugo quise que la tierra me tragara y me escupiera en la otra punta del país. Oyendo varias pisadas acercarse a la cocina me di media vuelta y me encontré con el rostro confuso de Hugo, mirándome como si no pudiera creerse que yo estuviera ahí.
―¿Aurora? ¿Qué...? ―balbuceó―. ¿Qué haces aquí?
―No lo sé.
―Alberto y ella han estado estudiando toda la tarde ―Inma juntó sus manos entusiasmada―. Así que venga, pon tú la mesa que ellos han trabajado mucho.
―No es necesario, yo puedo ayudar ―intervine, no quería sentirme una carga para esa bonita familia.
―Está bien, cariño ―aceptó―. Hugo, dile dónde están los platos.
―Cla... claro.
Hugo sacó los platos y los cubiertos del cajón y los dejó en la mesa. Inclinándome para coger las cucharas, nuestras manos se rozaron, haciéndome sentir una chispa de electricidad recorrer mi brazo desde los dedos que habían tocado los suyos hasta el pecho. El suave resplandor de la luz de la cocina iluminaba su rostro, resaltando sus rasgos y añadiendo un brillo especial a sus ojos.
Me aclaré la garganta y empecé a colocar los cubiertos, mientras él me imitaba con los platos. Cada gesto era cuidadoso y deliberado, como si estuviéramos siguiendo una danza ensayada en la que cada movimiento estaba perfectamente sincronizado.
El vals de nuestros movimientos llenaba la habitación con una energía etérea, como si estuviéramos flotando en las nubes en lugar de estar parados sobre el suelo de la cocina. Nuestros cuerpos se movían con una elegancia natural, girando y girando en perfecta sincronía, como si estuviéramos destinados a bailar juntos por toda la eternidad.
Cada gesto era un susurro suave en el aire, cada roce una caricia fugaz que enviaba escalofríos de placer a través de mi cuerpo. Nuestras miradas se encontraban y se perdían en un mar de emociones, reflejando el desconocido deseo que ardía en lo más profundo de mi corazón.
Mientras preparábamos la mesa para la cena, parecíamos estar creando algo más que solo un banquete para cinco. Estábamos tejiendo juntos un tapiz de complicidad, con cada movimiento y cada gesto hablando más alto que las palabras.
El aroma de la comida cocinándose llenaba la habitación, mezclándose con la música suave que fluía en el fondo. Era como si estuviéramos bailando al ritmo de nuestra propia melodía, creando una sinfonía de conexión que llenaba el aire a nuestro alrededor.
Acabamos de colocar la mesa con la respiración acelerada. Sabía que yo no era la única que lo había sentido. Como si nuestros corazones estuvieran hechos el uno para el otro. Pero eso era algo que no me atrevía a decir en voz alta. Porque tal vez me equivocaba. Y no me gustaba equivocarme.
Habíamos estado tan sumidos en nuestro inexistente baile improvisado que no nos habíamos dado cuenta de que había sonado el timbre y su hermana pequeña estaba sentada en la encimera comiendo nueces.
―Bueno, chicos, cuando queráis me presentáis a esta chica.
―Sofía... ―su madre la riñó, sacándole una sonrisa traviesa.
―¡Hola! Soy Sofía ―se presentó―. Y heredé la belleza de la familia.
Solté una pequeña risa nasal, observando las caras de fastidio de Alberto y Hugo. Sofía se parecía físicamente a Alberto, pero su personalidad era clavada a la de Hugo. Atrevida y extravertida.
―Chicos, necesito ayuda con la salsa ―suplicó Inma.
―No contéis conmigo ―dijo Alberto, adelantándonos a todos y sentándose en la mesa.
―Mamá, te recuerdo que siempre podemos pedir pizza.
―Sofía, ¡confía en mis habilidades culinarias! ―exigió, dándole una palmada en el trasero con el trapo, haciéndola reír―. Es que normalmente es su padre quien cocina ―me susurró. Asentí.
Hugo y Sofía empezaron a preparar la salsa mientras Alberto les leía la receta en voz alta para que la siguieran paso a paso.
―¡Vamos, chicos, no dejéis que la salsa os gane! ―exclamó―. Necesitamos más tomates por aquí.
―¡Aquí va otro sacrificado por la causa! ―Hugo tomó un tomate haciendo una mueca dramática―. ¿Estáis listos para ser convertidos en deliciosa salsa?
―Ten cuidado, Hugo ―Sofía fingió preocupación por su hermano―. No me apetece encontrarme un dedo en la salsa.
―Le vas a robar el puesto de quisquilloso a Alberto.
―Ni se te ocurra, Sofía ―advirtió este.
Observaba la escena con una sonrisa amable, pero en lo más profundo de mí, una sensación de envidia me envolvía. La calidez que emanaba esa familia era palpable: risas compartidas, gestos cariñosos y un ambiente de complicidad que irradiaba felicidad.
A pesar de que disfrutaba de su acogedora compañía, una sensación de tristeza me invadió al recordar a mi familia. Mi casa nunca se sintió como un hogar; en cambio, estaba plagada de conflictos, resentimientos y distancias emocionales. Los momentos compartidos eran escasos y cargados de tensión, y la palabra "familia" evocaba más dolor que alegría en mi corazón.
―Ya está.
Hugo agarró un poco de salsa con la cuchara y se acercó a mí, con la mano debajo de la cuchara para que no cayera nada al suelo. Me tensé al instante en el que sus ojos se posaron en mí. Le miré confundida mientras él acercaba la cuchara a mi boca.
―Pruébala y dime si necesito agregar más sal o... dedos.
Reí, haciéndole sonreír de lado, y procedí a abrir la boca y probar la deliciosa salsa. Una vez la degusté, Hugo subió su pulgar a mis labios, limpiándome la comisura de estos en un gesto totalmente inesperado. Nos quedamos mirando a los ojos por unos segundos, mientras todo a nuestro alrededor se desvanecía. Estaba convencida que no era la única que había sentido ese tacto electrizante cuando su dedo tocó mi piel. Cuando volvimos a la realidad, los demás acababan de cocinar la lasaña.
Nos sentamos a cenar cuando por fin estaba lista. Tenía a Alberto enfrente y a Hugo a mi lado. Qué casualidad, nótese la ironía. Todavía no había hablado con Hugo y tampoco pretendía hacerlo. Era consciente de lo dramática e injusta que estaba siendo, pero cada vez que le miraba veía su beso con Sandra y eso hacía que sintiera como si le hubieran dado una patada a mi corazón.
―Cuéntanos, Aurora, ¿cómo es tu familia? ―preguntó Inma, haciendo que me tensara―. Seguro que mucho menos desastrosa que la nuestra.
Desde luego menos unida, pensé.
―Solo somos mis padres y yo ―dije―. Bueno, y Dorina. Es como si fuera mi segunda madre.
O más bien, la única.
―Mis padres son muy divertidos y cariñosos ―mentí.
Notaba la intensa mirada de Hugo sobre mí. Él sabía que estaba mintiendo, pero, por algún motivo, no lo desmintió. Cosa que agradecí.
―¿Y cómo fue que conociste a Hugo?
Sofía soltó una carcajada.
―La pregunta del millón.
―Emm... pues... ―titubeé redirigiendo mi mirada de Inma a Hugo una y otra vez―. Le conocí el día que llegó al edificio en el que vivimos y le acompañé a su apartamento.
―¿Allí también pone la música a tope? ―le picó Sofía, recibiendo un codazo juguetón de Hugo.
Reí asintiendo con la cabeza.
―A menudo.
―Veo que sigues siendo un plasta allá donde vayas.
―Y tú una pesada ―contraatacó Hugo bromeando.
―La lasaña está buenísima, Inma ―dije―. Muchas gracias por invitarme.
―Gracias a ti por quedarte, cariño ―me sonrió de forma cálida―. Y por dejarme conocer por fin a una amiga de Alberto.
―Mamá... ―replicó este.
―Vale, vale, perdón ―se disculpó riendo―. Tus padres deben estar muy orgullosos de ti, medicina es difícil, y más en vuestra universidad.
Sentí mi corazón hundirse en mi pecho ante aquellas palabras. La mano de Hugo se posó en mi muslo en modo de apoyo. Me sobresalté haciendo que las miradas de todos cayeran sobre mí. Carraspeé y me levanté de la silla.
―Tengo que ir al baño, permiso.
Me fui corriendo al de la primera planta, al baño que había ido hacía dos horas, y me encerré allí.
Me miré al espejo, agarrándome del lavabo y soltando un suspiro. Intenté hacer varias respiraciones, pero escuchar la voz de Hugo me impidió realizarlas. Después de cinco minutos caminando en círculos, decidí finalmente ser valiente y salir a encarar la situación.
Abrí la puerta y me encontré con el rostro de Hugo detrás de ella. De pronto, me empujó dentro con su mano en mi hombro y entró al baño, cerrando la puerta detrás de él.
―¿Qué haces?
―Tenemos que hablar.
―¿Y tiene que ser en el baño?
―Parece ser que sí, no voy a arriesgarme a que te escapes otra vez ―susurró, con su rostro a centímetros del mío―. Hace dos semanas que no te veo.
―Esa era la idea ―murmuré, bajando la mirada.
―¿Por qué? ¿Ha pasado algo? ¿He hecho algo? ―corrigió, con un ligero tono de preocupación.
Y entonces todo lo que había preparado decirle se desmoronó a mi alrededor, ¿por qué tenía que mirarme con esos ojos tan hipnotizantes? ¿Por qué tenía que hacer que aparecieran cientos de mariposas en mi estómago solo con escuchar su perfecta y ronca voz?
Dejé escapar un suspiro.
―Te estaba evitando ―empecé, parándome un segundo para coger aire―. Te estaba evitando porque cuando me fui de aquella fiesta dijiste que ni siquiera te habías dado cuenta de que me había ido...
Me callé esperando un "¿solo por eso me has estado ignorando?" por su parte, pero nunca llegó. Me miró, indicándome que continuara hablando.
―...y me ignoraste durante toda la noche cuando dijiste que estarías a mi lado para ayudarme a sobrepasarla.
«Y te besaste con Sandra», pensé, mas me lo callé. Porque no tenía derecho a estar enfadada por ello, y no lo estaba, estaba dolida. Pero eso no era culpa suya, sino mía, por hacerme ilusiones.
―Entiendo ―dijo―. Lo siento.
Eso me tomó por sorpresa. No estaba acostumbrada a que alguien me pidiera perdón de esa manera, especialmente por algo tan subjetivo como lo que había sucedido en la fiesta. Para mí, el perdón era un territorio desconocido, un gesto que rara vez experimentaba en mi propio hogar.
Hugo, con su mirada llena de arrepentimiento y sus palabras cuidadosamente elegidas, rompió el molde de las interacciones que había conocido hasta ahora. En mi familia, las disculpas eran una rareza, y si alguna vez se ofrecían, siempre parecía ser yo quien las diera primero, independientemente de quién tuviera la culpa. La idea de que alguien más reconociera su propio error y buscara reparar el daño era algo totalmente nuevo para mí.
La sensación de ser comprendida y valorada, incluso en momentos de conflicto, era abrumadora. Por primera vez en mucho tiempo, me sentí vista y apreciada por quien realmente era, sin juicios ni expectativas injustas.
―Metí la pata hasta el fondo.
Se apoyó en el marco de la puerta y cruzó los brazos, haciendo que se le marcaran los biceps. Tragué saliva intentando apartar la mirada. Estábamos hablando de algo importante.
―Me emborraché nada más llegar y no sabía lo que decía ―explicó. Ni lo que hacías, pensé―. Pero eso no es excusa. Siento muchísimo haberte hecho sentir así, Aurora.
Se acercó a mí y agarró mis manos, acariciándolas con sus pulgares. Otra vez la chispa surgió.
―Yo también lo siento por haberte ignorado estas semanas ―me disculpé―. No te he dejado explicarte, no he sido justa. Y lo siento.
―¿Sabes? Sí qué me di cuenta de que no estabas ―sonrió―. Te estuve buscando por todas partes y preguntando por ti, pero nadie sabía dónde estabas. Y me preocupé mucho, te llamé no sé cuántas veces.
Fruncí el ceño.
―¿Me llamaste? ¿Te guardaste mi número? ―saqué el móvil de mi bolsillo para revisar el historial de llamadas, pero no había nada de Hugo―. A mí no me salió tu llamada, ni siquiera me aparece.
―¿Ah no? ―preguntó extrañado―. Mira.
Agarró su móvil y me enseño su historial, aparecían 20 llamadas del día de la fiesta a un número muy parecido al mío, pero no era el mío.
Solté una risa.
―El tercer número es el cuatro, no el siete. Por eso no me apareció.
―Fallo mío, otra vez ―rió nervioso, elevando el brazo y rascándose la nuca―. Pero bueno, ya sabes lo preocupado que estaba. De hecho, estuve a punto de llamar a la policía porque no contestabas, pero después Alberto me dijo que te había acompañado a casa y que estabas enfadada.
Abrí los ojos sorprendida.
―¿Te lo dijo? ―pregunté. Él asintió―. ¿Y te dijo por qué?
Él dudó. Yo me mordí el interior de mi labio inferior, nerviosa por lo que le había podido decir su hermano. Esperaba que no fuera eso.
―Sí ―admitió. Me maldije a mí misma, queriendo que la tierra me tragara y no me volviera a sacar―. No te preocupes, no tenemos que hablar de eso hasta que estés lista.
Solté un suspiro, aún intranquila porque eso significaba que Hugo sabía, o tenía una ligera idea, de que me gustaba.
―Estás muy guapa ―dijo, haciendo que mis mejillas ardieran―. Te queda muy bien ese suéter.
Ay, Hugo. ¿Qué estás haciendo conmigo?
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